La noche de los tiempos (24 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

De dónde había venido: contar su vida en otro idioma a un hombre que la escuchaba con una atención tan seria y como hipnotizada limitaba sus posibilidades expresivas pero también le hacía depurar el relato, le concedía una objetividad que a ella misma le resultaba liberadora, al permitirle verse desde la distancia privilegiada de su extranjería. Sin necesidad de ser modificada, la experiencia verdadera cobraba al contarse algo del rigor y de la sensación de propósito de una novela. Lo que había sido el deambular incierto de tantos años adquiría la curva de un arco que viniendo del pasado borroso se alzaba sobre el tiempo para aposentar su otro extremo en el momento presente, al otro lado del mundo, en Madrid y en esos días de octubre de 1935; en un reservado en penumbra del hotel Florida; en el mareo suave de viajar en un coche por una avenida recta y arbolada que se abría como un túnel delante de los faros, recibiendo con alivio en la cara la brisa fresca que entraba por la ventanilla, los ojos entornados, viendo las cosas a través de una niebla ligera y risueña que él reconocerá después y deseará atesorar en una foto cualquiera de cabina automática. Imágenes y palabras fluyen, aparecen, se pierden, igual que las copas de los árboles y las fachadas y las ventanas con luces encendidas de los hoteles particulares de la Castellana; Judith Biely va en un automóvil por Madrid pero podría también ir por una avenida de París, de un París más horizontal y menos imponente; por cualquiera de las capitales de Europa que ha visitado en los últimos dos años y ahora se le confunden en el recuerdo fatigado; los faros del coche iluminan adoquines negros con un brillo de charol y rieles y cables de tranvías; se ha quedado callada junto al hombre que conduce muy serio y que ahora es mucho más joven que hace tan sólo unas horas, cuando apareció con cara de extrañeza y casi de susto en el vestíbulo de la casa de Philip Van Doren (dónde estará Van Doren ahora mismo: con cuánta agudeza habrá sospechado y comprendido, casi vaticinado, con qué malicia llamará mañana mismo por teléfono para averiguar algo, enviará una invitación escrita a mano para su próxima fiesta); se ha quedado callada pero le ronda la cabeza, igual que el mareo del alcohol, la sensación de haber hablado mucho; su vida, recién contada, se proyecta ante ella como esa avenida por la que avanza el automóvil, se despliega con una sensación de simetría y propósito que ella sabe que es falsa, pero en la que por ahora no le importa complacerse, igual que en la velocidad del automóvil o en la música del aparato de radio que Ignacio Abel ha conectado no sin un orgullo pueril que confirma su insospechada juventud, como la han confirmado ya la evidencia de su deseo y su torpeza entre retraída y brusca al manifestarlo. La mano que conectaba la radio se quedó luego inmóvil en la oscuridad y se encontró sin esfuerzo y como distraídamente con la mano de Judith, que ahora la aprieta suavemente aunque ella no se vuelve hacia él, no reconoce del todo lo que está sucediendo. Qué raro, de pronto, el juego de las manos, a esta edad, como si volviera al banco de un parque o a la penumbra de una sala de cine en la que un órgano enfático acompaña el parpadeo y la gesticulación de las imágenes; la mano masculina apretando la suya con una fuerza que pone a prueba la fragilidad de sus articulaciones y sus huesos, huesos huecos de pájaro no heredados de los dedos fornidos de su madre, tan diestros en manejar la máquina de coser como en moverse por el teclado del piano invisible en el que se convierte el filo de la mesa de la cocina nada más ella posa sus manos: las manos que abren las cartas, que recorren igual que la mirada la escritura de la hija, tocando en ella su presencia.

