Read La noche de los tiempos Online
Authors: Antonio Muñoz Molina
Cuanto más cerca estaba tenía más miedo. Quería adelantarse al tiempo y se echaba hacia delante en el asiento del taxi, la pierna derecha moviéndose rítmicamente, recibiendo en la cara el aire caliente que entraba por la ventanilla cuando empezaron a avanzar más rápido. Buscaba signos de lo que iba a sucederle al cabo de unos pocos minutos, profecías del porvenir inminente. Su imaginación escenificaba agotadoramente desenlaces posibles. Entraba en la casa y Judith acababa de marcharse. Caminaba por el corredor de paneles de maderas oscuras poco iluminado detrás de la criada sigilosa y en el último momento se adelantaba a ella para abrir cuanto antes la puerta de la habitación y ver a Judith sentada en la cama, con sus zapatos de tacón y su vestido de calle, como recién llegada a un hotel. Salía del taxi y al empujar la verja con el mismo gesto de otras veces la descubría cerrada. Tiraba de la campanilla cuyo eco débil le llegaba desde el interior de la casa y en el sonido que tantas veces había sido el preludio de su encuentro con Judith había ahora algo nuevo que no sabía lo que era pero que le advertía de antemano que no iba a encontrarla. La sirvienta le abría y antes de que tuviera tiempo de decirle nada o de mover la cabeza negativamente él comprendía que Judith no había venido. El pánico y el deseo le tomaban la delantera haciéndole asistir a espejismos de lo que aún no había sucedido. Una mujer sola y joven a la que vio por la ventanilla cuando el taxi ya aminoraba la marcha fue por un momento Judith, que se marchaba de casa de Madame Mathilde después de esperar durante una hora. Los rasgos deseados se disolvieron tan rápido como la palabrería del taxista o el espectáculo borroso de la agitación en las calles del centro. Pagó a toda prisa con un billete arrugado y tardó un poco más en salir porque estuvo buscando el sombrero hasta caer en la cuenta de que lo había perdido. En el final de la calle O'Donnell, ancha y despejada, con un horizonte abierto en el que iban a perderse las filas de árboles y los rieles y los tendidos eléctricos del tranvía, Madrid era de nuevo la ciudad deshabitada de las tardes de domingo en verano, paralizada por un calor polvoriento que no aliviaban las hileras de árboles demasiado jóvenes, sumida en un silencio de balcones clausurados. Sin sombrero se sentía inseguro y desprotegido en la calle. Se pasó la mano por el pelo, se ajustó la corbata, se limpió el pantalón, manchado al tirarse boca abajo en la explanada. En cuanto la sirvienta de Madame Mathilde lo viera con la cabeza descubierta y con un moretón en la cara tendría un gesto instintivo de reprobación. Tardaría unos segundos más en franquearle la puerta. Cada paso que daba iba acercándolo a una revelación indudable; fuera la que fuera aboliría el tormento minucioso de la incertidumbre. La verja cedió sin resistencia a su empuje excesivo. En el jardín había una fuente de taza sin agua coronada por una ninfa de yeso. Los postigos de las ventanas parecían más hostiles que nunca a la claridad exterior, a la posible indagación de quienes pasaran junto a la verja sospechando que la casa de apariencia tan digna no era la residencia de una familia próspera. En cuanto subiera unos pocos peldaños y pulsara el timbre eléctrico que provocaba en el interior de la casa una resonancia amortiguada de campanas sabría cuál iba a ser la forma definitiva de su vida. Pero no solicitaba un porvenir duradero y sin angustia, tan sólo una hora, el encuentro más breve, tan sólo la posibilidad de mirar de cerca a Judith Biely, de oír su voz; tal vez cuanto más limitada fuera su petición más esperanza habría de que le fuera concedida; humillándose facilitaría la benevolencia del azar; no intentaría abrazarla siquiera; le bastaría con estar a su lado y tener los minutos suficientes para decirle lo que era necesario y lo que no había dicho con claridad hasta entonces. Apretó el timbre y nadie venía a abrirle. El eco de campanas que Madame Mathilde debía de encontrar distinguido se desvaneció sin respuesta. La casa no estaba vacía porque en alguna parte se escuchaba una confusa emisión radiofónica. Pulsó de nuevo y la cara desconfiada de la sirvienta apareció en una apertura más estrecha que otras veces entre el marco y la puerta. Si no le decía nada y lo guiaba hacia la habitación de siempre era que Judith estaba esperándolo. La sirvienta llevaba un vestido negro y una cofia y por indicación expresa de Madame Mathilde no se pintaba los ojos ni los labios. Cerró la puerta y con la misma sonrisa débil y la docilidad silenciosa de otras veces le indicó que la siguiera, aunque él sabía bien el camino hacia la habitación. No le preguntó si Judith había venido: decir algo habría sido arriesgarse a ahuyentar una esperanza frágil. Al abrir la puerta la sirvienta bajó la cabeza y se hizo a un lado. Cuando él no se atrevía aún a mirar hacia el interior la voz de la sirvienta desmintió de antemano la posibilidad de que Judith ya estuviera esperándolo. «Si el señor lo desea mientras llega la señorita puedo servirle una bebida.»
