Las Montañas Blancas (8 page)

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Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Dos veces vimos Trípodes de lejos. Me pareció que siendo más numerosos en este país, debían causar grandes daños a las cosechas. No sólo a las cosechas, dijo Larguirucho. Los grandes pies metálicos causaban la muerte de muchos animales; y también de personas, si no eran lo suficientemente rápidas como para apartarse a tiempo. Esto, como todo lo demás, se aceptaba sin más. Pero nosotros ya no; una vez que empezamos a hacernos preguntas, cada duda daba origen a una veintena más.

Hacia el atardecer, durante una parada para que los caballos se repusieran, vimos una ciudad a lo lejos. Parecía mayor que la ciudad de la que había salido el Shemand-Fer y Larguirucho pensó que tal vez aquél fuera el final del trayecto. Parecía una buena oportunidad para bajarse y así lo hicimos, cuando los caballos se pusieron nuevamente en movimiento, obedeciendo los gritos del conductor. Nos deslizamos cuando el Shemand-Fer empezaba a coger velocidad y nos quedamos mirando cómo desaparecían los carruajes. Habíamos viajado casi todo el tiempo en dirección sudeste, recorriendo una distancia que oscilaba entre las cincuenta y las cien millas. Aunque serían menos de cien, de lo contrario tendríamos que haber divisado algo que en el mapa aparecía indicado como un punto de referencia: las ruinas de una de las grandes ciudades de los antiguos. Estábamos de acuerdo en que lo que había que hacer era dirigirse hacia el sur.

Seguimos viajando mientras hubo luz. Todavía hacía buen tiempo pero se había nublado. Buscamos un refugio antes de que la oscuridad nos obligara a parar, pero no encontramos nada y al final nos instalamos en una zanja. Afortunadamente no llovió durante la noche. Por la mañana las nubes seguían amenazando, pero no pasaban de ahí; nos comimos un bocadillo de queso y seguimos nuestro camino. Subimos una pendiente situada junto a un bosque, donde podríamos ocultarnos si hubiera peligro de que nos vieran. Henry llegó el primero a la cima y allí se quedó, completamente inmóvil, mirando fijamente hacia el frente. Yo aceleré el paso, deseoso de ver qué estaba mirando. Cuando lo alcancé yo también me detuve, asombrado.

Lo que se extendía ante nosotros, a varias millas de distancia, eran las ruinas de la gran ciudad. Jamás había visto nada que se le pareciera ni remotamente. Tenía millas y millas de extensión y en ella había elevaciones y hondonadas. El bosque la había invadido y por todas partes se agitaba el color verde de los árboles, pero también por todas partes se veían los restos blancos y amarillentos de los edificios. Los árboles formaban hileras entre éstos y parecían las venas de alguna criatura monstruosa.

Nos quedamos callados hasta que Larguirucho dijo:

—Esto lo construyó mi pueblo.

Henry dijo:

—¿Cuántas personas crees que vivían ahí? ¿Miles? ¿Cientos de miles? ¿Un millón?

Dije yo:

—Tendremos que dar un gran rodeo. No veo dónde acaba.

—¿Un rodeo? —preguntó Larguirucho—. ¿Pero por qué? ¿Por qué no la atravesamos?

Me acordé de Jack y lo que me dijo del enorme barco que había visto en el puerto de la gran ciudad situada al sur de Winchester. A ninguno de los dos se nos había ocurrido que podría haber hecho algo más que simplemente mirar desde lejos; jamás nadie se acercaba a las grandes ciudades. Pero aquella forma de pensar procedía de los Trípodes y las Placas. La sugerencia de Larguirucho resultó primero aterradora y después sugestiva. Henry dijo en voz baja:

—¿Crees que podríamos atravesarla?

—Podemos intentarlo, —dijo Larguirucho—. Si resulta demasiado difícil, podemos volver.

