Read Las Montañas Blancas Online
Authors: John Christopher
Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil
La luna se elevó por encima del límite de mi ventana y me deslicé de la cama. Abrí cuidadosamente la puerta del dormitorio y cuidadosamente la cerré tras de mí. La casa estaba muy silenciosa. Las escaleras crujieron levemente al pisarlas, pero nadie se fijaría, aunque lo oyera. Era una casa vieja, de madera, y no eran raros los crujidos nocturnos. Pasé por la puerta grande a la habitación de la molienda, busqué la ropa, y me vestí apresuradamente. Después salí por la puerta que da al río. La rueda estaba inmóvil y se oía gorgotear y chapotear el agua, por todas partes negra, con vetas de plata.
Después de cruzar el puente me sentí mucho más seguro. Al cabo de unos minutos habría salido del pueblo. Un gato atravesó el adoquinado, caminando delicadamente, de puntillas, y otro se lamía la piel, iluminada por la luna, en el escalón de una puerta. Ladró un perro, quizá suspicazmente, al oírme, pero no estaba lo bastante cerca como para resultar alarmante. Cuando dejé atrás la casa de la viuda Ingold eché a correr. Llegué a la guarida jadeando, sin respiración, pero satisfecho de mí mismo por haberme escapado sin ser advertido.
Con acero, pedernal y un trapo empapado en petróleo encendí una vela y me puse a llenar la bolsa. Había sobrestimado la cantidad de espacio disponible; después de ordenarlo todo varias veces, seguía sin caberme una barra de pan. Bueno, de momento podía llevarla en la mano, y tenía intención de comer al amanecer. Entonces habría sitio. Eché una última ojeada a la guarida para asegurarme de que no me dejaba nada que fuera a necesitar, apagué la vela, me la metí en el bolsillo y salí.
Era una buena noche para irse. En el cielo brillaban las estrellas —¿todas soles, como el nuestro?—, la media luna ascendía y hacía un aire suave. Cogí la bolsa y me la coloqué. Al hacerlo oí una voz procedente de las sombras, a unos cuantos pies de distancia. Era la voz de Henry.
Dijo:
—Te oí salir y te seguí.
No podía verle la cara, pero me pareció que en su voz había un tono burlón. Puede que me equivocara, —puede que no fueran más que mis nervios—, pero en aquel preciso momento me pareció que se jactaba de haberme seguido. Me cegó la ira y, dejando caer la bolsa, me abalancé sobre él. Yo había salido victorioso en dos de los tres últimos encuentros que tuvimos y confiaba en volver a ganarle.
Según se demostró, el exceso de confianza y la cólera ciega no sirven de mucho. Me derribó, yo me levanté y volvió a derribarme. Poco después yo me encontraba en el suelo y él sentado encima de mí, sujetándome las muñecas con la mano. Sudé, forcejeé y me revolví, pero no sirvió de nada.
Me tenía firmemente sujeto.
—Escucha, —me dijo—. Quiero decirte una cosa. Sé que te quieres escapar. Estoy seguro, por la bolsa. Lo que te digo es que quiero irme contigo.
En respuesta di una rápida sacudida en redondo, pero su cuerpo rodó con el mío y siguió manteniéndome sujeto. Me dijo, jadeando un poco:
—Quiero ir contigo. Aquí ya no tengo nada.
Su madre, mi tía Ada, fue una mujer alegre, vivaz y cariñosa, incluso durante los largos meses de enfermedad. Mi tío Ralph, por el contrario, era un hombre lúgubre y taciturno que siempre había querido, —quizá con un sentimiento de alivio—, que su hijo se fuera a otra casa. Me di cuenta de lo que quería decir Henry.
Además, había otra cuestión, de mayor importancia práctica. Si yo hubiera ganado la pelea, ¿entonces qué? ¿Dejarlo allí y correr el riesgo de que diera la alarma? No podía hacer otra cosa. Mientras que si se venía conmigo… podría darle esquinazo antes de llegar al puerto, junto al capitán Curtis. No tenía ninguna intención de llevármelo conmigo. Seguía cayéndome mal y, aunque no fuera así, me habría sentido reacio a compartir los secretos que me transmitió Ozymandias.
