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Authors: Antonio Muñoz Molina

La noche de los tiempos (67 page)

Recuerda su empeño obstinado de no creer al principio, la sensación como de tocar cosas conocidas y firmes que se deshacían inmediatamente en arena. El lunes 20 de julio, al día siguiente de su cita fracasada con Judith, Ignacio Abel salió a las ocho y media de la mañana a la calle con la convicción absurda de que si repetía los gestos habituales de cualquier otro lunes alguna forma inteligible de normalidad se habría restablecido. Hacia el oeste retumbaban disparos lejanos de cañón. Un avión pequeño sobrevolaba la ciudad con la persistencia molesta y la falta de propósito visible de un moscardón. En las proclamas triunfales de la radio había un filo de histeria, chirriante como los himnos tocados a un volumen excesivo y los pasodobles y las musiquillas de los anuncios intercalados sin apuro entre proclamas y amenazas. María de la O qué desgraciada gitana tú eres teniéndolo to. Con la sangre de los heroicos milicianos y de las fuerzas armadas leales a la República, con el valor y el sacrificio de todos los antifascistas y la colaboración entusiasta de los valientes aviadores se están escribiendo estos días las páginas más gloriosas de la historia de nuestro pueblo. Salió del portal y hacía un poco de fresco. En los disparos espaciados de cañón había una cierta desgana, como si cualquiera de ellos pudiera ser el último. Así había sido en 1932, en 1934. Tiroteos y calles vacías y tiendas con las persianas echadas, gente que levantaba los brazos por precaución al doblar las esquinas, y luego nada. De todos los lugares de España, con vibrante y unánime fervor republicano, salen fuertes columnas de voluntarios populares para combatir a los insurrectos. Fresco, recién duchado, un poco aturdido por la noche de insomnio, sin desayunar todavía (no había criadas en la casa y él no se preparaba nunca el desayuno), recordando con la rareza de un sueño sus caminatas por Madrid de la noche anterior, Ignacio Abel apretó el asa de su cartera mientras cruzaba Príncipe de Vergara, camino del taller donde le habían prometido que esa mañana a primera hora tendrían reparado su coche. El dueño de la lechería en la esquina de don Ramón de la Cruz le hizo un gesto amistoso desde detrás del mostrador (quizás volvería para desayunar allí en cuanto recogiera el coche); un vendedor de hielo pasaba adormilado en el pescante de un carro tirado por un caballo flaco, que dejaba sobre los adoquines un rastro de agua; la tienda de ultramarinos tenía echado el cierre metálico, pero podía ser porque en verano, en este barrio despoblado de veraneantes, abría un poco más tarde. La desbandada de los rebeldes en la Sierra de Guadarrama confirma la proximidad de la victoria conquistada por la sangre y el arrojo de las milicias populares. Si uno actuaba repitiendo sus gestos usuales la vida que había estado siempre vinculada a ellos se perpetuaría automáticamente. Si se vestía y se peinaba ante el espejo y se ajustaba el nudo de la corbata y no ponía la radio y bajaba por las escaleras resonantes de mármol con su paso veloz de todas las mañanas el glaciar poderoso de la normalidad muy difícilmente podría alterarse. Lo único extraordinario, aunque irrelevante, eran los lejanos cañonazos repetidos con parsimonia y el vuelo del avión demasiado pequeño, anticuado, brillando a veces en la distancia, cuando le daba directamente el sol de la mañana, con tornasoles de ala de insecto. En el asalto victorioso de las fuerzas populares al Cuartel de la Montaña, donde habían querido hacerse fuertes cobardemente los conspiradores, la aviación de la República ha escrito una vez más una página gloriosa. «Están derrotados», le dijo el portero, acercándose mucho a él para franquearle la puerta, y también para hablarle sin peligro de que lo escucharan otros vecinos, que podían estar a favor de los sublevados, en ese barrio burgués. «En Barcelona han tenido que rendirse. Y en Madrid ya ve usted, ni se han atrevido a echarse a la calle. Pero ande usted con cuidado, don Ignacio, dicen que hay fascistas tirando desde las terrazas, los muy malnacidos.» Como un pormenor recobrado del mal sueño de la noche anterior vio la cara sudorosa de su cuñado Víctor brillando a la luz de un pasillo al fondo del cual había un