Read Las Montañas Blancas Online
Authors: John Christopher
Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil
Dijo:
—La verdad es que quería irme por lo de la Placa. No pensaba en ningún lugar concreto, por supuesto, pero pensé que podría esconderme, al menos durante algún tiempo.
Me acordé de que Ozymandias me había preguntado si había algún otro que pudiera querer ir al sur, y de mi respuesta. Introduje los dedos en el forro de la chaqueta.
—Éste es el mapa, —dije.
Llegamos a Rumney a media tarde, un día en que alternativamente hizo sol y hubo tormenta; estábamos mojados y cansados, y a mí me dolía el tobillo. Nadie nos prestó la menor atención. En primer lugar, naturalmente, porque era una ciudad, y en las ciudades la gente no espera saber de todo el mundo si es de allí o de fuera, como sucede en los pueblos. Y por otra parte, estábamos en un puerto de mar, —en un lugar donde la gente viene y va, algo muy distinto a la familiaridad y el escaso movimiento que hay en el campo—. Había muchísimo bullicio y ajetreo; se vislumbraba el mar al fondo de una calle, hombres que llevaban jerseys azules le daban chupadas a sus pipas, unas cuantas gaviotas lentas alborotaban el aire buscando comida. Y luego todos los olores: a tabaco, a alquitrán, a especias, el mismo olor a mar.
Cuando llegamos al puerto la oscuridad del crepúsculo se estaba haciendo más intensa. Había docenas de barcos de todos los tamaños amarrados, y otros estaban anclados puerto adentro, con las velas bien arrizadas a los mástiles. Deambulamos por el muelle, leyendo sus nombres. Vimos el «Maybelle», el «Cisne Negro», el «Aventurero», el «Alegre Gordon», pero no había ningún «Orión».
—A lo mejor se ha hecho a la mar, —dije yo.
—¿Qué crees que debemos hacer?
—Tendremos que encontrar un lugar donde dormir.
Henry dijo:
—No me importaría encontrar también algo de comida.
Se nos habían acabado las provisiones por la mañana.
Las ventanas de las tabernas que jalonaban el paseo herían luminosamente el crepúsculo, y a través de algunas se oía cantar. De otras manaban apetitosos olores a comida que hacían emitir a mis tripas ruidos de protesta a causa de su vaciedad. En una ventana próxima había un letrero escrito con tiza que decía: «Empanadillas calientes a seis peniques». Aún tenía un poco de dinero que llevé conmigo y que hasta entonces no me había atrevido a gastar. Le dije a Henry que me esperara y atravesé la puerta.
Era una habitación de techo bajo, con vigas de madera y míseras mesas de pino en las que había gente comiendo; engullían la comida y tomaban tragos de las jarras de cerveza. No los examiné detenidamente, sino que fui directamente al mostrador, puse allí mi chelín y cogí las dos empanadillas que me dio una chica morena que hablaba todo el tiempo con un marinero sentado en la mesa más cercana. Me dirigí a la puerta llevando aquello, pero alguien extendió una mano y me agarró muy fuerte del brazo.
Tenía aspecto de ser un hombre muy grande, hasta que se puso de pie. Entonces me fijé en que era robusto pero, debido a la cortedad de sus piernas, sólo medía un par de pulgadas más que yo. Tenía barba amarillenta y pelo amarillento, peinado hacia atrás; a su frente se asomaba la mal a de la Placa. Dijo con voz áspera y rugiente:
—Bueno, mozalbete, ¿te apetece ser marinero?
Negué con la cabeza.
—No.
Se quedó mirándome.
—¿Eres de por aquí?
—Sí.
—¿Crees que los tuyos se pondrán a buscarte si esta noche no regresas?
Dije osadamente:
—Vivo sólo a tres calles de aquí. Se pondrán a buscarme si no vuelvo inmediatamente.
Guardó silencio durante un segundo y después se rió, con una risa profunda y desagradable.
