La noche de los tiempos (30 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

Viniendo hacia él la recordaba siempre, con más claridad aún cuando estuvo seguro de que no volvería a verla. La imaginaba, la veía viniendo, desde el fondo del pasillo en el tren, desde la puerta del baño en la habitación en casa de Madame Mathilde, los hombros hacia atrás, la cabeza ladeada, una mano apartando el pelo de la cara, desde el punto de fuga al fondo de la sala en el Museo del Prado, desde la puerta giratoria de un café: cada lugar era el espacio al fondo del cual ella aparecía, su visión recordada, o anticipada, o del todo imposible, o en los lugares en los que nunca había estado, Judith Biely en el pasillo de la casa de Madrid que había ido siendo ganada por la soledad y el desorden a lo largo del verano, en el tiempo convulso para el que aún no se usaba la palabra guerra. Judith perfilada contra el ventanal del salón de actos de la Residencia de Estudiantes, donde la había visto por primera vez hacía menos de un año, el salón con el piano ahora arrinconado y cubierto porque casi todo el espacio estaba ocupado por los colchones y las camas de un hospital, el suelo de tarima reluciente sobre el que ella había caminado con su redoble de tacones. Se le acercaba desde lejos y él la veía venir sin moverse, pasivo en su espera, ansioso, concentrado en su deseo, en la codicia de sus ojos, sentado en el diván de un café al que había llegado con mucha anticipación no sólo por la impaciencia de estar con ella sino también porque le gustaba tanto verla aparecer, entrando de la calle, delgada y extranjera, desorientada por la penumbra, sus ojos todavía acostumbrados a la claridad exterior, y él pensando, diciéndole cuando se puso en pie caballerosamente para recibirla, con su cortesía anticuada de hombre mayor que ella, «Nunca me canso de mirarte».

El Madrid que veían cuando se buscaban o cuando estaban juntos era sólo parcialmente la misma ciudad en la que habría vivido cada uno si no hubieran llegado a encontrarse. Antes de venir Madrid había sido una capital de la imaginación para Judith Biely, resplandeciente de promesas y de literatura, la ciudad de los libros y la de un idioma del que se había enamorado con ese amor incondicional de las personas fantasiosas por lenguas que no son las suyas y por países en los que no han estado nunca: para Ignacio Abel Madrid era el escenario desastrado en el que había vivido con desgana desde que nació y hacia el que sentía una mezcla incómoda de irritación y ternura; quería irse de Madrid y a ser posible de España: con la misma vehemencia quería empeñarse en proyectos de invención urbana que a pesar del cansancio, del gradual escepticismo, del acomodamiento a una vida burguesa en la que se había ido instalando sin darse mucha cuenta, seguían alimentándose en su alma con un impulso de justicia social, de hermoseamiento del mundo y de las vidas comunes. La ciudad que Judith Biely había imaginado estudiando mapas y fotografías y leyendo a Galdós en la universidad con la misma pasión con que había leído a Washington Irving en sus años escolares se entrecruzaba con la que Ignacio Abel descubría de nuevo porque estaba enseñándosela a ella y porque ahora la miraba a través de sus ojos asombrados. Pensaba en sí mismo cuando llegó a Alemania: en la parte de celebración que tenían entonces para él los actos más triviales, comprar un periódico y leerlo laboriosamente en un café, cruzar unas palabras corteses con la dueña de su pensión; en la permanente alegría de aprender algo nuevo, una palabra o un giro en alemán, un secreto del arte del dibujo o de la geometría explicado por Paul Klee, la maravilla racional de un objeto común revelada de pronto entre las manos del profesor Rossman. Comprendía la pasión española de Judith Biely acordándose de quién había sido; queriendo recobrar esa parte de él mismo cancelada más de diez años atrás en la que estaban contenidas las mejores posibilidades de su alma, aletargadas poco a poco desde su regreso. La intensidad de su deseo por Judith le devolvía el entusiasmo que lo había sostenido durante los tiempos de Alemania: el imán de una expectación permanente, la sensación de tener por delante algo tangible y a la vez ilimitado, de asomarse de nuevo a una ancha ventana de su vida