La noche de los tiempos (64 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

—A ver, papeles.

Al principio Ignacio Abel no entendía: quiénes eran esos hombres armados y sin uniforme, por qué motivo le reclamaban tan perentoriamente la documentación. Por casualidad llevaba su cédula en la cartera; la cédula y el carnet de la UGT.

—Un señorito con carnet sindical. —Miraban el carnet a la luz de una farola, dudando de su autenticidad: el que le había apuntado al principio seguía encañonándolo. El fusil, tan cerca, era una cosa enorme, ruda, pesada, un leño con herrajes. Podía disparársele a ese hombre joven y nervioso que visiblemente no lo manejaba con mucha destreza y la bala le reventaría el pecho o la cabeza. Podía morir ahora mismo, sin aviso, en esta noche de verano, a un paso de los viajeros bien vestidos que miraban el reloj con la impaciencia de que saliera pronto el tren hacia Lisboa, en un acto desconectado por completo de la secuencia de su vida, en un andén de la estación de Mediodía. Se oyeron cerca gritos y disparos: las balas resonaron contra las vigas de hierro y cayó de la bóveda una lluvia de cristales pulverizados. Los tres hombres perdieron todo interés en Ignacio Abel y se marcharon corriendo, reclamados por alguien, con un dramatismo como de personajes de película en los gestos, agachándose, volviéndose hacia un lado y otro con las armas en la mano.

