Read La noche de los tiempos Online
Authors: Antonio Muñoz Molina
Cuando sus hijos eran pequeños a Ignacio Abel le gustaba hacerles dibujos, maquetas y recortables de casas, de automóviles, de animales, de árboles, de barcos. Empezaba por dibujar un perro diminuto en un ángulo de la cartulina del cuaderno y junto al perro surgía una farola como una flor muy alta y cerca de ella una ventana a partir de la cual cobraba forma la casa entera, y por encima del tejado con su chimenea junto a la que se perfilaba un gato aparecía la luna como una tajada de melón. Lita y Miguel miraban aquellas apariciones prodigiosas acercando mucho las caras al cuaderno, los codos sobre la mesa, arrimándose tanto a él que apenas le dejaban espacio para seguir dibujando, compitiendo por su cercanía, de la que disfrutaban raramente, pues les estaba casi siempre vedado el espacio que ocupaban los adultos en la casa. Vivían en el dormitorio compartido que era también cuarto de estudio y de juegos y en las habitaciones traseras donde reinaban las criadas, y en las que no se cumplían las severas normas de silencio o de cosas dichas en voz baja a las que había que someterse en cuanto se entraba en el territorio de los mayores: en la cocina, en el cuarto de la plancha, donde a Miguel se le iban las horas muertas, las criadas hablaban a gritos y la radio sonaba todo el día, y por la ventana que daba a un patio interior venían las voces de las muchachas de servicio de las otras viviendas y las canciones estridentes y los anuncios de la radio que todas escuchaban. Se llamaban entre sí, arrastrando las voces, con un acento que Miguel imitaba con suma destreza, aunque procurando que no lo oyera su padre. En el resto de la casa había que cerrar y abrir las puertas con mucho cuidado, que pisar sin hacer ruido, sobre todo en la cercanía del despacho del padre o del dormitorio al que tantas veces la madre se retiraba a lo largo del día, con las cortinas echadas, con interminables dolores de cabeza o dolencias más vagas que pocas veces recibían nombre preciso o eran tan graves como para exigir la presencia del médico. En la cocina las voces de las criadas y las de la radio se mezclaban con los borbotones y los chisporroteos y las vaharadas de humo que venían de los fogones, y en la puerta de servicio aparecían con frecuencia personajes pintorescos o estrambóticos, repartidores de las tiendas, vendedores ambulantes con caras oscuras y ásperas ropas rurales, cargados con quesos, con tarros de miel, a veces con pollos o conejos que se revolvían cabeza abajo con las patas atadas. Pero la puerta que separaba la zona de servicio del resto de la casa tenía que estar siempre cerrada, y a los niños, sobre todo a Miguel, que tenía una idea más confusa de su lugar en el mundo, les fascinaba esa frontera rigurosa establecida en el interior de la casa, a través de la cual sólo ellos dos se movían libremente: cambiaban no sólo las caras y los sonidos, sino también los acentos, y hasta los olores, los olores de las cosas y los de las personas: a un lado olía a aceite, a comida, a pescado, a la sangre de un pollo o de un conejo recién sacrificado, al sudor de las criadas, tan fuerte mientras estaban trabajando como el de los repartidores que subían a pie los cinco pisos de la escalera de servicio; en el otro olía al jabón de lavanda con el que su madre se lavaba las manos y a la colonia de su padre, al barniz en los muebles, a los cigarrillos rubios que a veces fumaban las visitas.
