La noche de los tiempos (74 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

—La revolución es una cirugía necesaria —le dijo Bergantín, las palmas de las manos juntas y extendidas verticalmente delante de su cara enjuta, muy afeitada o lampiña, en un despacho sombrío con panoplias de armas y altos libros encuadernados en piel en estanterías de madera oscura, al que llegaba apenas, al cerrarse la puerta, el trasiego de máquinas de escribir y de voces de las oficinas y el ritmo poderoso y constante de las máquinas de imprenta.

He buscado la dirección en un mapa y he subido por una calle estrecha, a espaldas de Cibeles, Marqués de Duero, hasta encontrar el número siete: una verja, un edificio de ladrillo con tejados de aire mudéjar, una marquesina de hierro y cristal encima de la escalinata de acceso, en la que Ignacio Abel, cuando entraba, vio, en medio de la confusión de gente atareada cargando paquetes de periódicos en una furgoneta, a un hombre rubio y algo carnoso, muy sonriente, que le era familiar, aunque no llegaba a identificarlo, quizás porque ahora iba vestido de miliciano, con un mono azul impoluto y un correaje brillante, con una cámara fotográfica en bandolera en vez de fusil. Al verlo más de cerca se dio cuenta de que era el poeta Alberti. Los ojos de Alberti se detuvieron un momento en él, claros y en seguida ausentes, quizás porque sabía con vaguedad quién era pero no consideraba necesario saludarlo. Al pasar a su lado olió a brillantina y a colonia. Preguntó por Bergamín mintiendo que venía de parte de su hermano arquitecto y una secretaria menuda que llevaba un cinturón con una pistola en una funda de cuero lo guió hacia su despacho. Bergamín sí se acordaba de él: le había publicado algunos artículos en los últimos años en su revista
Cruz y Raya.
Casi puedo verlo, como si fuera yo mismo quien se ha sentado delante de él, quien se aclara la garganta y traga saliva antes de explicarle, tanteando en busca del tono adecuado, el motivo de la visita, la llegada de los hombres metódicos que se llevaron al profesor Rossman después de registrar meticulosamente su habitación: está más flaco, más chupado que nunca, la nariz más afilada, la punta húmeda, rojiza, por un resfriado que le obligaba a sonarse los mocos de vez en cuando, los ojos más pequeños bajo las cejas muy peludas, la voz débil, nasal por el resfriado, la raya recta dividiendo el pelo aplastado, muy negro. —. . . e l corte, por fuerza, ha de ser sangriento —dice,
y
toma aire, respirando por la nariz—; pero lo que cuenta no es la sangre derramada en sí sino la limpieza de la operación. Sangre siempre hay de sobra, como se encargan de recordarnos nuestros enemigos, que no tienen reparo en derramarla. Ya tiene usted noticia de los ríos de sangre que están haciendo correr allí donde han triunfado, en Sevilla, en Granada, en Badajoz. Para ellos no existen los escrúpulos morales que a nosotros nos paralizan a cada momento. De modo que a nosotros lo que debe preocupamos en esta hora gloriosa y trágica no es el volumen de la sangre que se esté derramando a cuenta de la revolución sino su eficacia, y en ese punto sí que es posible tener alguna duda. El pueblo español está actuando con un instinto justiciero muy propio del genio de la raza, pero también con una anarquía que es igual de atávica, y que puede volverse en su contra si no la encauzamos. Qué talento para la improvisación, qué instinto insuperable, incluso en el lenguaje. De pronto hay palabras y expresiones nuevas que ya parecen de toda la vida. ¿A qué genio del sainete espontáneo se le ocurrió esa maravilla verbal de «dar el paseo»? O eso que también se dice, «picar a alguien», la cantera inagotable del idioma taurino, que está en el corazón mismo de lo español irreductible. No me ponga usted mala cara. Yo lamento tanto como usted los excesos que se han producido, pero qué poco son comparados con el gran acierto del heroísmo instintivo del pueblo, y en cualquier caso no hemos sido nosotros los que empezamos esta guerra, y es justo que el peso de la sangre caiga sobre los cómplices de los que la provocaron. No se escandalice usted de la sangre, ni del fuego. Ha sido necesario. Obligado. Defensa, y no agravio de nuestra parte. Recuerdo aquel artículo de usted en el que celebraba la capacidad maravillosa de adaptación de la arquitectura popular española. ¿No está ahora ocurriendo lo mismo? El pueblo español, acostumbrado a la escasez, se arregla con lo que tiene a mano. ¿Que el ejército desleal se subleva? El pueblo se levanta en milicias y en partidas guerrilleras, igual que en 1808 contra los franceses, con el mismo instinto dormido durante más de un siglo, y toma lo que encuentra a mano, lo más común lo vuelve épico, el mono azul proletario convertido en nuevo uniforme, sin la antipatía de la uniformidad militar. Por eso quise yo que le diéramos ese nombre a nuestra revista.
El Mono Azul
¿No es mejor que el que le puso Neruda a la suya,
Caballo Verde
? Un caballo verde, si usted se para a pensarlo, es una tontería. El mono azul es una cosa muy seria. Estaría bien, ahora que lo pienso, que usted nos escribiera algo. No le conviene andar por ahí preguntando por el paradero de un sospechoso sin hacer algún mérito visible, usted ya me entiende, sin que se le vea una disposición clara de arrimar el hombro. La hora de los intelectuales puros ha pasado, si es que existió alguna vez. Mire la vergüenza de Ortega, de Marañón, de Baroja, de ese felón miserable que ha resultado ser don Miguel de Unamuno. Le supongo enterado de lo que le han hecho al pobre Lorca en Granada...

