Read La noche de los tiempos Online
Authors: Antonio Muñoz Molina
Qué raro que el tiempo anterior a la culpa hubiera durado tanto; el regalo sin sombra que se volvía más dulce cuanto más se gozaba; la ciudad compartida, clandestina en gran parte y también ilimitada: cines oscuros y merenderos al aire desde los cuales se divisaban en una anchura como de horizonte marítimo los encinares de la Casa de Campo y del monte del Pardo y las lejanías brumosas de la Sierra; el cuarto secreto alquilado por horas en un hotel particular al final de la calle O'Donnell (campanillas de tranvías y bocinas de automóviles llegaban débilmente a través de las densas cortinas echadas para procurar en las horas laborales del día un simulacro de nocturnidad) y la amplitud pública de las salas de Velázquez en el Prado, temprano, a primera hora, en mañanas de invierno en las que el museo acababa de abrir y aún no empezaban a llegar los turistas. Se había despertado todavía de noche con una sensación instintiva de dicha que se adelantaba a su conciencia y al mirar la hora en el despertador de números fosforescentes había recordado de pronto que le faltaban sólo tres horas para encontrarse con ella. Qué raro que aún no hubiera irrumpido de verdad el miedo: el presentimiento de que ocurriría algo inesperado y no podría verla ese día, o nunca más, apartada de él por un golpe de azar o porque otro hombre se la había quitado o porque ella misma había decidido marcharse ejercitando la misma soberana libertad que la había traído de América a Europa y la había impulsado a convertirse en su amante. Se afeitaba después de la ducha paladeando su secreto, mirando en el espejo la cara afortunada del hombre a quien en algo más de dos horas y sin que lo supiera nadie le iba a sonreír Judith Biely. El tiempo conspiraba en su favor, el orden de las cosas: el desayuno servido sobre la mesa y los dos hijos saludables y dóciles que no iban a ponerse enfermos en los próximos minutos, la esposa que le ofrecía la cartera y el sombrero en el recibidor y le decía que se abrigara, que hacía niebla y humedad esa mañana, y se daba por satisfecha o así lo parecía con un beso doméstico que apenas le rozaba los labios y con un gesto de adiós en el que no intervenía la sonrisa, ni casi la mirada. Cómplices involuntarios y eficaces actuaban a su servicio: el ascensor nuevo, con su mecanismo eléctrico y sus suaves frenos hidráulicos; el hijo del portero que había ido a buscar su automóvil al garaje y se lo tenía dispuesto delante del portal; el motor Fiat que a pesar del frío de la mañana se encendía tan sólo con un giro de la llave de contacto; las calles rectas y todavía despejadas de tráfico, que le permitían llegar cuanto antes a su cita y no desperdiciar ni uno solo de los minutos disponibles. Aunque era temprano ya había alguien en la taquilla del museo dispuesto a venderle una entrada y un portero medio adormilado de uniforme azul se ofrecía para cortarla. En la claridad desierta de la galería central resonaban los pasos antes de que pudiera verse de lejos la figura que anunciaban. Venía uno y el otro ya estaba esperando, sintiéndose observado en las salas sin nadie por los personajes de los cuadros, santos y reyes cuyos nombres Judith Biely no conocía, mártires de una religión para ella suntuosa y exótica. Avanzaba uno de los dos por el largo corredor desierto del museo, bajo la luz gris de las claraboyas, y el otro venía al mismo tiempo, recién aparecido en el umbral de una puerta, reconocido en la distancia con un sobresalto del corazón, la mirada aguda y adiestrada en la búsqueda. Llegaba primero Ignacio Abel para estar seguro de que la vería venir. Los hombros anchos, el caminar resuelto y erguido de Judith Biely, la cabeza ligeramente ladeada y el pelo cubriéndole la mitad de la cara: los ojos muy grandes, ya más de cerca, muy separados, los pómulos, los labios finos, entreabiertos en las comisuras, con una sugerencia de expectación, como de una palabra o una sonrisa a punto de formarse, la cara seria y angulosa y sin embargo rápidamente iluminada por un principio de sonrisa, todavía sólo insinuada, como la claridad matinal que se iba volviendo más intensa en el interior de una niebla tenue, la que habían atravesado viniendo al museo por calles distintas. Sola y erguida, soberana, resuelta a entregarse con toda la deliberación de una voluntad que a él le halagaba y que también le daba miedo, porque nunca hasta entonces había tratado con ninguna mujer que fuera tan dueña de su propia vida. Le daba miedo y redoblaba su excitación sexual, nada más verla venir, provocadora en su ligereza, en el aire tan práctico de su ropa y de sus ademanes. En un rincón a salvo de las miradas de los vigilantes se besaban golosamente notando el frío del invierno en la piel, el olor del frío en el aliento y en el pelo, en la ropa de abrigo ligeramente humedecida por la niebla. Erguido y alerta en su penumbra plateada de
Las meninas
Velázquez era el único testigo de la codicia obscena con que se buscaban debajo de la ropa.
