Read La noche de los tiempos Online
Authors: Antonio Muñoz Molina
Durante algún tiempo el cultivo secreto de su singularidad le permitió postergar el reconocimiento de un error que se hacía más grave al resultar inexplicable. Por un acto de libertad se había encadenado. Sin saber cómo su empeño de soberanía personal, su abnegación en el estudio, el impulso y la complicidad de su madre, la habían llevado a una situación para la que no habría sido necesario ningún esfuerzo: el dolor de la espalda después de muchas horas sentada delante de una máquina en la oficina; los cinco tramos de escaleras; el marido irritado y hermético, ofendido sombríamente por la injusticia, herido en su orgullo por la indiferencia del mundo y las cartas de rechazo de los editores. Miraba a su alrededor y no podía comprender cómo había llegado a ese punto, desde dónde, a través de qué suma de equivocaciones; como si después de un viaje muy largo y difícil se encontrara con las maletas en el suelo de una estación equivocada, el tren en el que había venido perdiéndose en la distancia y ningún otro en perspectiva y nadie en la estación, ni siquiera una ventanilla abierta en la que consultar horarios o pedir otro billete. Nadie más que ella misma había puesto la venda alrededor de sus ojos, elegido la celda y echado la llave. Pero ni siquiera le hizo falta el esfuerzo de voluntad y destreza de palpar a ciegas el lazo en la nuca e intentar deshacerlo. La venda, aflojándose, cayó por sí sola. Hasta que un día Judith Biely se vio en una habitación en la que no había nada que la invitara a quedarse ni que le pareciera suyo, y en la que un hombre poco atractivo y no muy aseado hablaba sin parar moviendo mucho las manos y agitando la cabeza, sosteniendo cigarrillos entre los dedos amarillentos de nicotina y con las uñas sucias, esparciendo la ceniza de cualquier manera, tirando las colillas al suelo. En realidad las cosas que decía no eran tan brillantes, y las había repetido muchas veces, palabra por palabra; ni siquiera eran suyas, aunque tampoco de los otros. Flotaban en el aire, pasando de una boca a otra, de un folleto a otro, ampliadas a veces en pancartas, gritadas en el apasionamiento frío de una discusión política en la que era urgente sobre todo aniquilar al adversario, dejándolo sin razones, condenándolo a una intemperie de tinieblas como la que durante algún tiempo pareció haberse tragado a León Trotsky. Despojados de la venda que ella misma había apretado unos años atrás sus ojos veían al hombre que hablaba sin mirarla a ella, el pelo rizado sobre la frente, las manos vanamente enérgicas, agitando delante de su cara el humo de un cigarrillo. Si él no la veía ella oía sus palabras como un rumor o un zumbido, sin distinguir casi ninguna, como si en vez de la venda en los ojos llevara ahora tapones en los oídos. Pensaba en ese momento que probablemente estaba embarazada. Había hecho cuentas con los dedos; mirado las marcas de meses anteriores en el calendario; con la cara impasible quería recordar alguna fecha exacta. Tres, cuatro días de retraso. Mientras el casi desconocido hablaba el germen sembrado por él ya estaría multiplicándose en el interior del vientre, un copo diminuto de células, una semilla que se ha despertado en la negrura densa de la tierra y se abrirá paso en ella. La consecuencia enorme de qué: de algo a lo que ella no había prestado mucha atención y que no le había dado mucho placer, si se descontaba el alivio de que hubiera terminado. Serenamente decidió callar lo que había estado a punto de decir. Notó la manera instintiva en que se apretaban sus labios. Sin decirle nada a él se procuraría un aborto. Muy pronto, cuanto antes, en secreto, para abreviar la tristeza, la abrumadora congoja. El niño que ella quería, el ser humano fornido y delicado y noble que ella vislumbraba a veces creciendo a su lado en un inconcreto porvenir, no podía ser que naciera de tanta mezquindad. Durmió mal y al día siguiente, en la hora del almuerzo, fue a tomar un sándwich a la escalinata de la Biblioteca Pública, porque hacía sol y el aire tenía una tibieza impropia de mediados de marzo. Miraba a la gente alrededor de ella pensando que nadie podía imaginar su secreto ni compartir su abatimiento: mecanógrafas, dependientas de almacenes, chicas que ya iban siendo más jóvenes que ella, vestidas con una desenvoltura que ella había perdido en los últimos