—He oído algo pero no podía creérmelo. Se oyen tantas cosas que parecen verdad y luego resultan ser rumores.

—Veo que usted es de los que tienen dudas todavía. De los que sospechan que nuestra propaganda es exagerada y que nuestros enemigos no son tan sanguinarios como decimos nosotros. Usted conserva el escrúpulo humanista de no trazar una raya definitiva entre ellos y nosotros; usted no quiere aceptar que nosotros tenemos toda la razón y ellos toda la animalidad y toda la barbarie. ¿Cómo era esa boutade de Unamuno? ¿Los Hunos y los Hotros? El que parecía que estaba por encima de todo ladra en Salamanca contra la República lamiendo las espuelas de los militares y los anillos de los obispos, que ahora son para él los defensores de la Civilización Cristiana, con todas sus mayúsculas. Mire lo que hacen cuando entran en los pueblos de Extremadura, cómo actúan. Los servidores de la patria dan caza a sus compatriotas como los italianos a los negros en Abisinia. No buscan la victoria militar sino el exterminio. ¿Y nosotros hemos de tener todavía remordimientos de conciencia porque el pueblo, en defensa propia, se toma la justicia por su mano?

—Mi amigo no ha hecho nada, estoy seguro. Se lo han llevado como se pueden llevar a cualquiera. No creo que eso sea justicia.

—Si es inocente, y para mí que usted lo avale me sirve de plena garantía, no dude que lo pondrán en libertad.

—¿No sabrá usted dónde puedo buscarlo?

Bergamín se quedó pensativo, los codos sobre la gran mesa de caoba, las manos juntas y rectas, las puntas de los dedos muy flacos debajo de la nariz un poco húmeda, los ojos entornados, en una actitud de recogimiento que tenía algo de religioso.

—¿Está usted plenamente seguro de que su amigo no se ha significado por nada? ¿No tendría algún contacto con la embajada alemana?

—Tuvo que irse del país cuando triunfó Hitler. Si no lo metieron en la cárcel fue porque le habían dado la Cruz de Hierro en la guerra.

—¿Era un hombre de claras simpatías antifascistas?

—¿Por qué dice usted «era»?

—Una forma de hablar. ¿Algún distintivo en el auto donde se lo llevaron?

—Ninguno. A su hija tampoco le enseñaron ninguna credencial.

