Read La noche de los tiempos Online
Authors: Antonio Muñoz Molina
Hubo signos pero él no los vio, o más bien eligió no verlos. Tan sólo unos pasos más allá de la cercanía de Judith Biely la realidad se volvía tan borrosa como el fondo de una fotografía: más allá de los minutos o las horas o días que le faltaban para volver a verla, del tiempo fugaz que pasaba con ella. Ahora se asombra de su aturdimiento: tan lejos de Madrid y de ella, despojado sin drama de todo lo que daba por supuesto y creía suyo y se ha disuelto como sal en el agua, Ignacio Abel se obstina en ejercer una lucidez retrospectiva, más inútil aún para aliviar el remordimiento que para corregir el pasado. Hubiera querido saber en qué momento fue inevitable el desastre; cuándo lo monstruoso empezó a parecer normal y gradualmente se volvió tan invisible como los actos más comunes de la vida; cuándo las palabras que alentaban al crimen y a las que nadie daba crédito porque se repetían monótonamente y no eran más que palabras se convirtieron en crímenes; cuándo los crímenes se fueron volviendo tan habituales que ya formaban parte de la normalidad pública. Hoy el ejército es la base de sustentación y la columna vertebral de la patria. Cuando la guerra civil estalle no aceptaremos la eliminación cobarde entregando el cuello al enemigo. Hay un momento y no otro; un punto más allá del cual no existe regreso; una mano se alza sosteniendo una pistola y se acerca a la nuca de alguien y aún hay unos segundos en los que el disparo puede no producirse; incluso cuando el dedo índice empieza a oprimir el metal del gatillo aún permanece intacta la posibilidad de volver atrás, extinguida sólo un instante más tarde; el agua se infiltra poco a poco en el tejado de un edifìcio que nadie repara, durante meses o años, pero hay un solo momento en el que ocurre una modificación decisiva y una viga se parte por la mitad y el techo entero se hunde; en décimas de segundo la llama que estuvo a punto de extinguirse revive y prende la cortina o el puñado de papeles que van a alimentar el incendio que lo destruirá todo. En el período de transición de la sociedad capitalista a la socialista la forma de gobierno será la dictadura del proletariado con el propósito de reprimir toda resistencia de la clase explotadora. Las cosas están siempre a punto de no suceder, o de suceder de otro modo; se van acercando muy despacio o muy velozmente a su cumplimiento o alejándose hacia la imposibilidad, pero hay un instante, uno sólo, en el que todavía tienen remedio, en el que lo que se va a perder para siempre aún puede salvarse, en el que se puede detener la irrupción de la desgracia, el advenimiento del apocalipsis. Cuando se cumpla la justicia inflexible del pueblo los explotadores y sus secuaces morirán con los zapatos puestos. Un hombre sale de su casa a la misma hora todas las mañanas y una de ellas, hacia mediados de marzo, una mañana tan fría y tan oscura como de pleno invierno, alguien sentado detrás del volante de un automóvil lo ve pararse en el portal para ponerse el sombrero y ajustarse los guantes y les hace una indicación a otros hombres jóvenes que aguardan cerca de él, en silencio, en el interior del coche que tiene una ventanilla bajada a pesar del frío para que salga el humo de los cigarrillos. Aprietan las culatas de las pistolas con las manos sudorosas pero no son ejecutores expertos y aún podrían no tener el arrojo necesario para disparar; en el momento en que lo hacen un camión podría interponerse y la víctima designada tendría tiempo de huir; el policía de escolta que se da cuenta del ataque podría no interponerse con heroísmo instintivo y no acabaría muriendo boca arriba en la acera después de un vómito de sangre.