Al acercarnos pudimos ver cómo eran aquellas venas. Los árboles seguían el trazado de las antiguas calles, brotaban a través de la piedra negra con que estaban construidas y se remontaban por encima de los cañones que formaba la doble hilera de edificios. Caminábamos en medio de su sombra oscura y fresca, al principio en silencio. No sé los otros, pero a mí me hacía falta todo el valor que pudiera juntar. Por encima de nosotros cantaban los pájaros, realzando el silencio y la penumbra de las profundidades por las que avanzábamos. Poco a poco empezamos a interesarnos por lo que nos rodeaba y a hablar, al principio susurrando, después con más naturalidad.

Se veían cosas extrañas. Por supuesto, signos de muerte, el brillo blanco de huesos que un día tuvieron carne. Ya nos lo esperábamos. Pero uno de los primeros esqueletos que vimos se encontraba desplomado en el interior de un rectángulo herrumbroso, abombado por el centro, provisto de ruedas metálicas que tenían un reborde hecho con una sustancia negra y dura. Había otros artefactos parecidos; Larguirucho se detuvo junto a uno y se asomó al interior. Dijo:

—Sitios para que los hombres se sienten. Y ruedas. Así que es algún tipo de vehículo.

Henry dijo:

—No puede ser. No hay donde enganchar el caballo. A menos que el óxido haya destruido por completo las vigas de sujeción.

—No, —dijo Larguirucho—. Son todos iguales. Mira.

Dije yo:

—Puede que fueran casetas para que la gente descansara cuando estuviera fatigada de andar.

—¿Con ruedas? —preguntó Larguirucho—. No. Eran vehículos sin caballos. Estoy seguro.

—¡A lo mejor impulsados por una de tus cacerolas gigantes! —dijo Henry.

Larguirucho se quedó mirando fijamente aquello y dijo muy serio:

—Puede que tengas razón.

Algunos de los edificios estaban derruidos debido a los años y la erosión, y en algunos sitios había muchos totalmente arrasados, como si los hubieran aplastado con un martillo desde el cielo. Pero había muchos que se conservaban más o menos intactos y, por fin, nos aventuramos a entrar en uno. Evidentemente había sido una tienda, pero de un tamaño enorme. Había latas por todas partes, algunas aún seguían apiladas en estantes, pero la mayoría estaban desparramadas por el suelo. Cogí una. Tenía un papel pegado alrededor, con un dibujo desvaído de unas ciruelas. También había dibujos en otras latas: fruta, vegetales, cuencos de sopa. Habían contenido comida. Era bastante lógico: con tanta gente viviendo junta, sin tierra que cultivar, tendrían que llevarles comida envasada, de la misma manera que mi madre envasaba cosas en verano para usarlas en invierno. Las latas estaban corroídas y en algunas partes se habían perforado, pudiendo verse en su interior una masa reseca e indiferenciada.

Había miles de tiendas y nos metimos en muchas. El contenido nos asombraba. Grandes piezas de tela enmohecida, en la que aún podían apreciarse extraños colores y dibujos; filas y filas de cajas de cartón deshechas, en cuyo interior había zapatos de cuero en putrefacción; instrumentos musicales, unos pocos conocidos pero la mayoría increíblemente extraños; figuras de mujer hechas con una sustancia dura y extraña, vestidas con restos andrajosos de tela. Y un lugar lleno de botellas que Larguirucho nos dijo contenían vino. Abrió una y lo probamos, pero hicimos muecas porque estaba muy ácido: se había estropeado mucho. Nos llevamos algunas de las cosas que vimos: un cuchillo, un hacha pequeña que tenía el borde oxidado pero se podía afilar, una especie de frasco de un material azul translúcido que pesaba muy poco y era mejor para llevar agua que los recipientes que nos dio el capitán Curtis a Henry y a mí, velas y cosas por el estilo.