Ve de golpe toda la distancia que ha recorrido; en un idioma aprendido en los libros con el que sólo ahora empieza a familiarizarse de verdad cuenta su vida al hombre que la escucha y la mira sin un parpadeo (y que a veces se queda ausente y tarda unos segundos en volver) y se asombra de lo lejos que estaba y lo improbable que era llegar aquí, y de lo natural y hasta predestinado que ahora parece. Ha ido tan sin sosiego de un sitio a otro que sus recuerdos tienen a veces el punto de vaguedad de esa foto movida que se hizo por broma en una cabina de París, la agitación de su letra en las cartas que le escribe a su madre, la velocidad con que suena el teclado de la máquina cuando se sienta delante de ella en estas mañanas de octubre en las que el sol es un charco de luz en las baldosas de su habitación y se deja llevar no por la inspiración sino por la energía misma de los dedos. Viene de tan lejos que la embriaga la casi imposibilidad de lo que sin embargo está sucediéndole; en su relato las cosas adquieren un orden que ella sabe que es falso, una sugestión de inevitabilidad que encubre pero no atenúa la conciencia de lo inverosímil. Viene de un cuarto de techo muy bajo en el que de niña se quedaba leyendo hasta después de medianoche a la luz de una bujía (si se acercaban los pasos pesados de su padre la apagaba de un soplo: aunque sabía que el olor la delataría); de trenes que se perdían en túneles en dirección a Manhattan y emergían súbitamente al vértigo ilimitado de los veloces pilares de un puente colgado sobre el East River y a la visión de la bahía oceánica y de los acantilados de edificios desde las ventanillas, y de los transatlánticos alineados a lo largo de los muelles, más allá y por debajo de las armazones vibrantes del puente de Williamsburg, emitiendo mugidos graves de sirenas y columnas de humo sobre las chimeneas pintadas de negro y de rojo, de blanco y de rojo. Viene de las aulas y de las praderas bajo árboles colosales de una universidad para hijos de emigrantes, divididos entre este mundo que es el único que conocen y el que proyecta sobre sus vidas sombras de inseguridad y persecución aunque ellos no lo visitarán nunca, porque es el mundo remoto que los padres trajeron consigo. Pero viene, sobre todo, de la conciencia fulminante de una equivocación de la que no puede culpar a nadie más que a sí misma, que podría fácilmente haber evitado y en la que se obstinó no por ceguera ni por apasionamiento sino por puro orgullo insensato, tan sólo por resistir a una presión contra la que se había educado a sí misma para rebelarse. Con qué facilidad se malbarataba el tesoro del propio albedrío: no por amor sino por llevar la contraria, por hacer lo que sus mayores le pedían que no hiciera, y lo que por tanto se convertía en la encarnación misma de su libertad. Se casó con aquel antiguo compañero de universidad algo mayor que ella y sabía que estaba equivocándose, le dijo a Ignacio Abel, y al decirlo le vinieron a la imaginación como un fogonazo la mujer de caderas anchas y mirada melancólica y la niña con un vestidito anticuado y un lazo en el pelo que se acercaron a él después de su charla en la Residencia; la mujer junto a la que había un asiento vacío que ella, Judith, había ocupado; la que la miró un momento, casi de soslayo, aunque de arriba abajo, con un instinto de recelo, cuando ella urgió a Moreno Villa para que le presentara a Ignacio Abel. Quién puede saber cuál es la razón profunda de sus actos. Antes de salir del desolado edificio judicial en el que había acatado con plena soberanía personal el vínculo del matrimonio Judith Biely sabía que había cometido un error y que hasta renunciar a su apellido era una inaceptable vejación. Prefería no ver, desde luego. Era asombrosa la amplitud de lo que una misma era capaz de no ver tan sólo empeñándose en una ceguera más rigurosa todavía porque era voluntaria. Nadie te ata las manos ni te empuja al interior de una celda ni echa luego por fuera llaves y cerrojos; nadie te pone a la fuerza una venda sobre la cara y te la anuda en la nuca con tanta fuerza que no podrías desprenderte de ella aunque no tuvieras las manos atadas. Eres tú misma quien teje la venda y la cuerda, quien extiende las manos voluntariosamente y aguarda hasta que el nudo está bien apretado, quien levanta los muros de la celda y cierra por dentro y se asegura de que el candado está en su sitio. Tú das los pasos necesarios, uno tras otro, y si alguien te hace señas para advertirte del peligro lo único que logra es reforzar tu empeño de seguirte aproximando al desastre. Unas veces te alivia saber que no has llegado todavía: otras, que ya no hay vuelta atrás. La duda se convierte en una deslealtad inconfesable que ni ante ti misma reconoces. Se había graduado con éxito en City College; podía haber completado sin dificultad su doctorado en literatura española que le dirigía el profesor Onís en Columbia, al mismo tiempo que enseñaba el idioma a los estudiantes primerizos. Las heroínas de Henry James que despertaban su imaginación y a las que deseaba parecerse cuando tenía quince o dieciséis años heredaban fortunas que les permitían viajar solas por Europa: ahora su modelo de vida era la habitación propia de Virginia Woolf, la soledad emancipada de una mujer que gana un sueldo suficiente para no depender de nadie y cultivar sin miedo sus aficiones o su talento. Su madre no había tenido piano, pero tampoco habitación. En los cuartos estrechos se amontonaban las camas de los hijos y ella tenía que esperar a que todos se hubieran dormido para leer sus queridas novelas rusas o repasar en silencio las partituras descuadernadas que vinieron más de treinta años atrás en un baúl desde San Petersburgo.

