Read Las Montañas Blancas Online
Authors: John Christopher
Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil
Una raza alienígena, compuesta por gigantescos robots, los Trípodes, ha dominado la Tierra, reduciendo a todos sus habitantes a la esclavitud.
Controlan a los humanos mediante la inserción en sus cráneos de una placa metálica. A partir del día de la solemne Ceremonia de la Placa, que tiene lugar a los catorce años, los chicos y las chicas son considerados ya como personas mayores. ¿Personas? ¿Se puede ser persona si no se posee libertad, si no se es dueño de los propios pensamientos? ¿Vale la pena la esclavitud mental a cambio del bienestar material? A Will Parker, un muchacho que está a punto de recibir la Placa se le plantean serias dudas.
Un encuentro casual con un miembro de la casta de los Vagabundos le proporciona una revelación: todavía quedan algunos hombres dispuestos a luchar por mantener su independencia. Habitan en unas lejanas montañas, al otro lado del mar. Will decide llegar hasta ellos, junto con su antiguo enemigo Henry y otro curioso y reconcentrado muchacho, llamado Larguirucho. Tierras extrañas, gentes diversas y los Trípodes, agresivos y omnipresentes… Pero las Montañas Blancas se alzan a lo lejos como una llamada de libertad.
John Christopher
Las Montañas Blancas
Trilogía de los trípodes - 1
ePUB v1.0
Almutamid04.07.12
Título original:
The White Mountains
Autor: John Christopher, 1967
Traducción: Eduardo Lago
Ilustración portada: Tim Hildebrandt
Editor original: Almutamid (v1.0)
ePub base v2.0
Sin contar el de la torre de la iglesia, en el pueblo había cinco relojes que marcaban la hora aceptablemente, y uno era de mi padre. Estaba en el salón, en la repisa de la chimenea, y todas las noches, antes de acostarse, mi padre sacaba la llave de un florero y le daba cuerda. Una vez al año venía el relojero desde Winchester, trotando a lomos de un viejo caballo de carga, para limpiarlo, engrasarlo y rectificarlo. Después tomaba manzanilla con mi madre y le contaba las novedades de la ciudad, así como lo que había oído en los pueblos por los que había pasado. En aquel momento mi padre, si no estaba moliendo, se iba con paso arrogante, haciendo algún comentario desdeñoso sobre el chismorreo; pero luego, a la noche, yo oía cómo mi madre le contaba aquellas historias. Él no mostraba gran entusiasmo, pero les prestaba oídos.
No obstante, el gran tesoro de mi padre no era el reloj, sino el Reloj, con mayúscula. Se trataba de un reloj en miniatura, con una esfera que tenía menos de una pulgada de diámetro y una correa para ponérselo en la muñeca, y que estaba guardado con llave en un cajón de su escritorio; sólo lo sacaba para ponérselo en las grandes celebraciones, como el Festival de la Cosecha o la Ceremonia de la Placa. Al relojero sólo se le permitía que lo viera una vez cada tres años y en tales ocasiones mi padre permanecía de pie junto a él, viendo cómo trabajaba. No había ningún otro Reloj en el pueblo, ni tampoco en los pueblos de los alrededores. El relojero decía que en Winchester había varios, pero que ninguno era tan bueno como éste. Yo no sabía si lo decía para agradar a mi padre, que daba claras muestras de satisfacción al oírlo, pero creo que se trataba genuinamente de una pieza de artesanía muy buena. La caja del Reloj era de un acero muy superior a ninguno que pudieran fabricar en la fragua de Alton, y la maquinaria era un portento de complejidad y técnica. En la parte delantera se veía escrito «Antimagnetique» e «Incabloc», lo cual nosotros suponíamos sería el nombre del artesano que lo hizo.