Según se iba haciendo mayor, la niña, observaba Miguel, se aventuraba cada vez menos más allá de frontera, en gran parte por mantenerse fiel al personaje de señorita distinguida y un poco intelectual que había inventado para sí misma y que representaba con tanto éxito que sólo él parecía darse cuenta de su visible impostura. En vez de las coplas flamencas de celos y crímenes y ojazos negros que sonaban en la radio de la cocina —y que Miguel interpretaba a solas delante del espejo en su dormitorio, imitando unas veces los gestos de Miguel de Molina y otras los de Carmen Amaya—, ahora Lita se sentaba con la espalda recta en una silla del salón para escuchar junto a su madre las transmisiones sinfónicas de Unión Radio. Mientras Miguel leía subyugado los seriales sobre artistas de cine y los anuncios de conjuros y remedios astrológicos de las revistas baratas que compraban las criadas
{ e l amor y la suerte los puede usted lograr gratuitamente con la posesión de la misteriosa flor irradiante preparada conforme a los ritos milenarios del pamir y los inmutables principios astrológicos de los magos de oriente
), Lita leía novelas de Julio Verne sabiendo que así ganaba la aprobación de su padre y fingía emocionarse interpretando delante de la familia los romances populares que les enseñaban a cantar en el Instituto-Escuela. Pero a los dos les había atraído por igual ser admitidos en el despacho del padre, cuya amplitud misteriosa agrandaban sus imaginaciones infantiles. Era rápido y certero manejando el lápiz y tenía una gran habilidad para ese tipo de tareas manuales pueriles. Meticuloso, paciente, tan ensimismado como sus hijos en lo que él mismo estaba haciendo, tintaba los contornos del dibujo y le añadía la forma de una base plegable, y luego lo recortaba, casa, árbol, globo aerostático, animal, automóvil —con su capota y sus faros, con los radios de las ruedas perfectamente detallados, incluso CQn el perfil al volante de un chófer con gorra de plato—, bandolero del Oeste a caballo, motocicleta con su conductor inclinado sobre ella, vestido con cazadora de cuero y gafas de aviador.
Dibujaba un aeroplano y cuando terminaba de recortarlo ya estaba imitando el rugido del motor, y el aeroplano se despegaba de la cartulina y volaba entre sus dedos por encima de las cabezas de los niños, cada uno de los dos ansioso por tenerlo antes en sus manos, la niña aprovechándose de su fuerza y de su seguridad, el niño que no podía quitárselo a su hermana y se echaba a llorar tan fácilmente, de modo que había que dibujar y recortar a toda prisa otro aeroplano, y hacerlo lo más parecido que fuera posible al anterior, para no provocar un agravio, una nueva disputa. Buscaba para ellos en las papelerías recortables de edificios célebres, de puentes modernos, de trenes, de buques transatlánticos; les enseñaba a manejar las tijeras, en las que se les enredaban los carnosos dedos infantiles; a ir siguiendo con precisión cautelosa los bordes del dibujo y distinguir bien las líneas de corte de las de plegado; a apretar muy poco el bote de pegamento, para que sólo saliera la pequeña gota necesaria. Y cuando se impacientaban o se rendían ante la dificultad él tomaba las tijeras y volvía a enseñarles el modo de recortar un dibujo, acordándose de su lejano maestro de Weimar, el profesor Rossman, que entraba en un cómico éxtasis al oír el sonido y percibir la resistencia de una hoja de papel que cortaba entre sus manos.
