La noche de los tiempos (75 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

Volvió a su casa a la caída de la tarde, después de buscar en vano a Negrín en la Casa del Pueblo y en el café Lion (le dijeron que no había vuelto de la Sierra: alguien le repitió el rumor de que iba a haber un gobierno nuevo en el que Negrín sería ministro de algo). Abrió la puerta rendido de cansancio y la señorita Rossman todavía estaba esperando, como si no se hubiera movido desde que la dejó por la mañana, sentada en el filo de la silla, las nudosas rodillas juntas, las manos en el regazo, delante del vaso de agua, mirando el declive de la luz en el comedor abandonado, cerca del balcón abierto por el que entraban los rumores de la calle y los silbidos de los vencejos, el crepitar de algún tiroteo lejano que podía ser también el petardeo de un automóvil. Inventó pistas esperanzadoras, vagas gestiones en oficinas administrativas que sin duda iban a dar un resultado favorable. Se ofreció a acompañar a la señorita Rossman a la pensión, si era que no prefería quedarse al menos esa noche en la casa, donde había dormitorios de sobra. La señorita Rossman enrojeció levemente al decir que no: gracias a su trabajo tenía un salvoconducto para circular sin peligro por Madrid, y aún le daba tiempo a volver antes de que se hiciera por completo de noche.

—No se preocupe usted —dijo Ignacio Abel, oyendo la falta de convicción en su propia voz—. No parece que sea nada grave.

—¿Pero sabe usted dónde lo tienen detenido?

La miró antes de contestarle, buscando el tono adecuado para que su negativa no fuera del todo desalentadora.

—Ya sabe usted que en una situación como la que estamos pasando las cosas son complicadas. Pero hay seguridad al menos de que su padre de usted no está en manos de incontrolados. Personas influyentes me han dado su palabra de que se hace todo lo posible por encontrarlo. Piense que su padre es una eminencia internacional.

—También lo era García Lorca.

—Pero a García Lorca lo han matado los otros. Hay una diferencia.

Ahora fue la señorita Rossman quien lo miró a él sin decir nada. Le tendió la mano fuerte y algo masculina y tenía la palma muy áspera. Salió mirando al suelo, el pelo lacio oscilando a los lados de la cara, cortado de una manera expeditiva, como de un solo tijeretazo a la altura de la barbilla. Bajó por las escaleras sin hacer ruido con sus zapatos planos y debió de mantener la mirada en el suelo mientras cruzaba el portal (sin advertir que era observada por el portero desde su garita, más atento ahora que nunca a quienes entraban y salían, siempre amigable con las patrullas de milicianos que vigilaban este barrio de gente políticamente sospechosa, despoblado por el veraneo y sobre todo por el miedo, lleno de pisos cerrados y oscuros en los que tal vez se ocultaban enemigos o se celebraban misas en secreto o se intentaban sintonizar de noche las emisoras del otro lado), mientras salía a la calle y sólo entonces levantaba los ojos con el recelo de que la estuvieran siguiendo, con la esperanza de encontrar un tranvía que la llevara hacia el centro, una mujer sola, extranjera, llamativa a pesar de su cabeza baja, sus zapatos planos, su actitud de mansedumbre, de deseada invisibilidad. Y mientras Ignacio Abel la veía alejarse asomado a un balcón (las plantas secas en él, la tierra dura en las macetas que Adela cuidaba tanto), el profesor Rossman tal vez ya estaba muerto, en el suelo de cemento de un sótano o en una cuneta o en una zanja o junto a una tapia en los límites de Madrid, muerto y sin nombre, sin ningún documento de identificación en los bolsillos, en los que sólo habría esas cosas que todo el mundo lleva en ellos y olvida y encuentra luego con cierta sorpresa cuando al cabo de un tiempo vuelve a ponerse el mismo pantalón o la misma chaqueta, las que nadie se molesta en robar a un cadáver: la mitad rasgada de una entrada de cine, una moneda de cobre como agazapada en un pliegue casi inaccesible;