Por las avenidas del Jardín Botánico la vio venir otro día desde lejos escuchando el rumor seco de las hojas caídas que arrastraba el viento y que inundaban el suelo bajo sus pisadas, una mañana muy fría y muy luminosa de principios de diciembre en la que la escarcha plateaba la hierba en las zonas de sombra y el aire tenía relumbres de cristales de hielo. Venía embozada contra el invierno, el ala del sombrero caída sobre la frente, las solapas del abrigo subidas, una bufanda tapándole la barbilla y la boca, mostrando sólo la nariz enrojecida y los ojos brillantes, los pómulos sombreados por el pelo. Quería ir hacia ella pero se quedaba quieto, las manos en los bolsillos del abrigo y el vaho de la respiración delante de la cara, consciente de cada paso que ella daba y de la distancia cada segundo menor que los separaba, de la inminencia del cuerpo apretado contra el suyo, adherido a su vientre bajo la tela del abrigo, las dos manos frías que sujetaban su cara para seguir mirándolo hasta el momento mismo en que cerraba los ojos al besarlo, los dos vahos confundiéndose como las dos salivas. En mitad del día robaban a las obligaciones tesoros inesperados de minutos, espacios en blanco que una llamada de teléfono, una mentira rápida, una carrera en taxi, convertían en el paréntesis siempre demasiado breve de un encuentro. Qué raro que tardaran tanto en empezar a medir lo que les era negado y en no agradecer ya lo que se les concedía, lo que podrían no haber conocido. Si no había tiempo para nada más y la intemperie invernal era demasiado inhóspita compartían un rato de conversación y un café con leche refugiados en cualquier sitio. Las rodillas rozándose, las manos ateridas que se buscaban bajo el mármol de una mesa en uno de esos cafés apartados a los que iban pequeños empleados sin porvenir, jubilados y a veces parejas de amantes tan furtivos como ellos; cafés sin éxito, entre deshabitados y sombríos, en zonas ambiguas de Madrid que no eran céntricas ni pertenecían del todo a los suburbios, en calles urbanizadas hacía no mucho, todavía con filas de árboles muy jóvenes y vallas de solares sin edificar en las que había pegados carteles desleídos de circo o de boxeo o de propaganda política, con paradas finales de líneas de tranvías y esquinas que lindaban con el campo abierto. Había que contarlo todo, que preguntarlo todo, la vida entera de cada uno de los dos hasta ese día de unos meses atrás que era el primero de su memoria común. Sólo había un límite que ninguno de los dos traspasaba, por un acuerdo silencioso que a Judith le parecía en el fondo humillante pero que tardó mucho en romper, quizás cuando ya había caído en la cuenta de que era sobre todo ella quien contaba y quien hacía preguntas: había un límite, como una habitación vedada, un nombre que ninguno de los dos decía, como el hueco de una silueta recortada en el centro de una foto familiar. Ignacio Abel hablaba alguna vez de sus hijos pero nunca de Adela. Qué raro que tardaran tanto no en decir su nombre o su condición —«mi mujer», «tu esposa»— sino en percibir su sombra, en recordar que existía, que mantuvieran durante tanto tiempo la facultad de borrar tan sin rastro desde el momento mismo en que se encontraban la casa y la vida de las que él venía. Judith vivía para él en un mundo invisible al que se llegaba tan instantáneamente como si se pudiera cruzar al otro lado de un espejo en virtud de una llave secreta que sólo él poseía. La llave a veces era un objeto material: se encerraba en su despacho para hablar por teléfono con ella; guardaba bajo llave en su escritorio las cartas y las fotos de Judith; echaba por dentro la llave del cuarto de baño y mientras la silueta de Adela pasaba junto al cristal escarchado de la puerta él estaba duchándose para Judith Biely a la que iba a ver media hora más tarde y bajo el agua caliente y la esponja llena de espuma una erección tenaz y dolorosa anticipaba el encuentro, invocaba el cuerpo de ella entre sus manos en ese cuarto de baño donde Judith nunca entraría. Qué cerca el otro lado, el secreto inviolable, a la distancia de unos pocos minutos, de unos centenares de latidos, la topografía del