Read La noche de los tiempos Online
Authors: Antonio Muñoz Molina
—Don Ignacio, estos camaradas, que vienen para un registro de trámite.
El que estaba al mando lo miró de soslayo con desagrado: el portero no era quién para calificar la naturaleza o la gravedad del registro.
—Papeles —dijo. Pero el ordenanza o ex ordenanza les habría informado bien acerca de su identidad y de su trabajo.
—Ya os tengo dicho que el señor es de toda confianza —oyó decir al portero.
—Aquí ya se han acabado los señores, a ver si te enteras.
Miraban con asombro la amplitud del espacio, como si hubieran entrado en una iglesia, los marcos tan elevados de las puertas, la perspectiva de los salones que se perdían hacia el fondo, los techos altos con molduras de guirnaldas. Con alpargatas, con zapatos gastados, pisaban el parquet, bruñido a pesar de las semanas que habían pasado desde la última vez que le dieron cera las criadas ausentes. El ex ordenanza le había hecho un leve gesto de reconocimiento a Ignacio Abel, casi había inclinado la cabeza como cuando dejaba el correo sobre su mesa y le preguntaba dócilmente si mandaba alguna cosa más. El que parecía más directamente a las órdenes del jefe de la patrulla se quitó la gorra con borla para limpiarse el sudor y al girar la cabeza Ignacio Abel vio que se había hecho afeitar en la ancha nuca rapada las iniciales FAI. A causa de las miradas de los tres milicianos veía él mismo su propia casa con incomodidad, con disgusto, casi con miedo, la amplitud innecesaria de un recibidor en el que en realidad nunca se había celebrado ninguna recepción, los ricos pliegues de las cortinas que caían lujosamente hacia el suelo, las habitaciones que se sucedían una tras otra a través de las puertas de cristales de doble hoja pintadas de blanco. Pero no parecía que buscaran con mucho ahínco, que tuvieran prisa por encontrar algo comprometedor.
—Tú te quedas aquí —le dijo el jefe al portero, que ya no se movió del recibidor, como una visita incómoda, sin sentarse siquiera mientras los esperaba, mirando los cuadros, las lámparas, su pistola tan inútil como el gran manojo de llaves, mientras Ignacio Abel iba mostrando a los milicianos cada una de las habitaciones, abriendo armarios empotrados que los sorprendían por su profundidad, y cuyos últimos rincones, detrás de la ropa colgada, examinaban con linternas.
—¿Una casa tan grande, para ti solo?
—No vivo solo. Mi mujer y mis hijos están veraneando en la Sierra.
—¿En nuestro lado o en el de los otros?
—En el de los otros, creo.
—Pues no te preocupes que no vas a tardar mucho en poder reunirte con ellos. Esto va muy rápido.
—Eso espero.
—No esperarás a que ganen ellos.
—Ya han visto ustedes los carnets que tengo.
—Un carnet sindical se lo puede agenciar cualquiera en estos tiempos. Una casa como ésta no tantos.
Hablaba el pequeño, el de las gafas redondas y la camisa limpia, fumaba sosteniendo el cigarrillo en la mano izquierda, mantenía la derecha en el bolsillo; los otros miraban y asentían. Ignacio Abel buscaba la mirada del ex ordenanza y le inquietaba no encontrarla. Quería acordarse de su nombre y no lo lograba. Absurdamente le contrariaba que vieran el desorden de la cocina, los platos apilados en el fregadero. Comía cualquier cosa y no se decidía a lavarlos, mientras siguieran quedando platos limpios en las alacenas. Olía mal y por los rincones, cuando encendía la luz después de medianoche porque entraba para beber un vaso de agua, había grandes cucarachas rubias que se quedaban quietas, moviendo las antenas. Registraron el cuarto de las criadas, el jefe supervisando a los otros desde fuera, indicándoles con gestos que levantaran los colchones, que abrieran un baúl arrimado a la pared. En realidad él no se acordaba de haberse asomado nunca a esa habitación. Al encenderse la bombilla pelada que colgaba del techo le sorprendió que fuera tan angosta: dos literas, una sobre otra, el baúl, una repisa forrada con papel de periódico, un ventanuco con una cortinilla de flores, fotos de artistas de cine pegadas con chinchetas en la pared, programas de mano de películas, una mesita de noche vieja que debió haber sido descartada hacía muchos años por don Francisco de Asís y doña Cecilia, y sobre ella una pequeña Virgen de cobre. Sintió algo de vergüenza, más que de remordimiento; pero comprendía que no la habría sentido si no hubiera tenido miedo. El jefe de la patrulla miraba sin decir nada, fumando. Terminó el cigarrillo y lo aplastó contra las baldosas de la cocina. Había encendido otro cuando Ignacio Abel los guió a su despacho y se hizo a un lado después de encender la luz.
