La noche de los tiempos (76 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

Pero el miedo, si uno ponía la suficiente atención, podía distinguirlo también en las caras que mostraban una seguridad más firme o más insolente: la del portero, por ejemplo, que a pesar del mono azul, el correaje y la boina seguía inclinándose como si todavía llevara librea y gorra de plato ante los vecinos pudientes o simplemente dudosos a los que tal vez denunciaría a continuación; y que aunque ahora levantaba el puño en la acera al paso de los desfiles se acordaba bien de haber defendido en un corro de repartidores y criadas del vecindario a los partidos que él llamaba de orden y de haberse ido de la lengua celebrando en la lechería o en la tienda de ultramarinos las hazañas de la Legión contra los mineros sublevados el año 34 en Asturias. Alguien podía acordarse. Alguien daba un nombre con la esperanza de desviar hacia otro el peligro. Ignacio Abel veía acercarse una cara conocida (tal vez un vecino que se había atrevido a salir a la calle intentando con torpeza disimular su condición de burgués, yendo sin afeitar, sin corbata, con una boina y no con sombrero) y distinguía el miedo en los ojos que eludían los suyos. No podía verlo en su cara pero sentía su efecto y la imaginaba desconocida y asustada y empeñándose en un disimulo imposible cuando una patrulla armada venía hacia él o un automóvil se detenía a su lado con chirrido de neumáticos o cuando de noche sonaban pasos como subiendo a galope por las escaleras de mármol de su edificio demasiado opulento. Y aunque no hubiera visto nunca antes a su cuñado Víctor sólo al mirarlo la mañana anterior en el paseo de Recoletos habría reconocido en su cara el estigma del miedo que lo separaba de los otros, de la gente con la que tan vanamente quería confundirse, escondiéndose en la plena luz del día y en medio de la multitud: pero el miedo estaba en los ojos, en la manera en que se desviaban fugazmente hacia un lado y hacia otro, vigilando los flancos, en la tensión especial de la piel sobre los huesos de los pómulos y en el movimiento involuntario de la mandíbula. Pero quién nos iba a aceptar que tenía miedo, ni siquiera en el secreto de la intimidad, cada uno su dosis del gran miedo universal y no nombrado que era posible disimular en la claridad del día pero que se volvía tangible en cuanto anochecía y las calles se despoblaban, más ahora que oscurecía antes y que se empezaba a intuir, en el frío de los amaneceres, que acabaría el verano pero la guerra seguiría prolongándose y que la llegada del invierno la iba a hacer todavía más cruenta, dándole la realidad definitiva que ahora le faltaba, al menos para los que la veían de lejos, en las fotos de los periódicos que leían en los cafés y en los desfiles que pasaban, casi siempre con un efecto más festivo o escenográfico que militar, acompañados o precedidos a veces, como las procesiones religiosas del tiempo anterior, por grupos de niños con gorros de papel, escopetas de madera y tambores hechos con latas de conservas.

Iba por la calle en el segundo día de su búsqueda del profesor Rossman y en cada cara reconocía una modalidad y una dosis distinta del miedo, más visible cuanto más disimulada, cuanto más envuelta en euforia o en indiferencia o en chulería o en simple hosquedad. Vio el miedo en las familias de campesinos fugitivos que subían por la calle Toledo, asustados aún por el recuerdo de lo que habían visto, más asustados todavía por el estruendo y la escala de la ciudad; lo vio en la gente que salía del metro o se bajaba del tranvía en las últimas paradas, en los descampados donde él también empezó a buscar esa mañana la cara del profesor Rossman entre los cadáveres; en las caras de los muertos el miedo había desaparecido o era una mueca grotesca; le sorprendía que muchos de ellos yacieran de costado, con las piernas encogidas, la mano como a manera de almohada, como si les hubiera sobrevenido un sueño muy profundo y se hubiera tendido para dormir en cualquier sitio, a la intemperie. Pero el miedo estaba también en quienes habían ido por gusto a pasearse entre los cadáveres y señalaban con el dedo alguna actitud que les parecía cómica o ridícula y usaban el pie para darle la vuelta a una cara caída sobre la tierra. Había miedo en las carcajadas igual que lo había en el silencio; en la indiferencia fatigada de los operarios municipales que cargaban los cadáveres en los camiones de basura y limpieza y en la pulcritud de los funcionarios del juzgado que levantaban acta consultando el reloj para anotar la hora del hallazgo.
Varón sin identificar, heridas de bala en ¡a cabeza y en el pecho, autor o autores desconocidos.
Volvió a buscar a Bergantín y aún no había llegado a su despacho y había una secretaria que no era la del día anterior y no sabía nada de las gestiones para resolver la desaparición del profesor Rossman, pero tomó nota de todo otra vez, por si acaso, también de la dirección de Ignacio Abel y de su número de teléfono. Subió en marcha a un tranvía que iba Castellana arriba y se bajó a la altura del Museo de Ciencias Naturales y del camino de acceso a la Residencia de Estudiantes. ¿Era Negrín quien le había dicho con una pesadumbre ultrajada que también allí aparecían cadáveres de ejecutados todas las mañanas? «En nuestros campos de deportes, mi querido Abel, junto a las tapias del museo, a un paso de mi pobre laboratorio, que está cerrado desde hace no sé cuánto tiempo.»