deseo superpuesta como una lámina transparente a los lugares de la vida diaria. Bajó a la calle y el hijo del portero que le había traído el automóvil del garaje no sabía que estaba siendo su cómplice. Le dio una propina; antes de subir miró hacia arriba y Adela estaba asomada al balcón; miraba cada mañana porque tenía miedo: los pistoleros elegían el momento de salir de casa para atentar contra sus víctimas («pero qué cosas tienes, a quién va a ocurrírsele disparar contra mí»). Condujo hasta la esquina de la calle de Alcalá y dejó el coche estacionado delante de la Peluquería Moderna. La cara que veía en el espejo mientras se inclinaba sobre él un peluquero que lo había recibido con una inclinación y diciendo respetuosamente su nombre era la misma que iba a mirar unos minutos más tarde Judith Biely. Pero nadie más que él sabía eso. El secreto era un tesoro y la cripta y el palacio que lo contenían, la casa inviolable de tiempo en la que sólo Judith y él habitaban. En vez de bajar por Alcalá dio la vuelta y subió por O'Donnell y dejó el auto a una cierta distancia del hotel particular con una alta verja detrás de la cual un jardín con palmeras y setos espesos protegía los postigos tupidos como celosías, pintados de un verde muy fuerte, con lamas practicables que al entreabrirse filtraban una claridad acuática. Para llegar al otro mundo escondido sólo había tenido que conducir unos pocos minutos, cruzar diversas puertas sucesivas, visibles e invisibles, cada una provista de su correspondiente ábrete sésamo. Al cruzar la última de todas Judith Biely ya estaba esperándolo, sentada en un sillón cerca de la cama, junto a una lámpara de cristal azul encendida sobre la mesa de noche, en la penumbra artificial de las nueve de la mañana.
La ebriedad sin culpa se correspondía con una desenvoltura temeraria: al no verse más que a sí mismos actuaban muchas veces tan sin recelo como si nadie más los viera. Iban de noche a bares recónditos cercanos a los grandes hoteles, frecuentados sobre todo por extranjeros y por señoritos noctámbulos que difícilmente habrían reconocido a Ignacio Abel; en el cabaret del hotel Palace, sentados muy juntos al amparo de una media luz rojiza, bebían combinaciones exóticas que les dejaban un sabor dulzón en los labios y conversaban en español y en inglés mientras en la pista muy estrecha bailaban las parejas siguiendo el ritmo convulso de una pequeña orquesta de músicos negros. En una mesa próxima reía a carcajadas entre el coro de sus amigos el poeta García Lorca, su cara ancha y campesina brillando de sudor. Ignacio Abel nunca había estado en esa clase de lugares: ni siquiera había sabido que existieran. Con aprensión de hombre celoso veía la desenvoltura con que se movía Judith Biely entre aquella gente inusitada a la que en realidad se parecía mucho más que a él: americanos e ingleses, sobre todo, hombres y mujeres jóvenes unidos por una rara camaradería igualitaria y una resistencia semejante al alcohol, transeúntes por Europa que se enredaban y se desenredaban entre sí tan livianamente como pasaban de un país a otro, de una lengua a otra, discutiendo con el mismo calor sobre las expectativas del Frente Popular en Francia que sobre una película soviética, mencionando a gritos nombres de escritores que para Ignacio Abel siempre eran desconocidos, y acerca de los cuales Judith Biely tendía a sostener opiniones pasionales. Con orgullo y con un miedo nebuloso de perderla la veía defender gallardamente a Roosevelt contra un americano algo borracho que lo había llamado comunista encubierto, imitador de los planes quinquenales: tan deseable, tan suya cuando se le entregaba, también existía plenamente fuera de él, resplandecía ante otros que a él no lo veían, un español de cierta edad y vestido de oscuro, extranjero en ese país políglota de fronteras fluidas y normas ambiguas en el que ellos habitaban, y del que Madrid no era mucho más que una estación de paso. Entre ellos Ignacio Abel observaba a veces a hombres con las cejas depiladas y colorete suave en los pómulos y a mujeres vestidas de hombres y le parecía que estaba viviendo una versión corregida de sus tiempos en Alemania.