Salió de la estación limpiándose con un pañuelo el sudor de la cara. La parada de los taxis estaba desierta. Le temblaban las piernas y el corazón le latía muy rápido, pero esa instintiva alarma física no llegaba a transmitirse del todo a su conciencia. Quizás ahora mismo estaba sonando en su casa desierta y oscura el teléfono y era Judith que lo llamaba, sabiendo que sólo él podría contestar porque su familia estaba en la Sierra, quizás arrepentida, tal vez asustada y buscando refugio.
Demasiadas veces me faltó la fuerza para hacer lo que debía y apartarme de ti.
Abriría a toda prisa la puerta porque desde el rellano habría oído el teléfono y cuando al fin levantara sin aliento el auricular la voz que escuchara sería la de Adela, llamando desde la cantina de la estación de la Sierra, angustiada por no saber nada de él. El tranvía incendiado había volcado al final de la calle de Atocha y seguía ardiendo muy cerca de los tiovivos y las casetas de la verbena, rodeado por un grupo de niños que tiraban cosas a las llamas, saltando como en torno a las hogueras de la Noche de San Juan. Sobre una barraca un cartelón de lona iluminado por un cerco de bombillas anunciaba en grandes letras rojas el espectáculo de la Mujer Araña y el del Hombre Caimán. Veía ahora a Judith llamando por teléfono, insistiendo a pesar de que no obtenía respuesta, el auricular negro pegado a la cara muy seria, el timbre sonando para nadie en el pasillo en sombras al que llegaba como un rumor muy vago el estrépito de la ciudad. Veía lo que no estaba delante de él y se le hacían borrosas y espectrales como máscaras las caras iluminadas por las llamas del tranvía en la acera de la glorieta de Atocha, detrás de las cristaleras de los bares, en la hondura sombría de las tabernas de borrachos, en las aceras donde los vecinos discutían a gritos, levantando las voces sobre la discordancia de los cláxones y los aparatos de radio. Vio como una revelación, como una certeza, que Judith estaba llamando por teléfono no desde su pensión en la plaza de Santa Ana ni en una cabina al fondo de un café, sino en casa de Van Doren, junto a los ventanales que dominaban el horizonte de tejados e incendios de Madrid. Estaría allí, sin la menor duda. Lo veía todo: Van Doren preparándose para el viaje al que ella habría decidido sumarse, los baúles de lujo preparados en el centro del salón, los criados cuidando los últimos detalles, y Judith de pronto resuelta a llamarlo para pedirle que viniera con ellos, por amor y por miedo a que le ocurriera algo.
Me dolerá tanto como si me arrancara una parte de mí but this is the only decent sensible thing for me to do.
La letra casi no se entendía, de lo rápidamente que había escrito, tal vez no porque tuviera prisa para salir de viaje sino porque quería acabar cuanto antes una tarea dolorosa. Motos rugientes de la Guardia de Asalto subían en formación por la calle de Atocha abriéndole paso a un camión de bomberos con la campana sonando frenéticamente y todas las luces encendidas. Cuanto más avanzaba Ignacio Abel más irrespirable se hacía la densidad del humo y el olor a gasolina y a maderas quemadas. Grupos de niños corrían entre las piernas de la gente con la excitación de una noche de verbena en la que se han podido quedar en la calle hasta muy tarde. Subiendo por Atocha atravesaría en diagonal el corazón de Madrid para llegar a la Gran Vía, a la torre del Palacio de la Prensa en la que había visto por segunda vez a Judith y había terminado de enamorarse de ella. Pero se vio atrapado, empujado en la acera, contra la pared, cuando el camión de bomberos fue a torcer hacia una calle más estrecha y no pudo seguir avanzando porque había demasiada gente o porque se le ponían delante para impedirle el paso. En un balcón un hombre gordo en camiseta y pantalón de pijama fumaba un cigarrillo y se abanicaba con una hoja de periódico acodado en la baranda. Gritos de mujeres se mezclaban a los acelerones del motor del camión y al ruido inútil de la campana. Un hombre joven que llevaba una escopeta de madera o un palo de escoba se subió al estribo y empezó a golpear los cristales, que saltaron en esquirlas. El camión avanzó con un espasmo y el hombre joven cayó al suelo de espaldas. El ruido de los motores y el de la campana apagaban las voces: Ignacio Abel veía bocas abiertas moviéndose bajo el resplandor cercano de la iglesia que ardía. Si no se apartaba pronto sería estrujado por el aluvión de gente entre la pared y el camión de bomberos. Tragaba saliva con olor a gasolina y a ceniza y notaba en la piel la irradiación cercana de las llamas. Pero sólo podía avanzar en la dirección del fuego.
Si me muriera esta noche, si no volviera a verte nunca.
Adelantó al camión todavía atascado, a los guardias que se habían bajado de las motocicletas y braceaban soplando silbatos o gritando órdenes que nadie oía y a las que nadie hacía caso. Mareado por el humo tardó en reconocer el lugar a donde había llegado; en un quiebro súbito retrocedía en el tiempo hacia una visión de la infancia: en esa iglesia envuelta en llamas él había hecho la primera comunión; en su nave lóbrega, a la luz de unas velas, había yacido el ataúd de su padre. En el colegio contiguo había estudiado los años del bachillerato, su duración triste alejándose en la memoria como la perspectiva de los corredores que había transitado tantas veces, camino de las aulas o de la iglesia o de los patios de juegos, marcado por su pesadumbre de alumno predilecto, hijo de viuda. En las buhardillas, en los balcones, en las ventanas que daban a la plaza, el resplandor del fuego enrojecía y daba un aire de hipnotismo y hechizo a las caras absortas. Las llamas ascendían por la cúpula. Torrentes de plomo derretido corrían como lava sobre los tejados. Una mujer en camisón estaba tirada en una esquina de la plaza, tapándose la cara con las manos llenas de sangre. Del camión de bomberos salió un chorro de agua que se deshacía en vapor sobre la fachada de la iglesia. «Han tirado desde el campanario», dijo alguien junto a la mujer herida, que ahora se apoyaba en la pared, limpiándose la sangre en el mandil. «Hay que matarlos a todos.» Desde un balcón varios hombres armados disparaban contra la torre de la iglesia, haciendo repicar violentamente las campanas. Las llamas salieron por las ventanas más altas del colegio después de un estallido de cristales. No sólo estarían ardiendo los polvorientos retablos barrocos, las estatuas de santos de escayola pintada, los confesionarios de celosía siniestra junto a los que Ignacio Abel se había arrodillado tantas veces, hacía tanto tiempo: ardería la biblioteca, las bancas de las aulas, las largas mesas del laboratorio, los mapamundis de hule, reventarían en esquirlas las vasijas de vidrio y los tubos de ensayo (una vez había estado con Judith en esa plaza, una mañana soleada de invierno: le señaló esas ventanas, a una de las cuales él solía asomarse; se quedaron un momento en silencio y oyeron el clamor de los niños en el recreo, tan lejano como si sonara en el fondo del tiempo). El fuego prendería en los armazones de vigas viejas y cañizo de las casas tan apretadas del barrio con que sólo una astilla saltara demasiado lejos, con que se levantara un poco de viento. Pero la gente se arracimaba en torno al camión de bomberos para evitar que se acercara a la iglesia y con palos y piedras rompían los cristales de la cabina y trepaban al remolque para rajar las mangueras a navajazos. Sobre el techo de la cabina un niño hacía ademanes de marcar el paso con una escoba al hombro y un casco de bombero en el interior del cual desaparecía su cabeza. Junto a sus motos volcadas los guardias de Asalto agitaban en vano porras y pistolas, mucho más altos y más fornidos que quienes los acosaban dando saltos para intentar arrebatárselas.