rumor de confabulación de hombres armados. En una vibrante alocución radiofónica la popular diputada del Partido Comunista Dolores Ibárruri arenga al pueblo trabajador de Madrid para que persiga sin cuartel a los chacales de la reacción que disparan cobardemente desde balcones y campanarios a las fuerzas obreras. Había salido de su casa con un aire impecable de determinación pero en realidad no sabía adonde iba a dirigirse cuando tuviera el coche. A la Ciudad Universitaria, a la plaza de Santa Ana, a la carretera de La Coruña, si era verdad que una heroica escuadrilla de aviones leales salidos de la base de Cuatro Vientos había puesto en fuga a la columna facciosa que avanzaba desde el norte en un intento inútil de hacerse dueña de las cumbres y los pasos de la Sierra. Pero sólo unos minutos antes de salir de casa había logrado comunicación telefónica con el cuartelillo de la Guardia Civil del pueblo y una voz había respondido antes de colgar: «¡Arriba España!» Hora tras hora se confirma el pronto restablecimiento de la legalidad republicana a todo lo largo y ancho del país y la derrota humillante de los sublevados que esta vez no podrán esperar clemencia. Camino del taller de automóviles en el callejón de Jorge Juan pasó delante del hotel Wellington, donde un portero de estatura imponente y librea casi hasta los pies escrutaba el fondo de la calle con un silbato en la boca, esperando que apareciera un taxi para una pareja de extranjeros vestidos de viaje que aguardaban bajo la marquesina, junto a una pila de baúles, maletas y cajas de sombreros. Cuarenta oficiales rebeldes se suicidan en Burgos al darse cuenta de la inevitabilidad de su derrota. Al cruzar bajo la doble fila de árboles del paseo central de la calle Velázquez percibió de pronto un escándalo de pájaros y una brisa fresca casi de amanecer que perduraba a la sombra de las acacias. Sin quitarse el silbato de la boca el portero del hotel se hacía visera con la mano enguantada para mirar hacia el avión que ahora volaba mucho más bajo y a más velocidad. Girando en la esquina de Jorge Juan en dirección a Alcalá apareció de pronto una columna ruidosa de automóviles, tan inesperadamente que Ignacio Abel retrocedió casi de un salto hacia la acera para no ser atropellado, viendo caras de hombres jóvenes en las ventanillas. El último de los coches, que llevaba la capota bajada, era un Fiat de color verde idéntico al suyo. Ya eran casi las nueve y la mayor parte de los portales y las tiendas de Jorge Juan permanecían cerrados: las lecherías, las tiendas pequeñas, la carbonería, la panadería. Al menos la persiana metálica del taller de automóviles estaba levantada del todo. El cañón volvió a retumbar en la lejanía, seguido por una traca como de cohetes traída por el viento desde una verbena en otro barrio. Junto a la entrada del taller un chico de catorce o quince años, vestido con un mono, el hijo del dueño, estaba sentado en el suelo, la espalda apoyada contra la pared, la cabeza entre las rodillas, como si después de haber madrugado mucho se hubiera quedado dormido. Al acercarse más vio que las rodillas chocaban entre sí y la cabeza, tapada con las manos, tenía un temblor convulsivo, echándose una y otra vez hacia delante, como en los espasmos de un vómito que no llegara a salir. Pero había babas colgando de la barbilla del chico y un charco de vómitos entre sus piernas. En el vasto espacio del taller, iluminado desde arriba por la luz gris de una claraboya de cristales muy sucios, un olor fuerte a gasolina se mezclaba con el de los vómitos, pero no había ningún automóvil. Boca arriba, sobre el suelo de cemento manchado de grasa, con las piernas abiertas y los brazos en cruz, estaba tirado el dueño del taller, y el rojo fresco de la sangre en la boca y en el centro del pecho resaltaba más contra el gris ceniza de la cara, más empalidecida aún por la claridad sucia que fluía del techo de cristal. Sobre el peto del mono habían dejado un trozo de cartón que estaba parcialmente empapado de sangre:
Por fascista.
«Él no quería que se llevaran los coches», dijo el chico a su espalda, ahora de pie, temblando todavía, con pucheros de niño que le quebraban la voz, «les decía que no eran suyos, que cómo iba él luego a responder delante de los clientes. Hoy me había hecho venir más temprano para tener lavado el coche de usted».

