Read La noche de los tiempos Online
Authors: Antonio Muñoz Molina
Ningún signo le advirtió de la aparición de Judith Biely. Jamás había soñado, ni siquiera deseado, la existencia de sus hijos, que llegaron por casualidad y por la inercia muy pronto desganada del matrimonio. Ningún proyecto, ningún deseo cumplido, ni siquiera los que alentaba sin mucha esperanza a los trece o catorce años, en la portería de su madre (los libros de estudio y los cuadernos sobre el hule de la mesa camilla, el tintero y los lápices, el quinqué de petróleo siempre encendido, en la penumbra húmeda del sótano, la foto del padre muerto en la repisa de la chimenea, todavía con un lazo negro en un ángulo del marco), le había deparado tanta felicidad como el ir viendo crecer a su hija, obra maestra inesperada en la que él se complacía sin sospecha de vanagloria ni temor de decepción. Estaba en el mundo de una manera soberana y autónoma, nacida de unos padres pero independiente de ellos, con un aire indefinido de familia —¡el nacimiento del pelo idéntico a todos los Ponce-Cañizares; la nariz redondeada tan indiscutiblemente Salcedo como el color marrón verdoso de los ojos!— que un extraño reconocería sin dificultad, pero que era mucho menos rotundo que su perfecta singularidad individual. De quién había heredado su actitud serena y atenta hacia las cosas, su delicada consideración hacia las personas, por encima de la cercanía familiar o social, su instinto ecuánime, su equilibrio entre el sentido del deber y la disposición para la alegría — nada de eso lo había heredado de él, desde luego, y menos aún de Adela, ni de su familia materna, a la que sin embargo reverenciaba, sobre todo al abuelo don Francisco de Asís. De pequeña había cuidado a su hermano con un instinto magnífico de protección y ternura, y quizás al ser el niño un año y medio menor y bastante desmedrado y frágil había despertado en ella un sentido prematuro de responsabilidad. Adela estaba enferma con frecuencia después del nacimiento del niño; el ama de cría lo amamantaba no sin dificultad y lo mantenía limpio; las criadas rondaban en torno suyo, descuidadas y locuaces, olvidándose de bajar la voz cuando pasaban junto al dormitorio de la señora. Pero fue su hermana quien desde muy pronto se ocupó de cuidarlo, de enseñarle a jugar y a caminar y de adivinar sus deseos y comprender su lenguaje. Lo trataba con una mezcla de risueña indulgencia y rectitud educadora; adivinaba lo que estaba pidiendo o lo que necesitaba pero lo reprendía por sus frecuentes arrebatos de capricho o de llanto y era la única que sabía tranquilizarlo. Cuidaba de su hermano con la misma complacencia reflexiva con que saltaba a la comba o recortaba un figurín infantil o disponía los muebles en su casa de muñecas. Lo tomaba en brazos apretándolo muy fuerte contra ella y poniéndole la mano en la nuca para proteger su tierna cabeza cuando era un bebé, y le pesaba tanto que se tambaleaba y sin embargo nunca se le caía. Lo acunaba en sus brazos, apretando sus carrillos lozanos contra la carita desmedrada del niño, le daba besos con una desenvoltura de la que sus padres carecían, y que tampoco a ella le habían dedicado. Desde muy pronto el niño le tuvo una admiración maravillada, tan incondicional como la de un perro hacia el amo de quien espera todos los bienes y al que atribuye todos los poderes. Fue ella quien le ayudó a dar los primeros pasos y quien le limpió enérgicamente las lágrimas y los mocos cada vez que se caía. Jugaba a las maestras y sentaba a su hermano en una silla baja, en la misma fila que los muñecos a los que explicaba las reglas aritméticas o les ponía cuentas o dictados escribiendo con tiza, con su letra pulcra y redonda, sobre una pizarra que le habían traído los Reyes Magos. El niño creció adorándola, imitándola, tan cerca de ella en edad que podían ser cómplices, y a la vez lo bastante pequeño y dócil como para obedecerla y aprender de su ejemplo. Pero no aprendió de ella sus destrezas sociales, su capacidad para hacer amigas y establecer relaciones elaboradas e intensas, tan ricas en abrazos y promesas de amistad eterna como en rupturas dramáticas y reconciliaciones.