Pero se le confunden en el recuerdo lugares y tiempos, caras de esa noche, fotogramas discontinuos en la ciudad fantástica por la que va buscando a Judith como por los escenarios de un sueño. Resplandores de incendios y calles vacías igual que túneles de oscuridad se suceden; sirenas y disparos, campanas de vehículos de emergencia; altavoces de radio colgados en las puertas de los cafés emitiendo comunicados urgentes y triunfales del gobierno o repitiendo infatigablemente
Échele guindas al pavo
y la musiquilla de orquestina aflamencada de
Mi jaca.
Mi jaca galopa y corta el viento cuando pasa por el Puerto caminito de Jerez. Se convoca urgentemente a todos los miembros de los sindicatos obreros a presentarse de inmediato en las sedes de sus organizaciones. Galoparía si pudiera. Apresuraba el paso pero no quería ir demasiado deprisa por miedo a provocar sospechas, un hombre tan bien vestido que no podía vivir en esos barrios, llevando a esas horas de la noche una cartera negra en la mano. Logró salir de la plaza donde ardía la iglesia tapándose con un pañuelo la nariz y la boca y se encontró mareado y perdido en callejones familiares que sin embargo no reconocía. En sueños parecidos a esa noche real ha transitado en busca de Judith Biely por laberintos de ciudades al mismo tiempo conocidas e imposibles. Por una calle de repente desierta venía hacia él un ciego guiado por un perro, tanteando la pared con un bastón que más de cerca era el arco de un violín. Sonaban chisporroteos de disparos y el perro arqueó el lomo y empezó a gemir de miedo, tensando la cuerda que le sujetaba el cuello como un dogal áspero. Desde la plaza de Jacinto Benavente se podía ver ya por encima de los tejados el reloj iluminado en lo alto del edificio de la Telefónica. Un escuadrón de guardias civiles a caballo bajaba al trote por la calle Carretas, los cascos resonando sobre los adoquines en un paréntesis inesperado de soledad y silencio, más allá del cual se alzaba un tumulto que venía sin duda de la Puerta del Sol. El escaparate de una tienda de libros y objetos religiosos estaba reventado. Libros, estampas de santos, figuras de escayola eran recogidos por un hombre y una mujer con aire de luto que se volvieron asustados al oír que alguien venía. Las aceras de la calle Carretas estaban llenándose de gente que iba hacia la Puerta del Sol, como recién llegada a Madrid desde regiones mucho más pobres y tórridas, habitantes de los últimos suburbios, de chozas y cuevas junto a muladares y ríos de aguas fétidas, de pozos de una miseria primitiva, avanzando en grandes grupos tribales hacia el centro de una ciudad en la que nunca hasta entonces fueron admitidos, boinas sucias, cabezas tiñosas, bocas desdentadas, ojos estrábicos, pies descalzos o envueltos en trapos, una bronca humanidad anterior a la política, tan deslumbrada por las luces de la ciudad y por losincendios como si acabara de llegar desde el centro de África. Los cierres metálicos de las tabernas de banderilleros y flamencos se echaban a su paso. Los jóvenes colgados en racimos de los camiones que pasaban con gran chirrido de frenos y oscilando en las curvas saludaban agitando banderas y levantando los puños cerrados pero esa gente miraba atónita y no contestaba, ajena a cualquier adoctrinamiento, observando con recelo sarcástico las costumbres pueriles de los civilizados. Habían subido desde sus barrancos de cuevas y chabolas como respondiendo a un impulso colectivo y arcaico despertado por los resplandores del fuego. Venían con sus hatos y sus harapos de nómadas, sus manadas de perros, las mujeres con los niños a la espalda o colgados de los pechos. Nunca hasta esta noche se habían aventurado a invadir en grupos numerosos y visibles las calles que les estaban prohibidas. En la esquina de la calle Cádiz se formó de pronto una estampida que arrastró a Ignacio Abel. Mujeres desgreñadas y una nube de niños asaltaban una tienda de ultramarinos abierta de par en par. Se volcaba contra el mostrador una alta vitrina de tarros de cristal y latas de conservas. Las mujeres se guardaban en los bolsillos puñados de lentejas y garbanzos, salían corriendo con brazadas de barras de pan y ristras de embutidos. Alguien tiró la balanza contra el suelo de un manotazo. Una navaja desgarró un saco de harina y los niños jugaban esparciéndola al aire, revolcándose en ella, los ojos muy grandes en las caras blanqueadas. Una mano se introducía en un bolsillo del pantalón de Ignacio Abel; otras tiraban de su cartera, queriendo arrancársela. Al final de la escalera apareció el dueño de la tienda, gritando maldiciones, los dos puños contra la cara. El cañón de una escopeta se apoyó en su pecho. La tienda daba a un pasaje angosto que olía a orines y a humo de frituras, y en el que se alineaban los cubos de desperdicios de un restaurante. Ignacio Abel se limpiaba el sudor de la cara y se sacudía la harina de la ropa cuando una voz le habló muy cerca, a su espalda.

—Cuñado, dichosos los ojos.

El hermano de Adela lo tomó del brazo y le hizo subir casi a tientas por una escalera estrecha muy poco iluminada. Al final había un corredor y una sala de la que procedía una claridad verdosa y golpes secos de bolas de billar. Alguien apareció en el quicio al oír pasos que venían: un hombre mucho más joven que Víctor que sostenía en una mano una pistola brillante de grasa y en otra el trapo con el que había estado limpiándola.

—Ignacio, qué haces tú por la calle, precisamente esta noche.

—Tus padres y tu hermana se quedaron hoy esperándote para comer.

—Qué manera de hablarme. Ni que fuera yo un chico.

—¿Quién es éste que viene contigo, camarada?

—Mi cuñado. No hay peligro. Entra y tómate algo con nosotros, Ignacio. No está la noche para andar por ahí.

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