o una caja de cerillas o una cerilla suelta o un pequeño lápiz doble, rojo y azul, ya muy apurado pero todavía útil, de esos que sirven para subrayar y a los que se saca punta por los dos lados: uno cualquiera de los objetos triviales que seguían fascinando al profesor Rossman con el misterio humilde de su utilidad. Pero él que siempre tenía ocupados los dedos, examinando con el tacto lo que la mirada miope no le podía revelar, jugando automáticamente con cualquier cosa que hubiera en una mesa o que llevara en el bolsillo (las yemas de sus dedos extensiones táctiles que se movían con la vitalidad perpetua y autónoma con que los ciegos tocan objetos o rozan superficies), murió con las manos atadas a la espalda, con un trozo áspero de cuerda que se hundía luego en la piel muy hinchada y violácea. Qué raro haber venido a morir a un país así, pensaría, con el fatalismo manso y como hipnotizado de los que se dejan empujar hacia la caja de un camión y bajan luego de ella dócilmente y son llevados sin resistencia hacia un muro ya salpicado de disparos y de manchas de sangre o hacia el filo de una zanja, y guiñan los ojos para eludir la claridad de los faros encendidos delante de los cuales unas siluetas recortadas a contraluz preparan sus armas. Qué lugar tan ajeno lo había estado esperando para ser lo último que viera: las sombras de los pinos en la Casa de Campo, tal vez, el cielo deslumbrante de estrellas en la negrura azulada de la noche de principios de septiembre, en la que ya hacía bastante fresco.

