La noche de los tiempos (63 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

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Salió a la calle y de pronto no parecía que estuviera en la misma ciudad a la que había llegado unas horas antes en la tarde del domingo. Si había tenido a Judith tan cerca hacía menos de una hora aún estaba a tiempo de encontrarla y evitar que se fuera. Ahora era de noche y las calles que Bajaban hacia Cibeles y el paseo del Prado estaban llenas de automóviles y de gente, las ventanas abiertas, las casas iluminadas mostrando dormitorios y comedores de los que salía un estrépito multiplicado y discordante de aparatos de radio, siluetas asomadas a los balcones. La sospecha se convertía en acusadora certeza; el rencor de amante despechado daba una realidad tangible a las suposiciones: Judith había llamado a la casa de Madame Mathilde sabiendo que él la estaba esperando; había tenido la sangre fría de dejar la carta y marcharse y la astucia de hablar en voz baja y tal vez de asegurarse la complicidad de la respetable alcahueta con algo de dinero; en el bolsillo del batón amplio de viuda donde la vieja se había guardado los billetes que él acababa de darle estaban también los que un poco antes le había entregado Judith. Por la calle de Alcalá lo empujaba una multitud entre hosca y bullanguera en la que se agitaban puños levantados, pancartas, banderas rojas, banderas rojas y negras. Al fondo, hacia las cúpulas de la Gran Vía, se levantaba un resplandor movedizo que tenía un dramatismo de crepúsculo rojo. Olía a humo y a ceniza y a gasolina mal quemada y llovían cenizas sobre las cabezas descubiertas. Quizás Judith le había pedido al taxista que la llevó a casa de Madame Mathilde que la esperase junto a la verja, que no tardaría más que un momento; ahora Ignacio Abel creía recordar que había escuchado el ruido del motor esperando, estaba seguro de haber sentido el sobresalto de una puerta que se abría y cerraba; ¿no había percibido al salir al vestíbulo un rastro débil de la colonia de Judith? Vanamente indagaba el pasado inmediato tan sólo por la superstición de confirmar que la había tenido casi al alcance de su mano, como si eso aliviara en algo la realidad inaceptable de su desaparición. Sin sombrero y con la cartera absurdamente en la mano lo veo desde la otra acera bajando por la calle de Alcalá, muy deprisa, sin fijarse en el escaparate de la agencia de viajes en el que está el modelo a escala de un transatlántico que miran siempre sus hijos, como si se dirigiera a alguna parte, a una cita urgente, barajando los itinerarios posibles que habrá seguido Judith hace sólo unos minutos, porque ya está convencido de haberla tenido muy cerca y por tanto de que si se da prisa y actúa con inteligencia podrá encontrarla. Había llegado y estaba ya en la estación de Mediodía o en la del Norte o quizás había vuelto a la pensión de la plaza de Santa Ana cerrando las maletas, el taxi con el motor en marcha esperando junto al portal, la plaza también con todos los balcones iluminados, las tabernas llenas. Cualquier posibilidad que él eligiera eliminaría irremediablemente las otras. Si tuviera su coche, si apareciera un taxi libre, si no hubiera tal confusión de tráfico, tanta gente llenando las aceras, entorpeciéndole el paso, desbordándose sobre las calzadas. Sin taxis ni tranvías se ensanchaban las distancias de Madrid. En veinte o veinticinco minutos podía llegar a la estación de Mediodía. Veía anticipadamente las bóvedas de hierro, la cristalera iluminando la plaza como un gran globo de luz. Atado al suelo como en sueños por la lentitud inevitable de los pasos se veía a sí mismo corriendo por el vestíbulo hacia una Judith vestida de viaje y a punto de subir al tren. Pero lo más probable sería tomar la decisión equivocada y seguir yendo de una estación a otra extenuándose inútilmente mientras Judith ya no estaba en Madrid. En la terraza del café Lion habían sacado a la calle unos altavoces y la gente se agrupaba en torno a ellos y se subía a las sillas de hierro y a los veladores para escuchar las proclamas confusas que repetía una voz con acentos metálicos, el optimismo