Read La noche de los tiempos Online
Authors: Antonio Muñoz Molina
—Profesor Abel, llega usted a tiempo. Véngase conmigo. Salgo en media hora para Francia. Lamentablemente habrá que dar un rodeo y dejar Madrid por la carretera de Valencia porque a estas horas ya no es seguro que haya salida hacia el norte. Los sublevados se acercarán por ahí. La pregunta es si el gobierno contará con las suficientes unidades leales como para defender los pasos del Guadarrama. ¿Ha venido usted esta tarde de la Sierra, como cada domingo? ¿Circulaban todavía los trenes?
Sin esperar la respuesta se volvió hacia el ventanal, haciéndole a Ignacio Abel un gesto para que se acercara. En la pregunta sobre la Sierra había implícita una alusión a posibles confidencias de Judith, tal vez a la doble vida adúltera en la que él ya no actuaría como encubridor, sabiendo que ella la había cancelado. La vanidad de mostrar o sugerir que sabía cosas sobre los demás sin revelar el origen de su conocimiento le deparaba una satisfacción intensamente sensual. Miró por los prismáticos, señalando hacia el largo túnel casi oscuro del final de la Gran Vía, por el que bajaban ahora relámpagos de faros. Al fondo, más allá del vago rectángulo poco iluminado de la plaza de España, el Cuartel de la Montaña era un gran bloque de sombras punteado por pequeñas ventanas. Van Doren le tendió los prismáticos a Ignacio Abel. Muy lejos, a una distancia que el tamaño diminuto de las figuras hacía remota, hombres armados se apostaban en las esquinas, detrás de las farolas, deteniéndose en su acecho con una inmovilidad de soldados de plomo.
—La otra pregunta es por qué los militares rebeldes no han salido del Cuartel de la Montaña cuando todavía estaban a tiempo de tomar la ciudad. Ahora ya es demasiado tarde. ¿Ha visto el cañón en la esquina, a la derecha? Vigilarán que nadie salga y en cuanto se haga de día empezarán a disparar. Será como matar truchas a tiros en un barril. Pero seguro que nuestra Judith habría encontrado una expresión mejor en español.
El nombre de Judith dicho en voz alta le provocó a Ignacio Abel un sobresalto de corazón. Había venido a casa de Van Doren buscándola y ahora no se atrevía a preguntar por ella.
—Habla usted como si lamentara que la sublevación haya fracasado.
—¿Y qué le hace a usted pensar eso? ¿Cree que esos milicianos armados con escopetas viejas van a derrotar al ejército? Como puede ver han empezado a dedicarse a la revolución. Lo extraño es que pongan tanto esfuerzo en quemar esas iglesias de Madrid, tan lamentables casi todas desde un punto de vista arquitectónico. Ganarán los militares, pero son muy torpes y tardarán demasiado, y mientras tanto las personas como usted o como yo no tenemos nada que hacer aquí. Yo al menos cuento con la protección de mi embajada. Pero usted, profesor Abel, ¿qué va a hacer? ¿Está a tiempo todavía de volver a la Sierra, con su familia? Mejor venga conmigo, hasta que pase el peligro. Usted sabe que en Madrid no está a salvo. Basta mirar la cara que tenía cuando ha entrado aquí para darse cuenta de que lo sabe. Desde Biarritz podemos arreglar con la embajada y con Burton College los trámites de su viaje a América. Sólo tendrá que decirnos quién va a viajar con usted.
El timbre del teléfono resonó agudamente en el salón vacío, donde operarios con monos acababan de enrollar las alfombras de piel de vaca y de cebra. Más allá de los ventanales resplandecía sobre los tejados un horizonte de incendios. Una criada le acercó el teléfono a Van Doren, que se apartó de Ignacio Abel escuchando con la cabeza baja, respondiendo con monosílabos en inglés. Sería Judith quien llamaba y él se lo ocultaría, le advertiría a ella que no subiera, que se quedara esperando en alguna parte. Van Doren colgó y miró su reloj de pulsera haciendo el ademán automático de subirse las mangas como para entrar en faena.