—¿Y esta habitación de quién es?
—Mi despacho.
—Parece el despacho de un ministro.
—Trabajo aquí. Es mi estudio.
—A cualquier cosa se le llama trabajo.
—¿Y éstos del retrato? ¿Criados viejos de la casa?
—Son mis padres.
—Nadie lo diría. ¿También están en la Sierra con los facciosos?
—Murieron hace muchos años.
—¿Y todos estos mapas? No los usarás para saber si está cerca el enemigo.
—No son mapas. Son planos. Trabajo en la Ciudad Universitaria. Ustedes lo saben.
—A nosotros no nos hables de usted, que hay confianza.
Se impacientaban o se aburrían, al menos los dos subordinados, el ex ordenanza y el otro, el que llevaba las siglas afeitadas en la nuca, por la que se pasaba de vez en cuando un pañuelo muy estrujado para limpiarse el sudor. Hacía mucho calor en la casa con todos los postigos cerrados. El ex ordenanza, con un rasgo calculado de impertinencia, revisó papeles que había sobre el escritorio y los dejó caer al suelo; cuando Ignacio Abel lo miró apartó los ojos y cruzó con el otro una mirada sonriente. Luego abrió uno por uno los cajones y los fue dejando caer al suelo, sin revisar lo que había dentro. Al encontrar cerrado el último llamó la atención a su jefe.
—¿Y ése por qué lo tienes cerrado?
—Por nada en particular. Aquí está la llave.
—¿No te estarás poniendo nervioso?
—No tengo por qué.
—¿Un pitillo?
—No, muchas gracias.
—Tú estás acostumbrado a tabacos más selectos.
—Es que no fumo.
—Venga, nos vamos.
Por un momento sintió alivio, una flojera general de los músculos más acusada de lo que su dignidad le habría permitido reconocer. Luego vio la mirada del jefe de la patrulla y la sonrisa del ex ordenanza que eludía sus ojos y comprendió que el plural lo incluía a él. Venga, nos vamos. Los tres hombres no hicieron nada. No se le acercaron amenazadoramente. El del gorro con borla pisó algo y se oyó un cristal que se rompía y algo de madera crujiendo. La foto enmarcada de Lita y Miguel en el columpio ya no estaba sobre su escritorio.
—Un momento —dijo, se escuchó con desagrado decir, notando la alteración del miedo en su voz—, aquí tiene que haber un malentendido.
—Malentendido ninguno —dijo el jefe, el cigarrillo en la mano izquierda, la derecha en el bolsillo, en la muñeca un reloj de pulsera valioso en el que por algún motivo Ignacio Abel no había reparado hasta este momento—. No te vayas a creer que nos engañas con todos tus carnets y todas tus fotos con la carcundia republicana. En nosotros no manda nadie. Para nosotros tú no eres nadie. Eres peor que nadie. Los compañeros de la construcción se acuerdan bien de ti. Te faltaba tiempo para contratar esquiroles y para llamar a los guardias de Asalto cada vez que se convocaba una huelga. Ahora vas a pagar.
Se le quebró desagradablemente la voz cuando quiso decir que no tenían ningún derecho ni ninguna autoridad para detenerlo; el jefe de la patrulla le contestó que la autoridad eran ellos; el ex ordenanza lo tomó del brazo izquierdo y el del gorro con borla del derecho; bajo esas manos grandes y extrañas sintió la vergüenza de sus músculos débiles; sin empujarlo ni tirar de él le hicieron cruzar el recibidor y pasaron junto al portero, que aún estaba de pie, como una visita llena de mansedumbre. Pensó en Calvo Sotelo la noche de tan sólo unas semanas atrás en la que habían ido a buscarlo: en que contaban con extrañeza que no se resistió, que no hizo valer ante quienes lo detenían su inmunidad de diputado; se acordó del vecino del piso de enfrente, diminuto en la mirilla, saliendo en pijama, y de la mujer que se había arrodillado agarrándose desmañadamente al pantalón de uno de los que se lo llevaban. Aún estaba en su casa y ya estaba muy lejos. Al pasar por el rellano de uno de los pisos más bajos escuchó una puerta que se cerraba y comprendió que algún vecino estaría asomado a la mirilla, agradecido de no ser él quien iba detenido, embriagado por la sensación de impunidad. El coche negro en que iban a llevárselo se puso en marcha en cuanto se abrió el portal. Era más bien una camioneta ligera y encima del techo llevaba un panel en el que había un dibujo de una pastilla de jabón de la que ascendían burbujas, JABONES LÓPEZ. El ex ordenanza, al forzarlo a que se inclinara para entrar en el coche, le apretó muy fuerte la cabeza con una ancha mano extendida, presionando con los dedos sobre los huesos del cráneo.