Pero la tienda que me dejó más admirado era bastante pequeña. Estaba encajonada entre dos mucho mayores, y aparte del acostumbrado cristal roto tenía por delante una barrera de metal retorcido y oxidado. Cuando entré me pareció la cueva de Aladino. Había anillos de oro que tenían engastados diamantes y otras piedras, broches, collares, brazaletes. ¡Y puede que una veintena de Relojes!

Cogí uno. También era de oro y tenía una pulsera de oro macizo que se ensanchó cuando metí los dedos y los estiré; de modo que se podía agrandar lo suficientemente como para meter la mano y después dejarlo cómodamente ajustado a la muñeca. Es decir, en una muñeca más gruesa que la mía. Cuando me lo puse me quedaba grande, así que me lo ajusté más arriba. Por supuesto que no andaba, pero era un Reloj. Los otros dos estaban explorando al otro lado de la calle. Pensé en llamarles, pero después pensé que no.

No se trataba sólo de que yo no quisiera que tuvieran un Reloj como el mío, aunque eso influía. Además me acordaba de la pelea que tuve con Henry por causa del Reloj de mi padre, cuando Jack me ayudó a quitárselo. Creo que el motivo era algo menos definido, una sensación de descontento. Mi antipatía hacia Henry había quedado arrumbada debido a las dificultades y peligros que habíamos encontrado y compartido. Cuando se nos unió Larguirucho yo le hablaba sobre todo a éste y él correspondía: hasta cierto punto, Henry había quedado al margen. Yo me daba cuenta y me temo que me parecía bien.

Sin embargo hoy, en especial desde que entramos en la gran ciudad, yo había detectado un cambio. No era nada concreto; sólo que cuando Henry hablaba solía dirigirse a Larguirucho y éste hacía otro tanto con Henry; de hecho se había pasado de una situación en la que el centro éramos Larguirucho y yo, con Henry un poco desplazado, a otra en la que el que quedaba en cierto modo excluido era yo. Y ocurrió que yo encontré la tienda de las joyas y los relojes mientras ellos se quedaban estudiando una extraña máquina que tenía por delante cuatro filas de pequeñas superficies blancas en las que aparecían letras. Volví a mirar el Reloj. No, no pensaba llamarles.

Finalmente, dejamos más o menos de mirar en las tiendas. En parte lo hicimos porque nuestra curiosidad había quedado saciada, pero sobre todo porque llevábamos varias horas en la ciudad sin que nada indicara que nos acercábamos al otro extremo. En realidad era al contrario. En un punto la devastación había dejado una gran montaña de escombros; subimos por entre los arbustos y la hierba que la recubrían y desde arriba contemplamos el agitarse de la vegetación y las piedras desmoronadas. Se extendía en torno a nosotros, en apariencia sin límites, igual que un mar erizado de arrecifes rocosos. De no ser por la brújula, nos habríamos perdido, pues hacía un día nublado y no podíamos orientarnos por el sol. Así las cosas, sabíamos que aún estábamos en dirección sur y que aún no había transcurrido la mitad del día, pero sentíamos la necesidad de avanzar más deprisa de lo que lo habíamos hecho hasta entonces.

Llegamos a las calles más anchas, flanqueadas por edificios más enormes, que en su anchura recorrían inmensas distancias en línea recta. Nos paramos a comer en el punto de intersección entre varias de ellas; había un lugar en el que los árboles no habían hallado asidero y nos sentamos en una piedra cubierta de musgo a comer la carne y las gal etas duras que nos había dado el capitán Curtis; se nos había acabado el pan. Después descansamos, pero Larguirucho se levantó al cabo de un rato y se fue a merodear. Henry le siguió. Yo me quedé tumbado mirando el cielo gris y al principio no respondí cuando me llamaron. Pero Larguirucho volvió a llamar y su voz revelaba excitación. Al parecer habían encontrado algo interesante.

Se trataba de un gran agujero, que se hallaba rodeado en tres de sus lados por unas barandillas oxidadas y tenía unas escaleras que bajaban hacia la oscuridad. Arriba, frente a la entrada, había una chapa de metal en la que se leía «Metro».

