La noche de los tiempos (70 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

—El presidente de la República ha abandonado Madrid, como usted ya sabrá —dice Van Doren, observando a Ignacio Abel para asegurarse de lo que sospecha, que no lo sabía.

—Probablemente el gobierno se marchará también, si no lo ha hecho ya, en secreto. ¿Su familia de usted está segura, lejos de Madrid? Creo recordar que la última vez que nos vimos me dijo que los había dejado en la Sierra. Si usted lo desea quizás podamos arreglar que se reúnan con usted aquí al cabo de un cierto tiempo. Otros profesores que hemos traído de Europa, de Alemania sobre todo, están en una situación parecida. ¿Qué fue de su amigo, por cierto, el profesor Rossman?

Al oír el nombre Stevens vuelve un momento la cabeza hacia ellos, la cara enrojecida.

—¿El profesor Karl Ludwig Rossman? ¿Es amigo suyo, profesor Abel?

—Era —dice, en voz tan baja que Stevens no lo oye, por culpa del ruido del motor, pero sí Van Doren, que inmediatamente olfatea algo, excitado por la posibilidad de averiguar, de saber.

—¿Ha muerto? ¿Hace poco? No sabía que estuviera enfermo.

—En nuestro departamento lo admiramos tanto como a Breuer, como a Van der Rohe. —Stevens aparta nerviosamente los ojos de la carretera, volviendo el cuello hacia Ignacio Abel, con torsiones rápidas de pájaro—. ¿De verdad trabajó usted con él? Qué emocionante. ¿En Weimar, en Dessau? Sus escritos de entonces son incomparables. Sus análisis de los objetos, sus dibujos. Ahora que lo pienso, profesor Abel, con el respeto debido, a usted se le nota en algunos de sus proyectos la influencia de Rossman.

Van Doren no hace caso a Stevens, ni siquiera lo escucha: mira a Ignacio Abel, la cabeza un poco inclinada, alzando una ceja, el cigarrillo entre los dedos rectos, sabiendo de antemano.

—¿Lo han asesinado? ¿En Madrid?