Queridos Miguel y Lita; querida Judith; querida Adela.
Con los faroles apagados y las ventanas a oscuras la calle Príncipe de Vergara era un túnel de oscuridad que se ibaabriendo delante de los faros del coche. Él iba en el asiento de atrás: nadie le dispararía en la nuca sin que se diera cuenta, sin saber que moría, como había recibido los dos tiros Calvo Sotelo. Preguntó que adonde lo llevaban. Lo preguntó tan bajo que el ruido del motor borró su voz y tuvo que tragar saliva y aclararse la garganta para repetirlo.
—¿No estabas tan orgulloso de tu cargo? ¿No tenías tanta prisa porque se terminaran las obras? Adónde mejor que a tu Ciudad Universitaria.
Iba muy apretado en el asiento de atrás, entre dos milicianos, el ex ordenanza a su izquierda, sonriendo con su boca carnosa, temblona por las desigualdades del camino, la borla de la gorra del otro moviéndose a su derecha. Después de un viaje por calles y descampados a oscuras cuya duración no supo medir reconoció más allá de la luz de los faros las siluetas de los primeros edificios de la Ciudad Universitaria. Había un control antes de llegar a ella. Milicianos con linternas y fusiles hacían señales para que el coche se detuviera.
—¿Éstos de quién serán?
—De la UGT, por las pintas, por los fusiles tan nuevos.
—Tú con la boca cerrada, que te trae más cuenta.
Habían cruzado unos largos bancos de aula en el camino de tierra. Reconoció la forma de los bancos de la Facultad de Filosofía. El jefe de la patrulla sacó una identificación y los que montaban guardia la estudiaron con sus linternas. Ignacio Abel quería pedir auxilio y tenía las mandíbulas como encajadas entre sí, las piernas encogidas y paralizadas, las manos muy frías sobre los muslos. El haz de luz de una linterna le dio de lleno en la cara y se quedó unos segundos fija, forzándole a cerrar los ojos. Estar a punto de morir era inconcebible. Era mucho más humillante la posibilidad de mearse y que se dieran cuenta los que lo llevaban,
o peor aún, cagarse y que lo olieran, que estallaran en risas y en gestos de asco, en el espacio tan reducido del coche. Pensó esas palabras exactas: cagarse de miedo. Judith estaba en ese momento en un lugar preciso, haciendo algo, diciendo algo a alguien. Sus hijos se habrían ido a la cama pero aún no estarían durmiendo, habitando ya sin sospecharlo siquiera el mundo no modificado en el que su padre no existía.
—¿Y ese que lleváis quién es? —Un fascista. Cosa nuestra. Se quedaron dudando pero al final el que había sostenido más rato la linterna hizo una señal y otros
milicianos apartaron los bancos para hacerles paso, levantando al arrastrarlos una nube de polvo que relució como una gasa flotante en el cono de luz de los faros. El coche frenó de golpe e Ignacio Abel sintió un dolor muy agudo en la rodilla derecha, que se había golpeado contra un filo metálico. Cojeaba cuando lo sacaron del coche. Quería andar y se le desmoronaban las piernas. Lo empujaron contra una pared y reconoció con extrañeza uno de los muros laterales de la Facultad de Filosofía, las hileras de ladrillo picoteadas de disparos, de salpicaduras y chorreones de sangre. Ni siquiera lo habían esposado. Pensó que cuando lo encontraran por la mañana el juez y el oficial encargados de levantar los cadáveres antes de que pasaran los camiones municipales de basura no tendrían ninguna dificultad en identificarlo porque llevaba en el bolsillo previsoramente su carnet de la UGT y el del Partido Socialista. Entonces llegó otro coche con unos faros todavía más poderosos que le forzaron a taparse los ojos y levantando una polvareda que lo sofocaba. Oyó gritos broncos de pelea a su alrededor y no comprendía las palabras. No se dio cuenta de que se había deslizado hacia el suelo cuando unas manos ásperas le separaron con dificultad las suyas de la cara y reconoció en la confusión de sombras moviéndose y gritos y luces de faros la voz de Eutimio Gómez, la figura enjuta que se inclinaba sobre él. —Venga, don Ignacio, tranquilo, que ya no pasa nada.