La semana anterior nos visitó el relojero y a mí me dieron permiso para mirar un rato mientras él limpiaba y engrasaba el Reloj. El espectáculo me fascinó y, después de que se fuera, me encontré con que mis pensamientos no dejaban de ocuparse de aquel tesoro, nuevamente encerrado bajo llave en su cajón. Naturalmente, a mí me estaba prohibido tocar el escritorio de mi padre, y la mera posibilidad de abrir uno de sus cajones, cerrado con llave, ni tendría que habérseme ocurrido. Sin embargo, la idea seguía allí. Y uno o dos días después me confesé a mí mismo que lo único que me detenía era el miedo a que me cogieran.
El sábado por la mañana me encontré con que estaba solo en casa. Mi padre estaba en el molino, moliendo, y se había llevado a los criados —incluso a Molly, que normalmente no sale de casa durante el día—, para que ayudaran. Mi madre había ido a visitar a la anciana señora Ash, que estaba enferma, y estaría fuera al menos una hora. Yo había terminado los deberes y aquella luminosa mañana de mayo nada me impedía salir a buscar a Jack. Pero lo que ocupaba completamente mi cabeza era la idea de que tenía la oportunidad de contemplar el Reloj con poco riesgo de que me descubrieran.
Yo me había fijado en que la llave estaba guardada junto a las demás llaves en una cajita, al lado de la cama de mi padre. Había cuatro, y la tercera era la que abría el cajón. Saqué el Reloj y me quedé mirándolo. Estaba parado, pero yo sabía que se le daba cuerda y que se ponían las manecillas en hora accionando un botoncito lateral. Si sólo le daba un par de vueltas se volvería a parar enseguida, —no fuera que a mi padre se le ocurriera echarle un vistazo aquel día, un poco más tarde—. Así lo hice, y me quedé escuchando su golpeteo rítmico y suave. Luego lo puse en hora por el reloj de la chimenea. Después de eso ya sólo me quedaba ponérmelo en la muñeca. Incluso ajustándomelo en el primer agujero, la correa me quedaba floja; pero tenía el Reloj puesto.
Una vez alcanzado lo que me había parecido una ambición insuperable descubrí —me parece que es lo que suele suceder—, que me seguía faltando algo. Llevarlo puesto era un triunfo, pero que te vieran con él puesto… Le había dicho a mi primo, Jack Leeper que le vería aquella mañana en las antiguas ruinas situadas a un extremo del pueblo. Jack, que tenía casi un año más que yo y que iba a ser presentado en la próxima Ceremonia de la Placa, era la persona que yo más admiraba después de mis padres. Sacar el Reloj de casa significaba convertir la desobediencia en algo desmesurado, pero como ya había ido tan lejos, me resultó más fácil pensar en ello. Una vez decidido, tomé la determinación de no perder ni un segundo del precioso tiempo de que disponía. Abrí la puerta principal, metí muy dentro del bolsillo del pantalón la mano en que llevaba el Reloj y salí corriendo calle abajo.
El pueblo estaba situado en un cruce de caminos; la carretera que pasaba por delante de nuestra casa discurría paralela al río (éste le suministraba energía al molino, por supuesto) y la segunda carretera lo cruzaba a la altura del vado. Junto al vado había un pequeño puente de madera para los viandantes y yo lo crucé deprisa, fijándome en que el río estaba más crecido de lo normal debido a las lluvias primaverales. Mi tía Lucy se acercaba al puente cuando yo salía del mismo por el extremo opuesto. Me saludó de lejos y contesté el saludo, después de tomar la precaución de pasar al otro lado de la carretera. Allí se encontraba la panadería, con bandejas de bollos y pasteles expuestas, y era lógico que yo me encaminara allí: tenía un par de peniques en el bolsillo. Pero pasé de largo corriendo y no aminoré la marcha a un paso normal hasta llegar al punto donde las casas se dispersaban y por fin desaparecían.
Las ruinas estaban cien yardas más allá. A un lado de la carretera se encontraba el prado de Spiller, donde pastaban las vacas, pero por mi lado había un seto de espino y, detrás, un campo de patatas. Pasé ante un claro del seto sin mirar, tan concentrado estaba en lo que le iba a enseñar a Jack, y un momento después me sorprendió un grito desde atrás. Reconocí la voz de Henry Parker.