—En estos tiempos, ¿quién piensa en credenciales? Usted no se da cuenta de la urgencia de la lucha en que nos encontramos. No podemos permitir que en nombre de los miramientos de una legalidad caduca que se ha derrumbado se nos escape alguno de nuestros enemigos.

—El profesor Rossman no es un enemigo.

—Si de verdad no lo es, ¿por qué lo han detenido?

Ignacio Abel tragó saliva, se removió incómodo en la silla de filigranas pseudomedievales, en el despacho de maderas nobles y panoplias que habría sido el sueño de su suegro don Francisco de Asís. Notaba el peligro de seguir hablando y sin embargo no se callaba: oía su propia voz.

—Porque detienen a cualquiera. Van por ahí con esos autos incautados imaginándose que son gángsters en una película, con esos nombres de película mala que se ponen, Los Aguiluchos de la República, la Patrulla del Amanecer, los Justicieros Rojos. No me diga usted que eso es manera de hacer las cosas, Bergamín. ¿No hay policía, no hay guardias de Asalto? Lo paran a uno por la calle, le ponen en el pecho un fusil que casi no saben manejar y algunas veces no saben ni leer el nombre que pone en la cédula...

—¿Se considera usted superior a un soldado del pueblo porque usted sí tuvo el privilegio de que le enseñaran a leer y escribir? Es el pueblo el que impone ahora su ley y nosotros, la gente como usted y como yo, tenemos la opción de unirnos a ella o de desaparecer junto a la clase en la que nacimos. El pueblo es tan generoso en su victoria que nos está dando una posibilidad de redención tan radical como la que trajo en su día Jesucristo.

—Qué victoria. Cada día que pasa el enemigo está más cerca de Madrid.

Pensó añadir, casi se escuchó a sí mismo diciendo: yo no nací en la misma clase que usted; su padre era ministro del rey Alfonso XIII y el mío maestro de obras; usted nació en un principal de la plaza de la Independencia y yo en una portería de la calle Toledo. Pero no dijo nada. Tragó saliva de nuevo, erguido en la silla labrada, el nudo de la corbata apretándole el cuello. Bergamín se limpió la nariz con el mismo pañuelo arrugado, se frotó con suavidad envolvente las manos, miró un momento en silencio a Ignacio Abel, por encima de la amplitud barroca de la mesa, con su carpeta de piel y su escribanía pseudoantigua, con sus tinteros falsos y plumas de plata y abrecartas en forma de puñal toledano y sus montones de pruebas de imprenta encabezadas con el rótulo de
El Mono Azul
Habló como si recitara uno de los artículos de fondo que dictaba cada día a una secretaria, caminando de un lado a otro del despacho, complacido por el crujir de sus botas de cuero, deteniéndose a veces ensimismadamente junto a la ventana de cristales emplomados que daba al patio del palacio, las manos rectas delante de la cara, oliéndose las uñas.

—Yo le tengo aprecio a usted, Abel. Me gustan los artículos que ha escrito para nosotros y mi hermano me ha hablado muy bien de su trabajo, y me ha asegurado que es usted un republicano cabal. Pero no se confíe. En los nuevos tiempos no caben los melindres ni las contemplaciones de la vieja política burguesa, con sus tibiezas y sus legalismos. No ha sido el pueblo el que ha prendido la brecha de la hoguera en la que arde hoy toda España, pero será el pueblo el que salga triunfante de esta batalla y el que dicte los términos de la victoria. En esta hora no hay sitio para los derrotistas ni habrá contemplaciones con los tibios. ¿Que se cometen errores, excesos? Claro que sí. Son inevitables. Se cometieron en la Revolución francesa, y en la rusa. Cuando un gran río se desborda lo arrastra todo en su camino. Esos grandes canales y esas centrales hidroeléctricas que se construyen ahora mismo en la Unión Soviética no pueden hacerse sin destruir algo. Y qué sacrificios no serán necesarios para completar la colectivización de la agricultura, que aquí todavía ni siquiera nos atrevemos a imaginar. Aquí la República intentó una modesta reforma agraria y mire cómo se han levantado contra ella los terratenientes y sus servidores de siempre, los militares y los curas. Ha sido la ceguera de su propio egoísmo la que ha desatado su ruina. Ellos empezaron a derramar la sangre y ahora la sangre cae sobre ellos. Acuérdese del pasaje evangélico: «Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos...»