Antes de que se vea el tren saliendo de la curva que sigue el recodo del río ha sonado su llamada grave como la sirena de niebla de un buque y han empezado a vibrar los cables del tendido eléctrico y las planchas metálicas y los pilares de hierro del paso elevado sobre los andenes, donde una figura masculina se distingue al otro lado de una cristalera. El edificio principal de la estación que verá el viajero nervioso cuando el tren salga de la curva tiene un aire de castillo alpino, en la cima de una pared de roca desnuda, al pie de la cual están las vías, tan cerca del agua que casi las salpican las olas débiles provocadas por el paso de una lancha motora. Rhineberg: alguien se acordó de los acantilados boscosos sobre el Rin al elegir ese nombre y esa nostalgia perduró luego en los torreones picudos de la estación. El paso elevado que cruza sobre las vías como un puente cubierto y una alta escalera metálica unen el edificio principal y los andenes. En uno de ellos, el más cercano al río, un hombre que acaba de subirse las solapas del abrigo ha mirado el reloj al escuchar que el tren se aproxima y ha levantado los ojos hacia la cristalera desde donde sabe que está el otro, el que ha venido con él pero prefiere observar las cosas desde lejos, a ser posible desde arriba, dar instrucciones con gestos rápidos y terminantes aunque también ambiguos y a veces de interpretación difícil: pero no llega a verlo porque lo deslumbra el reflejo del sol poniente, que aún tardará algún tiempo en desaparecer detrás de las cimas arboladas de la otra orilla, muy lejana aquí, donde el río se ensancha tanto. En el centro de la corriente hay una isla alargada y cubierta de árboles, con un pequeño embarcadero. Con el sol ya más débil los amarillos y los rojos de los árboles irradian un rescoldo poderoso de luz; un viento húmedo que viene del río da de repente una frialdad de invierno a la tarde hasta ahora templada y arrastra con un rumor seco oleadas de hojas sobre los andenes y las vías. El suelo tiembla bajo los pies cuando el tren surge con el faro encendido en el morro de la locomotora eléctrica y se detiene con un largo chirrido de frenos. Permanece unos largos segundos quieto, hermético, ocupando todo el andén, con una sugestión de energía formidable en suspenso, sin que se abra ninguna puerta, el sol poniente hiriendo los cristales de las ventanillas en el lado del río. El único viajero que desciende por fin lleva un abrigo de severo corte europeo y una maleta demasiado pequeña para quien ha venido de tan lejos. Se queda algo aturdido mientras el tren se pone de nuevo en movimiento con lentitud, la maleta en una mano, el sombrero en la otra, desconcertado al no ver a nadie, temiendo haberse equivocado de estación, a pesar de todas las precauciones, confrontado con la amplitud y la soledad de la orilla del río, con el silencio del bosque que se impone en cuanto el tren ha desaparecido. Oye a su espalda la voz que dice su nombre y teme haberla imaginado, volverse y no encontrar a nadie. Detrás del ventanal en el pasadizo elevado, Philip Van Doren sonríe al reconocerlo, lo ve volverse hacia el otro, el profesor Stevens, director del departamento de Fine Arts and Architecture, que le recuerda su nombre y su título (se conocieron brevemente en Madrid, el año pasado) y le da la bienvenida estrechándole con energía la mano, la primera persona con la que habla de verdad desde hace no sabe cuántos días, la primera vez que alguien lo recibe y lo mira otorgándole una plena existencia en cualquiera de los lugares a los que ha ido llegando en las últimas semanas. Dos hombres vistos desde lejos, desde arriba, unidos por una vaga semejanza de época, en una estación muy secundaria, en la orilla del río Hudson, una tarde de octubre de hace setenta y tres años.