Pero de un día para otro lo que más le había importado ya no le interesaba: dijo que no quería dedicar varios años a una tesis doctoral para verse luego sepultada en alguna universidad rural para señoritas; que el estudio académico de libros polvorientos tenía menos valor para formar su vocación que la experiencia de la vida real y el trabajo (no le perdonó a su madre que le dijera que esas palabras no parecían suyas: que ella, Judith, movía los labios pero era otro el que hablaba por su boca). Su habitación propia no podía estar en medio de un bosque o de una soñolienta extensión de campos de maíz. Tenía que ser una habitación austera y bien protegida de las intromisiones, propicia para una dedicación solitaria cuya naturaleza exacta ella aún no sabía precisar, pero que no se quedaría, de eso estaba segura, en el tedio forzoso de una investigación académica: a la habitación deberían llegar los ruidos y las voces de la calle, el temblor de la ciudad que le gustaba tanto, el fragor de los trenes, las sirenas de los buques en los muelles y las de los automóviles de la policía y los camiones rojos de los bomberos. Quería viajar a Europa para educarse en la vida y labrarse un destino como Isabel Archer en la novela de Henry James que había leído varias veces —o como las reporteras que enviaban crónicas desde París a
Vanity Fair o The New Yorker
— pero también amaba más que nunca el tumulto humano y la excitación visual, sonora, olfativa, de su ciudad natal, sin prescindir de nada, disfrutándolo todo, los letreros luminosos encendiéndose al anochecer y la niebla en la que desaparecían los edificios más altos entre torbellinos de nieve, las oleadas humanas surgiendo de los hangares de los
ferries
y los escaparates de las tiendas de lujo en la Quinta Avenida, las multitudes agitando banderas rojas y pancartas sindicales en italiano y en yiddish bajo las arboledas de Union Square, la aspereza, el desamparo, la cordialidad de los desconocidos, el gusto de no elegir y de dejarse llevar, sin propósito, sin fatiga, sin urgencia de nada, con la misma sensación de fervor que le daba siempre leer en voz alta un poema de Walt Whitman. En un momento del relato aparecía un nombre masculino que tal vez ella ya había mencionado antes, confusamente, o que Ignacio Abel no había llegado a entender, o no había escuchado, una de esas veces en las que se quedaba perdido, hechizado por la cercanía de ella o absorto en un pensamiento que lo llevaba muy lejos (quizás se le hacía tarde para volver con la esposa demasiado madura y con la hija zalamera; de vez en cuando miraba de soslayo su reloj: o alzaba los ojos hacia el que había en la pared del bar; o quién sabe si temía ser reconocido). O le desagradaba la idea de que ella hubiera estado casada, hubiera querido a otro hombre con la pasión suficiente como para romper con su familia; como para abandonar el trabajo de profesora y la tesis doctoral e irse a vivir en un cuarto alquilado al final de cinco tramos de escaleras, con un retrete colectivo al fondo de un pasillo, con su solo grifo de agua fría en el fregadero y una bañera en la cocina que cubierta con una tabla servía de escritorio y mesa de comedor. Queriendo huir en busca de su habitación propia Judith Biely se encontraba casi sin saber cómo en una cocina más inhóspita que la de su madre, igual de sola que ella algunas veces, otras veces tan invadida como ella: en vez del ansia por el trabajo y el dinero de sus hermanos y de los delirios de hombre de negocios del padre la invasión igualmente masculina a la que ella se veía ahora sometida arrastraba consigo una bronca palabrería literaria y política. El humo acre de los cigarrillos era el mismo; la vehemencia agresiva de las gesticulaciones. En la cocina familiar de la que había pasado tantos años queriendo huir su padre y sus hermanos celebraban la gloria del capitalismo como creyentes aterrados en un dios despótico que podía igual derribarlos que exaltarlos; en su habitación sin agua caliente los invitados se sentaban en el suelo y apagaban los cigarrillos en el linóleo mientras discutían