—Pero no se hace justicia matando a inocentes.

—Usted me habla de una justicia legalista de inocencias y culpas individuales. Pero las fuerzas históricas actúan a una escala muy superior, que es la de las grandes colisiones de clases. En la naturaleza no cuentan los individuos, sino las especies. Usted o yo no somos nada aisladamente, y nuestro destino personal significa muy poco a no ser que nos unamos a una de las grandes corrientes que ahora mismo están chocando en España. ¿Qué hacíamos todos nosotros, antes de abril del 31, cada uno embebido en sus cosas, elaborando quimeras, imaginándonos que conspirábamos contra el rey? Nos sumamos a la fuerza del pueblo el 14 de abril y fuimos parte de la inundación que derribó la Monarquía. O somos pueblo o no somos nada, residuos de especies destinadas a perecer...

Sonó el timbre del teléfono. Bergamín se puso de lado para hablar por él, asintiendo mientras escuchaba, tapándose la boca cuando respondía, durante largos minutos. Colgó y pareció que le costaba recordar quién estaba sentado frente a él. Se puso en pie, flaco y un poco encorvado, encogido en el interior de una cazadora de cuero de aviador o tanquista, incongruente en el despacho, en el calor de finales de agosto.

—¿Me ayudará usted a encontrar al profesor Rossman?

—No se preocupe por nada. Si su amigo de usted no ha hecho nada acabará apareciendo. No soy quién para hacerlo, pero le doy mi palabra.

Bergamín debió de pulsar un timbre oculto y la secretaria uniformada y con la pistola al cinto apareció en la puerta.

—Abel —dijo Bergamín, sin levantar la voz, todavía de pie, las manos posadas sobre la mesa con los flacos dedos muy abiertos—. Vuelva pronto por aquí. No podemos prescindir de hombres como usted. Tiene usted que ayudarnos a salvar el patrimonio artístico del pueblo español. Esos bárbaros lo destruyen a sangre y fuego por donde pasan. Y en esta hora de tanta confusión le conviene a usted que se sepa que está con los leales.

