La noche de los tiempos (65 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

—Tengo prisa. Deberías irte a la Sierra, con la familia. Déjate ahora de fantasías y pistolas. Tu padre me ha pedido esta misma tarde que mire por ti.

Hablaban en voz baja, muy cerca el uno del otro, en el corredor, cerca de la puerta entornada por la que ahora venía, junto a los golpes del billar, la sintonía de un programa de radio. Pero no era una emisora de Madrid sino de Sevilla. Entre el crepitar de los ruidos estáticos se escuchó un cornetín y luego una voz cuartelaria. Ignacio Abel iba a decir algo y Víctor le indicó silencio con el dedo índice. Ignacio Abel no distinguía bien las palabras.

—Un militar con dos cojones, cuñado. Esto se acaba en dos días. Los mejores están con nosotros. Mira la chusma que ha salido a defender vuestra República. A defender vuestra República quemando iglesias y asaltando las tiendas.

—Como te pillen escuchando esa emisora te vas a meter en un lío muy grande. Tú y tus amigos.

—Cómo me hablas, cuñado, parece mentira, como si fuera un chico.

—Te van a matar si te encuentran esa pistola.

—Qué pistola.

—La que llevas en el bolsillo de la chaqueta. ¿Llevas también el carnet de Falange?

—¿Tanto preguntar y tú no dices nada?

—Vuélvete esta noche mismo a la Sierra. Quédate allí con la familia hasta que esto se calme.

—Esto no se va a calmar, cuñado. Esto ya no tiene vuelta atrás. ¿No has oído a Queipo en la radio? En dos días hay varias columnas de legionarios limpiando Madrid, como limpiaron Asturias en el 34. Van a faltar farolas para colgar a tanto malnacido. Va a correr la sangre como una riada por el Manzanares. Acuérdate de lo que te digo. España no se limpia más que con un diluvio de sangre.

—¿Esa frase es tuya?

—Si no fuera por lo que es te metía un tiro ahora mismo.

—No te prives.

El mismo hombre joven de antes se asomó al corredor, todavía con la pistola y el trapo en la mano. Llevaba botas de militar debajo del pantalón civil.

—¿Pasa algo, camarada?

—Nada, camarada. Este amigo y yo, que estamos charlando.

—Pues corta pronto, que hay mucho que hacer.

—¿Tú crees que porque seas el marido de mi hermana y el padre de mis sobrinos voy a estar aguantando siempre que te burles de mí?

—Aparta. Tengo que irme.

—¿Que irte adónde? ¿A ponerle los cuernos a mi hermana?

—Si necesitas algo ven a casa. Allí estarás seguro.

—¿Quieres decir que si tengo miedo puedo esconderme en tu casa?

—Si fuera sólo mía no, pero es también la casa de Adela.

—Mira que si eres tú quien tiene que pedirme que le esconda.

—Difícil lo veo. Los tuyos se han rendido en Barcelona.

—¿Todavía te crees lo que dice el gobierno?

—Es el gobierno legítimo. Siempre será más de fiar que una banda de militares perjuros.

—Un gobierno legítimo no reparte armas a los facinerosos ni abre las cárceles para dejar libres a todos los asesinos. Mira lo que están haciendo tus amigos del Frente Popular. Matando gente como a perros por la calle. Quemando iglesias. Aprovechando el barullo para robar a mano armada.

—Tengo que irme, Víctor.

—Yo que tú no andaría mucho por la calle esta noche. No pensarás que estás seguro por ser socialista. A los socialistas como tú también se los llevan por delante. Hasta los vuestros os llaman traidores.

—Traidores son los que juran lealtad a la República y se levantan contra ella.

—Vete a tu casa y no salgas. Esta juerga de tus amigos revolucionarios va a acabarse en seguida. La Guardia Civil está con nosotros. Lo mejor del ejército. Antes de medianoche se habrán echado a la calle todas las guarniciones de Madrid.