«Si no ha hecho nada no hay nada que temer», había dicho Bergamín, con su voz aflautada y ecuánime. Se frotó las manos al ponerse de pie detrás de la mesa de su despacho y tal vez el profesor Rossman ya llevaba varias horas muerto. O estaba vivo aún y lo mataron justo esa noche en la que su hija llegó a la pensión y se encerró en el cuarto que nadie había arreglado en su ausencia y en la que Ignacio Abel cerró el balcón después de verla alejarse hacia la esquina de la calle O'Donnell. Cayó en la cuenta de que no había comido nada en todo el día mientras iba de un lado a otro de Madrid, nada más que un cartucho de cacahuetes tostados que compró al vendedor ambulante del paseo de Recoletos después de salir de la Alianza de Intelectuales. Tenía un hambre cruda, de repente. Encontró en la cocina una lata de sardinas en aceite y se la comió sentado a la mesa, poniendo debajo una doble hoja de periódico abierta, mojando trozos de pan duro en el aceite espeso, hurgando con el tenedor en el fondo de la lata, sin reparar en los lamparones que caían sobre el papel impreso, debajo de la bombilla desnuda que en otro tiempo alumbró las tareas de las criadas, en este confín de la casa donde él casi nunca se había internado antes. En el acto de comer solo había algo primitivo; en la desgana de poner un mantel y limpiar la mesa y buscar una servilleta que no estuviera sucia. Se limpió los dedos en la hoja manchada de periódico y dejó encima de ella la lata vacía y el tenedor con las puntas brillantes de aceite, que a la mañana siguiente tendrían trozos endurecidos y escamas de sardina. En realidad sólo prestaba atención a su ropa, que la mujer del portero le lavaba y planchaba una vez a la semana. El portero le había sugerido que su mujer también podía subir de vez en cuando a limpiarle la casa —provisionalmente, mientras la situación no se arreglara, aunque aquello no parecía que pudiera durar mucho, dos o tres semanas más y todo habría terminado, y la señora y los niños y las dos criadas podrían volver del otro lado de la Sierra— pero a él le desagradaba la idea de tenerlos a los dos espiando, haciendo averiguaciones que a saber a quién le contarían luego, o simplemente le avergonzaba que vieran el desorden en el que había caído rápidamente todo desde que estaba solo, el polvo, los periódicos tirados en cualquier parte, las sábanas sucias en la cama que no hacía nunca, el mal olor y la mugre en la cocina y en el cuarto de baño (si Adela entrara de pronto y lo viera, si las criadas tuvieran que ponerse a limpiar y a ordenar, cómo murmurarían). Desde el teléfono de su despacho intentó hablar con Negrín y el timbre sonó mucho rato sin que nadie contestara. Marcó el número que le había dado la secretaria de Bergantín y cuando ya iba a colgar porque tampoco había respuesta escuchó una voz de mujer que hablaba muy alto, preguntando quién llamaba, y no lograba enterarse, porque se oía un clamor de voces dominado por la música que esa mañana estaba ensayando la orquestina. No, Mariana Ríos no estaba, el compañero Bergamín tampoco, lo mejor sería que volviera a llamar mañana a primera hora, tenía que colgar porque no se oía nada. En ese auricular él había escuchado la voz de Judith Biely. En esa mesa se había sentado muchas veces para escribirle o para leer una y otra vez sus cartas y como se olvidaba de cerrar con llave la puerta Adela o Miguel o Lita entraban a veces de improviso y a él no le daba tiempo a esconder la carta debajo de un documento que fingiera estudiar o a guardarla en el cajón de la llave diminuta. Imaginaba ahora que le escribía una carta que no habría sabido adonde enviarle y le faltaban ánimos para despejar la mesa y para buscar una hoja de papel y recargar la estilográfica. Sentía rencorosamente que el olvido ya lo estaba borrando de la vida de ella: en ese momento justo, esa noche, mientras el profesor Rossman esperaba en un sótano a oscuras, entre otros condenados, a que vinieran a buscarlo, o mientras ya estaba muerto y nadie había identificado su cadáver, nadie le había puesto un nombre a la foto tamaño pasaporte o visado que un funcionario pegaría pulcramente en uno de los grandes libros del registro de muertos. Conectó la radio y un locutor de voz vibrante estaba anunciando una vez más la reconquista de Aragón y el avance irrefrenable de las milicias populares hacia Zaragoza. Bajó el volumen para buscar alguna emisora del enemigo y en Radio Sevilla otra voz muy semejante aunque mucho más lejana y cercada de pitidos proclamaba la resistencia heroica del Alcázar de Toledo, contra cuya fortaleza numantina se estrellaban en vano las oleadas de las hordas