que después se cerró. Comprendía a Judith sin que tuviera que explicarse: tan libre en Madrid de la gravitación del pasado como lo estuvo él en Berlín y en Weimar, el presente cobraba para ella una deslumbrante cualidad sensorial. Acaba de cumplir los mismos años que tenía él cuando se marchó a Alemania: la rejuvenecían aún más el amor y el deseo de saber. Contagiado por ella Ignacio Abel percibía ahora de otro modo la textura y la densidad de la vida en los lugares de siempre, incitado por la metódica vocación de aprendizaje con que Judith salía cada mañana a la calle, dispuesta a amar las cosas tal como las veía, limpias de sombras de pasado, de las pesadumbres del recuerdo, asociadas de un modo u otro a su amor por él. Madrid era el presente gozoso en el que también ella se aligeraba de casi todo el peso de su identidad personal: era, aparte de las horas que dedicaba a sus estudiantes, lo que Ignacio Abel veía en ella, lo que ella misma le contaba, y lo era más aún porque al oírse a sí misma hablando en español experimentaba el alivio de convertirse en parte en una persona nueva, de haberse desprendido temporalmente no sólo de su idioma de siempre sino de su antigua existencia. Inmune todavía al recelo y a la culpa, en un estado que después no supo si había sido de inocencia o de insensatez —agradecía que hubiera durado tanto al mismo tiempo que se reprochaba el dolor infligido, la sórdida complicidad en el engaño, ella tan recta siempre hasta entonces, su conciencia tan limpia—, asistía a su propia vida en otro país y en otra lengua como a una novela; como a la inmersión en el libro que siempre estaba a punto de romper a escribir: como cuando era adolescente y dejaba de leer o salía del cine y continuaba habitando en el interior de la ficción que tan poderosamente la había hechizado. Lo que le ocurría en esa otra existencia era real y no soñado pero igual que los acontecimientos de una película no tenía consecuencias en el mundo exterior ni se regia por sus normas. Andar por esta ciudad donde no la conocía nadie y donde nada estaba asociado a su memoria, encontrarse clandestinamente en ella con un amante al que nunca estaba segura de si volvería a ver, eran actos que pertenecían a un orden de las cosas tan distante de su vida en América como los episodios de una novela: una novela que iba sucediendo sin que nadie la escribiera y de la que ella misma era la protagonista y también la única lectora; una película proyectada en un cine en el que no había más espectadores que ella, y que mientras duraba la absorbía tanto que cancelaba lo que parecía imposible que siguiera existiendo, la luz hiriente del día, la intemperie hostil del mundo exterior.

Pero era una mujer práctica aunque amara tanto las películas y las novelas, aunque tan voluntariosamente se dejara seducir por su engaño. Habría un despertar igual que habría un regreso, pero por ahora, deliberadamente, mantenía el porvenir en suspenso. Una película no dura siempre, una canción se acaba en unos pocos minutos, una novela llega a la última página y uno levanta los ojos de ella y los tiene húmedos de lágrimas, y una congoja del todo real le oprime la garganta. Qué raro que tardara tanto tiempo en rebelarse contra la aceptación del previsible final, que Te bastara una vida tan limitada y en suspenso como las dos horas que se pasan en la oscuridad del cine. Saber que una novela sucede en otras dimensiones del espacio y del tiempo no priva a nadie del deleite de sumergirse en ella. Tal vez porque Madrid había sido durante tantos años una ciudad de la literatura a Judith Biely le costaba muy poco concederse la indulgencia de vivir temporalmente en el interior de algo que se parecía a una novela. No habría un precio que pagar, un daño del que arrepentirse, una desgarradura de dolorosa y larga curación. En las novelas los personajes descubren la amargura y son engañados y lo pierden todo y mueren y sin embargo se cierra el libro y es como si nunca hubieran existido y se vuelve a abrir por la primera página y están vivos de nuevo, intactos en su juventud y en su disposición de felicidad y coraje. Porque en las cartas copiosas que seguía escribiendo a su madre no había ninguna referencia a su vida secreta era como si ésta no existiera del todo, o no pudiera tener consecuencias.