Larguirucho dijo:

—Las escaleras… son tan amplias que caben diez personas a lo ancho. ¿Dónde conducirán?

Dije yo:

—¿Qué importa eso? Si no vamos a descansar, más vale que sigamos.

—Me gustaría entenderlo… —dijo Larguirucho—. ¿Por qué construirían una cosa así, un túnel tan grande?

—¿Qué más da? —dije encogiéndome de hombros—. No ibas a ver nada ahí abajo.

—Tenemos cerillas, —dijo Henry.

Dije, enfadado:

—No tenemos tiempo. No queremos pasar una noche aquí. No me hicieron caso. Henry le dijo a Larguirucho:

—Podríamos bajar un poco y ver qué hay, —Larguirucho asintió.

Yo dije:

—¡Es una idiotez!

Henry dijo:

—No tienes por qué venir si no quieres. Puedes quedarte aquí y descansar.

Lo dijo con indiferencia, buscando ya en su bolsa las velas. Habría que encenderlas y yo era el único que tenía yesquero. Pero me di cuenta de que estaban decididos y lo mejor que podía hacer yo era ceder con la mayor naturalidad posible. Dije:

—Iré con vosotros. Aunque sigo pensando que no tiene sentido.

Las escaleras bajaban, en primer lugar, hasta una caverna, que exploramos todo lo bien que lo permitía la escasa luz de las velas. Al no estar tan sometidas a la acción de los elementos, las cosas se habían deteriorado aquí menos que en el mundo superior. Había extrañas máquinas parcialmente oxidadas pero por lo demás no estaban estropeadas, así como una especie de cabina que tenía cristal en las ventanas y estaba intacta.

Y había túneles que salían de la caverna; algunos, como el que usamos para entrar, tenían escaleras de subida, otros bajaban aún más. Larguirucho era partidario de explorar uno de éstos y se salió con la suya por falta de oposición. Los escalones llegaban muy abajo y al fondo había otro túnel pequeño que se dirigía hacia la derecha. El escaso interés que hubiera podido tener yo había desaparecido; lo único que quería era volver arriba, a la luz. Pero no iba a sugerirlo. Me daba la impresión, a juzgar por la creciente falta de entusiasmo con que respondía a los comentarios de Larguirucho, de que Henry no estaba más deseoso de continuar avanzando que yo; quizá menos. Aquello, al menos, me proporcionó una pequeña satisfacción.

Larguirucho iba en cabeza avanzando por el pequeño túnel que daba vueltas y acababa en una verja de gruesos barrotes de hierro. Cuando la empujó se abrió con un chirrido. Pasamos tras él y nos quedamos mirando lo que apareció ante nosotros.

Era otro túnel más, pero mucho mayor que los otros. El suelo era de piedra lisa y el túnel se curvaba por encima de nuestras cabezas y seguía más allá de donde alcanzábamos con la luz. Sin embargo, lo que nos asombró fue la cosa que había allí. Al principio creí que era una casa, una casa larga y estrecha de vidrio y metal, y me preguntaba quién habría querido vivir allí, tan bajo tierra. Después vi que se encontraba emplazado en una ancha hendidura paralela a la superficie sobre la que nos encontrábamos, que tenía ruedas por abajo y que las ruedas descansaban sobre largas barras de metal. Era una especie de Shemand-Fer.

¿Pero para viajar adónde? ¿Era posible que este túnel recorriera cien millas, como pasaba con la pista del Shemand-Fer, pero bajo tierra? ¿Quizá en dirección a una ciudad enterrada cuyas maravillas eran aún mayores que las de la ciudad situada encima de nosotros? ¿Y cómo? Seguimos caminando y vimos que los carruajes se sucedían uno tras otro: cuatro, cinco, seis, contamos, y un poco más allá del último carruaje se hallaba la boca de un túnel menor, dentro del cual se introducían las líneas desocupadas hasta perderse.

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