tiempos, intercambiando miradas de soslayo y risas ahogadas con los oficinistas de los bancos cercanos que también tomaban el almuerzo esparcidos por los peldaños de mármol y las sillas de hierro. Terminó su sándwich sin haberlo paladeado, cerró el termo de café, se puso en pie sacudiéndose de la falda las migajas de pan. Un rato antes, al cruzar la avenida, había notado mareo, un principio de náuseas. Ahora, al bajar la escalinata, lo que notó fue algo en el vientre, como un suave calambrazo, la descarga placentera de algo. Con incredulidad, con dulzura, con un alivio que tenía algo de desbordamiento de misericordia, con una liviandad que casi la alzaba del suelo sobre los tacones de los zapatos a los que había prestado tan poca atención en los últimos tiempos, sintió que estaba bajándole la regla y que el yugo de pesadumbre y resignación al que hasta un momento antes se había visto condenada ahora se disolvía, se desprendía de ella, dejándola delante de un porvenir diáfano que esta vez no iba a malograr. Vio con claridad, sin esfuerzo, igual que veía delante de sí el tráfico de la Quinta Avenida, el sol en las ventanas y en las incrustaciones de acero de un rascacielos recién terminado, el anuncio de una marca de jabón en el costado de un tranvía, cada uno de los errores de una vida anterior que ya daba por cancelada y cada uno de sus pasos futuros, y todas las sombras que la habían rodeado con una consistencia física de muros o túneles excavados en roca viva se disipaban como una niebla que desbarata un poco de brisa.
Había empezado a venir hacia él desde esa mañana tan en línea recta como cruzó la Quinta Avenida desde la escalinata de la Biblioteca Pública: la espalda erguida, los hombros animosos, el caminar a la vez desahogado y rápido de la gente de su ciudad, la boca entreabierta, con el mismo gesto de expectación con que Ignacio Abel la veía desde la mesa del fondo del café donde la estaba esperando, o todavía de pie y sin haberse quitado la chaqueta y muchas veces ni siquiera el abrigo en la habitación alquilada para citas furtivas donde la vio desnuda por primera vez, en una penumbra de cortinas espesas y postigos entornados en la que la claridad de la tarde se filtraba tan débilmente como los sonidos de la ciudad y como los rumores de la casa. Cada uno de los pasos que había dado hasta entonces precedían las pisadas silenciosas de sus pies descalzos sobre la alfombra muy gastada en dirección al hombre que no se había movido y ni siquiera había empezado a desnudarse. Tan sólo unas semanas antes, un poco más de un mes, había llegado a una pensión de la plaza de Santa Ana sin conocer a nadie en Madrid, con mucho sueño, después de una noche entera en el tren que la traía desde Hendaya. Qué distinta de París olía esta ciudad; qué distinto el olor del aire desde que cruzó la frontera. Esa mañana de septiembre, tan temprano, Madrid olía al barro húmedo de un botijo de arcilla roja puesto a refrescar en la ventana de la cocina; olía a los pétalos y a las hojas carnosas de los geranios y a la tierra de las macetas que eran del color de la arcilla del botijo. Olía a adoquines recién regados por una cuba municipal arrastrada por dos caballos viejos; olía al estiércol de los caballos, a aceite, a polvo seco, a los rastrojos sobre los que aún duraba el rocío cuando el tren iba entrando en Madrid; a la jara y a los pinos de la Sierra; a la penumbra húmeda y a los peldaños de madera del edifìcio en el que estaba la pensión, peldaños fregados y frotados con lejía, penumbra invadida por los olores a embutidos y a especias de una tienda de ultramarinos que había en los bajos, y cuyos postigos empezaban a ser levantados cuando ella llegó con su aire de aturdimiento y su maleta en la mano, recibiendo como una bienvenida y casi como un abrazo el aroma denso del café que el tendero molía delante de la puerta. El cuarto que le asignaron en la pensión daba a una calle estrecha que desembocaba en la plaza. Subía de ella un clamor que al principio no identificaba, mareada todavía por la extrañeza y el sueño: gente conversando en los corros que ya buscaban la sombra, vendedores ambulantes, pregoneros de arreglo de paraguas y de cazuelas de estaño, altavoces de aparatos de radio en los puestos de bebidas, cantos de criadas que hacían la limpieza y tendían ropa en las azoteas, que golpeaban alfombras o sacudían sábanas en los balcones de la vecindad. Una