Henry, al igual que Jack, era primo mío, —yo me llamo Will Parker— pero, a diferencia de Jack, no era mi amigo. (Yo tenía varios primos en el pueblo: la gente no solía viajar lejos para casarse). Tenía un mes menos que yo, pero era más alto y más robusto y, que yo recordara, nos odiábamos desde siempre. Cuando nos tocaba pelear, cosa que sucedía muy frecuentemente, yo estaba en desventaja física y tenía que recurrir a la agilidad y rapidez si no quería perder. Había aprendido de Jack algunas técnicas de lucha, lo cual me había permitido el año pasado afianzar mi habilidad, y en el último encuentro que tuvimos conseguí derribarlo con fuerza suficiente para hacerle una llave y dejarle boqueando sin aliento. Pero para la lucha libre se necesitan las dos manos. Hundí más la mano izquierda en el bolsillo y, sin responder a su llamada, seguí corriendo en dirección a las ruinas.
Sin embargo lo tenía más cerca de lo que creía, corriendo vigorosamente en pos de mí mientras profería amenazas. Aceleré, miré hacia atrás para ver la delantera que le llevaba y cuando quise darme cuenta patiné en un charco de barro. (En el interior del pueblo había adoquines, pero aquí fuera la carretera estaba tan mal como siempre, y las lluvias lo habían agravado). Luché denodadamente tratando de mantenerme en pie, pero no quise, hasta que fue demasiado tarde, sacar la otra mano para ayudarme a conservar el equilibrio. En consecuencia, fui resbalando y haciendo aspavientos hasta que al fin me caí. Antes de poder recuperarme, Henry estaba de rodillas encima de mí, sujetándome la parte posterior de la cabeza con la mano y hundiéndome la cara en el barro.
En circunstancias normales esta actividad le habría satisfecho durante algún tiempo, pero se encontró algo más interesante. Al caer, yo había empleado instintivamente las dos manos para protegerme y él vio el Reloj que llevaba en la muñeca. Un momento después me lo había quitado y se había puesto en pie para examinarlo. Me levanté como pude e intenté arrebatárselo, pero él lo sostenía con facilidad por encima de su cabeza, fuera de mi alcance.
Dije, jadeando:
—¡Devuélveme eso!
—No es tuyo, —dijo—. Es de tu padre.
Me daba un miedo atroz que el Reloj pudiera haber sufrido algún desperfecto, o incluso haberse roto cuando me caí, pero aun así traté de meter la pierna entre las suyas para hacerle caer. Me esquivó, dio un paso atrás y dijo:
—No te acerques, —se preparó como para arrojar una piedra—. Si no, probaré a ver hasta dónde lo lanzo.
—Como lo hagas, —dije—, te darán una paliza.
En su cara gorda apareció una sonrisa.
—A ti también. Y tu padre pega más fuerte que el mío. Te diré lo que voy a hacer: me lo quedaré prestado algún tiempo. Puede que te lo devuelva esta tarde. O mañana.
—Alguien te verá con él.
Él volvió a sonreír.
—Me arriesgaré.
Me agarré a él: pensaba que lo de tirarlo era un farol. Casi le hago perder el equilibrio, pero no lo conseguí. Nos enzarzamos, nos tambaleamos y después caímos juntos rodando hasta la cuneta. Estaba algo encharcada pero seguimos peleándonos, incluso después de que llegara hasta nosotros una voz desafiante. Jack, —pues fue él quien nos dijo que nos levantásemos— tuvo que bajar y separarnos por la fuerza. Esto no le resultó difícil. Era tan corpulento como Henry y además tenía una fuerza tremenda. Nos subió a rastras a la carretera; fue directamente al grano, le quitó el Reloj a Henry y lo despidió con un cachete en la parte posterior del cuello.
Yo dije, lloroso:
—¿Está bien?
—Creo que sí —lo examinó y me lo entregó—. Pero eres un idiota por haberlo traído.