Comprende con desgana que puede contar y que probablemente sea inútil; intuye (recién llegado a su destino, ni siquiera acomodado todavía al refugio provisional en el que pasará al menos unos meses, la parte precaria del porvenir que cubre su visado) el cansancio de las explicaciones sin fruto, de la imposibilidad de hacer que otros entiendan, lleguen a imaginar lo que él ha visto, lo que no transmitirán sus torpes palabras en inglés y menos aún las crónicas que publiquen los periódicos, las confusas fotografías en las que casi todo es remoto y abstracto. Qué entenderá Stevens, con su cara jovial que sigue pareciendo joven a una cierta distancia, con su fatigosa disposición a admirar; cómo explicarle a él o a Van Doren el miedo a morir que le hace a uno orinarse en los pantalones o la náusea de ver por primera vez un cadáver con los ojos saltones y la lengua hinchada y ennegrecida sobresaliendo entre los dientes. Haber visto o no haber visto es la diferencia: marcharse y seguir viendo; cerrar los ojos apretando los párpados y que no importe; seguir viendo con los ojos cerrados la cara de un muerto desconocido que poco a poco se va convirtiendo en la del profesor Rossman, aunque sólo aproximadamente, de modo que es más fácil identificarlo por el cuello duro medio desprendido de la camisa o por la insignia de su regimiento de Caballería en la solapa que por los rasgos borrosos, desfigurados, sometidos a distorsiones fantásticas. «Probablemente fue un error», dice, «lo confundirían con otro». El profesor Rossman estaba en el depósito de cadáveres, hediendo a formol y a putrefacción en el calor de principios de septiembre, un cartón con un número colgado de su cuello como un tosco escapulario; pero no en una de las mesas de mármol, rebosantes de cuerpos, de brazos y pies rígidos que sobresalían como ramas peladas, sino en el suelo, en una especie de corralón trasero en el que zumbaban las moscas y pululaban las hormigas. Lo ve ahora y el olor revivido es más intenso que el de la tierra otoñal y las hojas caídas que entra por la ventanilla y se mezcla con el del humo dulzón del cigarrillo de Van Doren. Lo que él ve con los ojos entornados es más real que este momento, este viaje en automóvil por colinas de praderas y bosques; tan cerca del profesor Stevens y de Philip Van Doren en el espacio recogido del coche una frontera lo separa de ellos, una zanja invisible que no pueden remediar las palabras. De pronto siente que ha vivido en la irrealidad desde la noche en que salió de Madrid; el mundo que habitan los otros para él es un espejismo; es lo que sigue viendo aunque se haya marchado lo que lo convierte en un extranjero, no los datos inscritos en un pasaporte emitido por una República que de un día para otro puede dejar de existir; no la fotografía tomada hace varios meses de un hombre que ya no es él. Ve lo que ellos no sabrán imaginar nunca: las caras grisáceas de los muertos en los descampados, en los desmontes de la Ciudad Universitaria, junto a las tapias del Museo de Ciencias Naturales, en la acera de la calle Príncipe de Vergara, junto al portal de su casa, bajo las mismas arboledas del Botánico en las que unos meses atrás se citaba con Judith Biely, en cualquier cuneta de las afueras de Madrid; los muertos tan diversos y tan singulares como los vivos, congelados en un gesto último como el que atrapa el fogonazo de una fotografía, y sin embargo poco a poco despojados de su individualidad, conservando tan sólo su condición genérica, viejos o jóvenes, hombres o mujeres, adultos o niños, gordos o flacos, oficinistas o burgueses o simples desgraciados, con zapatos o con alpargatas, con huecos de dientes perdidos o de dientes de oro arrancados por los ladrones que madrugaban para expoliar los cadáveres, algunos con las gafas todavía puestas, con las manos atadas o con las manos y los brazos abiertos y descoyuntados como los de un muñeco, con una colilla en la esquina de la boca, con un churro que algún bromista les había puesto entre los dientes, con el pelo erizado como por el pánico o en el desorden del que acaba de levantarse de la cama o con el pelo planchado de brillantina; muertos en pijama, muertos en camiseta, muertos con corbata y cuello duro, muertos con los párpados apretados o con los ojos muy abiertos, algunos con las mandíbulas distendidas como en una carcajada, otros con una especie de sonrisa sonámbula, muertos caídos boca arriba o con la cara hincada en el suelo o echados a un lado y con las piernas encogidas, con un solo agujero en la nuca o con el tórax abierto por los disparos, muertos caídos en un charco de sangre o tan limpiamente como si un rayo o un ataque al corazón los hubieran fulminado, muertos con los vientres tan hinchados como los cadáveres de burros o de mulos, muertos solos o amontonados los unos sobre los otros, muertos irreprochablemente limpios o con los pantalones manchados de orines y de mierda y con vómitos secos sobre las camisas, todos iguales entre sí tan sólo en la grisura opaca de la piel: muertos desconocidos, fotografiados de frente y de perfil, clasificados en los registros de la Dirección General de Seguridad, donde un fotógrafo y su ayudante llegaban cada tarde para pegar en las grandes hojas de cartulina las fotos recién reveladas, las que habían tomado desde el amanecer por los descampados de Madrid. Con unas tijeras y con un bote de pegamento el ayudante iba recortando las fotografías y luego las pegaba en las hojas del álbum, encima de un recuadro que tenía al pie espacios en blanco señalados por líneas de puntos suspensivos que nunca se llenaban: nombre, domicilio, causa de la muerte. Gente medrosa se agolpaba sobre los registros, mirando fotos, pasando páginas, abriéndose paso a codazos en una habitación demasiado pequeña y poco ventilada, llena de humo, con el suelo sucio de colillas. Al cabo de un rato la mirada se embotaba y las caras de las fotos empezaban a volverse idénticas, tan genéricas en su condición de retratos en blanco y negro de muertos que era muy difícil identificar a alguien. Había un rumor de conversaciones en voz baja, de pasos; de vez en cuando se escuchaba un grito; una mujer se había desmayado; alguien rompía a llorar con una brusquedad animal, repetía un nombre en voz alta, una exclamación.

