Las Montañas Blancas (9 page)

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Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

El último carruaje tenía ventanas en el extremo anterior. Dentro había un asiento, palancas e instrumentos. Dije:

—No hay donde enganchar los caballos. ¿Y quién haría que los caballos tirasen bajo tierra?

Henry dijo:

—Deben de haber usado tu olla de vapor.

Larguirucho miraba ávidamente los extraños instrumentos.

—O algo mucho más prodigioso, —dijo.

Al volver miramos dentro de los carruajes; los laterales estaban abiertos en determinadas partes, de modo que podía pasarse al interior. Había asientos, pero también un montón de cosas más, incluyendo pilas de latas de comida, como las que habíamos encontrado en las tiendas, pero sin oxidar, —allá abajo el aire era frío y seco, y debía ser siempre así—. Otras cosas no podíamos entenderlas: un soporte cargado de objetos de madera que tenían al final un cilindro de hierro, por ejemplo. A un lado llevaban un pequeño semicírculo de hierro en cuyo interior había un pequeño dedo de hierro que se movía al apretarlo; pero no ocurría nada.

—De modo que llevaban mercancías, —dijo Larguirucho—. Y gente, puesto que hay asientos.

Henry dijo:

—¿Qué son estas cosas?

Era un cajón de madera lleno de objetos que parecían grandes huevos de metal, tan grandes como huevos de ganso. Cogió uno y se lo enseñó a Larguirucho. Era de hierro y tenía en la superficie estrías que formaban cuadrados, así como una anilla en un extremo. Henry tiró de ella y la sacó.

Larguirucho dijo:

—¿Me dejas mirar?

Henry le pasó el huevo, pero lo hizo torpemente. Cayó antes de que Larguirucho pudiera cogerlo, llegó al suelo y rodó. Alcanzó el borde del suelo y cayó al foso. Henry se disponía a ir tras él, pero Larguirucho le sujetó del brazo.

—Déjalo. Hay más.

Ocurrió cuando se agachaba sobre el cajón. Se oyó un estallido tremendo bajo nuestros pies y el enorme carruaje de acero se estremeció por la violencia del mismo. Tuve que agarrarme a una barra vertical para no ser derribado. A lo largo del túnel fueron reverberando los ecos del estallido, como golpes de martillo que iban perdiendo fuerza. Henry dijo con voz temblorosa:

—¿Qué ha sido eso?

Pero en realidad no hacía falta que se lo dijeran. A Larguirucho se le había caído la vela y se le había apagado. La acercó a la de Henry para volver a encenderla. Dije:

—Si no hubiera rodado hasta quedar bajo el carruaje…

No hacía falta entrar en detalles. Larguirucho dijo:

—Como los fuegos artificiales, pero más potente. ¿Para qué usarían los antiguos cosas así?

Cogió otro huevo. Henry dijo:

—Yo no andaría enredando con eso.

Yo estaba de acuerdo, aunque no dije nada. Larguirucho le pasó la vela a Henry para poder mirar el huevo con más cuidado.

Henry dijo:

—Como estalle…

—No han estallado antes, —dijo Larguirucho—. Los trajeron aquí. No creo que pase nada por tocarlo. La anilla… —pasó el dedo a través de ella—. Tú tiraste de ella, se cayó y después, un poco después…

Antes de que yo entendiera bien lo que estaba haciendo, arrancó la anilla del huevo. Nosotros dos gritamos, pero él no nos hizo caso, se dirigió hacia la abertura y arrojó el huevo bajo el carruaje.

Esta vez, junto con una explosión saltaron cristales en pedazos y una ráfaga de aire apagó mi vela.

Dije enfadado:

—¡Eso ha sido una estupidez!

—Nos protege el suelo, —dijo Larguirucho—. Creo que no es muy arriesgado.

—Los cristales que han saltado podrían habernos cortado.

—No lo creo.

El caso era que, —y yo debiera haberme dado cuenta antes—, Larguirucho sólo era razonable en tanto no sintiera una gran curiosidad; cuando algo le interesaba no tenía en cuenta el riesgo. Henry dijo:

—De todos modos, yo no volvería a hacerlo.

Evidentemente compartía mis sentimientos sobre el experimento. Larguirucho dijo:

—No es necesario. Ya sabemos cómo funciona. Conté hasta siete después de sacar la anilla.

Era agradable volver a sentir que formaba parte de la mayoría, aunque la compartiera con Henry. Dije:

—De acuerdo; de modo que ya sabes cómo funciona. ¿De qué sirve eso?

Larguirucho no respondió. Se había encontrado una bolsa en una de las tiendas. El cuero estaba verde y enmohecido pero se podía limpiar bastante bien, y ahora estaba sacando huevos de la caja y guardándoselos. Dije yo:

—¿No irás a llevártelos, no?

Asintió.

—Puede que sean útiles.

—¿Para qué?

—No lo sé. Pero para algo.

Dije, terminantemente:

—No puedes. Tampoco es seguro para nosotros.

—No hay peligro a menos que se tire de la anilla.