—¡No me digas! ¿Con ese acento? Tú eres del campo, o si no, en mi vida he visto un muchacho del campo. —Hice un giro brusco, tratando de librarme—. Oye, oye, tranquilo. Reserva tus fuerzas para el «Cisne Negro».
Me arrastró hasta la puerta. Nadie le prestó la más mínima atención y comprendí que aquella escena no debía ser infrecuente. Chillar tampoco iba a servir de mucho. En el caso de que no me ignoraran era muy posible que se pusieran a hacerme preguntas que yo no quería responder. Tal vez cuando estuviéramos fuera surgiera una ocasión para soltarme. Y el «Cisne Negro» estaba amarrado a no más de cien yardas.
Lo vi cuando llegamos a la puerta: era un hombre alto, de cara alargada, con los labios finos, barba negra y la piel atenazada. Grité:
—¡Capitán Curtis!
Me dirigió una rápida ojeada y le dijo con firmeza al que me apresaba:
—Déjale en paz, Rowley. Ese chico es mío. Firmó para mí esta tarde.
Por un momento pareció que el hombre al que llamó Rowley iba a discutir, pero el capitán Curtis dio un paso hacia él y me soltó el brazo. Dijo:
—Deberías retenerlo a bordo y no dejarle vagabundear por la ciudad.
—Yo sé cuidar de mi tripulación, —dijo el capitán Curtis—. No necesito tus consejos.
Ozymandias había dicho que la parte más fácil sería cruzar el mar, y tenía razón. El «Orión» era uno de los barcos anclados puerto adentro —estuvimos a punto de perderlo porque zarpaba con la marea de medianoche— y el capitán Curtis nos llevó a bordo en un bote. Remando con un solo remo cruzó el puerto, sorteando cabos y boyas hasta que llegamos junto al casco oscuro de la barca. Era una trainera, de no más de mil toneladas, pero a mí me pareció enorme mientras subía a cubierta por una escalera de cuerda, bamboleándome y desollándome los nudillos. Sólo estaba a bordo uno de los seis tripulantes, un hombre alto, desgarbado, de hablar suave, que llevaba aretes de oro en las orejas. El capitán Curtis dijo que los demás tenían Placa, pero que éste era de los nuestros.
Era esencial que el resto de la tripulación no nos viera, pues resultaría muy difícil explicar que sólo hiciéramos el trayecto de ida. Nos instalaron en el mismo camarote del capitán Curtis, donde había dos literas. No se nos ocurrió preguntar dónde iba a dormir él. Estábamos los dos cansados. Me quedé dormido enseguida y sólo me despertó a medias, algo más tarde, un sonido de pasos en cubierta y el fragor rechinante que hacía la cadena al levar anclas.
Había oído decir que el movimiento de las olas mareaba a la gente pero, pese a que el «Orión» se balanceaba un poco cuando me desperté a la mañana siguiente, no llegó a causarme molestias. El capitán nos trajo el desayuno: huevos fritos con panceta y una montaña de patatas fritas, y unos tazones llenos de un líquido caliente de color marrón que despedía un olor raro pero delicioso. Henry olió el suyo.
—¿Qué es?
—Café. Viene de muy lejos, y los hombres de tierra pagan mucho por él. ¿Estáis bien? —Asentimos—. Nadie entrará aquí. Saben que mi puerta está siempre cerrada con llave. Pero de todos modos no hagáis ruido. Será solamente hoy. Con este viento estaremos en puerto antes de que se ponga el sol.
En el camarote había una portilla, a través de la cual podíamos mirar las olas azules, esporádicamente coronadas de blanco. Para los chicos que jamás habían visto una extensión de agua mayor que el lago de la Casa Solariega, aquél era un espectáculo extraño; al principio estábamos fascinados, pero pronto nos acostumbramos y al final llegamos a cansarnos. A lo largo del día sólo sucedió una cosa que rompió la monotonía, aunque fue un sobresalto.