imbécil de los comunicados oficiales. El gobierno tiene la seguridad de contar con recursos suficientes para acogotar el intento criminal a que han osado los enemigos del régimen y de la clase trabajadora. Miró hacia el interior, imaginando que tal vez Negrín estaría allí, pero una premura que su voluntad no controlaba seguía empujándolo. Un público enfebrecido bebía jarras de cerveza y fumaba y tomaba raciones de marisco mientras los camareros sudorosos se abrían paso con dificultad levantando las bandejas sobre las cabezas. Las caras enrojecidas y las luces eléctricas se duplicaban en los espejos. Las fuerzas leales a la República se baten denodadamente para aplastar de una vez por todas a los insurrectos. La voz del locutor vibraba con el timbre enfático de una retransmisión deportiva. Una columna de heroicos mineros asturianos se acerca en estos momentos a Madrid para ofrecer su ayuda al pueblo de la capital. De modo que era verdad que iban a sublevarse, pensaba fríamente, casi con alivio, con un desapego de irrealidad y lejanía hacia las voces que escuchaba, hacia el tumulto de cuerpos sudados que tenía que atravesar para seguir avanzando. Después del comunicado oficial sonaba el Himno de Riego y a continuación una voz femenina muy aguda rompía a cantar
Échale guindas al pavo
con una bulla de palmas y guitarras. Las noticias repetidas a gritos sobre la derrota de la sublevación o sobre fantásticos acontecimientos militares se mezclaban con las voces roncas de los parroquianos pidiendo más rondas de cerveza y raciones de gambas a la plancha o de calamares fritos. Marchando media de gambas. El felón Queipo de Llano huye acorralado por el pueblo en armas de Sevilla y los soldados empiezan a desertar de las filas rebeldes dando vítores a la República. De nuevo la siniestra charlotada española, pensaba, la interjección cuartelera y el cornetín de órdenes, los desfiles castrenses a ritmo de pasodoble, la mugre eterna de la fiesta nacional. Camiones llenos de paisanos armados giraban en lento remolino entre la multitud alrededor de la fuente de Cibeles y subían luego como una marea por el otro tramo de Alcalá, en dirección a la Puerta del Sol. Entre los árboles del jardín los ventanales del Ministerio de la Guerra brillaban iluminados como en una noche de baile oficial. Delante de las verjas de entrada montaba guardia una tanqueta con un cañón irrisorio. Los soldados de guardia se cuadraban cada vez que entraba o salía un automóvil oficial. En alguna parte estallaban cohetes o disparos y el gentío se ondulaba como un trigal batido por el viento. Por encima de los edificios de la Gran Vía Ignacio Abel distinguió la cúpula de una iglesia envuelta en llamas. Pavesas rojas caían sobre los tejados con un resplandor veloz de fuegos de artificio. Dobló hacia el paseo del Prado en la esquina de Correos, donde había estacionada una camioneta de guardias de Asalto, impasibles bajo las viseras de las gorras de plato, que brillaban como charol en la penumbra. Al filo de la acera pasó rozándolo como un vendaval un automóvil del que vinieron gritos de advertencia y carcajadas de hombres jóvenes que sacaban fusiles y pistolas por las ventanillas, una bandera roja y negra restallando en el aire como la vela suelta de un navío. Cada coche, cada camión erizado de banderas, puños en alto y fusiles, cada grupo humano, parecía avanzar vigorosamente en una dirección, pero la dirección de cada uno era distinta a la de todos los demás, y el efecto general era como de varios desfiles complicándose en un atasco de tráfico, de una contienda entre bandas de música. Del gran remolino de Cibeles se levantaba una discordancia de motores y cláxones, de ráfagas de himnos y clamores de abucheo y de furia. Había luz en todos los balcones del Banco de España. Algo iba a ocurrir muy pronto y aún no se sabía lo que era; algo habría ocurrido ya y era irreparable; algo deseado y algo temido. Judith Biely había desaparecido para siempre o podía aparecer entre la gente a la vuelta de cualquier esquina; el entusiasmo y el pánico vibraban como oleadas simultáneas en el calor de la noche, en una fiebre de carnaval y de catástrofe.