el arte revolucionario del porvenir y la caída inminente del Gran Becerro de Oro de América, tambaleándose en el seísmo de la Depresión. La igualdad entre hombres y mujeres era uno de los estandartes que esgrimían: pero las mujeres, aunque fumaban igual y también se sentaban en el suelo, o no hablaban o no eran escuchadas, y cuando todos se habían ido era ella quien barría el suelo y recogía los vasos de vino barato y las botellas vacías y abría las ventanas incluso en pleno invierno para que la habitación se ventilara. Para su marido, como para cualquiera de ellos, preparar un doctorado sobre novelas españolas del siglo XIX y dar clases a estudiantes de los primeros cursos era una claudicación inaceptable; uno no podía vender a tan bajo precio su integridad artística. Judith dejó la universidad y abandonó la tesis y consiguió un trabajo mal pagado corrigiendo y mecanografiando desde la mañana a la noche historias de gángsters y de crímenes para una editorial de novelas baratas. El marido cuyo nombre tardó tanto en identificar Ignacio Abel —un nombre común que la pronunciación americana hacía casi irreconocible— llevaba años completando una novela populosa e itinerante sobre Nueva York, de la que había publicado fragmentos en algunas revistas. No era improbable que John Dos Passos los hubiera leído; pero a pesar de sus ideas en apariencia avanzadas Dos Passos se había instalado en el éxito comercial y no iba a reconocer nunca la influencia de un autor casi desconocido en el pulso y en el esquema general de
Manhattan Transfer.
Si se cruzaban alguna vez en una fiesta literaria del Village Dos Passos apartaba los ojos y hacía como que no lo había visto. Que otros dudaran del talento de su marido enfurecía tanto a Judith que borraba sus propias dudas aún confusas y se ponía belicosamente de su parte. Poco a poco fue comprendiendo que se había casado con él no a pesar de la oposición de sus padres y de sus hermanos sino a causa de ella. Oponiéndose a su libre voluntad la ofendían. Porque estaban en contra del hombre a quien ella había elegido la empujaban a vencer su propia incertidumbre y le otorgaban a él una estatura que de otro modo no lo habría ennoblecido. No le sorprendió que su padre y sus hermanos lo miraran como a un individuo despreciable desde la primera vez que entró con ella en la casa y se apresuró a hacer explícitas sus convicciones políticas. Si América era una plutocracia sin esperanzas ni oportunidades para los trabajadores, ¿por qué no se marchaba de vuelta a Rusia, de donde también habían emigrado sus padres? Más le dolió a Judith que su madre tampoco se fiara de él: aunque sabía citar en ruso las novelas que a ella le gustaban y tenía un aire desgarbado y hasta un poco enfermo que habría debido despertarle el instinto de madre protectora. ¿De qué iban a vivir si cualquier trabajo rutinario le parecía una traición a sus principios políticos y a su vocación de novelista? ¿Y por qué ella, Judith, abandonaba tan fácilmente lo que le había costado tanto, el puesto prometedor en la universidad, el bello campus y la escalinata de la biblioteca de Columbia, su investigación de doctorado? Estaba claro que por mucho que le doliera tenía que romper con todos ellos: una cosa había sido desear alejarse; otra muy distinta dar por cancelado el camino de vuelta. El orgullo obcecado la sostenía. El deterioro rápido de la pasión sexual (que había consistido más en preludios y efusiones toscas que en el cumplimiento de ensoñaciones alimentadas sobre todo por la literatura) le produjo al principio más desconcierto que amargura; quizás también la sospecha de no estar a la altura del ideal erótico que en las reuniones se debatía tan abiertamente como la dictadura del proletariado, el realismo social o la corriente de conciencia. Pero en quien tenía al lado empezó a encontrar no fortaleza sino debilidad; indiferencia de piel fría; resentimiento vanidoso debajo de la profesada rebelión, de la renuncia incorruptible a tentaciones que en realidad no se le presentaban. Ira también, algunas veces contra ella; el desagrado y