En Madrid las novelas se parecían más a la verdad. Judith Biely asistía a las clases del profesor Salinas sobre
Fortunata y Jacinta
(para llegar a la Facultad de Filosofía y Letras, inacabada y tan activa, tenía que pasar bajo los ventanales de la oficina técnica de la Ciudad Universitaria) y los nombres de lugares que en sus lecturas anteriores le habían parecido tan improbables y fantásticos ahora los encontraba en los mapas del metro y en los letreros de las esquinas de las calles. Iba leyendo en el tranvía y al bajarse en la Puerta del Sol y dar sólo unos pocos pasos ya estaba en el corazón de la novela. El recorrido del tranvía, la caminata, el tumulto de la calle, le daban una felicidad terrenal que le iluminaba el libro y se confundía con la exaltación de la literatura. La calle de Postas, la plaza de Santa Cruz, la plaza de Pontejos, increíblemente existían, con la misma magnificencia que la Alhambra de Washington Irving y que las llanuras manchegas por las que había viajado John Dos Passos buscando el rastro fabuloso de don Quijote. En la plaza de Pontejos había un ir y venir de camionetas de la Guardia de Asalto, de policías con botas altas y uniformes azules de botonadura dorada. Carteles electorales pegados los unos sobre los otros cubrían las paredes y llegaban casi hasta la altura de los primeros balcones, con su dramatismo caótico de tipografías, iniciales e insignias de partidos políticos. Reconocía las sombrías tiendas de tejidos y de imágenes de santos y objetos de culto de la novela, el clamor de los vendedores ambulantes bajo las arcadas de la plaza Mayor, en uno de cuyos ángulos buscó la farmacia por la que tenía su entrada la casa en la que vivía Fortunata. Por la calle Toledo seguía los pasos del charlatán Estupiñá: al pie del contrafuerte de granito del arco de Cuchilleros leyó la descripción de la llegada de Juanito Santa Cruz a la casa de vecindad donde estaba a punto de ver a la muchacha que iba a cambiar el curso de su vida. Mujeres jóvenes tan hermosas como ella pregonaban con voces agudas las cosas que vendían en sus puestos callejeros: muy morenas, con ojos tan oscuros y caras tan carnales como las de las santas de Velázquez y Zurbarán en los cuadros del Prado, despeinadas, con anchas faldas negras y chales sobre los hombros, algunas sentadas en un escalón y mostrando con desenvoltura el pecho hinchado y blanco del que mamaba un niño de cara roja y redonda y risueña somnolencia en los párpados. Madrid se volvía suburbial y campesino: un olor a esparto y a cuero salía de hondos almacenes de herramientas agrícolas y aparejos para animales cuyos nombres Judith Biely ni siquiera imaginaba. Martillazos y humaredas de metales sumergidos en agua le llegaban desde la boca oscura de una herrería en cuyo interior resplandecían ascuas y puntas de acero candentes iguales a las que había visto en un cuadro de Velázquez en el Prado. Autobuses con campesinos de caras sombrías en las ventanillas se cruzaban con carretones tirados por muías a las que golpeaban sin misericordia con los látigos arrieros cubiertos con chaquetones de piel de oveja que gritaban obscenidades y silbaban a los animales sin quitarse la colilla ensalivada de la boca. Relinchos, cascos de mulos y caballos, pregones de vendedores ambulantes, bocinas de camionetas que no lograban abrirse paso entre el desorden de los coches y de los animales y los carros, melopeas de ciegos que cantaban romances en las puertas de las tabernas, coplas flamencas y anuncios saliendo a todo volumen de los aparatos de radio, niños pelones y descalzos que se disputaban a puñetazos una colilla o el céntimo de una limosna rodando por el suelo entre las patas de los animales. De pronto irrumpió un coche con dos altavoces sobre el techo en los que sonaba
La Internacional
y el aire se llenó de octavillas que flotaban agitadas en el viento como una invasión de mariposas blancas, ¡MADRILEÑOS, VOTAD LAS CANDIDATURAS DEL FRENTE POPULAR! El himno se interrumpió para dejar paso a una voz enronquecida y entusiasta que retumbaba con una deficiente amplificación metálica sobre el estrépito de la calle: POR LA LIBERTAD DE LOS HEROES DE OCTUBRE INICUAMENTE ENCARCELADOS. POR EL CASTIGO DE LOS VERDUGOS DE ASTURIAS, POR LA REFORMA AGRARIA, POR EL TRIUNFO DEL PUEBLO TRABAIADOR. Atenta a todo, extranjera, observada sin disimulo, con la cabeza descubierta y la novela bajo el brazo, Judith Biely descubría Madrid y se remontaba en la memoria a las calles de Nueva York en las que había crecido: tan lejos, al otro lado del océano, a una distancia todavía más irreparable en el tiempo, reconocía olores y cadencias de gritos, la densidad menesterosa de las vidas humanas, el olor a estiércol y a fruta podrida y a frituras de grasas, a arneses sudados de caballos, la yuxtaposición de voces, de letreros, de comercios y oficios, el desasosiego de sobrevivir, quizás aquí menos angustioso, igual que no era tan irrespirable el hacinamiento de la gente, quizás porque el clima era mucho más benévolo: los cascos de los animales y las ruedas de los carros y de los automóviles no se hundían aquí en el cieno grisáceo de una nieve manchada de motas de hollín, el viento helado no batía las esquinas en cuanto el sol se ocultaba.