—Los oigo muy cerca desde aquí, cada noche —dijo Moreno Villa, muy pálido, envejecido y más flaco, sin afeitar, como un mendigo o un mártir de aquellos cuadros de Ribera que tanto le gustaban, porque se estaba dejando la barba.

La Residencia era ahora un cuartel de milicianos y de guardias de Asalto. Junto a la recepción estaba el cuerpo de guardia, un desorden de hombres armados que entraban y salían con fusiles al hombro, de jergones repartidos por el suelo y olor a tabaco y a rancho. Las paredes estaban llenas de carteles con consignas pintadas a mano y el suelo de colillas. En el corredor que llevaba al cuarto de Moreno Villa había camas de hospital ocupadas por milicianos heridos y el olor del aire era entonces a desinfectantes y a sangre, y había un zumbido de moscas y un rumor de conversaciones en voz baja. Caras amarillentas y mal afeitadas se volvían sin curiosidad a su paso, miradas poseídas por una forma de miedo que no se parecía a ninguna de las otras, el miedo sobrio y hermético de los que han visto la muerte.

—Oigo el motor de un auto subiendo la cuesta, y luego las puertas que se abren y se cierran, las órdenes, a veces las carcajadas, como si hubiera una juerga. Después la descarga cerrada, y los tiros de gracia. Contando los tiros de gracia sé a cuántos han matado. A veces son muy torpes o están borrachos y entonces la cosa tarda mucho más.

Moreno Villa, en su cuarto espacioso y ascético, la celda del anacoreta en que se había convertido de tanto no ver a nadie ni aventurarse muchos días ni siquiera al jardín de entrada de la Residencia, ahora ruidosamente ocupado por camiones y motocicletas de la Guardia de Asalto. Salía únicamente para acudir a su trabajo en los archivos del Palacio Nacional, con una puntualidad de funcionario cumplidor que nadie le pedía. El presidente de la República, que tenía su despacho cerca de la oficina de Moreno Villa, le habíapedido que se quedara a dormir en el palacio. Él prefería volver cada tarde a la Residencia, tan incongruente ahora en ella, entre los milicianos y los heridos, como en cualquier otro lugar de Madrid, con su traje antiguo y sus botines, con la corbata de lazo que se había acostumbrado a llevar desde que volvió de los Estados Unidos, de aquel viaje sobre el que había escrito un libro breve, muy bien impreso, casi confidencial, como todos los suyos, un libro de escritor que goza de un vago prestigio pero al que no lee nadie. Estaba igual que lo había visto Ignacio Abel casi un año atrás, rodeado de libros y de láminas con dibujos preparatorios, sentado cerca de la ventana, delante de un pequeño bodegón inacabado, tal vez el mismo que acababa de comenzar entonces, a últimos de septiembre, en el pasado remoto de menos de un año.

—A estas horas ya se han llevado los cadáveres. Viene una brigada municipal en un camión de basura muy lento. Lo reconozco por el ruido del motor. Vienen al poco de amanecer, supongo que porque ya están de retirada. Si a su amigo de usted lo trajeron por aquí esta noche pasada ahora estará en el depósito. Rossman se llamaba, ¿verdad? O se llama todavía, pobre hombre, quién sabe. Me acuerdo que alguna vez hablé con él.