Cuando eran muy pequeños Ignacio Abel había mirado a sus hijos con distracción y alarma, demasiado impaciente para hacerles mucho caso. Les prestó más atención según iban dominando el lenguaje articulado. Los recuerdos más duraderos que tenía de los primeros años de los dos surgían del terror que le daban sus enfermedades. Los accesos de fiebre en mitad de la noche; el llanto interminable, feroz, sin descanso, sin motivo visible; la sangre que brotaba de la nariz sin que hubiera forma de cortarla; la incesante diarrea; la tos que parecía apaciguada después de varias horas y comenzaba de nuevo, tan profunda como si desgarrara los pulmones infantiles. Imaginaba vagamente que Adela, o el ama de cría, o las muchachas, tendrían alguna manera de manejar el peligro, sabrían proveer remedios o decidir cuándo era el momento dellamar al médico. Él se sentía a la vez torpe y fastidiado, muerto de miedo y carcomido por la irritación. El niño había sido tan débil desde que nació, después de un parto muy largo en el que parecía que Adela o él o los dos iban a morir. Diminuto y rojo, cuando la comadrona salió del dormitorio y se lo puso en los brazos, las manos tan pequeñas, tan arrugadas, los dedos tan finos como de ratón, las piernas y los pies mínimos, la piel como cubierta de escamas, morada y flácida, demasiado holgada para los huesos diminutos del recién nacido. «Es muy pequeño, pero aunque no lo parezca está muy sano», dijo la comadrona, mientras él sostenía aquel bulto envuelto en un chal de lana que casi no pesaba, que parecía no respirar, que se movía de pronto con un espasmo brusco. Le había aterrado su debilidad; casi se había avergonzado de ella, de su hijo tan llorón y tan poco saludable, los ojos que tardaban en abrirse, la piel rojiza como la de una cría desmedrada, un gato o un conejo, una rana, su vida una breve llama insegura que un golpe de viento cualquiera habría podido apagar en los primeros meses. Adela pasó semanas de fiebre y delirio y cuando pareció que se recuperaba fue para sucumbir a una languidez de la que ni siquiera le hacía salir la presencia desvalida del niño, que lloraba sin pausa, la boca ocupando toda la cara y los párpados sin pestañas muy apretados, hinchados excesivamente, el pecho de pájaro desplumado o de conejo o gato sin pelo o criatura anfibia subiendo y bajando con una energía furiosa, con una especie de furiosa determinación de seguir llorando. Ama de cría, muchachas de servicio, mujeres expertas de la familia, comadronas, médicos convocados a deshoras, don Francisco de Asís y doña Cecilia, las tías solteras, el tío sacerdote, invadían la casa, mucho más pequeña entonces que el piso futuro en la calle Príncipe de Vergara, agitándose en una actividad ficticia, hirviendo ollas de agua, preparando biberones, pañales, medicinas, toallas húmedas para la fiebre de Adela, remedios caseros para la diarrea del niño, tan incesante como su llanto sin consuelo, rezando rosarios y oraciones para recién paridas, conjuros primitivos de viejas. Ignacio Abel se pasaba la noche en vela junto a su mujer silenciosa y postrada y a primera hora de la mañana, aliviado, exhausto, culpable, salía de casa con la coartada indiscutible del trabajo. Llamaba por teléfono desde la oficina mediocre en la que trabajaba entonces, consultaba con los médicos. Sin que lo supiera nadie había solicitado a la Junta de Ampliación de Estudios una pensión para pasar un año en Alemania, en la nueva Escuela de Arquitectura fundada por Walter Gropius en Weimar. Se sentaba junto a la cama en la que Adela dormitaba incorporada sobre almohadones o miraba al vacío mientras en la habitación contigua el niño lloraba en brazos del ama y un poco más allá las tías solteras y don Francisco de Asís y doña Cecilia rezaban un rosario dirigido por el tío sacerdote, y el hermano menor se mordía las uñas y sudaba con un rictus nervioso en la mandíbula y pensaba que de algún modo la culpa de la desgracia, si por fin sucedía, iba a ser del padre del niño, el marido siempre sospechoso de la hermana. Si se