Había dejado de forcejear. Le dije:
—Déjame levantarme.
—¿Puedo ir contigo?
—Sí.
Me dejó levantarme. Me sacudí el polvo y nos miramos fijamente a la luz de la luna. Dije:
—Naturalmente no te habrás traído comida. Tendremos que compartir la mía.
Al cabo de un par de días tendríamos el puerto a nuestro alcance y había suficiente pan para los dos durante ese tiempo.
—Vamos, —dije—. Más vale que salgamos ya.
Avanzamos bastante a la luz de la luna y cuando amaneció nos encontrábamos bien lejos de nuestra tierra. Decidí hacer un alto breve; descansamos, nos comimos media barra de pan con queso y bebimos agua de un arroyo. Después proseguimos, cada vez más cansados, mientras el día transcurría penosamente y un sol abrasador surcaba el cielo azul y seco.
Sería mediodía y estábamos sudorosos y acalorados cuando llegamos a la cima de una pendiente; contemplamos un valle en forma de plato. Se veía la tierra bien cultivada. Había un pueblo y otros lugares habitados diseminados por doquier; las figuras de los hombres que trabajaban los campos semejaban hormigas. La carretera atravesaba el valle y el pueblo. Henry me asió del brazo y señaló:
—¡Mira!
Cuatro hombres se dirigían a caballo hacia el pueblo. Podía ser que fueran a hacer cualquier cosa normal. Pero por otra parte, también podía tratarse de un grupo de búsqueda que iba a por nosotros.
Tomé una determinación. Habíamos bordeado un bosque, dije:
—Nos vamos a quedar en el bosque toda la tarde. Podemos dormir algo y por la noche estaremos frescos.
—¿Crees que lo mejor es viajar por la noche? —preguntó Henry—. Ya sé que es más difícil que nos vean, pero tampoco podremos ver nosotros. Podríamos rodear la cumbre de la loma, aquí arriba no hay nadie.
Yo dije:
—Tú haz lo que quieras. Yo me voy a descansar.
Se encogió de hombros.
—Nos quedaremos aquí si tú lo dices.
Su pronta aquiescencia no me aplacó. Tenía la incómoda sensación de que a lo que él había dicho no le faltaba razón. Me dirigí al bosque en silencio y Henry me siguió. Encontramos un lugar muy adentrado en la maleza, donde no era probable que nos descubrieran, ni siquiera si pasaban muy cerca, y allí nos tumbamos. Debí caer dormido casi inmediatamente.
Cuando me desperté casi había oscurecido. Vi a Henry dormido a mi lado. Si me levantara sigilosamente podría escabullirme sin despertarle. La idea era tentadora. Sin embargo no estaba bien dejarle allí, en un bosque, próxima a caer la noche. Extendí la mano para sacudirle y, al hacerlo, me di cuenta de una cosa: se había anudado la tira de la bolsa alrededor del brazo de modo que yo no habría podido irme sin molestarle. ¡Seguramente a él también se le había ocurrido aquella posibilidad!
Cuando lo toqué se despertó. Nos comimos el resto de la barra y un pedazo de jamón antes de irnos. Era un bosque tupido y no pudimos ver bien el cielo hasta que salimos. Entonces me di cuenta de que la oscuridad no se debía solamente a la cercanía de la noche: el cielo se había nublado mientras dormíamos y de vez en cuando sentía una gruesa gota de lluvia en los brazos o en el rostro. Estando tan cubierto, el cuarto creciente no nos iba a ser de gran ayuda.