—Cosas que nadie ha visto van a pasar aquí, profesor. Ahora es el turno de los que se han hecho dueños de Madrid, pero después vendrán los otros, y no me refiero a esos militares viejos que no se han atrevido ni a salir de los cuarteles y ahora están esperando a que entren a matarlos. Me refiero al ejército deÁfrica, profesor Abel. Ni usted ni yo, si estuviéramos todavía vivos cuando ellos entraran, queremos ver lo que hacen en Madrid. Entrarán como los legionarios italianos en Abisinia. Tendrán todavía menos piedad que los otros, con la diferencia de que ellos sí saben matar. Saben y les gusta.
—El ejército de África no puede salir de Marruecos. La Marina no se ha unido a la sublevación. ¿Con qué barcos van a cruzar el Estrecho?
De pie en medio del salón vacío Philip Van Doren miraba a Ignacio Abel como compadeciéndose de su inocencia incurable, de su incapacidad de saber las cosas que importaban, las que él descubría gracias a fuentes que no iba a revelar. En todo el espacio blanco lo único que quedaba era el teléfono en el suelo. Un criado cerró los ventanales y fue bajando las persianas y al terminar se acercó a Van Doren y le dijo algo al oído, mirando a Ignacio Abel de soslayo.
—Por última vez, profesor, venga conmigo. Para qué va a quedarse. Usted ya no tiene a nadie en Madrid.
Recuerda de esos días la sensación permanente de realidad en suspenso y de actos frustrados; Madrid como una burbuja de cristal turbulenta de palabras gritadas o impresas y de músicas y ráfagas secas de disparos; una burbuja parcialmente turbia que no dejaba ver lo que había fuera y más allá de ella y de golpe se volvía inaccesible, un país conjetural de ciudades sometidas por los rebeldes y un minuto después reconquistadas por las fuerzas leales y al cabo de un rato perdidas de nuevo pero a punto de caer ante el empuje de nuestras milicias siempre heroicas; y él mismo de un día para otro desgajado por golpes diversos de la mayor parte de su vida, Adela y sus hijos en la Sierra y Judith no sabía dónde y las obras en la Ciudad Universitaria interrumpidas y las oficinas vacías, el viento que entraba por las ventanas rotas a causa de explosiones y disparos que cubrían de polvo los escritorios y dispersaban por los suelos planos y documentos olvidados. Córdoba ha quedado en poder de las milicias leales. La rendición de Sevilla es inminente. Aplastada la sublevación en Barcelona, las columnas leales de Cataluña están a la vista de Zaragoza. Escribía cartas que no llegaba a enviar porque no sabía adónde o porque descubría que ya no era posible. Columnas gubernamentales circundan Córdoba, esperándose la rápida rendición de las fuerzas rebeldes. Ponía la radio y volvía a apagarla sin haber reconocido ni una brizna sólida de información entre un oleaje de palabras interrumpido de vez en cuando por anuncios y marchas militares que de pronto era el mismo que anegaba todos los periódicos. El gobierno impone su autoridad sobre toda la península salvo en las escasas capitales donde los rebeldes todavía resisten y confirma que la sublevación, yugulada desde el principio, está derrotada. El estanco donde se abastecía de papel de cartas y sellos tenía rotos los cristales del escaparate y había sido saqueado; en un estanco unas esquinas más allá un dependiente calvo y untuoso que parecía agazapado en la penumbra detrás del mostrador le atendía como si no hubiera pasado nada, aunque le decía que el suministro de sellos estaba interrumpido, y que si las islas Canarias estaban de nuevo en poder del gobierno cómo era que no llegaban de ellas envíos de tabaco. El gobierno confirma que el movimiento insurreccional en Cataluña ha sido dominado a poco de iniciarse. La topografía de los actos diarios en parte estaba desbaratada y en parte seguía indemne, igual que la geografía del país entero se había vuelto fantástica, con regiones enteras tan inaccesibles como si de golpe hubieran sido tragadas por el mar y fronteras tan cambiantes que nadie sabía dónde estaban. Sobre los traidores cabecillas de esta inicua intentona destinada al fracaso caerá implacable y enérgica la justicia popular. En una esquina de la calle de Alcalá la pequeña iglesia delante de la cual había siempre un ciego tocando un violín había empezado a arder y desde la acera de enfrente el perro del ciego les ladraba a los incendiarios que apilaban bancos y reclinatorios sobre la hoguera de la puerta. Por momentos se acentúa la impresión de que toca a su fin el dramático episodio que vivimos desde el domingo pasado. Marcaba un número de teléfono y la señal de llamada se repetía interminablemente sin que hubiera respuesta; volvía a levantar el auricular un rato después y ya no había línea. Radio Sevilla lanza las últimas proclamas de los facciosos, llenas de falsedad y desesperación, destinadas a levantar el decaído ánimo de los que se han lanzado en armas contra el pueblo y su legítimo gobierno. Empezaba cartas y a las pocas líneas la pluma le resbalaba entre los dedos por culpa del calor y ya no seguía escribiendo; algunas se escribían completas en su imaginación y no llegaban al papel.