felicidad inmotivada y jubilosa se instalaba en su alma: le transmitían el sentido de espacio ancho y austero que tenía la habitación, mucho más acogedora que los cuartos cada vez más angostos que había podido pagarse en París. Como en los paisajes que la luz del amanecer le había revelado desde la ventanilla del tren, en la habitación las cosas parecían ordenadas según un orden ascético que resaltaba las dimensiones del vacío. En otros países de Europa el campo, lo mismo que las ciudades, te había dado la sensación agobiante de que todo estaba demasiado hecho, demasiado lleno, roturado, habitado. En España los espacios desiertos tenían algo de la amplitud de América. Sobre la cama de hierro de la habitación había un crucifijo, y una Virgen María de escayola pintada encima de la cómoda de líneas austeras en la que guardó su ropa, en cajones hondos cuidadosamente forrados con hojas de periódicos. Las paredes eran blancas, pintadas con cal, con un zócalo negro que llegaba a la altura de la ventana; el suelo, de baldosas de barro rojizo, intercaladas con otras más pequeñas de cerámica policromada. Los barrotes rectos de la cama terminaban en bolas de latón dorado y brillante, que tintineaban ligeramente cuando el suelo vibraba bajo las pisadas. Sobre la cómoda, junto a la Virgen de pecho plano y manto azul que aplastaba la cabeza de una serpiente con un pequeño pie descalzo, había una especie de candelabro de bronce o de latón con unas cuantas velas incrustadas. El cable de la corriente eléctrica atravesaba en línea recta la pared para llegar a la pera de baquelita negra que había sobre la cama y a la bombilla con una tulipa de cristal azulado que colgaba del techo. El embozo se plegaba sobre la colcha ligera, debajo de la almohada, con una solemne sugestión de blancura y volumen que Judith reconocería esa misma mañana, en su primera visita deslumbrada al Museo del Prado, en los hábitos de los frailes cartujos pintados por Zurbarán. Justo enfrente de la cama había una mesa de madera de pino desnuda, muy sólida, las patas firmemente apoyadas sobre las baldosas, con un cajón del que salió al abrirlo un olor de resina. Delante de la mesa una silla con el respaldo muy recto y el asiento de anea invitaba a sentarse de manera inmediata. Antes de deshacer del todo la maleta puso encima de la mesa la máquina de escribir, una carpeta con cuartillas en blanco, el tintero, la pluma estilográfica, el secante, un estuche con lápices, su cuaderno de notas, el pequeño espejo redondo que tenía siempre a mano cuando se sentaba a trabajar. Cada cosa parecía encajar en su lugar con una precisión sin esfuerzo que de algún modo anticipaba y hacía inevitable la escritura: todas ellas, sobre la madera de la mesa, a la luz rubia y ligeramente húmeda de la mañana de Madrid, filtrada por las varillas pintadas de verde de una persiana, se correspondían entre sí como los objetos diversos en el espacio plano de un cuadro cubista. El armario era alto y un poco lúgubre y tenía un espejo de cuerpo entero en el que Judith se miró estudiando con benevolencia los signos del cansancio, el contraste entre su presencia extranjera y el fondo arcaico de la habitación. La palangana y la jarra de agua del lavabo eran de porcelana blanca con un delicado filo azul. Tuvo una sensación que hasta ahora no había conocido en el curso de un viaje que ya empezaba a hacérsele demasiado largo: una correspondencia inmediata entre ella misma y el lugar donde estaba; una armonía que la aliviaba la pesadumbre de la soledad al mismo tiempo que le confirmaba el privilegio de no necesitar a nadie. En el tejado, delante de la ventana, un gato dormitaba tendido al sol. Más allá, en una buhardilla, una mujer se había lavado el pelo muy negro y se lo envolvía en una toalla, los párpados entornados y la cara vuelta hacia el sol con la misma placidez que el gato. Pocos días después Judith ya había aprendido a identificar los edificios que sobresalían del horizonte rústico de los tejados: el torreón con columnas y la Atenea de bronce del Círculo de Bellas Artes; las cresterías del Palacio de Comunicaciones, sobre las que ondeaba una bandera que inmediatamente había despertado su simpatía sin motivo, desde la primera vez que la vio al cruzar la frontera en Hendaya: roja, amarilla, morada, resplandeciendo al sol con algo del descaro popular que tenían las flores de los geranios en los balcones.