—¿No te estarás yendo demasiado de la lengua?

Víctor, sudando, el pelo escaso muy pegado al cráneo, le cerraba el paso en el corredor. Respiraba con un ruido de agitación excesiva en sus pulmones débiles. La pistola le abultaba a un lado del pecho, bajo la chaqueta de verano. Hizo ademán de llevarse una mano hacia ella, tal vez para refutar el sarcasmo del marido de su hermana con una prueba visible de hombría. Ignacio Abel lo apartó sin tocarlo y buscó la salida en la penumbra turbia. Oyó a su espalda el chasquido del cargador de una pistola y contuvo la tentación de volverse. Bajó las escaleras a tientas y al llegar al portal pisó garbanzos o lentejas derramadas o granos de arroz, cristales de botellas rotas, de tarros que desprendían un fuerte olor a vinagre. La persiana metálica del almacén de ultramarinos estaba ahora echada, y los asaltantes habían desaparecido. Salió a la calle sin encontrar ningún alivio en el aire caliente, en la multitud que bajaba hacia la Puerta del Sol. Hubiera debido volver sobre sus pasos o tomar por una calle lateral pero ya era imposible. Casi no caminaba, era empujado, arrastrado, en dirección al gran estruendo que se levantaba de la plaza, no un clamor de voces humanas sino un prolongado retumbar de tormenta, un alud despeñándose, arrasándolo todo, atravesado por bocinas de coches, por sirenas de ambulancias o de camiones de bomberos o furgones de la Guardia de Asalto. Tenía extraviado por completo el sentido del tiempo. El encuentro con el hermano de Adela, la absurda conversación medio en sombras, le habían dejado un sentimiento de pegajosa dilación. Contó las campanadas muy cercanas del reloj del Ministerio de la Gobernación y sólo eran las once. En diez minutos como máximo podría atravesar la Puerta del Sol, subir por la calle del Carmen o la de Preciados hasta Callao, llegar a casa de Van Doren (no esperaría a que bajara el ascensor, iría corriendo y jadeando por las escaleras, cruzaría en línea recta el pasillo en el que una vez había escuchado la música que le anunciaba sin saberlo la presencia de Judith). Con determinación sonámbula se dio de plazo hasta la medianoche para seguir buscándola. Si no se rendía hasta entonces aún podría recobrarla. Si conseguía ahora mismo abrirse paso entre los cuerpos apretados, las cabezas muy juntas y las caras desfiguradas por las bocas muy abiertas que gritaban, al mismo tiempo que los puños se agitaban rítmicamente en el aire, llevando el compás de las sílabas repetidas como golpes de percusión que resonaban contra la línea cóncava de fachadas de la plaza con un fragor seco y violento de oleaje, contra la mole cúbica del Ministerio de la Gobernación, donde estaban abiertos de par en par todos los balcones, revelando interiores con grandes arañas de cristal refulgentes de luz y salones tapizados en rojo. Armas, armas, armas, armas, armas, armas. Los faros de coches y camiones atrapados entre la multitud iluminaban las caras en ángulos dramáticos; los conductores hacían sonar inútilmente los cláxones. Armas, armas, armas, armas, armas. Había gente trepando a los techos de los tranvías detenidos y a los plintos de las farolas, subiéndose a las ventanas enrejadas de la planta baja del ministerio, como buscando escapar de la crecida de una inundación. Sobre los tejados parpadeaban los letreros luminosos de Anís del Mono y de Tío Pepe, Sol de Andalucía Embotellado, la botella de fino cubierta con un sombrero de ala ancha y vestida con chaquetilla de picador o de flamenco. Un solo grito se levantaba unánime, ritmado por pisotones contra el suelo y gestos de ira de los puños alzados sobre las cabezas, algunos sosteniendo pistolas, fusiles, palos, escopetas de caza, sables robados quién sabía dónde, no en armerías sino en tiendas de antigüedades falsas para turistas.
Armas
, gritaban todas las bocas abiertas, separando las sílabas, agigantándolas en una ronca trepidación que hacía vibrar el aire de la plaza igual que el paso de los trenes bajo el pavimento. La palabra sonaba como una exigencia y también como una invocación. Armas, armas, armas, armas. El ritmo se hacía más rápido, como un pataleo furioso, una sílaba detrás de la otra, o se volvía más lento y solemne, un oleaje chocando contra la fachada granítica del ministerio, donde se distinguían figuras asomadas a los balcones, alguna de ellas gesticulando, con ademanes de oratoria, como empeñada vanamente en un discurso que no podía llegar a nadie, aunque de lejos parecía que hubiera un micrófono enganchado a la barandilla. Con su traje claro y su cartera bien abrazada contra el pecho Ignacio Abel se