Queridos Lita y Miguel me encuentro bien y espero reunirme con vosotros en cuanto la situación se tranquilice, que por lo que parece no tardará más de unos días.
Varias columnas de fuerzas leales y milicias avanzan contra los sublevados en Sevilla, y los soldados facciosos empiezan a desertar. Escrutaba el periódico buscando en las informaciones sobre la lucha en la Sierra el nombre del pueblo y no lo veía mencionado. El asalto de las milicias republicanas sobre Córdoba es inminente. Igual que la censura dejaba en blanco columnas enteras había ciudades y provincias borradas del mapa y cuyos nombres no se pronunciaban ni se escribían. Varias columnas procedentes de Cataluña se hallan ante Zaragoza, donde los rebeldes se encuentran en una situación crítica. Se quedaba inmóvil en su casa ahora más grande porque no la habitaba nadie más que él y sentía el remordimiento de no estar haciendo algo, de no ir a reunirse con sus hijos, de no estar buscando con suficiente empeño y astucia el paradero de Judith. La heroica columna del glorioso coronel Mangada desborda al enemigo en las cumbres de la Sierra de Guadarrama y con ímpetuarrasador e irresistible avanza hacia Ávila. Salía a la calle sin propósito verdadero y tenía miedo de que durante su ausencia rompiera a sonar el timbre del teléfono porque alguien quería transmitirle un mensaje urgente. Según noticias llegadas a nuestra redacción en la tarde de ayer las fuerzas del coronel Mangada se encuentran a las puertas de Burgos y se disponen al ataque final contra los insurrectos. Sentado en un banco del paseo central en la calle Príncipe de Vergara el profesor Rossman sudaba en la tarde de julio bajo las sombras breves de las acacias y rebuscaba en su cartera hojas de periódicos y recortes que se le enredaban entre las manos. «No quería molestarle, querido profesor Abel, pero quería asegurarme de que usted está bien y de que volvió a tiempo de la Sierra. ¿Cómo se explica usted que según el periódico de ayer la columna del coronel Mangada avanzara hacia Ávila y en el de hoy digan que ya se encuentra a las puertas de Burgos?» Carros blindados y cañones se disponen a tomar el Alcázar de Toledo, que está en llamas. Telefoneaba a la estación para preguntar si continuaba interrumpido el servicio de trenes y nadie contestaba al teléfono, o si contestaba alguien no le podía dar una respuesta segura. Columnas gubernamentales circundan Córdoba, asegurándose la rápida rendición de las desmoralizadas fuerzas rebeldes. El número de la estación comunicaba siempre o al marcarlo no se producía ningún sonido. Se practican en Madrid numerosas detenciones de elementos fascistas, religiosos y oficiales del ejército traidores a la República. Quería mandar un telegrama y estaba cerrada la oficina de Correos, pero aunque hubiera podido mandarlo cómo sabría si llegaba a su destino. El gobierno tiene impresiones optimistas sobre una rápida dominación del movimiento subversivo.
Querida Judith no sé dónde estás pero no puedo dejar de escribirte y no puedo vivir sin ti.