Quería hacerlo todo al mismo tiempo, esa misma mañana, le dijo luego a Ignacio Abel. Echarse a la calle, tenderse sobre el embozo blanco y fragante y la colcha de la cama, escribirle cuanto antes una carta a su madre poniendo en el encabezamiento la palabra Madrid y la fecha exacta de ese día, escribir a máquina una crónica sobre la experiencia del viaje: la sensación de haber llegado a otro mundo que se tenía nada más cruzar la frontera; de encontrar gente más pobre y caras más oscuras y miradas de una fijeza y una intensidad que al principio la desconcertaban; de vislumbrar en la oscuridad, a través de la ventanilla, sombras de rocas desnudas y de precipicios como los de los grabados de los libros de viajes; de despertarse con las sacudidas violentas de un tren mucho más lento e incómodo que los trenes franceses y ver con la primera claridad del día un paisaje plano y abstracto, de colores terrosos, liso y seco como una yuxtaposición de hojas otoñales. Quería leer el libro de Dos Passos que traía consigo pero también quería sentarse a la mesa con el diccionario al alcance de la mano para leer una de las novelas de Pérez Galdós que le había descubierto años atrás su profesor de Columbia; o salir con la novela en la mano y buscar cuanto antes las mismas calles por las que se movían los personajes. Sentada delante de la máquina de escribir y de la ventana abierta sintió por primera vez en el umbral de la conciencia y en las yemas de los dedos que rozaban apenas las teclas la inminencia de un libro del que formaría parte cada una de las cosas que estaba sintiendo tan golosamente en ese mismo momento. No era una crónica, ni un relato de viajes, ni una confesión, ni una novela; la incertidumbre la hería igual que la estimulaba; intuyó que si permanecía alerta y a la vez dejándose llevar encontraría un principio tan tenue como la punta de un hilo; tendría que apretarlo entre los dedos para no perderlo; pero si lo apretaba con un poco más de fuerza de la necesaria el hilo se rompería y ya no iba a poder encontrarlo de nuevo. Por la ventana venían voces de vendedores callejeros, zureos de palomas, ruidos de tráfico, toques de campanas. Los tonos de las campanas cambiaban cada pocos minutos o se confundían entre sí: el horizonte sobre los tejados estaba lleno de campanarios. Llamaron a la puerta y estaba tan absorta en sí misma que se le sobresaltó el corazón. Una criada entró con una bandeja y ella intentó explicarle en su español todavía poco ágil que debía de tratarse de un error, porque no había pedido nada. «Que es de parte de la patrona, por si la señorita viene con el estómago vacío después de tanto viaje por el extranjero.» La criada era muy joven y tenía el pelo negro y una cara que a Judith, saturada de imágenes, le recordó la de la camarera que se inclina sobre la Infanta en
Las Meninas.
Puso la bandeja sobre la mesa apartando con el codo la máquina de escribir, que no dejó de llamarle la atención, porque no la asociaba con una mujer, aunque fuese extranjera. «Que le aproveche»: un tazón de café, un jarrillo de leche, un bollo de pan blanco y tostado, abierto por la mitad, chorreando un aceite dorado y verdoso, los cristales de la sal brillando en la luz. Descubrió de pronto toda el hambre que tenía y el alivio de no oler a mantequilla rancia. El pan untado con aceite crujía deshaciéndose en su boca, los granos de sal estallando en su paladar como semillas de delicia. Con una servilleta a cuadros se limpiaba el aceite de las comisuras de la boca, el bozo de nata que la leche le dejaba en los labios. Todo conspiraba de golpe para su felicidad, incluso el agotamiento, la somnolencia dulce que el calor del café con leche dejaba en su estómago, el escándalo de las campanas de las iglesias, que provocaban al comenzar sus repiques revuelos de palomas sobre los tejados. Sin abrir la maleta se quitó los zapatos y se sentó en la cama, menos blanda que las camas francesas o las alemanas, para darse un masaje en los pies hinchados y doloridos al cabo de tantas horas de viaje. Se tendió un momento, con su libro de Galdós en las manos, recorriendo las páginas en busca de nombres de lugares de Madrid que no estarían muy lejos, y en apenas un minuto se había quedado tan dormida como cuando era una niña, en aquellas mañanas de invierno en las que estaba un poco enferma y su madre —porque era la única hija y había venido tan por sorpresa— le traía el desayuno a la cama, cuando los varones ya se habían ido y sobre la casa descendía un silencio apacible, y en la calle estaba nevando, y la ventisca hacía vibrar los cristales de la ventana.