me pierde en el mar de cabezas y puños levantados que ocupa la Puerta del Sol, sumergidas unas veces en las sombras, otras iluminadas por el resplandor azulado de las farolas o el de los faros de los coches que no logran avanzar. Igual que las voces se confunden las caras. Empuja, de costado, logra adelantar unos pasos y el flujo de una corriente humana lo hace retroceder de nuevo, como si se extenuara nadando hacia una orilla que cada vez le parece más lejana, la esquina de la calle del Carmen, aunque ahora hay como un remolino que de repente lo arrastra hacia ella, mientras un vendaval de aplausos estremece toda la plaza, quizás porque en el balcón del ministerio ha aparecido otra figura que clama y gesticula igual que la anterior sin que nadie la oiga; los aplausos se transforman en una vibración de palmadas, y encima de ellas asciende otro grito, ahora no dos sílabas sino tres,
UHP,
retumbando en la concavidad del estómago como los golpes de las ruedas de un tren bajo una gran bóveda de hierro,
U, Hache, Pe.
Pero quizás a quien aclaman no es a la figura que hace aspavientos en el balcón del ministerio sino a unos guardias a los que han levantado en hombros y se yerguen sobre las cabezas con ademanes inestables de triunfo, como toreros que un rato antes hubieran sido revolcados en la plaza, las gorras de lado, las guerreras abiertas sobre camisetas sudadas, gritando cosas que nadie puede oír, y un momento después ya los han bajado o se han caído en un sobresalto de la ondulación de hombros que los sostenían. Justo entonces el remolino que zarandeaba a Ignacio Abel deja en su centro un espacio vacío en el que acaba de romperse en astillas un armario o un aparador tirado desde un balcón, ya tan cerca de la esquina que si empuja un poco más sin miramiento casi podrá rozarla. La colisión del mueble contra los adoquines ensancha el espacio circular en el que siguen cayendo y destrozándose cosas, cada choque recibido con una exclamación de júbilo y una ronda de aplausos. Desde los balcones de un segundo piso hombres con monos azules y picudos gorros cuarteleros, con fusiles terciados y cananas de balas, tiran a la plaza un gran escritorio que han levantado entre varios sobre la barandilla, y del que sale un vendaval de papeles que se queda un rato volando sobre las cabezas; tiran sillas, percheros, un sofá demasiado grande que al principio se les queda atascado en el balcón, y que terminan de empujar hacia fuera entre gritos de aliento; un miliciano aparece sosteniendo un gran retrato de Alejandro Lerroux y la gente, desde la plaza, lo recibe con gritos de fascista y traidor, y cuando por fin cae al suelo se pelean para pisotearlo. Ignacio Abel ya ha llegado a la esquina y casi respira anticipadamente el alivio de la calle despejada cuando lo deslumbran los faros de un camión que ha frenado delante de él. El camión da marcha atrás rugiendo, empieza a girar y la gente lo rodea, cortándole de nuevo el paso a Ignacio Abel. En la trasera se levanta una lona y un grupo de hombres de paisano que llevan gorros y cascos militares empiezan a desclavar cajas alargadas. Ahora Ignacio Abel es empujado contra el camión, y cuando quiere apartarse caras ansiosas y manos extendidas se lo impiden.
Armas
, dicen, no gritan ahora, la palabra se multiplica, se extiende, y cada vez que alguien la dice el grupo se hace más denso y su empuje más fuerte. Tendrá que apartarse si no quiere que lo aplasten contra la trasera del camión. Oye el crujido de las tablas al ser desclavadas, la voz de alguien que grita con acento de mando,
al que no presente un carnet sindical no le damos nada,
pero las palabras son tan vacuas como los gestos. El que parecía que hablaba con la seguridad de ser obedecido ahora da un traspiés y está a punto de caerse, sujetándose el casco demasiado grande sobre la cabeza. La gente trepa al camión, desclava las cajas, saca de ellas fusiles, pistolas, granadas, y el camión parece que se mueve, que se desplaza un poco, bajo la presión de los cuerpos que se arriman a él, de las manos y los hombros que empujan, queriendo abrirse paso, queriendo llegar a las cajas ahora volcadas de las que caen las armas al suelo con un estrépito de metal, pistolas y cerrojos de fusil y tablas pisoteadas, cajas más pequeñas de balas que ruedan hacia el suelo, y que manos veloces buscan tanteando. Ignacio Abel ha pisado algo que cruje bajo sus zapatos, pero no se vuelve para mirar lo que es, tal vez la mano de alguien, pero ya ha logrado desprenderse, ya deja atrás el camión y se encuentra ante la perspectiva de repente despoblada de la calle del Carmen.