En el frente de Aragón los facciosos, en su desordenada huida, dejan sobre el campo numerosos muertos y heridos, así como camiones, ametralladoras y fusiles. En la confusión extrema del Palacio de Comunicaciones no había nadie que atendiera las ventanillas de telégrafos y la estridencia de los teléfonos que nadie contestaba se mezclaba con los gritos y las órdenes de los milicianos y el estrépito de los cerrojos de los fusiles, porque en la planta principal se había improvisado un centro de reclutamiento de milicias. Zaragoza empieza a sentir los rigores del asedio al que la tienen sometida las fuerzas leales. Consiguió hablar con un empleado y pudo enterarse de que estaba suspendido indefinidamente el servicio con el otro lado de la Sierra, y de que el mapa de España lleno de súbitos espacios en blanco con los que estaba prohibido o no era posible establecer comunicación cambiaba cada día y casi cada hora según los bulos y las noticias fantásticas de ofensivas y victorias. Un grupo de frailes armados alevosamente con navajas asaltan a los milicianos que se disponían a efectuar un registro.
Querida Adela diles a tus padres que vi hace unos días a tu hermano y que me pareció que se encontraba bien.
La situación de los rebeldes en Sevilla es tan desesperada que el general traidor Queipo de Llano prepara su fuga a Portugal. Se levantaba antes del amanecer para ir a la embajada americana y aunque todavía era de noche ya había en la acera una cola de hoscos aspirantes a fugitivos, que intentaban no hacer visible su rango social: señoras de clase alta sin pulseras ni joyas; hombres sin corbata o con una gorra o una boina y una chaqueta vieja que no llegaban a disimular su origen, revelado, sin que ellos se dieran cuenta, por la suavidad del afeitado, por el buen corte del pantalón o el color rosado de las uñas. En el campo cerca de Pozuelo de Alarcón descubren entre unos matorrales el cadáver de una mujer joven y bella, elegantemente vestida, con traje de crespón negro, medias claras de seda, zapatos de piel blanca con ribetes negros y ropas interiores valiosas. Para obtener el visado tenía que presentar antes la carta de invitación y el contrato de Burton College, pero el correo internacional no funcionaba, o los carteros se habían alistado en las milicias y tardaban en incorporarse los sustitutos. Las tropas de la República ocupan las cercanías de Huesca y dejan sin fluido eléctrico a Zaragoza, donde la situación de los rebeldes es ya desesperada.
Dear Mr. President, Burton College, Rhineberg, N.Y., it is an honor for me to accept your kind invitation and as soon as current circumstances improve in Spain I will send you the documents you have requested from me.
Las columnas procedentes de Cataluña, con moral elevadísima, continúan su avance victorioso por tierras de Aragón y se acercan irrefrenablemente a Zaragoza, nuevamente bombardeada por nuestra aviación. Sólo quería estar lejos, poner tierra por medio, marcharse y no volver nunca, sumergirse en un silencio en el que no zumbaran día tras día no ya los disparos y las explosiones sino las mismas palabras, repetidas siempre, obtusas y triunfales, vengativas y tóxicas, casi igual de temibles que los actos. Las bestias carlistas marchan como manadas de hienas y les acompañan más feroces todavía las sotanas pavorosas de los curas. Las mismas palabras en un asedio sin descanso, en las emisoras leales y en las del enemigo, en los periódicos y en los carteles pegados en todas las paredes, inmunes a la evidencia de la mentira, imponiéndose por la fuerza bruta de la repetición. Día a día crece el entusiasmo entre los luchadores que defienden en los frentes de combate la causa de la República y de la libertad haciendo inútiles los esfuerzos desesperados de los rebeldes. Cómo sería posible no escucharlas, no ser contagiado e infectado por ellas, las borracheras de palabras que sostenían la alucinación colectiva. Es de lamentar que la excesiva velocidad de los automóviles requisados por los grupos y milicias del Frente Popular ocasione numerosos accidentes, que podrán ser fácilmente remediados si los conductores de los mismos se