Recuerda el miedo primitivo, el miedo recobrado a la noche, la oscuridad más honda y más llena de peligros que en los cuentos que le contaban de niño. No sólo retirarse cuando aún quedaba luz del día y cerrar las puertas asegurando pestillos y cerrojos: también cobijarse como el niño miedoso debajo de las mantas y cerrar los ojos apretando los párpados y taparse los oídos para no escuchar, como si bastara haber oído o visto algo para atraer la desgracia. En las habitaciones donde los vecinos tengan los aparatos de radio deberán abrir las ventanas y poner los altavoces al máximo de potencia. Gritos lejanos; disparos sueltos; motores que se acercaban, que parecían a punto de detenerse, que pasaban de largo y se perdían poco a poco en la distancia; la puerta de la calle abriéndose, su vibración poderosa cuando se cerraba, la resonancia de pasos y voces en los mármoles del vestíbulo, luego en las escaleras; el sonido de las anillas en las correas de los fusiles y el del gran manojo de llaves del portero. Se informa a los serenos y a los porteros de fincas urbanas que sólo están autorizados a realizar registros domiciliarios los miembros de las fuerzas de orden y de las milicias a las que se haya encargado oficialmente esa misión y que deberán mostrar en todo momento sus correspondientes credenciales. Por la mirilla vio una noche cómo unos hombres armados sacaban al vecino del piso al otro lado del rellano. El Ministerio de la Gobernación recuerda que sólo pueden practicar detenciones la Policía, la Guardia de Asalto y la Guardia Civil. El vecino iba en pijama y no ofrecía resistencia. Casi nunca había cruzado con él algo más que un gesto de saludo. No sintió compasión sino alivio. A los pocos días su mujer apareció vestida de luto. La vida en Madrid se desenvuelve con la tranquilidad habitual en todos los órdenes, acrecentado el ánimo de la población por las noticias de los diarios avances de las fuerzas defensoras de la República y los constantes fracasos de los insurrectos. En las calles deshabitadas y sin tráfico desde la caída de la noche se podía distinguir con anticipación cualquier coche que se acercara. Estaba en el estudio revisando vanamente unos planos cuando un coche se detuvo justo debajo de la ventana, delante del portal. Los que aprovechando la transitoria confusión de las circunstancias actuales se dediquen a realizar actos contra la vida o la propiedad ajenas serán considerados como facciosos y se les aplicará inmediatamente la máxima pena establecida por la ley. Dejó el lápiz sobre la ancha hoja de papel azulado y se quitó las gafas de cerca. Se aseguró de que los postigos estaban bien cerrados, de acuerdo con las instrucciones oficiales, y la luz de la lámpara no se filtraba hacia la calle. Es deber de las milicias y de los ciudadanos leales mantenerse alerta frente a los cobardes manejos de los emboscados que con inmundas astucias se empeñan en conspirar queriendo arrebatarle al pueblo trabajador la victoria ganada heroicamente en las calles y en los campos de batalla. Salió al pasillo, notando en el suelo la vibración familiar de la puerta de la calle al cerrarse. Recordó que en todo el edificio, según el portero, quedaban ya muy pocas viviendas habitadas. Permaneció en pie, en medio del recibidor, de su pomposa amplitud. Los pasos podían quedarse en algún piso más abajo o llegar a este rellano y pasar de largo escaleras arriba, quizás porque los milicianos quisieran asegurarse de que se cumplían las órdenes de mantener cerrados los accesos a las terrazas, para evitar que el enemigo disparara desde ellas. Gritos, súplicas, órdenes, sollozos, golpes de culatas de fusiles, resonaban con una rica amplificación en las concavidades de estas escaleras forradas de mármoles. Pero esta vez sólo se escuchaban pasos y él esperaba con un sentimiento de lejanía, casi de serenidad, su carnet del Partido Socialista y el del sindicato ya preparados, las fotos enmarcadas con Fernando de los Ríos, con el presidente Azaña, con don Juan Negrín, bien visibles sobre la mesa del recibidor, donde también estaba la de su boda con Adela, enmarcada en plata, las de Miguel y Lita vestidos de comunión. Sin moverse de donde estaba podía ver en el pasillo el Cristo de Medinaceli con su tejado andaluz y sus