Pretextaba con soltura y sin remordimiento un compromiso tardío o un exceso de trabajo para volver más tarde a casa y cuando colgaba el teléfono se olvidaba en seguida del matiz de desganada incredulidad que había en la voz de Adela. Con Judith Biely todo estaba sucediéndole siempre por primera vez, la exaltación de que la noche empezara a la hora en que no mucho tiempo atrás él ya se resignaba a la somnolencia doméstica, el sabor de su boca o la densa dulzura de ir entrando en ella o la gratitud y la sorpresa de sentir cómo su cuerpo se tensaba igual que un arco cuando se corría, con un abandono generoso que no se parecía a nada de lo que él hubiera conocido en su pobre experiencia del amor de las mujeres, y en el que a veces, como quien se agita y habla en sueños, Judith murmuraba palabras en inglés que él no comprendía y que por eso eran todavía más excitantes. Guiado por ella descubría mundos y vidas que nunca había imaginado en una ciudad que era la suya y sin embargo se le volvía prometedora y desconocida las noches en que gracias a una mentira la exploraba a su lado (la mentira aún no los manchaba; entre la vida antigua y la que llevaba con ella no había zonas de sombra, ni puntos de fricción; pasaba de la una a la otra con la misma ligereza con que saltaba de un tranvía un poco antes de que se detuviera, ajustándose la americana o el sombrero, guiñando acaso los ojos para adaptarlos a la abundancia súbita de sol). Pero también él era el mismo que había sido siempre y el que volvería a ser al cabo de unas horas o a la mañana siguiente (el desayuno en la mesa del comedor, con los hijos ya preparados para ir a la escuela: la agitación de las máquinas de escribir y los timbres de teléfono en la oficina técnica de la Ciudad Universitaria, los planos sobre los tableros, las cuadrillas de hombres hormigueando entre andamios y zanjas, subiendo en las grúas hacia las terrazas de los edificios ya a punto de concluirse) y sin embargo era otro, más joven, pasional y aturdido, no del todo responsable de sus actos, a los que a veces asistía como si se mirara desde fuera, con un fondo de alarma, dejándose llevar por un impulso al que no quería resistirse. Bajaba de la mano de Judith por escaleras estrechas hacia sótanos llenos de música y humo, habitados por caras pálidas en una penumbra verdosa, azulada y rojiza, en un Madrid sumergido del que no quedaban rastros a la luz del día, y al que se accedía cruzando puertas hostiles al que no conociera su secreto, pasadizos tan poco iluminados que sehabría perdido en ellos si no lo guiara Judith Biely. Él había sido uno de esos hombres diurnos a los que cada vez les va anocheciendo más temprano en sus vidas: el regreso a casa después del trabajo, la llave en la cerradura y las voces y los olores familiares viniendo a acogerlo desde el fondo del pasillo, la cena en torno a la mesa, las cabezas inclinadas sobre los platos, bajo la luz de la lámpara, la somnolencia de la conversación punteada por sonidos domésticos, el leve chirrido de las puntas de un tenedor sobre la porcelana, una cucharilla contra el cristal de un vaso. Desde la ventana de su dormitorio conyugal Madrid era un país remoto con luces encendidas que se perdían en la distancia, del que le llegaban a veces, en el silencio y el insomnio, ráfagas de carcajadas de noctámbulos, motores de automóviles, las palmadas y los golpes del chuzo del sereno contra los adoquines de la calle. Ahora, algunas veces, la noche se dilataba ante él como esos paisajes despejados que se dominan en los sueños, le revelaba laberintos que se extendían por debajo o al otro lado de la ciudad que había conocido siempre igual que los túneles del metro y que las galerías de las conducciones subterráneas. Una simple mentira era el ábrete sésamo que le entreabría el paraíso sin culpa de un Madrid más suyo y más extranjero que nunca, en el que la presencia de Judith Biely caminando de su brazo le otorgaba un derecho inédito de ciudadanía. Le bastaba beber muy poco (o ni siquiera eso, tan sólo respirar el aire húmedo y frío de la noche, mirando las constelaciones de los letreros luminosos, su reflejo en las carrocerías de los automóviles) para adquirir un mareo risueño, igual que no necesitaba más que una cierta mirada o el roce de su mano o su simple cercanía para que se le despertara el deseo. En esos lugares la luz siempre era más tenue, las caras más pálidas, las cabelleras más brillantes, las voces con frecuencia extranjeras. La excitación sexual y el alcohol lo volvían todo más borroso, las cosas fluían con el ritmo rápido y quebrado de la música. Judith llamaba a una puerta en un piso con escalera de mármol en la calle Velázquez y nada más entrar ya se sumergían en un espacio oscuro cruzado por sombras en el que flotaba un rumor de conversaciones en inglés y un humo de aroma