hacía un silencio Ignacio Abel temía que el niño hubiera muerto: o lo miraba respirar en los brazos del ama y contaba los segundos que pasaban sin que rompiera a llorar de nuevo. «Si aguanta un poco más se quedará dormido, si recuento un segundo más y no lo oigo no volverá a llorar en toda la noche.» Recapitulaba culpablemente los documentos que había presentado en el Ministerio de Instrucción Pública, calculaba las posibilidades de recibir la carta oficial en la que se le notificaba la pensión. El niño mejoraría: la niña ya tenía casi tres años y siempre había sido fuerte y saludable. Incrédulamente se imaginaba a sí mismo tomando un tren en la estación del Norte; recostado contra el cristal frío de una ventanilla mientras amanecía sobre un paisaje de campos verdes y niebla grisácea, mientras el tren avanzaba junto a la corriente de un río muy ancho. Repasaba sus conocimientos de alemán, adquiridos a fuerza de voluntad durante la carrera. Leía libros alemanes pronunciando en voz baja, buscando palabras difíciles en el diccionario. Se preparaba en secreto para algo que no sabía si iba a suceder; ni siquiera estaba seguro de reunir el coraje necesario si llegaba el momento. ¿Por qué había secundado tan pasivamente la impaciencia de Adela por quedarse embarazada, y después por tener otro hijo, asustada porque ya no era joven, porque no estaba segura de retener al marido? Había pasado más de un minuto y el niño no lloraba; se le cerraban los ojos, quizás podría dormir una o dos horas seguidas esta noche. Pero el llanto volvía, más rabioso aún, sin descanso, sin apaciguamiento, siempre con la misma furia inextinguible en los pulmoncillos de ratón recién nacido y ciego todavía, de batracio, con un vigor muscular que no parecía posible en esa criatura de piel floja y rugosa y ojos cerrados que no había pesado ni dos kilos y medio al nacer. Muy pequeño, pero muy sano, había dicho la comadrona, quizás para engañarlo, adiestrada en ciertas mentiras necesarias. «Habrá que bautizarlo cuanto antes», dijo don Francisco de Asís, poniendo sus manos virilmente sobre los hombros del yerno afligido, emergiendo de la penumbra rumorosa en que tías y parientes rezaban el rosario, congregados por la sospecha del infortunio cercano, ocupando la casa con una desenvoltura de propietarios. Una noche el tío sacerdote se presentó vestido con sus galas litúrgicas y acompañado por un monaguillo, y el olor del incienso se mezcló al de las medicinas y la diarrea del bebé. «Es muy duro de aceptar, hijo mío, pero si se nos va este ángel habrá que asegurarse de que subirá derecho al cielo.» Trajeron agua bendita, una jofaina de plata, paños bordados, velas en las que estaba escrito el nombre del niño. Sin consultarle nada a él ni tampoco probablemente a Adela, medio sonámbula y con los ojos perdidos en la pared frente a la cama, las tías solteras cuyos nombres y caras Ignacio Abel apenas distinguía ayudaron al ama a vestir al bebé diminuto con un vestido largo, de lazos azules y faldones bordados, dentro de los cuales su cuerpo desaparecía, el pecho indomable hinchando la tela, las piernas como cerillas o como patas translúcidas de rana pataleando bajo las faldas, los diminutos pies morados y con pellejos secos que ninguna crema aliviaba. Doña Cecilia, las tías solteras, el ama de cría, las muchachas llorosas, se habían puesto velos como en un funeral anticipado, el tío Víctor se erguía en su posición de padrino, aunque se le notaba el disgusto por la debilidad y el llanto del niño, pruebas tal vez de que había prevalecido en su gestación la sangre débil de la rama paterna, el mal menor al que la familia Ponce-Cañizares Salcedo se había visto forzada a aceptar para reproducirse. El niño, el primer nieto varón, llegaba al mundo encanijado y lloroso, una prueba más de lo poco de fiar que era el intruso necesario, el inseminador externo, tan dudoso en sus capacidades masculinas como en sus ideas. «Valor, cuñado, que el chico saldrá de ésta. En nuestra familia no se ha dado todavía ni un solo caso de muerte prematura.»
