Read La noche de los tiempos Online
Authors: Antonio Muñoz Molina
Solo en Madrid, casi furtivo, dedicado a tareas en gran parte ilusorias —durante los primeros meses de la guerra aún iba casi a diario a su oficina de la Ciudad Universitaria, examinaba planos y documentos ahora inútiles, que se cubrían poco a poco de polvo, inspeccionaba obras detenidas en las que ya no trabajaba nadie—, pasó el verano recluido en un silencio acobardado y huraño. Tampoco las palabras racionales que él hubiera querido decir con una voz serena importaban ahora, las dulces palabras comunes de la vida anterior. A veces hablaba en voz alta para escuchar una voz en su casa vacía, en su oficina abandonada; se imaginaba hablando con sus hijos, con Adela; les contaba su extraña vida solitaria en Madrid; los cambios en la calle y en la indumentaria de la gente, los nuevos hábitos que un poco antes no existían y sin embargo ya formaban parte de una normalidad alucinada. Imaginaba conversaciones con Judith Biely tan inútilmente como le escribía cartas que no sabía adónde mandar y que muchas veces ni siquiera llegaban al papel. Quizás hubo una palabra que él no dijo y que podía haber evitado que Judith se marchara de Madrid. Quizás estuvo a punto de encontrarla la noche del 19 de julio y de saltar con ella a un tren o convencerla de que no lo tomara. Las cosas están a punto de suceder y no suceden. La primera llama se extingue sin provocar el incendio. El que apretaba la pistola en el bolsillo no llega a sacarla por miedo o por nerviosismo o porque ha creído ver que alguien con aire de policía secreta se le ha quedado mirando y su víctima posible pasa de largo y no sabe que ha estado a punto de morir. El viernes 10 de julio, a la misma hora en que Ignacio Abel consigue hablar por teléfono con Judith Biely después de dos semanas sin saber nada de ella, cuando por fin logra que le prometa un encuentro», el teniente José Castillo, de la Guardia de Asalto —delgado, con el pelo tirante, con gafas redondas, con un uniforme impecable, el correaje y las botas relucientes—, está tomando café en un bar y ve al otro extremo de la barra a unos desconocidos que le parecen algo sospechosos y le hacen instintivamente llevarse la mano a la pistola. Recibe anónimos con frecuencia y sabe que en cualquier momento pueden matarlo igual que mataron hace dos meses a su amigo el capitán Faraudo pero tiene la gallardía de ir solo y a pie a su acuartelamiento cruzando el centro de Madrid. Los desconocidos apuran sus cafés y se marchan. A última hora han recibido una contraorden y no van a atentar contra el teniente Castillo.
Tampoco para sí mismo encontraba disculpa; ni haber perdido lo que más le importaba ni saber que en cualquier momento él también podía ingresar en el número de los asesinados le daba derecho a la inocencia. Cuándo empezó a mentir sin esfuerzo y sin remordimiento; cuándo se acostumbró él mismo a oír disparos y a calibrar su distancia y su peligro sin asomarse a una ventana; cuándo vio por primera vez de cerca una pistola, no en una película, no en la funda de un policía, sino en la mano de alguien conocido, abultando un bolsillo, la pechera de una chaqueta, una pistola o un revólver mostrados casi con la misma desenvoltura que un encendedor o una estilográfica. En mayo, en el café Lion, unos días después del asesinato del capitán Faraudo, el doctor Juan Negrín buscó en los bolsillos de su chaqueta, demasiado estrecha para su volumen hercúleo, después de limpiarse sumariamente los dedos, manchados por el jugo rojizo de las cigalas que estaba comiendo, y en vez del paquete de tabaco que Ignacio Abel había imaginado sacó una pistola y la dejó sobre la mesa, junto al plato de cigalas y los bocks de cerveza, una pistola inverosímil, tan pequeña que parecía de juguete. «Mire lo que me obligan a llevar», dijo, «y eso que ya ni puedo ir solo por la calle», y señaló al policía de paisano que estaba sentado solo en una mesa cercana a la entrada, chupando absorto un palillo de dientes. En las películas de gángsters que iba a ver furtivamente con Judith Biely en los cines de barrio donde no era probable que alguien los reconociera las pistolas eran objetos de un brillo lacado que tenían una cualidad simbólica, casi inmaterial, como linternas o lámparas, que deparaban con su fulgor una inmovilidad hechizada, una muerte abstracta y sin huellas, ni siquiera un agujero ni un desgarrón o una mancha en el traje ceñido del personaje que recibía un disparo, en el sedoso vestido de noche de la mujer hermosa pero traicionera que merecía morir al final. Poco a poco las pistolas se habían ido volviendo reales, sin que él prestara atención, sin que supiera advertirlo. Fue al Congreso a buscar a Negrín —se ha marchado, le dijo sonriendo una secretaria, estaba muerto de hambre y me ha pedido que le diga que le espera a usted en el café Lion— y en el mostrador del guardarropa vio un cajón de madera lleno de pistolas bajo un cartel caligrafiado pulcramente:
Se recuerda a los señores diputados que no está permitido portar armas de fuego en el interior del recinto parlamentario.