A lo largo de una primavera hosca de vendavales de lluvia que desbarataban las ramas recién florecidas de los castaños y las acacias y llenaban los pavimentos de las semillas como pétalos blancos de los olmos, el profesor Rossman le enviaba casi cada día a Ignacio Abel recortes de periódicos muy subrayados con lápices de distintos colores, marcados con interrogaciones y exclamaciones, noticias de tiroteos o asaltos amputadas a medias por la censura, afirmaciones delirantes amplificadas por el tamaño de los titulares igual que por el volumen de los altavoces retumbando en los mítines, sobre el fervor de las multitudes cóncavas en las plazas de toros. Cuando nos lancemos por segunda vez a la calle que no nos hablen de generosidad y que no nos culpen si los excesos de la revolución se extreman hasta el punto de no respetar vidas ni personas. El profesor Rossman iba por Madrid con su cartera llena de periódicos en varias lenguas y de pasquines con proclamas insensatas recogidos por las calles, obsesionado por la magnitud de los delirios colectivos y de las mentiras de la propaganda alemana o italiana o soviética que todo el mundo a excepción de él mismo parecía aceptar sin enfurecerse cuando no creer como si fueran verdades reveladas. La URSS es la atalaya luminosa que nos alumbra el camino, pueblo libre que no sufre ni explotación ni hambre, que ha liberado por completo y marcha a la cabeza de las muchedumbres de trabajadores. Se daba cuenta de que la escala misma de la mentira era tan abrumadora que volvía inverosímil la incredulidad. En los cafés entablaba conversación con cualquiera y por culpa de su erudición minuciosa y de su deficiente español se enredaba en explicaciones sobre política internacional que no entendía nadie y hacia las que nadie mostraba interés. Los españoles, había observado el profesor Rossman, tenían nociones muy vagas sobre el mundo exterior, una curiosidad muy limitada y como distraída. Pero él había visto con sus propios ojos, él conocía de primera mano las mentiras: y sin embargo nadie daba crédito a su condición de testigo, nadie le preguntaba por las cosas que él había visto primero en Alemania y después en la Unión Soviética. Lo miraban con cierta incredulidad, como máximo, con impaciencia o fastidio, con la sospecha de que era un viejo pelmazo y demente. Ignacio Abel revisaba en el vestíbulo la bandeja del correo al volver del trabajo y casi siempre encontraba un sobre con la letra del profesor Rossman que muchas veces sólo contenía el recorte de un pequeño recuadro perdido entre las columnas de algún diario español o europeo, en el que casi nadie aparte de él habría reparado: un asesinato político en alguna provincia lejana; una refriega a tiros entre pescadores socialistas y anarquistas en el puerto de Málaga; una medida administrativa contra los profesores judíos en una universidad alemana; una oscura declaración de Stalin en el Congreso del Konsomol; una noticia sobre la infiltración de los japoneses en Manchuria; un artículo de Luís Araquistáin en el diario
Claridad
augurando la caída próxima de la República burguesa en España y el advenimiento inevitable de la dictadura del proletariado; una foto del minúsculo rey Víctor Manuel III declarándose emperador de Abisinia delante de una escenografía de fastos romanos de película. A veces los sobres ni siquiera habían sido franqueados: el profesor Rossman, que tenía una malhumorada impaciencia de viejo, prefería entregarlos en persona en la portería de la casa de Ignacio Abel, para que éste los viera cuanto antes. Curas y monjas pululan por toda la superficie del país como moscas sobre un pueblo con olor a cadaverina. La bandera de las derechas españolas tiene como fundamento esencial el restaurar la espiritualidad cristiana frente a los intentos de materializar la sociedad, dominada por poderes ocultos internacionales que responden a los símbolos de la hoz y el martillo, el triángulo masónico y el becerro de oro judaico. Y al mismo tiempo el profesor Rossman se contenía las ganas de llamarlo por teléfono o de presentarse en su oficina o de subir a la casa de su antiguo discípulo cuando iba a buscar a su hija después de las clases de alemán. Armado de tijeras y lápices, se inclinaba mucho sobre la confusión de los periódicos abiertos en la mesa del café, subiéndose las gafas sobre el cráneo pelado, tan cerca de las hojas que las rozaba casi con la nariz, y al terminar lo guardaba todo de cualquier manera en su gran cartera negra y salía a la calle con una urgencia inútil por encontrarse con alguien o visitar alguna de las oficinas o de las embajadas en las que tenía trámites pendientes, por difundir su alerta sobre el estado del mundo mientras aún fuera posible hacer algo.