En medio de aquel trastorno sólo la niña parecía mantenerse serena, yendo de un sitio a otro con su chupete en la boca y observando, observando a la muchacha cuando le limpiaba una vez más al bebé la caca verdosa y a la que lavaba los pañales bajo el grifo de la cocina, y al ama de cría cuando intentaba acercar la pequeña cara roja a su gran pecho hinchado, muy blanco, la piel translúcida cruzada de venas azules, los pezones enormes y oscuros, las manos anchas que acariciaban el pelo sudoroso y aplastado e intentaban delicadamente llevar hacia la boca del bebé un pezón del que brotaba un hilo blanco y suculento de leche. Iba por el largo pasillo sin hacer ruido y entraba con sigilo en el dormitorio donde yacía adormilada o ausente su madre. Se sentaba junto a ella en el borde de la cama, al que había escalado subiéndose en un taburete. Le acariciaba las manos o el pelo mojado de sudor, se lo alisaba, desordenado y sucio al cabo de tantos días de convalecencia, y parecía comprender que no respondiera a sus preguntas, no contrariarse ni sentir extrañeza si su madre, aunque tenía los ojos abiertos, no respondíala sus gestos de cariño ni daba muestras de advertir su presencia. Le pusieron un velo blanco y le hicieron sostener una vela para el bautizo de su hermano, y ella se alzó de puntillas para ver bien cómo el cura vertía el agua sobre su cabeza de pelo escaso y enfermizo y luego se la secaba ligeramente con un pañuelo blanco, con los filos bordados, en el que se limpiaba también las puntas de los dedos. Miraba a su padre, intuyendo que le importunaba la ceremonia entera, y que se fijaba con disgusto en su velito blanco y en la vela encendida que llevaba en la mano. Pero parecía tener una comprensión ilimitada para las rarezas de los adultos, una curiosidad exenta de distracción o censura. El bebé se había callado un momento mientras el cura decía cosas extrañas en latín y hacía gestos con los dedos puntiagudos y pálidos sobre su cabeza, pero lloró más recio aún cuando el agua le mojó el cráneo, su boca desdentada y abierta mientras rugía, los párpados sin pestañas muy apretados, los ojos ciegos como los de un conejo o un ratón recién nacidos, la misma pelusa sobre la piel tan roja. Igual que tantas veces Ignacio Abel asistía como un invitado o un intruso a un acto de su propia vida familiar, aceptaba lo que no tenía que ver con él sin ponerle remedio ni mostrar siquiera resistencia, o disgusto, tan sólo una frialdad mansa, como si nada de aquello estuviera ocurriendo de verdad ni tuviera que ver con él. Al cura el aliento le olía a tabaco: la niña observó que tenía las puntas de los dedos índice y corazón, los mismos que se movían trazando signos en el aire, amarillos de nicotina. Esa noche, cuando su hermano lloraba, se acercó cautelosamente a él y en vez de mecerle la cuna le tomó una mano, y el bebé se quedó callado instantáneamente. Desde entonces la niña durmió con la cuna al lado de su cama. Sin despertarse del todo oía el comienzo de un quejido y su mano tanteaba en la oscuridad entre los barrotes. La mano diminuta del niño buscaba en el vacío, los dedos extendidos, queriendo encontrar un asidero, y el gemido se acentuaba, a punto de convertirse en llanto. Pero entonces encontraba la mano de la hermana y se asía muy fuerte a ella, se cerraba en torno al dedo pulgar, y el niño tranquilizado y seguro volvía a quedarse dormido. En su dormitorio, desvelado, Ignacio Abel contaba segundos de silencio, temiendo que antes de llegar al minuto el llanto estallaría de nuevo. Imaginaba el largo duermevela de una noche en tren y podía verse a sí mismo, soberano y solo en una ciudad europea, tan claramente como si ese futuro ya fuera parte de un recuerdo, como se veía acodado sobre una mesa, de niño, delante de sus cuadernos, la pluma trazando dos líneas paralelas sobre la hoja en blanco un momento antes de que sonaran los golpes en la puerta, cuando ya había oído las ruedas del carro sobre los adoquines sin hacerles caso, a la luz de la lámpara de petróleo que parecía arder siempre al fondo del tiempo.