Se había guardado cuatro en la bolsa. Miré hacia Henry buscando apoyo. Pero él dijo:

—Me imagino que podrían servir de algo, —cogió uno y lo sopesó con la mano—. Son pesados, sin embargo creo que me llevaré un par.

No sabía si lo decía sinceramente o para fastidiarme. Me mortificaba pensar que daba casi igual. Estaba nuevamente en minoría.

Subimos por los túneles y me alegré mucho de ver el cielo, aunque estaba aún más gris, con las nubes más bajas y amenazadoras. Numerosos puentes de gran tamaño lo habían atravesado, pero los que pudimos ver se hallaban parcial o totalmente destruidos; del que teníamos justamente delante sólo quedaba media docena de pilastras de escombro en torno a las cuales bullía el agua. No habiendo nada que nos indujera a elegir entre una u otra alternativa, optamos por seguir el río en dirección este.

Encontramos cuatro puentes impracticables y después el río se bifurcaba. Me pareció que aquello significaba que si continuábamos en dirección este tendríamos que encontrar puentes intactos sobre ambos brazos, duplicándose la dificultad; lo mejor era volver y probar en dirección contraria. Pero Henry se oponía a regresar y Larguirucho le apoyaba. No me quedó más remedio que seguirles, resentido.

Mi resentimiento no disminuyó por el hecho de que el primer puente que nos encontramos se encontrara suficientemente intacto como para cruzarlo, aunque por un lado faltaba todo el parapeto y a mitad del puente había un agujero que dejaba un estrecho margen y tuvimos que bordearlo cuidadosamente. Al otro lado había relativamente pocos árboles y los edificios eran muy grandes. Después llegamos a un espacio abierto y vimos al final un edificio que, incluso en ruinas, era de una magnificencia impresionante.

En la parte anterior había dos torres gemelas, pero una se había resquebrajado lateralmente. En ellas, así como en toda la fachada, había esculturas de piedra, representaciones de animales monstruosos que escudriñaban el aire tranquilo. Supuse que sería una catedral; parecía incluso mayor que la gran catedral de Winchester, de la cual siempre creí que era el edificio más grande del mundo. La enorme puerta de madera estaba abierta, vencida sobre los goznes, pudriéndose. Se había desplomado parte del techo de la nave y podía verse el cielo más allá de los pilares y contrafuertes. No entramos: creo que ninguno de nosotros quería perturbar aquel silencio que se desmoronaba.

Lo que averiguamos a continuación fue que en realidad no habíamos cruzado al otro lado del río, sino que nos encontrábamos en una isla. Las aguas que se habían separado al oeste volvían a juntarse al este. No lamenté ver el desconcierto de Henry, pero estaba demasiado cansado como para pensar que el esfuerzo compensaba.

Fue en aquel momento cuando Henry me dijo:

—¿Qué llevas en el brazo?

El Reloj se me había deslizado hasta la muñeca sin que yo me diera cuenta. Tenía que enseñarlo. Henry lo miró con envidia, aunque no dijo nada. Larguirucho mostró un interés más desapasionado. Dijo:

—Desde luego que he visto relojes, pero no de éstos. ¿Cómo se les hace funcionar?

—Se da vueltas al botón lateral, —dije—. Pero no me molesté en hacerlo; ¡como debe tener tantos años!

—Pero está funcionando.

Con incredulidad, miré también yo. Por encima de las agujas que marcan las horas y los minutos se veía un tercer indicador que se movía en círculo, recorriendo la esfera. Me acerqué el Reloj al oído: funcionaba. Vi que había una palabra en la esfera: «Automatique». Parecía cosa de magia, pero no podía ser. Era otra maravilla de los antiguos.

Nos quedamos todos mirándolo. Larguirucho dijo:

—Estos árboles… algunos tienen cien años, creo. Y sin embargo funciona. Vaya artesanos que eran.

Por fin cruzamos el río, media milla más arriba. No había indicios de que la ciudad fuera a acabarse; su inmensidad, que al principio nos atemorizó y después despertó en nosotros asombro y curiosidad, ahora resultaba agotadora. Pasamos por delante de muchas tiendas, incluyendo una más grande que la catedral, —se había desplomado por un lado y podía verse que era una tienda, o un conjunto de tiendas que llegaban hasta el tejado—, pero a ninguno nos apetecía tomarnos la molestia de indagar dentro. También vimos otros túneles en los que ponía «Metro». Larguirucho llegó a la conclusión de que lo más probable era que se tratara de lugares donde la gente se subía y se bajaba del Shemand-Fer subterráneo, y me imagino que tenía razón.

Avanzábamos trabajosamente. Declinaba el día y estábamos todos fatigados. Cuando terminamos la cena, —que fue limitada, ya que tendríamos que hacer noche en la ciudad—, no creo que a ninguno nos apeteciera entrar a dormir en un edificio, pero un aullido lejano nos hizo cambiar de idea. Si hubiera una manada de perros salvajes cerca, sería más seguro no estar en la calle. No suelen atacar a la gente a menos que tengan hambre; pero no disponíamos de medios para saber en qué estado se encontraban sus estómagos.