Transitaba una ciudad populosa y real y la trama y la materia de una novela y también la parte más antigua de la memoria del hombre que amaba: en esa tarde de febrero Judith caminaba llevada por su disposición de felicidad en el tiempo y en la literatura, en las mismas calles en las que su amante había sido un niño del final de otro siglo, en una ciudad de tranvías de muías y faroles de gas. De algún modo en el libro que tenía que escribir estaría también la resonancia de esa memoria que sin pertenecerle le resultaba tan íntima. Hubiera querido ir caminando con él y hacerle preguntas: veía al fondo la entrada a la plaza Mayor por el arco de Cuchilleros y recordaba que el hombre le había dicho que se guiaba por él para no perderse las primeras veces que iba solo a la escuela, un niño no muy distinto a los que ahora veía jugando en la calle, con mandilones grises y alpargatas y cabezas peladas, con bufandas y boinas y caras rojas por el frío, acercándose a ella para pedirle algo, atraídos por su aire extranjero, como los hombres que se la quedaban mirando y murmuraban en voz baja cosas que no entendía cuando pasaba apresurando el paso junto a las puertas de las tabernas. Paladeaba los nombres de las calles pronunciándolos en voz baja para ejercitar su español, y subrayándolos en las páginas de la novela: Ignacio Abel luego se sorprendía de que Judith hubiera encontrado tanta belleza en ellos, y la apreciaba él mismo, extrañado de su descubrimiento, incómodo cuando ella insistía demasiado en preguntarle cosas que él había olvidado hacía mucho tiempo: cuál era el número exacto de la casa en la que había trabajado de portera su madre, dónde estaba la ventana o más bien la tronera por la que entraba una perpetua claridad gris al sótano donde él estudiaba encarnizadamente a la luz de una lámpara de petróleo, escuchando muy cerca los pasos de la gente en la acera y los cascos de los caballos contra el adoquinado, donde una vez se habían detenido las ruedas del carro en el que traían muerto a su padre. «A mí no me gustan las cosas que fueron», le había dicho él, «sino las cosas que serán». Era muy torpe o muy desganado recordando: lo que excitaba su imaginación era lo que tenía delante de los ojos o lo que aún no existía. No le preguntaba a Judith por su pasado para no tener que imaginar que había conocido a otros hombres. Del suyo sólo rememoraba ante ella su primer viaje por Europa y el año entero que pasó en Alemania, el baúl lleno de libros y revistas que trajo al regreso, y del que aún se alimentaba. «Como tú ahora en Madrid; casi tan joven como tú.» No fue él quien le habló de las dos obras que había construido en su barrio en los últimos años, y que le deparaban un orgullo demasiado íntimo como para degradarlo manifestándolo en voz alta, envaneciéndose. Fue Philip Van Doren, de quien él tanto desconfiaba, sintiéndose observado, juzgado por unos ojos en los que brillaba una inteligencia a la vez apasionada y fría que para él era inquietante, porque no podía comprenderla, la inteligencia de quien sabe que posee dinero suficiente para comprarlo todo y tal vez imagina que puede controlar desde lejos las vidas de los otros: la suya, la de Judith. Fue Philip Van Doren quien le mostró a Judith las fotos de la escuela nacional y del mercado diseñados por Ignacio Abel para el mismo barrio en el que había nacido. Buscó esa tarde los dos edificios con el mismo celo con que seguía el rastro de los personajes de Galdós. Cada uno imponía su presencia de una manera distinta, apareciendo de repente en una plaza o a la vuelta de una esquina, singulares y a la vez confundidos con las casas de vecindad, con las filas modestas de balcones y el horizonte de tejados. La escuela era todo ángulos rectos y ventanales muy grandes: los niños uniformados con mandilones azules salían en riadas cuando ella se detuvo delante de la fachada, imaginando el cuidado con el que Ignacio Abel habría elegido el color exacto del ladrillo, la tipografía del rótulo tallado en piedra blanca sobre la puerta de entrada, REPÚBLICA ESPAÑOLA. ESCUELA NACIONAL MIXTA «PÉREZ GALDÓS». La cubierta de hormigón del mercado se plegaba hacia arriba como un gran animal que emerge vigorosamente del agua, como una ola inmóvil rompiendo contra los aleros próximos, contra las tejas pardas, las buhardillas y las chimeneas, como una proa alzándose. Lo reconoció a él igual que lo reconocía en los rasgos bruscos de su escritura, en la turbulencia que estaba siempre dominada y oculta bajo sus modales tan correctos, bajo su actitud abrumadora de formalidad; en la impaciencia sedienta con que la desnudaba en cuanto se quedaban solos y la besaba y la mordía, indagaba en ella tan fervorosamente con su mirada como con sus dedos y sus labios. Ángulos rectos, ventanales anchos, hormigón y ladrillo ya castigados y ennoblecidos por la intemperie, tensiones masivas que se sostenían sobre la ligereza de una clave matemática, sobre la pura fuerza de la gravedad y la solidez de los cimientos clavados en la tierra: donde otros veían un mercado lleno de gente y clamoroso de voces, manchado de desperdicios, ocupado por montañas de hortalizas y animales despiezados que rezumaban sangre sobre los mostradores de azulejos blancos, bajo la luz hiriente de las lámparas eléctricas, ella encontraba una confesión personal, las líneas ocultas de un autorretrato.

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