Llevaba el día entero en la calle y a las diez de la noche aún no había averiguado nada sobre el paradero del profesor Rossman. Como su coche había sido incautado y los tranvías circulaban de manera errática iba de un lado a otro de Madrid caminando bajo el sol del verano o viajando en los vagones agobiantes del metro. En su casa estaba esperándolo la señorita Rossman, demasiado asustada para volver a la pensión. Se había presentado muy temprano, antes de las ocho. «Tiene usted por favor que ayudarme, profesor Abel, unos hombres se llevaron a mi padre ayer por la tarde y me dijeron que volvería en cuanto contestara a unas preguntas, pero no me quisieron decir adonde lo llevaban. Usted conoce a mucha gente en Madrid, seguro que le dirán qué ha sido de mi padre. Usted ya sabe cómo es: habla con cualquiera. Bajaba a ese café que hay al lado de la pensión y decía lo que se le pasaba por la cabeza. Le decía a todo el mundo que una guerra no es una fiesta y que si no había más disciplina y menos discursos y desfiles los fascistas iban a tomar Madrid antes de que termine el verano. Usted lo conoce, le ha oído las mismas cosas mil veces. Esa gente apenas lo entendía y él les hablaba de Marco Aurelio y de los bárbaros, los bárbaros de fuera y los de dentro, esas teorías suyas. Discutía con la dueña de la pensión, que tiene un hijo anarquista. Quizás alguien le ha oído el acento y ha pensado que era un espía.» Pero también tenía miedo por ella misma; tenía miedo de que los hombres que habían venido a buscar a su padre regresaran para llevársela a ella. Había pasado la noche en vela en su cuarto. Se acordaba de que el profesor Rossman, como hacía calor, llevaba desabrochado el cuello duro de la camisa, y de que estaba adormilado en una mecedora, junto al balcón que daba a la calle de la Luna, donde había un cuartel de milicianos o una sede anarquista. Vinieron a buscarlo y lo único que se le ocurrió fue pedirles que le dejaran abrocharse el cuello y ponerse la chaqueta y la corbata y cambiarse las zapatillas por sus botines. Pero se lo llevaron con la camisa abierta y sin chaqueta, con las zapatillas viejas de paño. Al menos le dio tiempo a ponerse las gafas, que había dejado antes de dormirse en una mesita junto a la mecedora. Eran tres hombres, de modales suaves, armados con pistolas, actuando con una cierta neutralidad policial. La señorita Rossman recordó luego que nada los alertó a ella o a su padre del peligro, porque no habían oído las usuales pisadas muy fuertes en la escalera de la casa y golpes violentos en la puerta de la pensión al mismo tiempo que sonaba el timbre de manera insistente. Ella, al principio, no entendió lo que sucedía. Recordaba que su padre se había quedado quieto en la mecedora, muy pálido, parpadeando a causa de la luz que inundó la habitación cuando uno de los recién llegados apartó las cortinas para emprender el registro. Los tres hombres ocupaban con tranquila insolencia el espacio reducido en el que la señorita Rossman y su padre habían aprendido a moverse con tanta cautela para aprovechar cada palmo: las dos camas iguales, con cabeceros de hierro, el lavabo con su espejo oval, el armario, la pequeña estantería con los pocos libros que habían podido salvar después de años sobresaltados de viajes, la repisa en la que se apoyaban por turno para escribir cartas y rellenar formularios y en la que la señorita Rossman preparaba sus clases de alemán. En pocos minutos las camas estaban deshechas y los colchones levantados, los libros por el suelo, los preciados documentos, formularios, diplomas del profesor Rossman, el contenido de su cartera insondable, la ropa que guardaban en el armario. La señorita Rossman, sentada en una silla, con las rodillas huesudas muy juntas, con los grandes pies juntos, los codos sobre los muslos, la cara flaca apoyada en las dos manos, empezó a temblar igual que había temblado algunas veces en su habitación casi tan angosta en el hotel Lux de Moscú, cuando a ella y a su padre nadie los visitaba ni parecía verlos y no sabían si iban a dejarlos salir de la URSS. Cuando se lo llevaban le dijo algo en alemán y uno de ellos le puso la pistola en el costado. «Cuidadito con dar mensajes que no se entienden.»

«Me dijo que viniera a buscarlo a usted, que usted nos ayudaría, igual que nos ha ayudado siempre. Nadie más que usted nos ha ayudado desde que vinimos. Yo no conozco a nadie más.» Los ojos incoloros de la señorita Rossman, fijos en él tras los cristales de las gafas, tan irritados por la mala noche y el llanto como la punta de su nariz, que secaba con un pañuelo guardándolo cada vez en la manga, con una especie de obstinada corrección automática. Larga, no alta, vestida con la peculiar falta de garbo de esas monjas que ahora intentaban salvarse escondiendo los hábitos, había algo en ella refractario a cualquier atractivo, una predisposición al infortunio y al error que se traslucía en su presencia física, una forma de desamparo destinada a despertar incomodidad pero no simpatía. Le había tenido que decir que pasara, que no se quedara en la puerta, como con miedo a contagiarle a él su desgracia. Se sentó en una de las sillas enfundadas para el veraneo, en el comedor donde Ignacio Abel no entraba nunca y en el que por lo tanto no era tan visible el desorden. Recuperaba el aliento, por haber subido los cinco pisos a pie. Ignacio Abel le trajo un vaso de agua y ella lo dejó en el filo de la mesa, con mucho cuidado, pero sin mirarlo siquiera, como si actuara parcialmente sumida en el sueño, viendo sólo unas pocas cosas aisladas. Los pies juntos, muy grandes, las rodillas juntas, temblando mientras hablaba, rehuyendo la mirada inquisitiva de Ignacio Abel en cuanto se encontraba con ella. Asustada, pero también culpable, agobiada no sólo por la detención de su padre sino por el remordimiento de haber sido ella quien lo arrastró a la Unión Soviética cuando tuvieron que salir de Alemania; quien estuvo a punto de atraer sobre los dos el cautiverio y tal vez la ejecución; quien finalmente fue responsable de que al profesor Rossman le fuera negado lo que más deseaba, un visado para los Estados Unidos, donde podría haber continuado su carrera igual que tantos otros compañeros de la Escuela, expatriados como él, acogidos en universidades y estudios de arquitectos mientras él daba tumbos por Madrid, donde su prestigio no existía y sus credenciales no valían nada: vendiendo a comisión por los cafés plumas estilográficas, esperando en antesalas de despachos que nunca se abrían para él, elaborando nuevos planes que no llevarían a nada: un viaje a Lisboa, donde le habían dicho que los visados para América eran menos difíciles, o donde podrían tomar él y su hija un pasaje que los llevara a algún puerto intermedio de Sudamérica, a Río de Janeiro, Santo Domingo o La Habana: donde alguien fuera lo bastante descuidado o corrupto para no ver los sellos con la hoz y el martillo estampados en su pasaporte de apátrida, no mucho menos inútil que el pasaporte caducado alemán con las letras rojas cruzando la página de la fotografía:
Juden-Juif.

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