A media tarde, por encima del crujir de las cuerdas y estayes y del batir de las olas, oímos un sonido nuevo, un lamento agudo, distante, que parecía brotar del mismo mar. Henry estaba junto a la portilla. Dijo:
—Ven a mirar, Will.
Su voz indicaba urgencia. Dejé la madera que había estado tallando, intentando darle forma de barco, y fui junto a él. En el mar azul verdoso no había nada, lo único que se veía era una franja plateada de luz solar contra el horizonte. Pero entre la neblina de plata se movía algo, un parpadeo en medio de la luz. Hasta que, después de cruzar el surco de sol y penetrar en lo azul, adquirió forma. Un Trípode, seguido de un segundo, y un tercero, hasta un total de seis.
Dije asombrado:
—¿Pueden andar por el agua?
—Vienen hacia aquí.
Se desplazaban velozmente. Me fijé en que no movían las patas, como ocurre cuando van por tierra, sino que las mantenían en una posición triangular fija, y cada pie levantaba una ola tal que, suponiendo que el tamaño de los Trípodes fuera el habitual, debía alcanzar veinte pies de altura. Viajaban a una velocidad muy superior al galope de un caballo. Seguían enfilándonos y su velocidad parecía ir en aumento, pues las olas se remontaron aún más sobre la línea del horizonte. Vi que al final de cada pie había una especie de flotador. Si no cambiaban de trayectoria chocarían con el «Orión». Si uno de ellos lo golpeaba y lo hacía volcar, ¿qué podríamos hacer estando bajo cubierta, encerrados con llave en un camarote?
Cuando se encontraba a unas veinticinco yardas de distancia, el Trípode que iba en cabeza viró bruscamente hacia la izquierda y pasó muy cerca de nuestra popa. Los demás lo siguieron. Se escuchó un aullido como de doce vientos distintos, recorriendo la escala de arriba abajo. Entonces la primera ola alcanzó el barco, que se agitó como si fuera una nuez. Caímos los dos, pues el suelo del camarote se inclinó, y yo me hice daño al golpearme contra la barra de la litera. Fui a levantarme, y el vaivén del barco me lanzó hacia la portilla, que estaba abierta. El mar se elevó hacia mí. Se estrelló una ola que nos dejó empapados. Y el aullido volvió a aumentar, pues los Trípodes volvían a dar una vuelta alrededor del barco.
Dieron tres o cuatro, —no estaba de humor para llevar la cuenta exacta—, antes de seguir su camino. Más tarde, el capitán Curtis nos dijo que este tipo de encuentros no era raro; el «Orión» ya había tenido media docena. Nadie sabía por qué lo hacían; a lo mejor era una broma. Una broma que podía acabar muy mal: un buen número de barcos se había hundido así. Nosotros sólo estábamos empapados y estremecidos. Creo que a mí me estremeció más su aspecto que sus acciones. Dominaban el mar, además de la tierra. Me imagino que de haberlo pensado lo habría supuesto. Pero no había sido así y la realidad me deprimía.
Henry le dijo al capitán:
—Por el sonido no parecían Trípodes.
—¿El sonido? Supongo que sólo habréis oído el Toque Ceremonial de la Placa. Al norte del Canal se encargan de la Ceremonia de la Placa, y eso viene a ser todo. Al sur veréis más, y los oiréis. Tienen toda clase de toques.
Aquello era distinto. Antes sólo los relacionaba con la Ceremonia de la Placa, y nada más. Lo que me había dicho Ozymandias de que cazaban hombres igual que los hombres cazan zorros no me había afectado de verdad. Mi entendimiento rechazó la idea como algo imaginario. Ya no. Me sentía deprimido. También estaba un poco asustado.
El capitán Curtis nos sacó del «Orión» de un modo muy parecido a como nos llevó a bordo. Antes de irnos nos dio comida, llenó mi bolsa, y le dio otra a Henry. También nos dio consejos de última hora.