El hielo se había disuelto del todo en el vaso de whisky cuando unos pasos que no eran los de Judith se acercaron a la puerta y unos golpes espaciados sonaron en ella. Había esperado en el sillón rojo que estaba junto a la ventana, sin moverse, o tan sólo lo justo para beber de vez en cuando un sorbo, notando con desagrado la tibieza gradual y el regusto alcohólico, asistiendo al progreso del anochecer. Igual que el hielo en el vaso su agitación se había disuelto poco a poco en abatimiento, en la simple inercia no de esperar lo que ya no sucedería sino de mantener la inmovilidad de la espera, por fatalismo o por desgana, por la incapacidad de tomar una decisión o de hacer algo que no fuera seguir sentado con el vaso en la mano, sumiéndose en la crecida de la oscuridad, viéndose a veces de costado en el espejo, si doblaba un poco la cabeza. Podía haber oprimido el timbre junto a la mesa de noche para pedir que le trajeran más hielo o preguntar si había alguna llamada, algún mensaje de Judith. Pero no hacía nada, sólo prolongaba la espera, aplazando la aceptación de lo que en realidad había sabido, adivinado no con la lucidez de su inteligencia sino con la punzada en el estómago, con la presión de la congoja en la garganta y en el pecho, los síntomas del miedo, el aviso de lo inaceptable. Seguía esperando como si su pura obstinación fuera un imán que influiría desde lejos sobre los actos y la voluntad de Judith. Inmóvil y alerta, sentado frente a la cama, escuchaba los rumores en el interior de la casa, más silenciosa que nunca, con un silencio de lugar abandonado que no se parecía al sigilo habitual de conspiraciones adúlteras y citas sexuales con duración estipulada. No oía campanillas amortiguadas, timbrazos breves, pasos junto a la puerta o en el techo. De las habitaciones contiguas no venían estertores demasiado cercanos, golpes de risa, palabras sueltas o gritos ahogados. Sólo la radio, en alguna parte, emitiendo voces y músicas confusas, anuncios. Y de fondo el clamor remoto de Madrid, más allá del primer plano sonoro de los pájaros entre las frondas del jardín, entrando por los postigos entornados al mismo tiempo que un aire tan caliente como una respiración, el que se desprendía de la tierra y del pavimento con la llegada del anochecer. Quedaban rescoldos de claridad en el rojo venal de la colcha, en el espejo, en la porcelana del bidet y el lavabo. En el recuerdo el cuerpo elástico y desnudo de Judith tenía la misma cualidad fantasmal que esa luz deshaciéndose. Qué mezquindad haberla traído tantas veces a un lugar así, no haber reparado en la vileza que había casi en cada objeto de la habitación, en su vulgaridad ostentosa, de un gusto depravado, de dormitorio burgués de principios de siglo revendido a un prostíbulo. Su piel joven había debido rozarse con esos tejidos brillosos, deshilachados, impregnados de olor a tabaco y a colonia barata; sus pies descalzos habían pisado esa alfombra con una gastada escena pastoril; cuando se echaba hacia atrás sentada en la cama su cabeza despeinada se había apoyado en esa pared con dibujos de flores en la que había un rastro oscuro de grasa. Contra el lujo decrépito de la casa de Madame Mathilde Judith Biely resaltaba como una presencia fulgurante que lo hubiera atravesado con una velocidad de nadadora, inmune a su contagio. La veía encabalgada sobre él, el pelo sobre la cara y el torso brillante de sudor, a la luz rojiza de una lámpara que convertía en nocturna la hora laboral de un lunes por la mañana. La veía arrodillada, todavía vestida, quitándole los zapatos, él sentado en este mismo sillón, alguno de los días que llegaba agotado del trabajo. Le dolían los pies y en los zapatos llevaba el polvo de las caminatas por las obras. Judith le desataba los cordones, le quitaba despacio un zapato, lo dejaba caer al suelo, luego el otro. Le quitaba los calcetines y le acariciaba los pies, aliviando el cansancio con el tacto de sus manos. Con las dos manos levantaba uno de los pies que el abandono y la fatiga volvíanmás pesado y lo apoyaba contra sus pechos, inclinándose para besarlo. Él iba a decir algo y Judith le ponía un dedo índice en los labios.
