La noche de los tiempos (39 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

—No puede usted andar desarmado por ahí, don Ignacio —dijo Eutimio, muy serio, cuando le llevó al final del día el parte del tiroteo de la mañana en las obras de Medicina: Eutimio, que sólo era unos años mayor que él pero parecía mucho más viejo, aunque también más fuerte, con su figura recta y sus grandes manos, con la cara muy morena, cruzada de arrugas horizontales como hachazos en un bloque de madera—. Se expone usted mucho viniendo solo cada mañana en su coche y yéndose por la tarde cuando ya no queda nadie.

La pistola que le mostró Eutimio después de cerrar tras él la puerta del despacho era mucho más grande que la de Negrín, más primitiva o más ruda que la del hermano de Adela. Parecía un trozo sólido de hierro al que se le hubiera dado a martillazos sobre un yunque una forma sumaria. Eutimio permanecía de pie, sin acercarse del todo al escritorio, con la gorra en la mano. Ignacio Abel sabía que era inútil pedirle que se sentara. De modo que se puso en pie él también, recostado contra la ventana, incómodo en su despacho y en su ropa a medida, en la suavidad de sus manos, delante de ese hombre que lo había conocido cuando era un niño al que su padre llevaba a trabajar con su cuadrilla de albañiles los días de fiesta y durante las vacaciones escolares. Eutimio, aprendiz de estuquista, cuidaba de él: le ponía untos de manteca en las manos desolladas por el trabajo, quemadas por el yeso y la cal; le enseñaba cómo tenía que soplarse vaho sobre lasyemas de los dedos juntos para que no se le quedaran helados en los amaneceres de invierno. Él le tenía la admiración algo atemorizada que reserva un niño para el muchacho que sólo le lleva unos años y sin embargo ya se mueve entre los adultos y actúa como ellos. Eutimio había visto la cara de su padre antes de que se la taparan con un saco en el que se extendía muy rápida una mancha de sangre.

—Soy miope, Eutimio. No he disparado un tiro en mi vida.

—¿Pues no hizo usted el servicio en Marruecos?

—Era tan inútil que me destinaron a una oficina.

—Inútil no, don Ignacio, enchufado, si me permite la sinceridad. —Eutimio, tan dócil, con la gorra en la mano y la cabeza un poco inclinada, tenía en los ojos vivaces un brillo que era a la vez de simpatía y sarcasmo—. A los inútiles sin estudios ni enchufe los mandaban igual a la primera línea de fuego, y se morían antes que nadie.

—Si yo tuviera una pistola sería un peligro para todo el mundo salvo para quien viniera a matarme.

—Una pistola le puede salvar la vida.

—El capitán Faraudo llevaba la suya en el bolsillo y lo mataron igual.

—Los malnacidos se le acercaron por la espalda. Y con su mujer al lado, llevándola del brazo.

—Tiene que ser la ley la que nos defienda, Eutimio.

—No me diga usted también que no vale lo del ojo por ojo y diente por diente. Si nos matan, tenemos que defendernos. Uno de ellos por cada uno de los nuestros. Usted sabe que a mí no se me sube fácil la sangre a la cabeza, pero esto ya parece que no tiene otro remedio.

—Lo mismo dicen los otros.

—Perdóneme que se lo diga, don Ignacio, pero usted no entiende la lucha de clases.

—Hombre, Eutimio, no me diga que se ha hecho usted también leninista de un día para otro, como Largo Caballero.

—Hay cosas que usted no puede entender, dicho sea con todos los respetos. —Eutimio hablaba despacio, muy articuladamente. Había escuchado de joven los discursos de Pablo Iglesias y leía a diario los artículos de fondo de
El Socialista,
en voz alta y clara, para que los entendiera su mujer, y para asegurarse él mismo de la correcta pronunciación de cada palabra—. Tendrá carnet del Partido Socialista, y de la UGT, como los tenía su padre que en paz descanse, pero lo que cuenta en la lucha de clases no es lo que uno ha leído sino el calzado que lleva o cómo tiene las manos. Su padre de usted empezó de peón de albañil y cuando le pasó su desgracia era ya un maestro de obras, pero nosotros le llamábamos señor Miguel, no don Miguel. Usted, don Ignacio, con perdón, es un señorito. No un parásito, ni un explotador, porque se gana la vida con su trabajo y gracias a su talento. Pero usted lleva zapatos y no alpargatas y si tuviera que manejar una pala o un pico a los cinco minutos se le habrían llenado de ampollas las manos, como cuando era niño y su padre lo llevaba con nosotros al tajo.

—Pero, Eutimio, yo tenía entendido que la lucha de clases era entre patronos y obreros, no de unos obreros contra otros, como esos que se liaron a tiros esta mañana. Puestos a disparar, ¿por qué lo hacen contra los que también llevan alpargatas?

Eutimio se lo quedó mirando con algo de estupor, pero también con mucha condescendencia, como cuando era un niño torpe y gordito y tenía que empujarle para que trepara al primer tablón de un andamio.