Hojeando
Mundo Gráfico
en la antesala de la modista donde Adela y la niña se probaban vestidos vio el anuncio de pistolas Astra, entre cremas para el cutis y píldoras para regular la menstruación y para aumentar el volumen de los senos y polvos dentífricos para blanquear la sonrisa.
Proteja sus bienes y la seguridad de sus seres más queridos.
En las fotografías del entierro del alférez Reyes, asesinado sin que se sepa el motivo durante el tumulto entre la multitud que presenciaba el desfile militar el día de la República, se ve que muchos de los que acompañan el féretro, militares y paisanos, llevan las pistolas desenfundadas. Aunque es el 16 de abril y las hojas han brotado en los árboles del paseo de la Castellana todos visten ropas oscuras de invierno. Desde el andamio de una obra hay disparos de pistola y de pistola ametralladora sobre el cortejo del entierro y la gente huye en todas direcciones buscando refugio en los jardines y detrás de los árboles y durante unos minutos el ataúd del alférez Reyes se queda abandonado sobre los charcos del pavimento. Cuando el entierro llega al cementerio del Este varias horas después ha dejado por las calles un rastro de más de veinte muertos. «No debiera usted ser tan confiado, don Ignacio. Si usted me da su autorización yo me encargo de que un par de compañeros del sindicato le den escolta cuando va usted de inspección por los tajos»: Eutimio, el capataz de las obras de la Facultad de Medicina, había entrado en el despacho de Ignacio Abel con la gorra en la mano y antes de hablar había cerrado la puerta. «Hay mucho demente suelto, don Ignacio, nadie estamos a salvo.» Bajo el viento y la lluvia la muchedumbre que ha acompañado el entierro del alférez Reyes sube por la calle de Alcalá y al llegar a la plaza de Manuel Becerra una formación de guardias de Asalto armados con fusiles les impide el paso. Arrecian los vivas y los mueras, los cantos del rosario, los himnos. La muchedumbre avanza sobre la barrera de uniformes y los guardias de Asalto disparan a quemarropa. Un teniente delgado y pálido con gafas redondas y uniforme muy ceñido desenfunda su pistola y le dispara al centro del pecho a un joven con aire de estudiante fascista que avanzaba hacia él con la cara enrojecida por el canto de un himno. Pero hay estado de alarma y los periódicos están censurados y al día siguiente no llega a saberse con claridad lo que sucedió ni el número de los muertos. O se publica la noticia de un entierro pero nadie la entiende porque se ha censurado un día antes la publicación del asesinato. Y además uno tiene prisa, le falta tiempo, decide no ver lo que está delante de sus ojos. Puede que uno vaya en un taxi urgido por la impaciencia de llegar a la cita con su amante y no preste atención a ese gentío que le impide el paso y ni siquiera sienta mucha curiosidad por saber de quién es el entierro, sólo irritación porque va a llegar tarde, porque a causa de ese tumulto va a perder algunos de los minutos tan valiosos del encuentro con ella. Desde la penumbra del dormitorio en la casa de Madame Mathilde, al otro lado de la espesura del jardín, de los postigos cerrados, de las cortinas, el tiroteo y el pánico al final del entierro del alférez Reyes puede haber sido para Ignacio Abel un lejano rumor de fondo mientras abraza a Judith Biely, desnuda sobre una colcha roja. Uno sale apresuradamente a las ocho y media de la mañana camino del trabajo y no ve que al otro lado de la calle hay estacionado un auto que tiene bajadas las ventanillas aunque hace mucho frío y viento, y no oye que el motor acaba de ponerse en marcha o cuando lo hace y levanta la cabeza ve los cañones de las pistolas que van a disparar. £1 policía de escolta se tira sobre el catedrático Jiménez de Asúa queriendo apartarlo de la trayectoria de los disparos y los recibe él mismo y agoniza en la acera mientras los asesinos huyen a pie porque el conductor es muy torpe o estaba muy nervioso y se le ha calado el motor. Cuánto tardó Adela no en intuir, no en ir acumulando pruebas mínimas, rastros, sino en aceptar que sabía, en atreverse a ver lo que tenía delante de los ojos, cuántas veces entró en el despacho y vio que él había olvidado cerrar con llave el cajón de la mesa y no se decidió a abrirlo. Tan sólo a unos metros de donde el policía acaba de morir después de un vómito de sangre que mancha las manos y los puños de la camisa de Jiménez de Asúa los parroquianos que discuten de fútbol en la barra de un bar o el frutero que sube la persiana metálica de su tienda no se han enterado de nada. Al cabo de un mes el juez que ha sentenciado a los pistoleros falangistas a los que no costó nada detener porque huyeron a pie después de no acertar a poner en marcha el auto sale una mañana de su casa y apenas ha dado unos pasos en la acera adelantando la mano para llamar un taxi ya lo fulminan las ráfagas de una pistola ametralladora. En casa del abogado Eduardo Ortega y Gasset un niño entrega una cesta de huevos con una tapadera en forma de gallina diciendo que viene de parte de un cliente agradecido. El abogado levanta la tapadera y explota una bomba que destruye la mitad de su casa y a él lo deja ileso.