No llegará nunca. A la altura de la iglesia del Carmen, junto a su portalón abierto, milicianos armados montan una barricada o una barrera de control con largos bancos y reclinatorios. Entre varios intentan arrastrar escaleras abajo un confesionario, dándose ánimos a gritos. Será una barricada o una barrera de control o simplemente amontonan bancos y paneles dorados de retablos para encender una hoguera. «¿Dónde vas tú tan deprisa? Papeles, camarada.» De la noche a la mañana parece que se han establecido normas rigurosas que ayer mismo no existían y hoy ya acata todo el mundo con la cabeza baja, con el automatismo de una costumbre. De nuevo el carnet buscado atropelladamente por los bolsillos, la impaciencia contenida, el miedo a los cañones de los fusiles en manos inexpertas, a las miradas de soslayo. Si lo dejan pasar en menos de cinco minutos podría estar llamando al timbre en casa de Van Doren. El que mira ahora el carnet sindical a la luz de una farola no sabe leer ni tiene costumbre de manejar papeles. Reconoce tal vez el sello, las siglas en tinta roja, UGT. Una mujer pequeña, vestida con un mono azul del que cuelga una canana, le pide que abra la cartera: documentos, planos. «Soy arquitecto», dice Ignacio Abel, mirándola brevemente a los ojos, no demasiado, temiendo provocarla. «Trabajo en la Ciudad Universitaria.» Qué poco hace falta para que la dignidad quede cancelada; para que uno mueva la cabeza y sonría y se deshaga por dentro de gratitud a quien pudiendo haberlo detenido o ejecutado le devuelve el carnet, le hace un gesto con la mano y lo deja pasar. En la plaza de Callao hay camiones con los motores en marcha, con blindajes laterales de chapas sujetas de cualquier manera y colchones sobre los techos, atados con cuerdas. En el cine Callao parpadea el letrero luminoso de una película de estreno. 6.45 y 10.45, numerada, gran éxito,
El misterio de Edwin Drood.
En la puerta del hotel Florida una pareja de turistas extranjeros miran con apacible curiosidad las idas y venidas de los milicianos, el desfile de automóviles que bajan a toda velocidad hacia la plaza de España, hundiéndose en la oscuridad del último tramo de la Gran Vía, donde hay edificios espectrales en construcción y anchos solares vacíos, cerrados por tapias de tablas cubiertas de carteles políticos. Oleadas de grupos con banderas que van hacia la Puerta del Sol cantando himnos con las voces ya fatigadas y roncas confluyen sin mezclarse con la gente que sale un poco aturdida de la última sesión en el cine de la Prensa. Refrigerado, ¡¡14 semanas!!
Morena Clara