Los pasos acercándose que no eran los de Judith le hicieron despertar de su ensimismamiento. Cuánto tiempo llevaría en la oscuridad. Encendió una luz, aturdido, se puso de pie, tanteando para ajustarse la corbata, el cuello de la camisa. Después de unos golpes cortos de nudillos en la puerta, apareció la cara vieja y pintada de Madame Mathilde, pero lo que vio instintivamente Ignacio Abel fue el sobre que traía en la mano. En la hoja de papel que había en su interior estaría su condena, entre las manos rugosas con pulseras y anillos.
Aunque mucho quisiera no puedo ser tu amante dócil ni una querida española que tú guardas a una distancia mientras sigues viviendo con tu familia regular así que mejor me marcho e intento fuerte olvidarme de ti.
(La ira le había estropeado su español tan cuidadoso y esa caligrafía suya tan enérgica como su manera de caminar.) Madame Mathilde inspeccionó en un segundo la habitación con una mirada experta y fría y puso en seguida su cara afable, de complicidad discreta, ahora dolorida, portadora tal vez y muy a su pesar de noticias tristes, la carta entre sus dedos curvos de uñas tan rojas como el mohín arrugado de los labios. «Disculpe la confusión de la doncella, tiene torpezas de novata.» Madame Mathilde hablaba como si regentara una casa particular y honorable, con doncellas y no con sirvientas, de mucho protocolo, un internado o club social estricto en el que sin embargo se pronunciaban muy pocos nombres, y ningún apellido. «Tenía orden de avisarme cuando llegara usted, para que no se le hiciera esperar sin motivo. Vino la señorita esta tarde y me confió esta carta para usted, y me pidió le dijera que lamentándolo mucho no podría volver más tarde como sería su deseo porque le urgía ausentarse de Madrid. Lo cual no me extraña nada, tal como parece que están poniéndose las cosas, si me permite el comentario.» Ignacio Abel la miraba aturdido, asentía, sin reparar en que Madame Mathilde le estaba tendiendo la carta, impregnándola del olor del perfume pesado que usaba, y que desmentía por sí solo todo el simulacro de distinción de la casa de citas, como el carmín excesivo en sus labios de vieja. La leía luego sentado en la cama, a la luz insuficiente de la mesa de noche, bebiendo un whisky con hielo y soda que no recordaba haber pedido, frente al espejo en el que había visto tantas veces a Judith Biely desnuda, su cuerpo blanco relumbrando en la penumbra, sobre la colcha roja.
Porque si no podemos tenernos siempre el uno al otro sin escondernos y si debo compartirte con ella que no quieres pero hemos hecho sufrir y casi morir prefiero quedarme sola.
Gritos y cláxones sonaban lejos, como la verbena de un barrio apartado, músicas militares y sintonías de anuncios llegaban desde una radio encendida en el interior de la misma casa, lo cual no recordaba que hubiera ocurrido nunca. El hielo se había derretido en el vaso y el whisky estaba de nuevo tibio y aguado. El aire de la noche ya no se movía entre los postigos entornados. El sudor le humedecía el filo del cuello de la camisa, muy apretado contra la piel, y el whisky, en vez de embriagarlo, le había dejado una palpitación de dolor en las sienes.