Pero quién detiene el incendio cuando ya ha prendido y las llamas ascienden por los muros y el calor revienta los cristales de las ventanas, quién apacigua la rabia del que ha sido injuriado o pone límite a la espiral de los muertos. Quién llevará la cuenta, la lista alfabética de los nombres, creciendo a cada minuto como la guía telefónica de una ciudad inmensa, la ciudad española de los muertos que sigue extendiéndose ahora mismo —mientras el tren avanza hacia el norte por la orilla del río Hudson, mientras suenan rítmicamente las ruedas sobre los rieles— en la noche lejana de Madrid, en los descampados y en las cunetas, a los dos lados de la desgarradura de los frentes, aunque cueste tanto imaginarlo, aunque parezca imposible mirando la anchura serena del río, la extensión de cobre y de oro de los bosques al otro lado de la ventanilla, que en este mismo momento la oscuridad y el crimen estén abatiéndose sobre un país entero donde anocheció hace varias horas. En las noches siniestras del verano de Madrid Ignacio Abel aguardaba vanamente el sueño en su dormitorio a oscuras escuchando a veces ráfagas de disparos y motores de automóviles lanzados a toda velocidad por las calles desiertas rebelándose con furia tardía y del todo inútil contra la acomodación a lo inevitable, contra el fatalismo del desastre necesario. Humillado por su propia impotencia se empeñaba en cambiar imaginariamente el curso del pasado: él solo, debatiendo con fantasmas, cambiando sus propios actos y los de las personas a las que conocía y hasta los de los figurones de la vida pública, sublevándose contra su propia ceguera y avergonzándose demasiado tarde de ella, llevándole la contraria fervorosamente a alguien con quien no había querido discutir meses atrás, alguien a quien le oyera decir lo mismo que decía todo el mundo, que en realidad no pasaba nada y la situación no era tan grave, de modo que no valía la pena preocuparse, o bien que iba a pasar algo tremendo que nadie sabía tampoco lo que era pero que ya era demasiado tarde para poder evitarlo, y que quizás fuera mejor así, porque al agobio de la tormenta inminente y que no llega y que hace a cada momento más irrespirable el aire es preferible su explosión torrencial. No se puede detener la marcha implacable de la Historia, decían; Ahora o Nunca; Ni un Paso Atrás; Revolución o Muerte; Aplastad a la Hidra Bolchevique; El Pueblo Trabajador Parirá con Sangre y Dolor una Gloriosa España Nueva; El Ejército Ha de Ser de Nuevo la Columna Vertebral de la Patria. Carteles con grandes letras rojas o negras recién pegados en los muros; brazos musculosos, mandíbulas violentas, manos abiertas o puños cerrados; esvásticas, haces y flechas, hoces y martillos, águilas con las alas desplegadas; anuncios de coñac y carteles taurinos; efigies de gigantes pintadas en grandes lonas sobre las fachadas y proclamando la proximidad de la Revolución o la del estreno de una película de bandoleros andaluces; en la radio se repetían hasta un extremo de náusea los himnos políticos, las marchas militares y una voz aflamencada y muy aguda que cantaba
Mi jaca o La hija de Juan Simón,
las proclamas roncas de los oradores retumbando en una plaza de toros: ¡Arrasémoslo todo para abrir el espacio limpio y anchuroso en el que florezca la Revolución Libertaria! ¡Destruyamos a los que, sólo pensando en destruirnos, se lanzaron a la pelea! De la sangre de nuestros mártires que caen bajo las balas inicuas de los sicarios bolcheviques crecerá vigorosa la semilla de una España nueva.