Mientras la luz se iba disipando nos dirigimos hacia el valle y después ascendimos la pendiente que estaba al otro lado. En las ventanas de las casas había luces encendidas, lo cual nos permitía evitarlas. Cayó un chaparrón, pero hacía un anochecer tibio y nos secamos al tiempo que caminábamos. Desde la cima contemplamos la luz arracimada del pueblo y luego proseguimos hacia el sudeste. Después cayó la oscuridad, bruscamente. Nos encontrábamos en una altiplanicie ondulada, casi todo era hierba cortada a ras de tierra. En determinado punto nos tropezamos con una cabaña destartalada, evidentemente abandonada, y Henry sugirió que nos quedáramos allí hasta que hubiera mejor visibilidad, pero yo me negué y él me siguió pesadamente.
Pasó algún tiempo antes de que ninguno hablara. Entonces Henry dijo:
—Escucha.
Un tanto molesto, dije:
—¿Ahora qué pasa?
—Creo que nos sigue alguien.
Yo también lo oí: se oía que pisaban la hierba detrás de nosotros. Y no eran sólo un par de pies. La gente del pueblo podía habernos visto, advertidos por los cuatro jinetes de que estuvieran atentos por si aparecíamos. Y acaso hubieran subido la pendiente en pos de nosotros y ahora podrían estar cercándonos sigilosamente. Susurré:
—¡Huye!
Sin aguardarle, eché a correr a través de la negrura de la noche. Oía a Henry correr cerca y también creí oír a los que nos perseguían. Corrí aún más deprisa. Al hacerlo rodó una piedra que pisé con el pie derecho. Sentí una sacudida de dolor y me caí, jadeando mientras mis pulmones despedían aire trabajosamente. Henry me oyó caer. Se detuvo y dijo:
—¿Dónde estás? ¿Estás bien? Cuando traté de apoyarme en el pie derecho sentí un vivo dolor. Henry intentó levantarme y yo solté un bufido de protesta.
—¿Te has hecho daño? —preguntó.
—El tobillo… creo que me lo he roto. Es mejor que sigas tú. Llegarán en cualquier momento.
Dijo, con voz extraña:
—Creo que ya están aquí.
—¿Qué?
Sentí un aliento cálido en la mejilla. Extendí la mano y toqué algo lanoso que retrocedió inmediatamente.
—¡Ovejas!
Henry dijo:
—Me imagino que tendrían curiosidad. A veces hacen cosas así.
—Eres un imbécil, —dije—. Por tu culpa nos hemos puesto a correr y era un rebaño de ovejas; ahora mira lo que ha pasado.
—No creo que se haya roto. Seguramente será un esguince, o algo así.
Pero tendrás que estar inmóvil un par de días.
Le dije, acerbamente:
—Pues mira qué bien.
—Es mejor que te lleve de vuelta a la cabaña. Te llevaré al estilo bombero.
Me habían vuelto a caer encima algunas gotas aisladas. Ahora empezaba a caer fuerte, —lo suficiente como para debilitar mi intención de responder airadamente y rechazar su ayuda—. Me cargó a sus espaldas. Fue un trayecto de pesadilla. Tenía dificultades para sujetarme bien y creo que yo pesaba más de lo que él había calculado. Tenía que bajarme de vez en cuando y descansar. Estaba oscuro como boca de lobo y llovía a cántaros. Cada vez que me bajaba, sentía una puñalada de dolor en el pie. A medida que transcurría el tiempo empecé a pensar que se había confundido de dirección y que había perdido en la oscuridad la pista de la cabaña; no habría sido extraño.
Pero al fin la vislumbramos en medio de la noche y cuando levantó la clavija, la puerta se abrió. Se oyó corretear, —seguramente ratas—; recorrió conmigo los últimos pies del trayecto y me dejó en el suelo, exhalando un suspiro de agotamiento. Buscó a tientas y en un rincón encontró un montón de paja; yo me arrastré hacia allí. El pie me daba punzadas, yo estaba empapado y me sentía fatal. Además, nos habíamos pasado una buena parte del día anterior durmiendo. Tardé mucho en conciliar el sueño.