—Lo que yo digo, don Ignacio, que usted ya no entiende. A lo mejor es que la gente cuando está desesperada deja de actuar racionalmente. Yo para discutir no sirvo mucho, pero con ésta a mano nadie va a dejarme callado.

—Callado no, Eutimio, mucho peor, muerto. Por mucha pistola que lleve, ¿tiene usted reflejos para hacerles frente a esos gángsters? Y si uno está desesperado, porque no tiene trabajo, o porque sus hijos no comen, yo comprendo que robe una tienda o atraque un banco, lo que sea. Comprendo a esa gente que espera por los pinares a que se haga de noche para robar materiales de las obras, o a los que vienen por las mañanas a los tajos aunque no los hayamos contratado, con la esperanza de que les demos un jornal. Me saca de quicio cuando los guardias se los llevan esposados, o cuando los otros obreros los ahuyentan a pedradas, para que no les disputen lo poco que tienen. Pero dígame usted qué buscaban esos pistoleros de hoy, o los que a lo mejor llegan mañana para tomarse la venganza.

—Quieren la revolución social, don Ignacio. No que suban los jornales de los trabajadores, sino que sean los trabajadores los que manden en el mundo. Que se vuelva la tortilla, por decirlo vulgarmente. Que no haya explotadores ni explotados.

También Eutimio, que había tenido siempre el habla rotunda y precisa de los barrios trabajadores de Madrid, alimentada de viveza callejera y de la lectura de novelas sociales, se expresaba ahora como recitando un folleto de propaganda, un editorial de periódico. Entró la secretaria con una carpeta de papeles para la firma y el capataz bajó los ojos y adoptó una actitud instintiva de docilidad, retrocediendo hacia la puerta, como para disipar toda sospecha de cercanía impropia hacia Ignacio Abel. «Con permiso», dijo, inclinándose, las dos manos sujetando la gorra. De su cara había desaparecido todo indicio de familiaridad: en un momento había cancelado cualquier vínculo que hubiera podido tener con el director de la oficina, parecía que hubiera borrado de su memoria la imagen del niño al que le había frotado las manos paralizadas por el frío y untado manteca en sus llagas en el tiempo remoto de los comienzos del siglo, en madrugones alumbrados por faroles de gas.

Iba después en el coche, al salir del trabajo, y lo vio caminando solo hacia la parada lejana del tranvía, la cabeza baja, el paso enérgico, la talega con la fiambrera de la comida al hombro, las manos en los bolsillos, entre los grupos de obreros que afluían desde los edificios donde sólo iban quedando los guardas y los vigilantes armados: el sol de la tarde en los cristales recién instalados de las ventanas, las máquinas inmóviles, las grúas oscilando ligeramente en el aire cruzado por golondrinas y vencejos. En algunos cruces había guardias de Asalto que pedían la documentación y cacheaban a los que salían del recinto de las obras.

—Suba usted, Eutimio, que lo llevo a casa.

Había reducido la velocidad para ponerse a su altura pero el capataz se resistía, volviendo apenas la cabeza, avivando el paso. Quizás no le gustaba que otros trabajadores lo vieran subiendo al coche del subdirector de las obras.

—Le voy a ensuciar de polvo la tapicería del coche, don Ignacio.

—No diga simplezas, hombre. ¿No me dice usted que no debo ser tan confiado? Pues tampoco me gusta verlo a usted ir solo por estos parajes.

—No hay miedo, don Ignacio, conmigo no se atreven. —Se había dejado caer en el asiento, con cansancio de viejo, y tenía la pistola en la mano, el cañón negro apuntando hacia Ignacio Abel—. Y si hay alguno que no me conozca tengo a ésta para que haga las presentaciones.

—Mejor aparta usted la pistola, no vaya a ser que además de ensuciarme de polvo la tapicería se le escape un tiro en un bache y me vuele la cabeza.

—Qué cosas tiene usted, don Ignacio. Ahora que se está haciendo mayor se va pareciendo más a su difunto padre. Yo lo digo siempre, si hubiera más señoritos como usted el mundo sería de otra manera.

—¿Pero es que no va a cansarse hoy de llamarme señorito? ¿No soy yo un trabajador? Acuérdese de lo que dice la Constitución: «España es una república de trabajadores de toda clase...»

—Qué bonito, si fuera verdad. —Eutimio se recostaba en el asiento, acariciaba apreciativamente la tapicería de cuero con las anchas yemas de los dedos, rozaba con ellas el panel de instrumentos, los botones de marfil de la radio del coche, con mucho cuidado, como si temiera dañarlos con su torpeza—. Pero de la Constitución no se come. Ya sabe usted lo que dicen los terratenientes que prefieren que se pierdan las cosechas antes de pagar jornales decentes a los trabajadores...

—«Comed República.»

—Exactamente. Pisan a las personas y luego se escandalizan si el que han pisado se revuelve y les muerde.

—Pero no era de eso de lo que estábamos hablando.