marxistas. Cuando terminara todo aquello habría que proceder a una limpieza no sólo de escombros y de cadáveres mal sepultados sino también de palabras, a un riguroso ayuno nacional de adjetivos: irrefrenable, incontenible, inmarcesible, imperdonable, insoslayable, enardecido, delirante, heroico. Sonaron pasos cerca y apagó la radio con un sobresalto de miedo. Apagó la luz, se quedó quieto en la oscuridad. Oyó voces, entre ellas la del portero. Si venían a detener a alguien caminaría al lado de los milicianos de la patrulla con la misma inclinación con que lo cortejaba a él cuando cruzaba el portal. Llamaban a una puerta, al otro lado del rellano. Recorrió el largo pasillo en penumbra pisando con sigilo. Cayó en la cuenta de que el reloj de pared estaba parado. Hacía mucho que no le había dado cuerda. Se acercó a la puerta y pegó la cara a la mirilla, pero no oyó nada y no vio luz en el rellano. De noche y en la soledad escuchaba ruidos fantasmas y voces de ausentes, el sonido de los cubiertos en el comedor al final del pasillo, la radio y las voces de las criadas y el trajín de la cocina en el otro extremo de la casa. Más allá de las rendijas de los postigos cerrados a causa de las alarmas aéreas la calle Príncipe de Vergara y el horizonte de los tejados de Madrid eran una gran oscuridad tan poblada de temores como los bosques de los cuentos antiguos que él les leía a sus hijos cuando eran pequeños. Fulgores hipnóticos de faros, sirenas. En el silencio los pasos de alguien, una conversación, hasta el chasquido de un mechero, llegaban a la oscuridad de su dormitorio con la nitidez de un experimento acústico. Se echó sobre la cama en desorden sin quitarse la ropa y ni siquiera los zapatos y despertó de pronto con regusto inmundo a sardinas en aceite y con el corazón batiendo en el pecho. Temblaba la cama, la lámpara en la mesa de noche, la casa entera, y él no comprendía nada, en la confusión angustiosa del despertar, de dónde venía esa vibración, ese trueno prolongado y cercano. Las sirenas volvieron inteligible el estruendo: aviones enemigos, volando bajo y eligiendo sin prisa los objetivos de sus bombas en una ciudad sin más defensas antiaéreas que los disparos insensatos de fusiles y hasta de pistolas desde las azoteas contra los Junkers alemanes. Inmóvil, boca arriba, con una desgana más fuerte que el miedo, sintió una tras otra sacudidas menos poderosas que el estruendo de los motores que ya se alejaba. Bombardean barrios de pobres, no éste en el que saben que viven tantos de los suyos. Y nosotros no tenemos más aviación que algunos desechos franceses de la Gran Guerra y ni siquiera alarmas potentes que suenen de verdad estremeciendo el aire, sino penosas sirenas como de atracción de feria que algunos guardias de Asalto llevan montadas en las motocicletas y hacen girar con una mano mientras sujetan el manillar con la otra, dando tumbos por las calles a oscuras. A los silbidos y al retumbar hondo de las bombas se mezclaban cascadas de disparos de fusilería. Después hubo un largo silencio del que emergían sirenas de ambulancias y campanas de coches de bomberos. En el duermevela empezó a precisarse un recuerdo inesperado y muy vivido de Judith, que le produjo una excitación inmediata, el sonido que hacía la articulación de sus mandíbulas cuando estaba empezando a correrse, acariciada por él, tensa y desnuda a su lado, casi rígida, con los ojos cerrados, los talones rozando la sábana, una mano suya guiándolo, haciendo que apaciguara el ritmo de la caricia, apretando sus dedos para que presionaran el punto necesario, con la necesaria intensidad, lubricándolo con el flujo que los humedecía. Separaba un poco las mandíbulas, aunque respiraba por la nariz, muy fuerte, gimiendo apenas, presionando los dedos, apretando los músculos sobre ellos, extendiendo las puntas de los pies. Ahora él, en la oscuridad del dormitorio conyugal en el que Judith nunca había estado, sobre las sábanas arrugadas y sucias en las que no quedaban rastros del olor de Adela, quería imaginar sin éxito que era la mano de Judith la que estaba tocándolo, que al masturbarse con una urgencia brusca y mecánica invocaba el cuerpo y la cercanía obscena y delicada de ella. Pero era en vano, un espasmo inútil y todo estaba terminado, dejándole sólo una añoranza enconada y estéril, una sensación de ridículo, casi de vergüenza, un hombre de casi cincuenta años haciéndose una paja, en el insomnio de una ciudad en guerra. Ya clareaba cuando notó que se dormía, con una gota de humedad fría en el vientre, con el remordimiento de no echarse en seguida a la calle para seguir buscando al profesor Rossman.