atienen a cumplir las normas de la circulación. Esperaba cada mañana y cada tarde el silbato del cartero pero muchos días ni siquiera llegaba, y al día siguiente esperaba sin embargo con la misma dolorosa intensidad, una carta de Judith, de sus hijos, de Burton College, de la embajada americana. Un gran número de milicias de Lérida desfila por la ciudad entre delirantes ovaciones antes de marchar hacia la reconquista de Zaragoza. Bajó a preguntarle al portero si había llegado alguna carta para él y vio que había cambiado la librea azul con galones dorados por un mono abierto sobre la camiseta y que ahora no se afeitaba. La rendición de los facciosos del Alcázar de Toledo se considera inminente. Por consejo de un chófer del vecindario el portero se había afiliado a la CNT y aunque seguía llevando la gorra de plato que tanto lo enorgullecía porque le daba un cierto aire de guardia de Asalto ahora se había atado al cuello un pañuelo rojo y negro y le colgaba del cinturón en el costado derecho una pistola, tan abultada como el manojo de llaves que le había colgado siempre del costado izquierdo. Las columnas leales que marchan hacia Zaragoza no encuentran resistencia. Decía que le habían dado la pistola en un reparto de armas incautadas a los militares fascistas derrotados por el pueblo en el asalto al Cuartel de la Montaña. Tanques de las fuerzas leales marchan desde Guadalajara en dirección a Zaragoza protegiendo el avance incontenible de la Infantería. El portero lustraba su pistola con la misma concentración con la que en otro tiempo sacaba brillo a los zapatos de algún vecino pudiente pero no había conseguido que le dieran munición y la solicitaba cada día a su amigo el chófer libertario, asegurando que al fin y al cabo él también era autoridad y vigilaba con eficacia en busca de posibles emboscados o saboteadores que se refugiaran en la casa. De cinco en cinco, con los brazos en alto, abandonan el Alcázar de Toledo los rebeldes que lo defendían. Ignacio Abel salía por la mañana y el portero, con su mono proletario y su pistolón al cinto, le abría la puerta inclinándose al mismo tiempo que se quitaba la gorra y alargaba discretamente la mano para recibir una propina. «Usted no tiene que preocuparse de nada, don Ignacio, que en este barrio la gente trabajadora lo conoce a usted bien, y además si hace falta yo pongo la mano en el fuego por usted.» Granada está a punto de rendirse a las fuerzas del gobierno y según noticias de la máxima fiabilidad los soldados desertan o se alzan en rebeldía contra los jefes facciosos que los han llevado a la deshonra y a la derrota. Llamó a la pensión de la plaza de Santa Ana con la esperanza insensata de que Judith no se hubiera marchado y una voz airada que hablaba a gritos en medio de un gran tumulto le dijo que allí no había ningún huésped con ese nombre, pero a él lo conmovió el solo hecho de repetirlo en voz alta en el teléfono, como si de ese modo conjurara su presencia. La escuadrilla de aeroplanos salida esta mañana de Barcelona reconoce el terreno y protege el avance de las columnas leales que deben apoderarse de Zaragoza, las cuales se hallan ya casi delante de la ciudad. Asegúrese, por favor, Judith Biely, con b, una señorita extranjera, americana. Subió en un tranvía por la calle de Alcalá camino de la plaza de Sevilla y sobre el torreón del Círculo de Bellas Artes y la Minerva de bronce ondeaba una gran bandera roja. En las inmediaciones de Córdoba nuestras tropas esperan el momento decisivo para lanzarse al ataque. Cuando ya estaba más cerca, si no de Judith al menos de la casa y de la habitación en la que había vivido, seguir avanzando fue imposible: en la esquina de la calle del Príncipe estalló un tiroteo tan súbito como un remolino de verano; salió del portal en el que se había refugiado y en la claridad del sol que venía desde la plaza de Santa Ana le pareció que veía cruzar a Judith. Se encarece a todos los conductores de vehículos incautados al enemigo a que respeten las señales de tráfico colocadas en las vías públicas de Madrid en evitación de los accidentes que vienen produciéndose por no ser aquéllas respetadas.