Les traía de la oficina maquetas en desuso; les dibujaba él mismo recortables de edificios que había estudiado en las revistas internacionales. Cuando fueran mayores tal vez recapacitarían que de niños habían jugado con la maqueta de la Bauhaus en Dessau y con la de la torre de Einstein de Erich Mendelsohn, que les gustaba más que casi ninguna porque se parecía a un faro y al torreón de un castillo. Pero no era que Ignacio Abel condescendiera a entretener a sus hijos, o que tuviera con ellos una meritoria paciencia. Su propio amor por la arquitectura tenía una parte de ensimismado entretenimiento infantil. Le gustaba recortar y plegar; los ángulos flexibles de una caja vacía de medicinas le provocaban una inmediata felicidad táctil: formas puras tan perceptibles para las yemas de los dedos como paradlos ojos; ángulos, escaleras, esquinas. Qué rara la invención de la escalera, la idea de algo tan ajeno a cualquier inspiración en la naturaleza, el espacio plegándose en ángulos rectos, una sola línea quebrada sobre un papel en blanco, tan ilimitada en principio como una espiral, o como esas dos líneas paralelas cuya definición le había subyugado en la escuela: «... que por mucho que se prolonguen nunca se encuentran». Tan cerca, la una de la otra, condenadas a no encontrarse nunca, por una especie de maldición inexplicada, como la que llevaba a Caín a vagar por la tierra hasta el final de sus días con una señal de ceniza en la frente. Desde las manos inquisitivas y hábiles, desde las sombras de palabras y miedos infantiles, una emoción retrocedía en ondulaciones instantáneas hacia el fondo del tiempo: como avanzando por un pasillo muy largo hacia una débil luz encendida veía al niño que había sido muchos años atrás, sentado en un cuarto de techo bajo, inclinado y absorto sobre un cuaderno, manejando despacio una pluma barata de palillero de madera, mojándola en un tintero, las cosas cercanas borradas para él, más allá del breve círculo de la lámpara de petróleo (por la ventana del sótano no entraba el sol, pero sí el sonido de los pasos de la gente, y el de los cascos de los animales y las ruedas de los carros; el escándalo permanente de los vendedores callejeros; la melopea de los ciegos que cantaban historias de crímenes; una noche hubo unos cascos y unas ruedas que se detuvieron a la altura de la ventana y él no levantó la cabeza de sus cuadernos, de sus cartulinas recortadas; alguien llamó a la puerta y él recordó con fastidio que su madre había salido y que le tocaba a él abrir; en el carro traían un bulto cubierto con sacos).
Levantaba una pequeña casa y decía a sus hijos que era una casa de pulgas; junto a ella un árbol, un automóvil; un puente un poco más allá, su arco levantado idéntico al del Viaducto, o al que el ingeniero Torroja había diseñado para salvar el barranco de un arroyo en la Ciudad Universitaria; la marquesina de una estación de ferrocarril, con su reloj colgado de las vigas, los números romanos diminutos dibujados en la esfera con un lápiz al que había sacado con deleite una punta muy fina, que se quebraría a la mínima presión. Con la misma felicidad pueril estudiaba la maqueta de la Ciudad Universitaria que había ido creciendo en una de las salas de la oficina técnica, la réplica a escala del mismo espacio que se veía al otro lado de los ventanales, al principio no una lámina en blanco sino un descampado de tierra removida y pelada en la que aún quedaban tocones trágicos de los millares de pinos que habían sido talados (pero el mundo no es ilimitado y no se puede construir sin arrasar primero). Como Gulliver en Liliput supervisaba una ciudad diminuta en la que sus pasos habrían retumbado como golpes sísmicos, la ciudad que había empezado siendo de cartulina y de tinta, de pegamento y cartón, de bloques de madera, el modelo fiel de un fragmento del mundo que ya era tridimensional pero aún no existía, o se iba haciendo muy lentamente, demasiado. Al otro lado de los ventanales las máquinas excavadoras abrían grandes zanjas en la tierra estéril, levantando en sus palas dentadas raíces como cabelleras, como ramas desnudas de árboles que hubieran crecido hacia el subsuelo (para construir había que desbrozar y talar primero, que limpiar y aplanar, hacer que la tierra se volviera a ser posible tan lisa y abstracta como una lámina extendida sobre un tablero de dibujo). Por las explanadas, en los terraplenes, hormigueaban los peones; subían ágilmente por los andamios de los edificios en construcción, pululaban por pasillos y futuras aulas, aplicando el cemento, pegando azulejos, completando una hilera de ladrillos, empezando otra; monarcas de sus oficios; expertos en dar forma real a lo que había