—Manteneos apartados, evitad todo contacto con la gente. Acordaos de que hablan otro idioma. No les entenderéis y ellos no os entenderán a vosotros. Si os cogen os entregarán para que os pongan la Placa.
Nos miró, la luz de la lámpara tenía reflejos color oro rojizo por entre el negro de sus patillas. Su rostro era severo, hasta que se le conocía.
—Ha pasado otras veces. Con chicos que, como vosotros, iban camino de las montañas o con chicos que habían huido de alguien como Rowley. Fueron capturados por extranjeros y les insertaron la Placa en una tierra extranjera. Todos se convirtieron en Vagabundos, y además de la peor especie. Puede que fuera porque los dispositivos están previstos para pensar en determinado idioma y al no ser capaz de comprenderlo, la persona queda dañada. O puede que ellos insistan hasta obtener respuesta o provocar un colapso (siendo así que el sujeto no sabe responder como ellos quieren). En cualquier caso, manteneos alejados de la gente. Salid deprisa de esta ciudad y después evitad las ciudades y los pueblos.
Condujo el bote a un muelle carenero. Había dos o tres barcos de costado, pero no había señales de vida. Se podían oír ruidos lejanos —alguien que daba martillazos, voces que cantaban débilmente—, pero en las inmediaciones no había más que los cascos de los barcos, nítidamente perfilados a la luz de la luna, la línea baja del muro portuario y los tejados de la ciudad, al otro lado. Una ciudad extraña en una tierra extraña, a cuyas gentes no podíamos ni debíamos hablar. La quilla del bote crujió sobre los guijarros.
—Bajad, —musitó el capitán Curtis—. ¡Buena suerte!
Al pisar los guijarros hicimos un ruido que resaltó en el silencio de la noche y durante un momento nos quedamos escuchando. Nada se movía. Miré hacia atrás y vi cómo desaparecía el bote por detrás de una barca más grande, que estaba amarrada muy cerca. Estábamos solos. Le hice un gesto a Henry y empezamos a subir por el muelle carenero. El capitán Curtis había dicho que se salía al paseo, después había que torcer a la izquierda y caminar cien yardas. A la derecha había una carretera. Siguiéndola se salía de la ciudad. Al cabo de un cuarto de hora podríamos relajar la vigilancia, aunque fuera poco.
Sin embargo, tardamos algo así como un cuarto de minuto.
A lo largo del muro del puerto discurría una carretera, y en el lado de enfrente había una hilera de casas, más altas y al parecer más estrechas que las de Rumney. Cuando Henry y yo atravesábamos la entrada del muelle carenero se abrió una puerta a mitad de camino y salió un hombre. Al vernos gritó. Salimos corriendo, y él detrás de nosotros, y después salieron más por la puerta abierta. Puede que corriera unas cincuenta yardas antes de que me alcanzaran y me retuvieran. El que me tenía agarrado, un hombre corpulento, de aspecto extraño y aliento desagradable, me zarandeó y me preguntó algo: por lo menos podía darme cuenta de que me estaba haciendo una pregunta. Busqué a Henry y vi que también lo habían atrapado. Me pregunté si el capitán Curtis habría oído algo del altercado. Seguramente no, y si así fuera, no podía hacer nada. Nos lo había dicho claramente.
Nos llevaron a rastras y cruzamos la carretera. La casa era una taberna, pero no se parecía mucho a la taberna de Rumney. Estábamos en una habitación pequeña, cargada de humo de tabaco y que olía a alcohol, pero tanto el tabaco como el alcohol olían de otro modo. Había un mostrador, media docena de mesas de mármol y sillas de respaldo alto. Los hombres nos rodeaban, hablaban ininteligiblemente y hacían muchos gestos con las manos. Me daba la sensación de que estaban decepcionados por algo. En la parte de atrás de la habitación había una escalera de caracol que conducía a un piso inferior y otro superior. Alguien nos observaba desde los escalones superiores, mirando por encima de las cabezas que nos rodeaban.