el pánico ante la fuerza masculina de nuevo la asaltaban; ante la furia turbia del alcohol, los puñetazos sobre la mesa, las voces demasiado roncas, la pérdida del sentido de la realidad inducida por el narcisismo y el resentimiento. Casi todo salvo la pérdida de la delicadeza le habría parecido aceptable. Había palabras que una vez dichas no tenían remedio, gestos que el olvido no podía borrar. En cuanto a ella misma, a la secreta diferencia que alimentaba sin querer entre la gente con la que ahora se movía, amigos y correligionarios del marido, artistas con proyectos de invención radical que dedicaban más tiempo a explicarlos que a ponerlos en práctica, ¿no era idéntica a la que sentía en la infancia, cuando era consciente de fijarse en cosas que sólo a ella le importaban, cuando le gustaba imaginarse que no era hija de sus padres ni hermana de sus hermanos, y que le iba la vida en no permitir que se descubriera ese secreto? Igual que de niña, la emocionaban muchas cosas hacia las que los otros manifestaban desdén, o que ni siquiera veían. Un estuche con todos los lápices de colores de la misma longitud; un ramo de flores frescas en una jarra de cristal; un vestido que se ajustaba bien al cuerpo y al mismo tiempo parecía flotar en torno a él; el letrero luminoso de un restaurante automático encendiéndose cuando aún quedaba claridad diurna, el neón rosado de los tubos distinguiéndose apenas, diluido en la luz como tinta en el agua; el misterio de la renovación continua y la fugacidad de la moda traspasando con rasgos semejantes cosas muy ajenas entre sí, transformándolo todo a un ritmo continuo y sin embargo invisible, convirtiendo lo apenas sucedido en pasado anacrónico. Le gustaban algunos cuadros que veía en las revistas de vanguardia, pero también un juego de tazas de porcelana en el escaparate de una tienda o unas sandalias de verano que se probaba en la zapatería por el simple gusto de sentir que los pies se deslizaban en ellas, sabiendo que no podía comprarlas. Y a quién podía decirle que disfrutaba mucho más las películas sonoras sobre musicales de Broadway que las soviéticas o que las alemanas, y que se abandonaba con la misma sensualidad a la prosa de Henry James que a un nuevo número de Irving Berlin. Al tiempo que disfrutaba secretamente de estas cosas se sentía culpable de una ligereza en la que quizás habría un fondo de debilidad intelectual, incluso de poca consistencia política. Pero no podía evitar detenerse, cuando iba sola, junto a los escaparates de las tiendas de moda de la Quinta Avenida, ni junto a las puertas giratorias de los hoteles de donde salían mujeres muy bien perfumadas y vestidas y ráfagas de orquestas de baile. ¿Por qué la causa de la justicia implicaría la elección contumaz de la fealdad y del humor sombrío? Se le iban las horas paseando y cuando llegaba a casa no sabía explicarle al marido en qué había gastado tanto tiempo. En mirar el color de bronce de una cornisa recortada contra el cielo limpio de una tarde de invierno; en una fila de cabezas de mujer en el escaparate de una sombrerería, todas con una sonrisa idéntica de carmín, cada una con un sombrero distinto; en observar a un limpiabotas inclinado sobre unos zapatos masculinos de charol y silbando un estribillo de Broadway al mismo ritmo con que les pasaba la gamuza. No creía que esas aficiones escondidas la distinguieran; pero tampoco quería ser juzgada despectivamente por ellas. Ocultarlas, igual que cuando era niña, le daba la sensación confortadora de habitar un lugar que sólo ella conocía. Se quedaba sola un sábado por la noche y buscaba en la radio la transmisión del concierto de una orquesta de baile: seguía los pasos taconeando con cuidado para no molestar a los vecinos de abajo; cantaba imitando el tono agudo de la vocalista, repitiendo de memoria una letra en la que la conmovían por igual su sugestión de verdad y su dosis barata y azucarada de mentira, la mentira cordial sobre el cumplimiento de los sueños que no engañaba a nadie y sin embargo ayudaba a vivir.

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