resinoso, y en el que las brasas de los cigarrillos iluminaban caras jóvenes que parecían asentir siguiendo las pulsaciones de la música que ya estaban escuchando antes de que se abriera la puerta. En el reservado de una taberna flamenca taconeaba bajo una luz turbia una mujer muy pintada que vista más de cerca se convertía en un hombre. Bajo las bóvedas de ladrillo desnudo de un bar americano instalado en un sótano a las espaldas de la Gran Vía (un farol en forma de búho rojo intermitente alumbraba la puerta) vio con alarma que Judith Biely se abrazaba a un desconocido de cabeza afeitada y smoking reluciente que era Philip Van Doren. Le decía algo pero la música era demasiado estridente; los golpes de tambor tan secos y veloces como el taconeo sobre la tarima de la taberna flamenca: Ignacio Abel sintió la mano de Judith apretando la suya en una afirmación visible y orgullosa de su amor por él. «Espero que haya tomado usted ya su decisión», le dijo Van Doren cerca del oído, y Abel tardó un poco en comprender que se refería no a Judith sino a la invitación a viajar a Burton College. Van Doren miraba de soslayo las dos manos apretadas, el gesto audaz de Ignacio Abel al abrazar luego a Judith por la cintura. Sonreía, aprobadoramente, con un aire de conspirador o de experto en la flaqueza humana complacido por el éxito de sus predicciones. Les pedía que se unieran a la mesa de sus invitados; llamaba a un camarero con el gesto desapegado y terminante que dedicaría a su ayuda de cámara. «Qué alegría verlo, profesor, me da usted envidia. En este tiempo se ha vuelto más joven. ¿Será por las expectativas de victoria electoral de sus compañeros socialistas?» Ignacio Abel temía de pronto, borrosamente, que Judith hubiera sido amante de Van Doren; que se siguieran viendo todavía. La falta de costumbre de la bebida y de los celos le daba una suspicacia inepta: ¿no había algo de burla en esa sonrisa aprobadora, algo de condescendencia? Judith y Van Doren hablaban en inglés y había demasiado ruido para que él pudiera entenderlos: miraba los labios de ella moviéndose, curvándose para chupar un cigarrillo, que Van Doren había encendido con un mechero plano y dorado. El alcohol lo mareaba tanto como la música y las voces en el agobio del techo tan bajo, como las caras demasiado próximas de los desconocidos que se movían a codazos para acercarse a la barra. Le faltaba el aire y temía que Judith le fuera arrebatada. Alguien le hablaba muy alto y a pesar de eso él no llegaba a oírlo: un pelirrojo con gafas del grupo de Van Doren, un secretario de la embajada americana que un momento antes le había entregado su tarjeta, y que se empeñaba absurdamente en mantener una conversación formal. «¿Cree usted, profesor, que el Frente Popular tiene alguna posibilidad de ganar las elecciones?» Respondía cualquier cosa mirando más allá de él: sin soltar la copa ni el cigarrillo Judith bailaba con Van Doren en la pista diminuta, el uno frente al otro, con gestos idénticos, como una figura rápida y su repetición en un espejo. El pelo revuelto le tapaba a ella la mitad de la cara, el vuelo de la falda descubría sus rodillas bruñidas por las medias de seda. El secretario impávido estaba diciendo algo sobre las reacciones diplomáticas del gobierno español ante la ocupación italiana de Abisinia. Ignacio Abel miraba bailar a Judith Biely muerto de deseo y de secreto orgullo y celoso de Van Doren y de cada uno de los hombres que se volvían hacia ella. La Sociedad de Naciones mostraba una vez más su lamentable irrelevancia, decía lúgubremente el secretario. La trompeta y el saxofón le herían los tímpanos. ¿Pensaba él que había verdadero peligro en España de un nuevo levantamiento revolucionario como el de Asturias, más violento y mejor preparado esta vez y quizás con más probabilidades de éxito? Al girar Judith sobre sí misma guiada por Van Doren se le había levantado la falda revelando brevemente los muslos. Y si las elecciones del próximo febrero las ganaban las izquierdas, como parecía posible, ¿no se produciría un golpe militar? Los redobles de tambor y el chasquido metálico de los platillos percutían en la concavidad de su cabeza. El gobierno de los Estados Unidos vería con agrado la formación en España de una mayoría parlamentaria estable, fuese cual fuese su signo político. Un redoble final y un aplauso concluyeron el baile. Inmune a las distracciones exteriores el secretario pelirrojo de la embajada, limpiándose el sudor de la frente, se interesaba ahora por el progreso de las obras en la Ciudad Universitaria. Ignacio Abel le explicaba algo sin poner atención a lo que decía ni disimular su vigilancia. Con la cara brillante de sudor y la melena despeinada Judith Biely venía hacia él y lo miraba como si no hubiera nadie en torno a ellos, tan sólo sombras que se apartaban para abrirle paso.