Pero el paseo del Prado estaba oscuro y silencioso; era como haber llegado de repente a otra ciudad de otra época, con enormes árboles sombríos y fachadas clásicas de grandes columnas y cornisas de granito, una ciudad indiferente a los trastornos de un porvenir lejano y plebeyo. Ignacio Abel bajaba por el paseo central, explorando siempre la calle en busca de un tranvía o de un taxi. Caminaba tan deprisa hacia la estación que el sudor le humedecía la camisa. Judith podía estar en la estación del Norte y si era así él habría desperdiciado la ocasión de encontrarla. También podía haberse marchado en automóvil. Una corazonada lo detuvo por un momento: quizás Judith había buscado refugio en casa de Philip Van Doren; ¿no sería mejor que volviera sobre sus pasos para encaminarse a la Gran Vía? ¿O que fuera a buscarla a la pensión en la plaza de Santa Ana? El mapa entero de Madrid se dilataba en un laberinto de itinerarios posibles, en puntos de salida. Por la carretera de La Coruña y la de Burgos salían los automóviles cargados de maletas, con las cortinas de las ventanillas echadas, de quienes viajaban hacia los largos veraneos señoriales del norte, de quienes huían con miedo anticipado de la ciudad y del país, muchos de ellos sabiendo con plena certeza lo que todo el mundo murmuraba y temía, algo que iba a suceder, que a estas alturas habría sucedido ya, la tormenta que hará crujir el aire con su primer estallido sin que nadie sepa predecir el momento en que sobrevendrá el diluvio que lo anegue todo. Pero nadie sabe imaginar lo que vendrá: nadie predice la escala del desastre, ni siquiera quien ha ayudado a desatarlo. Ahora Ignacio Abel iba hacia Atocha llevado por la inercia de su decisión sin fundamento —el expreso a punto de partir, el silbido y el vapor de la locomotora, Judith Biely hermosa y alta en el estribo, con su sombrero y su vestido de viaje, saltando al andén cuando el tren ya se ponía en marcha para caer en sus brazos— y su conciencia trastornada se agitaba en una discordia de impulsos y de figuraciones; Judith huyendo de él y de Madrid en esta noche de fulgores de incendios y multitudes encrespadas; Adela y sus hijos aislados en la casa de verano, entre los pinares de la otra ladera de la Sierra, buscando noticias en un pueblo donde la luz eléctrica se apagaba a las once de la noche y a donde no llegaba bien la señal de las emisiones de radio, donde el único teléfono era el de la estación; y él mismo apretando en un bolsillo del pantalón la carta de despedida de Judith Biely, el papel húmedo por el roce de su mano, apresurándose entre los automóviles que pasaban a toda velocidad por la plaza de Neptuno, que hacían sonar las bocinas al mismo ritmo de clamor de la gente excitada y sudorosa, congregada en toda la anchura de la Carrera de San Jerónimo, delante del Congreso de los Diputados, donde estaban iluminados y abiertos todos los ventanales, aunque el portón permanecía cerrado. No entendía qué gritaban, la palabra unánime que repetían todas las gargantas, cuál podría ser el principio físico que regía los movimientos de la multitud ordenando sus corrientes poderosas, el brío desbordado de su inundación. En la fuente de Neptuno chapoteaba un grupo de muchachos que treparon sobre la estatua para colgarle una bandera roja del tridente.