Qué sirve que me digas que estabas pensando en mí si anoche habrás dormido con ella en la misma cama y esta tarde le das un beso de adiós cuando vayas a tomar el tren para venir conmigo.
Se marcharía en tren esa misma noche de Madrid, pensó con la claridad dolorosa de una revelación: mientras él la esperaba lleno de impaciencia y deseo en casa de Madame Mathilde y aún no sabía que no iba a venir y mientras descifraba con dificultad su letra a la luz pobre y rosada de la lámpara que tantas veces los había envuelto a los dos en una penumbra cálida Judith Biely estaba subiendo a un tren en la estación de Mediodía o en la del Norte, camino de La Coruña o de Cádiz, porque ésos eran los dos puertos de donde podrían salir buques hacia América, a no ser que viajara hacia la frontera de Irún para tomar un barco en la costa atlántica de Francia. Madame Mathilde lo había retenido a propósito, lo había dejado esperar sin darle la carta para cubrir la huida de Judith, de modo que él no tuviera tiempo de ir a buscarla.
I can't manage to keep on writing in Spanish so I'll do it faster and clearer in English.
Había escrito muy a prisa, sabiendo ya que se iba, fríamente resuelta a cumplir un plan tal vez calculado hacía tiempo.
I'll miss you but I will eventually get over it provided I don't have a chance to meet you.
Dobló la carta de cualquier manera y se la guardó en un bolsillo de la americana y sin llamar al timbre que avisaba de su intención de dejar la habitación y permitía asegurar que no se cruzaría con ningún otro cliente fantasmal de Madame Mathilde salió al pasillo, donde la vieja apareció ante él surgiendo de un rincón de sombra como si lo hubiera estado esperando. «La bebida va por cuenta de la casa, no se preocupe usted, que a un señor de verdad siempre me gusta tenerlo contento, quedando tan pocos como quedan, y menos van a quedar si esto no se arregla pronto, ¿no ha oído la radio?» Ignacio Abel casi apartó de un empujón a la madame obsequiosa, mientras le tendía unos pocos billetes. «No, la señorita no me dio ningún otro encargo ni me dijo nada, aunque ahora que lo pienso iba vestida como para salir de viaje.» Apretó su mano mientras se guardaba los billetes, comprensiva, alcahueta, casi maternal, acercándole la cara pintada mientras le hablaba en voz baja. «Y permítame que le diga una cosa, en toda confianza. Si" la señorita, como parece, va a ausentarse por algún tiempo, y usted quiere cubrir la plaza, por así decirlo, con discreción e higiene, no tiene más que decírmelo, que yo le puedo presentar a una chica limpia y guapa, dispuesta a aceptar la amistad de un caballero de su categoría. En esta casa está de más decir que tiene usted las puertas abiertas de par en par.» Al salir a la calle Ignacio Abel seguía llevando la carta de Judith en la mano. Veía ante sí la sonrisa que torcía ligeramente la boca de Madame Mathilde y el brillo en el fondo de sus ojos pequeños y sagaces, bajo los párpados pintados. Entonces tuvo una intuición que casi era una certeza y también una afrenta, y que explicaba el aire de sarcasmo en la mirada de la dueña de la casa de citas. Recordó nebulosamente haber oído el timbre de la puerta mientras esperaba en la habitación, dejándose sumir poco a poco en la oscuridad, en un trance de ensoñación y letargo: era Judith quien había llamado, quien había entrado en la casa sabiendo que él estaba en la habitación; parada en el vestíbulo desde donde se veía, al fondo del pasillo, la puerta detrás de la cual él aguardaba, Judith le había entregado la carta a Madame Mathilde habiéndole en voz baja y se había marchado, tan cerca de él y sin embargo ya resuelta a perderse en una distancia en la cual él siente ahora que no la encontrará nunca, aunque haya venido a su país no para huir de España ni para edificar una biblioteca cerca del gran río junto al que está deteniéndose el tren sino para seguir buscándola.