Cuando me desperté era de día y ya no llovía. A través del marco de una ventana que no tenía cristales se veía el cielo intensamente azul del amanecer. Todo el mobiliario de la cabaña consistía en un banco y una mesa de caballete, junto con una cacerola vieja, un cacharro de hervir agua y dos tazas de loza que colgaban de los ganchos que había en una pared. Había una chimenea, una pila de leña y el montón de paja donde estábamos tumbados. ¿Estábamos? Henry no estaba allí: se veía en la paja el hueco que dejó al dormir. Lo llamé y, al cabo de un momento, lo volví a llamar. No hubo respuesta. Me levanté a rastras, haciendo una mueca de dolor y logré alcanzar la puerta yendo a pata coja y apoyándome en la pared.
No había ni rastro de Henry. Entonces me di cuenta de que la bolsa no estaba en el suelo, en el lugar donde la dejé la noche anterior.
Salí cojeando y me senté apoyado en la pared de piedra de la cabaña. Los primeros rayos horizontales del sol me dieron calor mientras yo pensaba en mi situación. Parecía claro que Henry me había abandonado, llevándose consigo el resto de la comida. Después de haberme impuesto su presencia me había dejado allí, desvalido y, —tanto más cuanto más lo pensaba—, hambriento. De nada servía tratar de pensar con claridad. Sentía una furia irresistible, que me ahogaba. Por lo menos me servía para olvidar las punzadas del pie y el vacío del estómago.
Ni siquiera cuando me encontré lo bastante tranquilo como para ponerme a pensar mejoró la cosa demasiado. Me encontraba a un par de millas, como mínimo, del más próximo lugar habitado. Supuse que podría recorrer aquella distancia arrastrándome, aunque probablemente no sería nada divertido. O quizá alguien, —tal vez un pastor—, pasara lo suficientemente cerca como para oír voces. Cualquiera de las dos posibilidades significaba que me llevaran de vuelta a Wherton, caído en desgracia. En resumidas cuentas, un final triste y humillante para la aventura. Empecé a sentir lástima de mí mismo.
Me encontraba bajo de ánimo cuando oí a alguien en el extremo opuesto de la cabaña y, seguidamente, la voz de Henry.
—¿Dónde estás, Will?
Respondí y él se acercó. Dije:
—Creí que te habías largado. Te llevaste la bolsa.
—Bueno, es que la necesitaba para meter cosas.
—¿Qué cosas?
—En un par de días no podrás moverte. Me pareció que lo mejor era agenciarme algo, si podía.
Abrió la bolsa y me enseñó una barra de pan, un trozo de asado de vaca frío y un pastel de carne de cerdo.
—Lo cogí en una granja de ahí abajo, —dijo—. La ventana de la despensa estaba abierta. No era muy grande. Hubo un momento en que creí que me quedaba atascado.
Me sentí inmensamente aliviado, pero a la vez resentido. Me miró sonriendo, esperando que le felicitara por su habilidad. Le dije con aspereza:
—¿Y la comida que ya estaba en la bolsa?
Henry se quedó mirándome:
—La puse en la repisa. ¿No la has visto?
Naturalmente, no la había visto, pues no había mirado.
Pasaron tres días antes de que mi tobillo se fortaleciera lo suficiente como para poder viajar. Nos quedamos en la cabaña, y Henry bajó dos veces más al valle a saquear comida. Dispuse de tiempo: tiempo para pensar. Henry, es cierto, había dado una falsa alarma con lo de las ovejas, pero sólo porque tenía mejor oído: yo me llamé a engaño tanto como él. Y fui yo el que insistió en viajar de noche, sin luna, mientras que él prefería descansar. Y ahora dependía de él. Aún me quedaban recelos, —no se supera en unos días una hostilidad tan prolongada como la nuestra, sobre todo si se está en deuda—, pero no veía clara la forma de llevar a cabo el plan de deshacerme de él antes de llegar a Rumney. Al final se lo conté todo, —dónde me dirigía, lo que me había dicho Ozymandias.