Él había vivido como todos, aturdido y ansioso, invadido por accesos de asco y de miedo y también de tedio, atrapado por sus obligaciones y sus deseos, sin tiempo para mirar en torno suyo, quizás viendo algunos signos pero no deteniéndose a reflexionar sobre lo que auguraban. Es la hora de las liquidaciones y éstas habrán de ser totales y absolutas. Qué iba a saber o a remediar él si no veía nada, si no había sido ni capaz de evitar que Adela encontrara la pequeña llave en la cerradura de su escritorio, si no había visto el modo en que cambiaba la cara de ella día tras día, durante varios meses, el tono de su voz, su mirada. Lo que pudo haberse evitado ya no tenía remedio. Que los traidores no esperen clemencia porque no la habrá para nadie. El 12 de marzo a las ocho y media de la mañana el policía de escolta José Gisbert se queda mirando al catedrático socialista Luís Jiménez de Asúa, al que acaba de salvarle la vida lanzándose contra él para protegerlo de las balas; antes de morir expulsando un borbotón de sangre por la boca abierta le dice, con una especie de asombro, mientras agarra con las dos manos las solapas de su abrigo: «Me han matado, don Luís.» Los muertos a los que nadie iba a devolverles la vida eran una minoría comparados con todos los que inevitablemente tendrían desde ahora que morir. El alférez Reyes es un guardia civil de cincuenta años a punto de retirarse que asiste vestido de paisano al desfile del día de la República muy cerca de la tribuna presidencial cuando de pronto sucede algo que nadie sabía lo que es, un remolino de gente tan inexplicable como los del viento en aquella primavera caprichosa; unos desconocidos lo abaten a tiros y se pierden entre la multitud sin que nadie pudiera identificarlos. En la noche ya calurosa del 7 de mayo el capitán José Faraudo, significado republicano y socialista, sale a la calle con su mujer después de cenar para dar un paseo por la calle de Lista; en la esquina de Alcántara unos individuos jóvenes se le acercan por la espalda y le disparan a quemarropa mientras la mujer cree aturdida que ha oído unos petardos y que su marido ha tropezado con algo. Un alud o un derrumbe o un corrimiento de tierras obedecen a sus propias leyes dinámicas. Pasado un cierto punto de catástrofe un incendio no se detiene hasta que no ha consumido la materia de la que se alimenta. Diminutas figurillas humanas gesticulan en los márgenes de su resplandor, arrojan agua que se evapora antes de alcanzar las llamas o incluso las aviva, gritan muy alto y el clamor del fuego borra sus voces irrisorias. El capitán Faraudo cayó de boca contra el suelo muy cerca del escaparate iluminado de una agencia de viajes en que Lita Abel y su hermano miraban cada tarde la maqueta de un transatlántico de la línea Hamburgo-New York como el que se imaginaban que los llevaría a América a principios del otoño. La sensación de alarma física ante las palabras agigantadas por la tipografía o por la amplificación de los micrófonos la había tenido por primera vez recién llegado a Alemania en 1923: las palabras escritas en los carteles y en las pancartas de las manifestaciones, llenando plazas enteras con un poderío sonoro que él no había experimentado nunca; palabras como interjecciones, como descargas de armas, despertando el bramido de una multitud o acallándolo, estallando sobre ella con la violencia metálica de los enormes altavoces, multiplicadas y omnipresentes en los aparatos de radio. Había muy pocos en España y no eran muy potentes cuando él se marchó a Alemania. En Berlín y luego en Weimar su dificultad primera con el idioma y su ignorancia de las circunstancias precisas del país convertían en espectáculos de una rudeza amenazadora y primitiva los desfiles políticos: los vendavales de banderas, los himnos bélicos tocados por las bandas de música, los millones de pisadas a paso marcial, las muchedumbres de veteranos con uniformes viejos y exhibiendo sin reparo la variedad espantosa de sus mutilaciones; y en un balcón, al fondo, casi invisible, un muñeco gesticulante que apenas se distinguía, pero cuyos gritos eran dilatados por los altavoces sobre las cabezas inmóviles y se perdían en la distancia como los ecos de una batalla lejana. Trece años más tarde Ignacio Abel veía con espanto su ciudad y su país anegados por aquella misma inundación. En la plaza de toros de Zaragoza, en el calor de un mediodía de mayo, gargantas fervorosas y roncas de oradores anarquistas proclaman la cercanía inminente del amor libre, la abolición del Estado y de los ejércitos y el comunismo libertario. En la plaza de toros de Madrid, entre un vasto torbellino de banderas rojas, delante de un gran retrato de Lenin, don Francisco Largo Caballero, aclamado por decenas de miles de gargantas como el Lenin español, vislumbra como un viejo profeta apocalíptico el advenimiento de la Unión de Repúblicas Ibéricas Soviéticas, la colectivización de la tierra y de las fábricas, la aniquilación de la burguesía y de la explotación del hombre por el hombre.