«Nadie quiere ver nada, amigo mío, y el que sí ha visto calla y hace todo lo posible por olvidar», dijo el profesor Rossman una tarde en el café Aquarium de Madrid, unos minutos después de que sonaran unos disparos en la calle, de que un hombre joven quedara muerto y descoyuntado sobre la acera de la Gran Vía, su cabeza parcialmente destrozada, sangre y masa encefálica escurriéndose despacio por el cristal de una sombrerería, «y si dice algo lo ponen en ridículo o le llaman loco o le acusan de provocar el desastre irritando a los que señala con el dedo. No es para tanto, dicen, usted exagera, y con su exageración y su alarma nos pone a todos en peligro. Yo tampoco quería ver ni entender, no piense que era más inteligente. Vi cuando ya no me quedaba más remedio. Vi y actué a tiempo y logré escapar, pero incluso entonces estaba cegado, sabía que iba a cometer otro error aún más grave pero me dejé llevar, diciéndome a mí mismo que quizás estaba equivocado, que era mi hija la que tenía razón, mi hija y sus camaradas. En ese momento, hace tres años, podríamos haber emigrado sin mucha dificultad a América, usted sabe que algunos colegas distinguidos ya están allí. O podríamos haber ido a Praga, o a París, o haber venido aquí directamente, a esta hermosa Madrid. Pensé escribirle a usted entonces, mi querido discípulo, había leído que el gobierno de la República Española le ofrecía una cátedra al profesor Einstein y abría sus brazos a otros desterrados de Alemania. Pero no hice nada, no me fié de mi instinto, peor aún, de mi inteligencia racional que me estaba avisando. No me atrevía a contrariar a mi hija. Y para no contrariarla quise no ver lo que ella no veía. Llegamos a la frontera soviética y una delegación oficial subió al tren a recibirnos. Nos abrazaban, abrieron botellas de vodka para brindar con nosotros, representantes del pueblo alemán antifascista, a mi hija le entregaron un gran ramo de rosas rojas. Pero yo miraba, yo veía, incluso en ese momento, yo veía a los mendigos en la estación, me daba cuenta del miedo de los otros pasajeros cuando se les acercaban los camaradas de mi hija que habían subido al tren a recibirnos, me daba cuenta del rencor con que nos miraban a nosotros, el pánico de cualquiera si uno le dirigía la palabra. Pero no quería saber lo que estaba viendo. Perdóneme si se lo digo yo, que soy un extranjero: ustedes tampoco quieren ver, hacen como que no oyen».