30

Tal vez ya estaba muerto mientras yo escuchaba a Bergantín, piensa ahora, acordándose de la voz un poco aflautada y monótona en una penumbra de cristales emplomados, acordándose de la mano alargada y fría y sin embargo sudorosa, quizás por culpa del resfriado, huesuda y al mismo tiempo blanda, la mano del hombre friolento y encogido dentro de la cazadora de aviador o de expedicionario que miraba un momento a los ojos y luego los bajaba para seguir hablando mientras sus dedos flacos jugaban con un abrecartas en forma de espada toledana que debió de pertenecer también a los dueños expropiados y fugitivos del palacio. Tal vez el profesor Rossman ya estaba muerto o estaba esperando a que lo mataran en las tinieblas de un sótano o en la bodega húmeda de alguno de aquellos palacios convertidos en cárceles y cuarteles de milicias y hasta en lugares de ejecución y yo habría llegado a tiempo a salvarlo si hubiera tenido más astucia o más empuje o no me hubiera desalentado de seguir buscando o no hubiera confiado tan vanamente en la ayuda de Bergantín, o hubiera insistido más con Negrín, que logró salvar a tanta gente, a su propio hermano, un fraile al que ayudó a escapar a Francia, «y no sin dificultad», le dijo, «como si el pobre fuera un conspirador o un quintacolumnista, mi hermano, que llevaba veinte años sin salir de su convento». Había que esperar, dijo Bergamín, mirándolo un momento a los ojos desde el cuévano de los suyos, ensombrecidos por las cejas muy peludas y diminutos y húmedos por el resfriado, pero no lo acompañó a la puerta del despacho pseudogótico y pseudomudéjar; había que tener confianza, no dar crédito a las mentiras de la propaganda enemiga, que había logrado llenar los periódicos extranjeros de noticias de crímenes y desmanes cometidos en nuestro territorio y de fotografías trucadas de profanaciones de iglesias y de milicianos apuntando con sus fúsiles a curas inocentes, como si fueran mártires de una nueva persecución del cristianismo, ellos que habían sido los primeros en traicionar el mensaje evangélico, en alentar y bendecir los derramamientos de sangre inocente, dijo Bergamín. Levantó algo más la voz, aunque no demasiado, porque la tenía tomada, para dar instrucciones a la secretaria: «Mariana, tómele la dirección y el teléfono al compañero Abel, y búsqueme comunicación cuanto antes con el director general de Seguridad.» Sonrió débilmente, desde el otro lado de la mesa enorme, labrada, advirtió Abel, con el lujo depravado de los ricos españoles, con la brutal ostentación española del dinero, y se llevó de nuevo el pañuelo a la nariz, flaco como un pájaro, estornudando ahora tras la puerta cerrada, cuando Ignacio Abel ya estaba dándole su número de teléfono y su dirección a la secretaria, una mujer joven, atractiva, con una belleza severa, con los ojos muy claros y el pelo corto, peinado con raya. Quizás la había conocido en otra época y no se acordaba; quizás el pantalón y la camisa de miliciana y la pistola al cinto la volvían desconocida. «Pregunte por mí cuando llame. Mariana Ríos. Aquí le apunto mi teléfono. Aunque ya sabe usted que no siempre se consigue comunicación.» Debió de equivocarse de camino al buscar la salida y se encontró atravesando un gran salón con escudos nobiliarios y estandartes en las paredes, con una enorme chimenea de pretensiones medievales, con armaduras probablemente auténticas en las esquinas, algunas de ellas con gorros milicianos terciados sobre los morriones. Sobre una larga mesa de comedor retirada contra la pared y convertida en tablado una orquestina ensayaba un vals burlesco con quiebros sincopados de saxofón y de trompeta y redobles de tambor. Operarios jóvenes traían grandes baúles y los dejaban abiertos sobre el suelo entarimado, intercambiando bromas y cigarrillos con las chicas que se arrodillaban sobre ellos sacando con gestos fantasiosos vestidos de noche, uniformes antiguos de gala, fracs de largos faldones, sombreros con plumas de avestruz. Un miliciano marcaba el paso llevando al hombro una alabarda y un tricornio de diplomático hundido hasta las cejas, un cigarrillo humeando en la boca. La orquestina empezó a tocar un fox-trot y dos de las chicas se subieron a la tarima, marcando los pasos con taconazos sonoros que resonaban en el artesonado, una de ellas con una tiara de plumas y brillantes falsos sobre su cara redonda y menuda. De alguna parte venía un estrépito de máquinas de escribir, una cadencia poderosa de linotipias trabajando. El olor a tinta se mezclaba al del alcanfor y al polvo de los trajes recién exhumados de los grandes baúles, que tenían herrajes dorados y etiquetas de hoteles internacionales y de transatlánticos. En los pasillos había como un desorden de mudanza, cuadros apilados contra las paredes, montañas de libros que se habían derrumbado, pilas de periódicos y de carteles recién impresos. Con la ayuda de un escoplo y un martillo un miliciano reventó las puertas de un armario y de ellas cayó un gran alud de zapatos de todas clases, de hombre, de mujer, de charol, de raso, zapatos y botas, babuchas, todo nuevo, como no usado nunca, derramándose sobre el parquet sucio de polvo y papeles y colillas. En el patio del palacio, delante de la escalinata de entrada, el poeta Alberti apuntaba su pequeña cámara fotográfica hacia un grupo de dignatarios de aire intelectual y extranjero —gafas redondas, perillas muy recortadas, miradas de irritación o impaciencia. Les pedía que se agruparan más, moviendo mucho las manos, dando instrucciones en un precario francés. Uno de ellos levantaba el puño cuando parecía que Alberti ya iba a disparar la cámara, y lo bajaba al ver que la preparación de la foto seguía prolongándose.

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