Despertó creyendo que sería muy tarde. El disgusto de sí mismo era casi tan masticable como el sabor a sardinas en aceite que todavía le duraba en la boca. Pero no eran ni las ocho. Se dio una ducha, se lavó con furia los dientes, se afeitó los cañones grisáceos y blancos de la barba eludiendo su propia mirada en el espejo. Al menos aún había agua corriente y seguía teniendo ropa limpia y planchada en los cajones del armario (el portero protestaba cada vez que lo veía bajar la bolsa de la ropa sucia: por qué se molestaba, a su mujer no le importaba subir a recogérsela, incluso podía hacerlo él mismo). Iría a buscar de nuevo a Bergamín. Preguntaría otra vez en las oficinas y en los palacios incautados y en los cuarteles de milicianos que había recorrido el día anterior. Iría a la Dirección General de Seguridad, a la Casa del Pueblo, al Círculo de Bellas Artes, al cine Europa, al cine Beatriz, donde le habían dicho que como los sótanos estaban llenos de presos a algunos los custodiaban, con las manos atadas, en la misma sala en la que el público veía las películas. Se estaba ajustando la corbata delante del espejo del recibidor cuando sonó el teléfono: pero era la señorita Rossman, disculpándose por llamar tan temprano, quedándose callada un momento cuando él le dijo que aún no sabía nada, pero que no se preocupara, que precisamente ahora mismo estaba a punto de salir a la calle para continuar la búsqueda. Llamó al número de la secretaria de Bergamín y nadie contestó. La urgencia de la guerra no ha adelantado el horario de las oficinas españolas. Se acordó de un cartel que le había llamado la atención en el metro: ¡TODOS AL FRENTE! ¡ANTES MORIR QUE RETROCEDER! ¡EL REGIMIENTO DE BALAS ROIAS OS LLAMA!
(Inscripción de 9 a 1 y de 4 a 7.)
Ni siquiera para morir antes que retroceder se ampliaba el horario administrativo de inscripciones. Bajó a desayunar a una lechería cercana, en la calle don Ramón de la Cruz, de mostrador de mármol reluciente, de azulejos blancos. Parecía que estaba cerrada: golpeaba de una cierta forma en la persiana metálica y el dueño, que lo conocía, lo dejaba entrar, mirando rápidamente de un lado a otro de la calle, cerrando de nuevo. En la vida antigua y sin embargo cercana había subido cada mañana temprano por la escalera de servicio llevando la leche y la mantequilla que más les gustaban a sus hijos, y en verano les vendía helados suculentos de leche merengada. El mostrador y las paredes conservaban el resplandor blanco de siempre pero de la pared había desaparecido un almanaque con la Virgen de la Almudena y una estampa enmarcada del Cristo de Medinaceli. «A usted le abro porque le conozco y es de confianza, don Ignacio, pero ya me dirá qué hago yo si se me presenta una de esas patrullas con mosquetones y se me incautan las existencias de varios días. Se llevan un bidón de cien litros de leche porque dicen que son para los milicianos del frente o para los niños huérfanos y me pagan con un vale escrito a mano en un trozo de papel que ya me dirá usted para qué me sirve, o ni siquiera eso, levantan el puño y dicen todos con el mismo vozarrón ¡UHP! y ya parece que han pagado, y a ver quién les protesta. Ellos dicen que son todos hermanos proletarios, y yo qué soy, ¿un burgués? ¿No me he estado levantando cada día a las tres o las cuatro de la mañana desde que no me llegaba la cabeza al mostrador? El que no trabaja no come, dicen siempre. ¿Y si a mí me quitan lo mío, qué he de comer, matándome yo también a trabajar? ¿Y en qué trabajan ellos, que ni siquiera se molestan en ir al frente? ¿Y mis hijos qué comité ni qué Socorro Rojo Internacional va a alimentarlos si yo tengo que cerrar el negocio porque me lo roban todo, o si les da una mañana por decir que van a colectivizarme la lechería, o que soy un faccioso, y acabo con cuatro tiros delante de una tapia del cementerio de la Almudena, o en la Pradera de San Isidro, que vaya sitios que eligen para matar a la gente? Perdóneme que me desfogue con usted, don Ignacio, pero usted es un hombre de bien, y si me quedo aquí callado todo el día sin hablar con nadie me parece que va a explotarme la cabeza... ¿Usted cree que esto puede durar mucho todavía? Porque si la cosa no se remedia pronto yo me voy a quedar sin leche ni café en unos pocos días, hasta los sobres de azúcar se me están acabando. ¿No querrá usted otro café, a cuenta de la casa?» Era un hombre gordo, apacible, con una blandura mantecosa en la papada y en los brazos, como alimentada por la misma excelente mantequilla y la nata espesa que se preciaba siempre de vender a su distinguida clientela, de la cual ahora no quedaba casi nadie, casi todos huidos o escondiéndose y algunos de ellos sacados a empujones después de la medianoche y ejecutados no muy lejos de allí, en los desmontes y solares donde terminaba el barrio, después de las últimas farolas. Hablaba con Ignacio Abel y al mismo tiempo permanecía atento al vaso de café con leche y a la expresión de agrado o disgusto con que este raro cliente que no se había ido de Madrid ni parecía asustado estuviera bebiéndolo, y cada pocos segundos los ojos inquietos se le iban hacia la puerta a medio cerrar, cuando escuchaba pasos o un motor en la calle. El comerciante gordo y tranquilo que saludaba con ceremonia a las señoras del barrio y se sabía los diminutivos de todas las criadas ahora vivía agazapándose en la tienda que no había querido abandonar ni cerrar, el reducto de mostrador blanco y azulejos blancos en el que había puesto el esfuerzo de toda su vida, los madrugones inhumanos, el ahorro céntimo a céntimo, la obligación del servilismo hacia los señores, que le exigían tratamiento de don o doña o señora de y hasta señora marquesa y sin embargo algunas veces no le pagaban las cuentas de la leche; y ahora, sin comprender por qué, él que no se había metido en nada, que no era político, tenía que vivir asustado, dijo, bajando la voz, temiendo que cualquiera viniese a quitarle lo que era suyo o a pegarle cuatro tiros. Tenía el miedo en los ojos ligeramente saltones, en el temblor de la papada: hablaba con Ignacio Abel y de pronto se veía en sus ojos que la confianza hacia el vecino bien conocido y de aspecto respetable no llegaba a eliminar la punzada del miedo, porque había quien delataba por salvarse a sí mismo, por congraciarse con una cuadrilla de verdugos, y quién sabía si este hombre seguía viviendo tan tranquilo en el barrio porque en el fondo era cómplice de los pistoleros que venían de noche a registrar las casas y a llevarse detenida a gente que ya no regresaba nunca. El gesto afable era el mismo en su cara carnosa pero ahora el miedo había pasado como una sombra por su mirada que se volvió huidiza mientras cobraba el café con leche y agradecía la propina. Había que fijarse mucho para distinguir el miedo, porque se sabía que mostrarlo abiertamente habría sido un signo delator, y más en este barrio, tanto como comprar bujías de una cierta potencia para sintonizar en habitaciones interiores cerradas las emisoras del enemigo o como deslizarse un domingo por la mañana muy temprano hacia la puerta lateral de una iglesia aún no convertida en garaje o almacén en la que se seguían diciendo misas.

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