—Ahora se me ha enfadado usted, don Ignacio, porque le he llamado señorito, pero no tiene que ponerse así. No le he llamado explotador, Dios me libre. Usted no ha robado ni engañado a nadie, y es tan socialista como yo, o por lo menos como don Julián Besteiro y don Fernando de los RÍOS, que tampoco tienen callos en las manos, que yo sepa. A ustedes las masas que más les gustan son las masas encefálicas, como dice Prieto. Pero las cosas son como son, y según tengo entendido Carlos Marx y Federico Engels nos enseñaron a verlas así, sin telarañas en los ojos, de acuerdo con los principios del materialismo...

—Ahora es usted quien se parece a Besteiro, con ese lenguaje.

—Y según eso, está muy claro, y usted perdone, que usted va en automóvil y yo andando, o lo más en tranvía, que usted lleva sombrero y yo gorra, don Ignacio, y si llueve usted no se moja porque además de ir en su coche lleva zapatos nuevos con unas suelas que no calan el agua, y los pies no se le enfrían como al que lleva alpargatas o botas viejas con agujeros en las suelas. Usted trabaja mucho, claro que sí, pero bajo techado, y con calefacción, y cuando hace calor trabaja a la sombra y no al sol. Si uno de sus hijos se le pone malo, Dios no lo quiera, no tiene que llevarlo al hospital de la Beneficencia, donde se le pondría peor nada más respirar ese aire que huele a miseria y a muerto, y si enflaquece un poco en seguida viene un buen médico y le receta las medicinas que hagan falta y que usted podrá pagar, y si hace falta habrá plaza para élen un sanatorio donde se le curen los pulmones nada más que con la buena comida y el aire de la Sierra. Ésa es la verdad, don Ignacio, y usted lo sabe. ¿Que a usted le gustaría que las cosas fueran de otra manera? Claro que sí. Pero por regla natural no tiene las mismas ganas ni la misma prisa que un trabajador. Perdón, que un obrero, para expresarme con propiedad. Y que conste que yo no tengo queja de usted, ni permitiría que nadie hablara mal de usted en mi presencia. Si le conozco desde que era un niño, cómo no voy a saber todo lo que tuvo que esforzarse para sacar los estudios, desamparados como se quedaron su madre y usted después de la desgracia de su padre, que en paz descanse. Está el mérito y el talento de usted, pero también el de su padre, que se sacrificó para darle estudios en vez de tenerlo trabajando con él en las obras, que es lo que habría hecho otro padre con menos ilustración, y también con menos habilidad para progresar en su oficio y ganar algo de dinero, que si no le hubiera pasado lo que pasó yo siempre lo digo, el señor Miguel habría acabado siendo uno de los grandes constructores de Madrid. Sea como sea, don Ignacio, usted es un pedazo de pan y se acuerda de lo que era trabajar con las manos, pero está del lado de los señores, y yo estoy en el de los obreros, tan claro como que usted vive en el barrio de Salamanca y yo en Cuatro Caminos. Y conste que yo no soy como otros, usted bien me conoce, yo no le tengo rencor a nadie ni creo que para traer la justicia social haga falta cortar cabezas como en Rusia. Ojalá yo hubiera tenido un padre como el suyo, y no un pobre albañil sin luces que a los ocho años ya me había puesto a trabajar de aprendiz. Ojalá un hijo mío me hubiera salido con el talento que le dio a usted Dios, o la selección natural, que para todo hay opiniones. Pero tal como yo veo España, cosas muy tremendas pueden ocurrir, y me pregunto muchas veces de qué lado se pondrá usted cuando el dique se rompa.

—No tendría por qué romperse, Eutimio.

—Eso lo pensamos usted y yo, cada uno desde nuestro sitio en la vida, porque somos personas de razón, y perdone que me compare. Aunque yo tenga mucho menos lustre que usted algo he aprendido leyendo los periódicos y todos los libros que puedo, y estudiando la vida desde que empecé a ganármela en la cuadrilla de su padre de usted. Pero todo el mundo no es como nosotros, don Ignacio. Usted, no vamos a engañarnos, vive como lo que es, como un burgués, y yo, mal que bien, tengo cubiertas hasta el presente mis necesidades. Los dos somos personas de sangre tranquila, me parece a mí, pero otros que vienen empujando detrás tienen la sangre mucho más recia, y ni en su lado ni en el mío abunda la sensatez.

—¿No estamos en el mismo lado? ¿Hasta en el mismo partido?

—Ya ve cómo nos tiramos a muerte los unos a los otros, dentro del Partido. Abro
El Socialista o Claridad
y tengo que dejarlos en seguida para no leer las cosas terribles que unos compañeros escriben de los otros. Si gastamos tanta rabia en pelearnos con los nuestros, ¿cuánta nos va a quedar para hacerle frente al enemigo? Hay muy mala sangre, don Ignacio. Las cosechas se pudren en el campo porque este año ha llovido más que nunca y porque los señores prefieren que se pierdan antes que pagar unos pocos jornales. Hay hombres que nacen alimañas y otros que se vuelven así por ansia de tener más o porque los han tratado como alimañas desde que nacieron.

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