Escogimos un edificio de aspecto sólido y subimos al primer piso, pisando los escalones con precaución por si se desplomaban. No sucedió nada, excepto que se levantó polvo y casi nos asfixiamos. Encontramos una habitación que conservaba los cristales en las ventanas. Tenía las cortinas y el tapizado de los muebles descoloridos y agujereados por la polilla, pero seguía siendo cómodo. Me encontré una gran vasija de barro con una pesada tapa y rosas pintadas en la superficie. Cuando levanté la tapa vi que estaba llena de pétalos de rosa marchitos; su perfume era un fantasma de hacía muchísimos veranos. Había un piano más grande y de forma distinta a todos los que hubiera visto; encima había un marco con una foto en blanco y negro de una mujer. Me pregunté si habría vivido allí. Era de una gran belleza, aunque se peinaba de forma muy distinta a como lo hacen las mujeres de hoy día; tenía los ojos grandes y marrones y en su boca se dibujaba una sonrisa suave. Me desperté por la noche; el olor aún persistía en el ambiente, la luz de la luna caía sobre la tapa del piano, y casi creí vislumbrarla allí, recorriendo con sus dedos blancos el teclado, casi me pareció oír una música fantasmal.

Eran disparates, por supuesto, y cuando me volví a quedar dormido no soñé con ella, sino que volvía al pueblo, a la guarida, con Jack, cuando aún no me preocupaban las Placas ni los Trípodes, cuando jamás se me había ocurrido pensar en viajar a un lugar más alejado de Wherton que Winchester; y eso no más de una vez al año.

La luz de la luna resultó engañosa; por la mañana no sólo habían vuelto las nubes, unas en pos de otras, configurando una persecución interminable de monotonía gris, sino que un terrible diluvio lo barría todo. Pese a que estábamos deseando alejarnos de la ciudad, no teníamos ánimo para hacerlo en aquellas condiciones. Todo lo que quedaba para comer era un trozo de queso, un poco de carne de vaca reseca y algunas gal etas del barco. Dividimos el queso. Así quedaba para otra comida; después tendríamos que pasar hambre.

Henry se encontró un ajedrez y jugó un par de partidas con Larguirucho, que le ganó con facilidad. Después le desafié yo y también perdí. Finalmente jugué con Henry. Yo esperaba ganarle porque me pareció que yo había jugado mejor contra Larguirucho, pero perdí en unos veinte movimientos. Me sentía hastiado, por aquello, por el tiempo que hacía y porque aún tenía hambre, y rechacé el ofrecimiento de volver a jugar. Me acerqué a una ventana y me alegró ver que estaba aclarando; en algunas partes el gris se transformaba en un amarillo luminoso. Al cabo de un cuarto de hora, la lluvia cesó y pudimos continuar.

Las avenidas por las que viajábamos estaban oscuras al principio; la superficie estaba encharcada y, allí donde los árboles no la habían cubierto, había tierra empapada; la humedad general aumentaba sin cesar con las gotas que caían de las ramas. Era igual que avanzar lentamente en medio de la lluvia y nos mojábamos de idéntico modo; no tardamos mucho en quedar completamente empapados. Más tarde, cuando las nubes levantaron, se filtró la claridad y los pájaros parecieron despertar por segunda vez, llenando el aire de gorjeos y cánticos. Seguían cayendo gotas, pero más espaciadamente, y en los tramos donde no había árboles caía sobre nosotros el calor del sol. Larguirucho y Henry hablaban más, y con más alegría. Mi ánimo no se reavivó tanto. Me sentía cansado, tenía algunos escalofríos y notaba la cabeza embotada. Tenía la esperanza de no estar cogiendo un resfriado.

Nos comimos lo último que quedaba en un lugar ante el cual había una espesa arboleda sin edificios. Era debido a las lápidas, —algunas de las cuales se alzaban derechas, aunque la mayoría estaban inclinadas o caídas—, que se adentraban en la oscuridad del bosque. En la más cercana se veían esculpidas estas palabras:

CI GIT

MARIANNE LOUISE VAUDRICOURT

13 ANS

DECEDÈ FÈVRIER 15 1966

Las dos primeras palabras, explicó Larguirucho, significaban «Aquí yace», «
ans
» era «años», y «
decedè
», «muerta». Había muerto a mi misma edad y la habían enterrado allí cuando la ciudad estaba aún palpitante de vida. Un día a finales del invierno. Tanta gente. El bosque se extendía, entrelazándose con las piedras mortuorias, en un área varias veces mayor que mi pueblo.

Al final de la tarde llegamos, por fin, al límite sur de la ciudad. Fue una transformación súbita. Atravesamos unas cien yardas de tupida arboleda y escasos edificios totalmente en ruinas, y llegamos a un trigal en el que ondeaban las espigas verdes bajo un sol oblicuo. Era un alivio volver a estar en un espacio abierto, en tierra civilizada. Con ello tomamos conciencia de que era necesario volver a adoptar nuestros hábitos precautorios: varios campos más allá había un caballo arando y a lo lejos dos Trípodes surcaban el horizonte.

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