La realidad se quebraba en imágenes inverosímiles que de pronto se volvían comunes, con la súbita discontinuidad de una película en la que faltan fotogramas: de dónde habían salido las armas que ahora parecía agitar todo el mundo, con un aire más de fiesta que de guerra, o los automóviles de lujo con siglas de sindicatos obreros pintadas a brochazos en los laterales, ahora no conducidos solemnemente por chóferes con gorras de plato y uniforme sino por jóvenes de camisa abierta o mono proletario que mordían cigarrillos y gritaban al pisar el acelerador como jinetes lanzados al galope. Pero bastaba seguir bajando por el paseo del Prado para ingresar de nuevo en la oscuridad y el silencio: la luz de las farolas revelaba débilmente la mole yla columnata del museo. Él había paseado por ese mismo lugar con Judith, entre los setos de arrayán y los canteros de césped, bajo los cedros gigantes; la había llevado a conocer el Jardín Botánico, ahora sumido en una oscuridad olorosa de tierra fértil y vegetación tras las altas verjas cerradas. Entre los jardines del paseo veía moverse sombras furtivas, brasas de cigarrillos. Prostitutas de saldo y clientes pobres buscaban rincones propicios para la lujuria de la noche. La ancha bóveda ojival de la estación surgía al fondo de una explanada polvorienta en la que giraban vacíos los tiovivos de una verbena abandonada. Farolillos y banderitas tricolores de papel, barracas con dibujos bárbaros y colores muy fuertes, casetas de tiro con animadoras que miraban tristemente al vacío o se repasaban el carmín de los labios fruncidos, con altavoces en los que sonaban para nadie pasodobles taurinos y piezas de organillo. Un cartel anunciaba el prodigio de los hermanos siameses unidos por la cabeza y el de la mujer tortuga que tenía manos y pies pero no brazos ni piernas. Bajo el toldo de un puesto de bebidas hombres ceñudos fumaban agrupados en torno a un aparato de radio que transmitía marchas militares y música de baile. La fachada de hierro y cristal de la estación brillaba como un fanal en la frontera de la noche, más allá de la cual se extendían los descampados y los últimos suburbios de Madrid, las líneas débiles de luces en el cercano horizonte rural. Con todas las ventanas iluminadas los edificios eran láminas de cartón negro recortándose contra el intenso azul marino de la noche de julio.

Por la calle de Atocha bajaba un tranvía incendiado, que iba dejando atrás una estela de humo negro sobre la melena de las llamas y un fulgor de chispazos azules en los cables eléctricos. Otra hoguera se levantaba por encima de las casas, una columna de humo iluminada desde dentro por las llamas que devoraban la techumbre de una iglesia. Si Judith iba a irse en un tren él ya no podría detenerla: en el pináculo de la estación un reloj marcaba las diez y diez. Pero quizás no saldrían trenes esa noche, o se retrasarían mucho, apresados en la convulsión de la ciudad. ¿No debería tomar un tren él mismo, volver al pueblo donde Adela y sus hijos esperaban, aislados de todo, en la casa donde la luz eléctrica se apagaría muy pronto, alumbrados por velas y lámparas de petróleo? Demasiados deseos, demasiadas lealtades y urgencias, el pensamiento disociado de los actos, la conciencia descomponiéndose como las astillas de un espejo roto mientras cruzaba vestíbulos y recorría andenes en la estación que no parecía afectada por el sobresalto y el desorden de las calles, en la que los expresos nocturnos se ponían en marcha con la misma indiferencia con la que giraban los caballitos y las carrozas del tiovivo en la verbena próxima. Gente bien vestida se asomaba a las ventanillas de los coches azules de la Compañía Wagon-Lits, empleados de uniforme empujaban carritos con equipajes opulentos, baúles de ángulos herrados con letreros adhesivos de hoteles internacionales. Para viajes de veraneo la Compañía de los Caminos de Hierro del Norte ha establecido como todos los años diversas combinaciones de billetes de ida y vuelta accesibles a todos los bolsillos. Las mejores familias de Madrid tomaban el expreso nocturno con destino a Lisboa. Buscaba entre la gente; miraba una por una las caras asomadas a las ventanillas, las que se veían pasar por los pasillos iluminados, las que miraban tras el cristal de la cantina; distinguía de lejos una figura de espaldas que por un momento era Judith y luego una desconocida que no se parecía en nada a ella. «No se ha marchado aún, no ha tenido tiempo, le ha faltado el coraje, no ha encontrado un billete de tren, si vuelvo ahora a mi casa encontraré un mensaje suyo, sonará el teléfono y será ella que se atreve a llamarme porque sabe que estoy solo.» Tres hombres de paisano armados con fusiles vinieron hacia él. Rechinó el metal de un cerrojo y la boca fría de un cañón se le clavó en el pecho. Uno de los hombres llevaba un gorro militar ladeado sobre la frente. El que le apuntaba tenía un cigarrillo en la boca y guiñaba los ojos para eludir el humo. El otro se había ajustado sobre el faldón de la chaqueta desfondada un cinturón con una pistola.

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