Quizás ésa fue también la tarde en la que vio el primer muerto. Por eso seguía recordando su cara, o lo que quedaba de ella, con más detalle que casi todas las caras de los muertos que ha visto a lo largo del verano, y en las primeras semanas del otoño dorado y sanguinario de Madrid, antes de la huida, de la ansiosa y avergonzada deserción. Ignacio Abel no había oído el primer disparo; no lo había reconocido, aunque sonó muy cerca, al otro lado del ventanal del café donde conversaba con el profesor Rossman, entre el ruido del tráfico, muy cerca de la confluencia de la calle de Alcalá y la Gran Vía, a la hora en que la gente empezaba a salir de las oficinas. El oído debe adiestrarse: al principio los disparos no se reconocen. Suenan más bien como pequeños cohetes, como petardos; como el estampido del escape de un coche. En una terraza de la calle Torrijos unos jóvenes disparan contra un grupo de falangistas que tomaban cañas a la sombra de un toldo y en el tiroteo muere una muchacha que estaba sola en una mesa próxima y a la que no conoce nadie. Un crujido seco, muy breve, que no se parece nada a los disparos de las películas, y menos aún al chasquido patético que se oye cuando alguien finge disparar un arma en el teatro. En venganza por el atentado de la calle Torrijos un coche se detiene en la acera delante de la puerta de la Unión General de Trabajadores y unos lecheros que salían del sindicato mueren acribillados y las cántaras volcadas forman en medio de la calle un gran charco de leche que se mezcla con el de la sangre. Ignacio Abel supo que ocurría algo cuando las cabezas se levantaron desde las otras mesas del café Aquarium: la siguiente tanda de disparos fue más reconocible por los gritos confusos que la acompañaron y porque un momento después se había quedado en suspenso el estruendo del tráfico: los motores, las bocinas de los taxis, las campanillas agudas de los tranvías. De pronto en las mesas exteriores no quedaba nadie: como si al oír un estampido una bandada tumultuosa de pájaros hubiera levantado velozmente el vuelo. Había sillas volcadas, vasos de cerveza y tazas intactas de café sobre los veladores de mármol, botellas de agua de seltz atrapando la claridad a la sombra de los toldos, cigarrillos en los ceniceros. Detrás de los cristales y en las ventanas abiertas de los edificios había gente que miraba en silencio. Atravesado en la acera un cuerpo se agitaba todavía en convulsiones débiles, una mano extendida, como arañando el suelo, una pierna temblona. Tenía algo de guiñapo o de maniquí, un maniquí caído del escaparate de cualquiera de las tiendas cercanas, con un traje impecable, de un tejido claro y ligero, con un buen zapato en el pie tembloroso, un calcetín de rombos. Una mitad de su cabeza conservaba la raya recta en el pelo alisado con brillantina: la otra era una pulpa de sangre y masa encefálica que había salpicado el escaparate donde cabezas sonrientes de cartón con cuerpos diminutos mostraban ya los sombreros de la temporada de verano. Tirados por el suelo, manchados de sangre, deshojándose al viento suave del atardecer de principios de junio, quedaban los periódicos falangistas que el hombre joven estaba voceando junto a la terraza del café cuando un automóvil se detuvo a su lado el tiempo justo para que se bajara la ventanilla por la que asomaron los cañones de dos pistolas, según contaba después uno de los pocos testigos que decía haber visto algo, un hombre que se había quedado muy pálido y al que le temblaba la voz entre trago y trago de coñac, rodeado por la atención de camareros y clientes. «Hoy le tocaba a uno de éstos», observó alguien cerca de Ignacio Abel, «ayer mismo unos señoritos de Falange mataron en la esquina a uno que vendía el periódico comunista». «Uno a uno, como en el fútbol.» «Mañana seguro que toca el desempate.» Para entonces una ambulancia se había llevado el cadáver y unos operarios municipales habían limpiado la acera con escobones y chorros de agua a presión, y una empleada de la sombrerería pasaba un paño húmedo por el cristal reluciente del escaparate, supervisada por un hombre de traje a rayas que fumaba un cigarro y se inclinaba hacia el cristal para estar seguro de que no quedaba ningún rastro. Una pareja de guardias de Asalto con botas altas y uniformes azules recorría desganadamente la acera por la que de nuevo paseaba la gente, ahora más numerosa y mejor vestida, camino de los cines o saliendo de ellos, bajo el resplandor de las farolas recién encendidas, bajo las marquesinas con letreros de películas y los escaparates recién iluminados. Ignacio Abel y el profesor Rossman volvieron a ocupar su mesa junto a la ventana. Bajo la luz eléctrica el profesor Rossman parecía de pronto más viejo y peor vestido, con el mismo traje oscuro que había llevado en invierno, más singular en su infortunio, en su destierro, en el tormento de una clarividencia a la que nadie hacía caso y que ni a él mismo le había servido para nada, para evitar ningún error, para prevenir ninguna desgracia futura. Por la acera, entre las mesas ocupadas de nuevo, falangistas jóvenes voceaban sus periódicos, algunos de ellos esgrimiendo retadoramente pistolas, ahora que los guardias se habían retirado, gritando consignas que borraba el ruido del tráfico y que la gente sentada en la terraza del café parecía no oír, igual que nadie parecía ver las camisas azules, los correajes, el brillo metálico de las armas. En las esquinas de la calle de Alcalá con la Gran Vía otros falangistas vigilaban el flujo de la gente y del tráfico, atentos para prevenir otro ataque. Aun desde lejos Ignacio Abel reconoció con desagrado al hermano de Adela.