—El año pasado, en octubre. Vino a mi conferencia.

—Qué raro, ¿verdad? Acordarse de cualquier cosa que haya pasado antes de que empezara esto. Las cosas ocurren y ya parece que eran inevitables, y que cualquiera habría podido predecirlas. Pero quién nos iba a decir a nosotros que nuestra Residencia iba a acabar convertida en cuartel. En cuartel y también en hospital, desde hace unos días. Ahora aparte de los tiros por la noche tenemos que oír los quejidos de esos pobres muchachos. Usted no sabe cómo gritan, Abel. Parece que no hay medicinas suficientes, que no hay calmantes, ni anestesias, ni nada. Ni gasas buenas hay para sujetar las hemorragias. Salgo de la habitación y me encuentro charcos de sangre en el suelo. Nosotros no sabíamos lo pegajosa que es la sangre, lo escandalosa que es, la cantidad de sangre que cabe en un cuerpo humano. Creíamos ser hombres hechos y derechos, con experiencia, con juicio, y no éramos nada ni sabíamos nada. Y lo poco que sabíamos es ridículo y no sirve para nada. Estuvo aquí alojado don José Ortega unas semanas, antes de irse de España, como tantos otros. Estaba muy enfermo. Daba dolor verlo sentado en una hamaca al sol, como un viejo, con la boca colgando, palidísimo, amarillo, con ese mechón que él se peinaba siempre con tanto cuidado para disimular la calva pegado a ella como con saliva. Nuestro gran filósofo, el que tenía palabras tan prolijas para todo, callado como un muerto, mirando al vacío, muerto de miedo, igual que todos nosotros, o algo más, porque tenía miedo de que su fama lo perjudicara, de que no lo dejaran irse de España. No sé si sabe usted que vinieron unos cuantos a pedirle que firmara aquel manifiesto de intelectuales a favor de la República. Bergamín, Alberti, alguno más, todos ellos ya con botas y correajes, con pistolas. Pero don José no firmó. Tan enfermo como estaba, con fiebre, tan asustador Se marcharon y se puso mucho peor. Me acercaba a él para preguntarle por su salud y ni me contestaba. Sus hijos salían disparados después del desayuno para explorar las tapias del museo y los campos de deportes buscando cadáveres.

—¿Y a usted no le pidieron que firmara el manifiesto?

—Yo no soy lo bastante famoso. Es la ventaja de la invisibilidad.

—El pobre Lorca no la tuvo.

—Se fue de Madrid porque tenía miedo de que le ocurriera algo. Tomó el expreso un día después de que mataran al teniente Castillo y a Calvo Sotelo, el trece de julio. Yo había hablado con él unos días antes. Estaba muy asustado. Como no sentía vergüenza de ser miedoso se daba más cuenta de lo que iba a pasar.

—Yo lo vi desde un taxi. Estaba sentado en la terraza de un café en Recoletos, con un traje claro, fumando un cigarrillo, como si esperara a alguien. Le hice una señal pero creo que él no me vio.

—Ahora nos pasamos la vida haciendo memoria de la última vez que hicimos algo o que vimos a un amigo. Nos da miedo pensar que de verdad fue la última. Antes nos despedíamos sin reparar en nada, como si fuéramos a vivir siempre, como si las cosas tuvieran que repetirse idénticas durante un futuro ilimitado. Cuántas veces nos habremos dicho adiós usted y yo, amigo Abel, nos habremos cruzado si llevábamos prisa sin más ceremonia que tocarnos el sombrero de una acera a otra. Ahora sabemos que cuando nos digamos adiós esta vez no es improbable que no volvamos a vernos nunca.

—Es muy peligroso que esté viviendo usted solo aquí, tan apartado de todo. Véngase a mi casa. La tengo entera para mí. Una de las criadas se quedó con mi familia en la Sierra y la otra no ha vuelto a dar señales de vida. Estará usted más protegido y nos haremos compañía.

—No se preocupe por mí, amigo Abel. ¿Quién va a querer hacerle nada a un viejo?