empezado siendo una fantasía irresponsable sobre un cuaderno de dibujo; hombres cobrizos con boinas y cigarrillos pegados a los labios; camiones potentes con volquetes y recuas de burros que transportaban cargas de yeso o cántaros llenos de agua en los serones; guardias armados que patrullaban los tajos para ahuyentar a las cuadrillas de obreros en paro que los asaltaban para ponerse a trabajar sin que nadie los hubiera llamado o para volcar o incendiar las máquinas que al reducir los jornales necesarios los condenaban al hambre. Primitivos y milenaristas, igual que ellos, alucinados ahora no por la esperanza del Fin de los Tiempos sino del comunismo libertario. Con un esfuerzo liviano de la imaginación racional Ignacio Abel veía completos los edificios en cuyos andamios aún se afanaban los albañiles y sobre los cuales oscilaban las grúas de motores eléctricos: hermosos cubos de ladrillo rojo brillando al sol, con el exacto ritmo visual de las ventanas, contra el fondo verde oscuro de las estribaciones de la Sierra. Veía las avenidas con grandes árboles que ahora eran poco más que débiles tallos o ni siquiera eso, árboles de cartón recortados por él mismo y pegados en la acera de una maqueta. Los estudiantes de Filosofía atravesaban desmontes para llegar a su Facultad inaugurada a toda prisa y de cualquier manera (a las aulas donde daban las clases llegaban los gritos y los martillazos de los operarios): en su imaginación impaciente él los veía llegar en tranvías veloces por las avenidas rectas y anchas, paseando a la sombra de los árboles, tilos o robles, dispersos por el césped que alguna vez crecería sobre aquella tierra pelada; hombres y mujeres jóvenes bien alimentados, los huesos largos y fuertes gracias al calcio de la leche, hijos de privilegiados pero también hijos de trabajadores, educados en sólidas escuelas públicas en las que la racionalidad del saber no estaría corrompida por la religión y en las que el mérito prevalecería sobre el origen y el dinero. A los hervores españoles de la sangre prefería con mucho el vigor de la savia; a la política, la botánica; a los planes quinquenales, los de regadío. Los desmontes calcinados en los que desembocaba Madrid casi en cualquier dirección salvo por el oeste le recordaban los desiertos de las religiones fanáticas. Agua corriente, tranvías eléctricos, árboles de copas anchas y densas, espacios ventilados. «Abel, para usted la revolución social es cuestión de obras públicas y de jardinería», le dijo una vez Negrín, y él contestó: «¿Y para usted no, don Juan?» Casi veía a su hija, sólo unos pocos años después, ya predestinada para esa Facultad de Filosofía y Letras, jovial y adulta, tan serena como ahora, saltando del tranvía con zapatos de tacón y calcetines cortos y libros bajo el brazo, el pelo bajo una boina ladeada, la gabardina abierta, como esas muchachas todavía singulares entre los grupos de estudiantes varones. El porvenir no era una bruma de desconocimiento o una proyección de deseos insensatos, no el vaticinio embustero de las cartas o de las líneas de la mano, la profecía siniestra de los predicadores del fin del mundo o del paraíso sobre la tierra. El porvenir estaba previsto en las líneas azules de los planos y en las maquetas que él mismo había ayudado a construir, con su amor por las cosas que pueden hacerse con las manos, dibujar con tiralíneas y luego recortar con unas tijeras escuchando el sonido del acero afilado que hiende la cartulina. La emoción estética suprema era un golpe visual instantáneo. Ver algo completo y de repente con una sola mirada, comprender con los ojos, adivinar una forma con el tacto. Ignacio Abel amaba los bloques de madera de los juegos de construcción de sus hijos, la tipografía de los libros de Juan Ramón Jiménez, la poesía de los ángulos rectos de Le Corbusier. Las afueras planas de Madrid eran un despejado tablero de dibujo sobre el que podría proyectarse la ciudad futura con una amplitud mucho mayor que la del recinto universitario. Perspectivas rectas que se disolverían en el horizonte de la Sierra, líneas de fuga de rieles de tranvías y de cables eléctricos, barrios para trabajadores con casas de fachadas blancas y ventanas grandes rodeadas por plazas con jardines. En la misma medida en que desconfiaba de la vaguedad de las palabras, de los vapores calientes y tóxicos de los discursos, amaba los actos concretos y las cosas tangibles y bien hechas. Una escuela con aulas luminosas y cómodas, con un buen patio de juegos, con un gimnasio bien equipado; un puente trazado con solidez y belleza; una vivienda racionalmente concebida, con agua corriente y cuarto de baño: no imaginaba formas más prácticas de mejorar el mundo.