, con Imperio Argentina y Miguel Ligero. En la acera, delante de la entrada al edificio, hay un espacio aislado por dos automóviles que forman un corredor hacia el lugar de la calzada donde espera una furgoneta con las puertas de atrás abiertas. Sobre el capot de cada uno de los coches hay una bandera americana. Los automóviles y las pequeñas banderas delimitan un paréntesis de quietud laboriosa que nadie interrumpe. Entre la furgoneta y el portal van y vienen doncellas con cofias y los criados de uniforme de Philip Van Doren, cargando cosas empaquetadas, cajas y baúles, sosteniendo con manos enguantadas embalajes de cuadros, sin premura, como si prepararan el viaje de los señores a la puerta de una casa de campo. En el portal, a cada lado del ascensor, hay dos hombres jóvenes de aire marcial vestidos de paisano, los brazos cruzados, las piernas ligeramente abiertas. Inspeccionan a Ignacio Abel de arriba abajo con miradas rápidas y expertas indicándole con un gesto que puede tomar el ascensor: otro americano joven, con el pelo muy corto, lo maneja. Tampoco la huelga de ascensoristas tiene efecto aquí. En este mismo ascensor subió sin saber que iba a encontrarse con ella, por este pasillo avanzó escuchando de lejos la música del clarinete y el piano. Criados y doncellas van y vienen, con sigilo metódico, llevando cosas embaladas muy cuidadosamente, cuadros, esculturas, lámparas, cada uno tan seguro de su cometido que apenas se oye a nadie dar instrucciones. Sobre la puerta del piso hay clavada una bandera americana. Ignacio Abel entra sin que nadie le impida el paso o parezca reparar en él. El espacio ya casi vacío es más amplio y más blanco. Delante de ese ventanal estaba Judith, de pie junto al gramófono, con un disco reluciente en las manos. El gramófono acaba de ser embalado y una doncella, de rodillas sobre la alfombra, termina de guardar en una caja hecha a medida una pila de discos. Un hombre con mono de mecánico desmonta una complicada lámpara de pie de tubos cromados y pantalla esférica de cristal blanco. Los ventanales están abiertos pero el ruido de la calle llega como un oleaje distante. En el umbral de cualquier puerta puede aparecer ahora mismo Judith. Ignacio Abel se ve de pronto en uno de los altos espejos y no reconoce su propio aspecto: la cara sudorosa, la corbata floja, la cartera apretada contra el pecho. Al fondo del salón, junto a un ventanal desde el que se ve muy cerca la torre afilada como una proa del edificio Capitol, atravesada por el letrero luminoso de Paramount Pictures, Philip Van Doren mira por unos prismáticos y habla rápidamente en inglés por teléfono, vestido con una camisa de manga corta y un pantalón claro, con zapatos blancos deportivos, su cabeza afeitada brillando bajo los focos del techo. Ha visto a Ignacio Abel reflejado en el cristal y se vuelve sonriendo hacia él cuando cuelga el teléfono. En la mano sigue llevando los prismáticos. Huele a jabón y a colonia fresca, a ducha reciente. No sabe dónde está Judith o si lo sabe callará porque le ha prometido a ella no decírselo. En la cara de Ignacio Abel ve los signos de una decepción que agrava de golpe el cansancio; la cara parcialmente desconocida que el propio Abel ha visto hace un momento en el espejo. Su español se ha vuelto todavía más preciso y flexible en los últimos meses.

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