—Ni es usted tan viejo ni está a salvo del peligro. Nadie lo está. Yo mismo me salvé casi por casualidad, en el último momento.

Qué habrá sido de Moreno Villa, sedentario y tenaz, empeñado en vivir igual que si el mundo no se hubiera derrumbado en torno suyo, solo en la Residencia, deambulando por pasillos y aulas a los que no volverán los estudiantes extranjeros de los cursos de verano que se marcharon hacia finales de julio, donde ya no sonaban las hermosas voces exóticas que él amaba tanto. Ahora se desvelaba oyendo en la oscuridad disparos, motores de automóviles, órdenes secas, a veces carcajadas.

—¿Sabe de qué me acuerdo mucho últimamente, Moreno? De un artículo que publicó usted el año pasado, sobre las ganas que parecía tener todo el mundo de matar a su adversario. Yo pensé que usted exageraba.

—Yo también me he acordado. «Yo los mataba a todos», le puse de título. Luego lo vi en
El Sol
y casi me dio vergüenza, haber usado yo también esas palabras, aunque fuera para ponerme contra ellas. Hay palabras que no deberían escribirse, ni decirse. Se dice algo sin estar muy convencido en el fondo o pensando que no importa mucho y al haberlo dicho ya está empezando a ser verdad.

Se quedaron callados, incómodos en el silencio que no acertaban a romper. Un cornetín de órdenes vino de muy cerca, del jardín delantero de la Residencia. En los campos de deportes grupos de milicianos hacían instrucción marcando el paso al ritmo monótono de un tambor.

—Y usted, Abel, ¿piensa marcharse también?

Tardó un poco en contestar: cómo iba a creerse Moreno Villa que si se marchaba, o si intentaba hacerlo, era porque tenía previsto su viaje desde mucho antes de que comenzara lo que aún no se acostumbraban a llamar la guerra, porque en ese tiempo anterior que ya estaba tan lejos como un sueño le habían invitado a pasar un curso en una universidad americana, a dar clases y tal vez a diseñar el edificio de una biblioteca. Otros se habían ido ya, aprovechando privilegios, fingiendo misiones internacionales, enfermedades que requerían tratamiento en el extranjero. Del mismo Ortega ahora murmuraban que en realidad no estaba tan grave cuando se marchó, que en el fondo simpatizaba con los fascistas o incluso estaba de algún modo comprometido con ellos y temía las represalias. Las palabras de Ignacio Abel decían la verdad, pero sonaban a falso, incluso en sus mismos oídos; sonaban a la mentira de quien va a desertar y repite una explicación, una coartada digna, más aún cuando se oyó decir que lo peor de todo era no tener noticias de su mujer y de sus hijos, que se quedaron en el otro lado del frente de la Sierra, tan cerca y a la vez en otro mundo, en el otro país que ahora era el reverso de éste, aunque los dos compartieran una temperatura semejante de delirio, un grado idéntico de irrealidad. «Tenía previsto llevarlos conmigo», dijo, sabiendo que no era del todo verdad; sabiendo que contaminaba de mentira su dolor verdadero por la ausencia de sus hijos; imaginando que tal vez Moreno Villa sospechaba otras razones, no sólo la posible cobardía y la intención de huir de lo que sucedía en España; también lo que era probable que hubiera descubierto o le hubieran contado, en un Madrid tan enrarecido y chismoso, más aún viviendo en la Residencia, habiendo conocido a Judith, asistido con su mirada perspicaz de solterón enamoradizo a los primeros encuentros entre Ignacio Abel y ella. Por vanidad o falta de imaginación uno cree que los demás viven pendientes de él y comparten sus obsesiones. A Ignacio Abel la pregunta y la mirada triste y atenta de Moreno Villa le inquietaba como una indagación en los secretos de su conciencia, pero era probable que mientras él hablaba y percibía en su propia voz un tono de impostura o de culpa Moreno Villa estuviera pensando en otra cosa, tan preso de sus cavilaciones y de sus incertidumbres como él, igual de trastornado por la irrupción de un mundo vertiginoso y sanguinario que no comprendía, del que le era imposible huir y al que ni siquiera podía dar la espalda.

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