farolillos de forja, ahora apagados. En el cuarto de los niños había uncuadro del Ángel de la Guarda, también regalo de don Francisco de Asís y de doña Cecilia. No por dignidad sino por dejadez no se había molestado en quitar de la casa los adornos religiosos. Ahora sería peligroso intentar esconderlos. Voces normales, no gritos, sonaron en el recibidor. Entre ellas distinguía la del portero, que hacía sonar su gran manojo de llaves. «Usted no debe preocuparse de nada, don Ignacio. Ya hubieran querido algunos que antes no se molestaban en decir buenos días tener el cartel que tiene usted entre la gente trabajadora del barrio. Y si hiciera falta, que no hará, se lo digo yo, aquí me tiene usted a mí para avalarle.» Pero si por un motivo u otro decidían llevárselo el portero no haría nada por disuadirlos, y hasta era posible que les echara una mano, siempre servicial, la gorra de plato ladeada al estilo de las milicias y el gesto instintivo de abrir puertas para recibir una propina, el puño cerrado junto a la sien y la inclinación untuosa, «muy bien, camaradas, ya era hora de hacer una limpia en esta finca, que estaba llena de carcas y facciosos, como todo el barrio». Ignacio Abel aguardaba, delante de la puerta, bajo la araña excesiva envuelta en un lienzo blanco, el corazón extrañamente apaciguado, escuchando las voces, el sonido del manojo de llaves. Suponía que iban a llamar golpeando con los puños y las culatas de los fusiles; tocaron al timbre, con cierta urgencia, aunque no demasiada, como lo habría hecho un repartidor impaciente. Prefirió esperar un poco antes de abrir. Mejor que no pensaran que había permanecido ansioso cerca de la puerta, que tenía motivos para saber que vendrían por él desde que el motor se detuvo en la calle, en el raro silencio de una noche de verano sin musiquillas de verbenas y aparatos de radio escuchándose por los balcones abiertos, sin conversaciones de vecinos en las aceras. Pero tampoco había que dar motivo para que se impacientaran: para que pudieran pensar que ganaba tiempo quemando o escondiendo cosas, queriendo huir hacia los desvanes o los tejados por la puerta de servicio. Abrió después del segundo timbrazo, más largo y más insistente que el anterior, y decidió que no iba a pedirles que se identificaran. Eran sólo tres hombres, aparte del portero, vestidos con una uniformidad confusa, jóvenes, con mosquetones y pistolas, velozmente individualizados por la atención alerta de Ignacio Abel, que identificó en seguida al que iba al mando, el menos alto, con unas gafas redondas, con una camisa aseada y no una camiseta de color dudoso debajo del mono, el único que no llevaba mosquetón, sólo pistola, el que filmaba, dando cortas chupadas y sosteniendo luego el cigarrillo a media altura, apartándolo para que no le diera en los ojos. De los otros dos uno tenía una expresión remota, como de disfrutar de algo bajo los párpados entornados, un gorro cuartelero con una borla roja oscilando sobre la frente, casi entre los ojos, y el tercero fue inmediatamente familiar para Ignacio Abel, la cara grande y colgante de alguien a quien conocía, a quien había visto muchas veces y ahora no podía recordar, un hombre joven y sin embargo lento y fondón que andaba sin separar casi los pies del suelo, ahora se acordaba, no sabía si con más motivo para el alivio o para la alarma, el ordenanza de la oficina técnica, el qué le llevaba todas las mañanas la bandeja del correo avanzando con los pies planos hacia su despacho, las pilas de cartas entre las cuales sus ojos adiestrados distinguían los sobres azulados de Judith Biely. De modo que no han venido por azar, que saben quién soy, en casa de quién van a hacer el registro. Pero el ordenanza ahora llevaba unas patillas largas y en sus mofletes temblones de hacía muy poco tiempo negreaba una barba de varios días, y la papada, en vez de estar comprimida por el cuello de la chaqueta azul marino con galones, bajaba hacia una pechera peluda, enmarcada por la sucia media luna de una camiseta, encima de la cual vestía una guerrera desabrochada, sin duda a causa del calor, con las insignias de la Infantería en la bocamanga. El portero, más rezagado, lo saludó con una efusión algo huidiza.

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