Read Las Montañas Blancas Online
Authors: John Christopher
Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil
Volvieron a levantarse las nubes mientras viajábamos en dirección sur. Encontramos un campo de patatas tempranas, pero no hallamos madera lo suficientemente seca como para encender un fuego con el que cocinarlas. Henry y Larguirucho se las comieron crudas, pero yo no pude. De todos modos tenía poco apetito y me dolía la cabeza. Por la noche dormimos en unas ruinas bastante alejadas de cualquier otra casa. Por un extremo se había hundido el techo pero por el otro aún se sostenía; era ondulado, de un material gris parecido a la piedra pero mucho más ligero. Pasé la noche en una sucesión de sueños profundos, entrecortados por pesadillas que me despertaban, y por la mañana me encontraba más cansado que antes de acostarme. Creo que debía tener un aspecto extraño, porque Henry me preguntó si me sentía enfermo. Le di una contestación brusca, él se encogió de hombros y dirigió su atención a otras cosas. Larguirucho no dijo nada, creo que porque no se enteró de nada. Le interesaban mucho menos las personas que las ideas.
El día me resultó cansado. A medida que pasaban las horas me sentía peor. Al principio no había querido que los otros se hicieran cargo de mi situación porque me ofendía el que, según parecía, se llevaran mejor entre sí que yo con cualquiera de los dos. Después de desairar a Henry mi resentimiento obedecía a que ni él ni Larguirucho hubieran vuelto a ocuparse del asunto. Me temo que me causaba cierta satisfacción sentirme enfermo y sobrellevarlo sin reconocerlo. Era un comportamiento infantil.
De todos modos mi falta de apetito no causó gran impresión porque andábamos escasos. Yo no me tomé ninguna molestia, pero Henry y Larguirucho no encontraron nada. Habíamos llegado al ancho río que fluía hacia el sudeste, al que, según las indicaciones del mapa, debíamos seguir, y en cierto sitio Henry se pasó media hora tratando, sin éxito, de atrapar a mano truchas, desde la orilla. Mientras él hacía eso yo estaba tumbado, mirando embotado el cielo nublado, agradecido por el descanso.
Hacia el atardecer, después de una infinidad de campos de trigo y centeno jóvenes, avistamos un huerto. Había hileras de cerezos, ciruelos y manzanos. Las manzanas serían aún pequeñas y estarían verdes, pero incluso de lejos podíamos distinguir entre el verdor de las hojas ciruelas purpúreas y doradas y cerezas negras o rojizas. El problema era que la granja estaba justamente al lado del huerto y desde allí se vería bien a cualquiera que circulase entre las largas y rectilíneas hileras de árboles. Claro que más tarde, al caer la oscuridad, sería distinto.
Henry y Larguirucho no estaban de acuerdo en cuanto a lo que deberíamos hacer. Henry quería quedarse donde por lo menos teníamos asegurada cierta clase de comida, esperando la oportunidad de cogerla; Larguirucho era partidario de proseguir durante las horas de luz que quedaban, con la esperanza de encontrar algo distinto o algo mejor. Esta vez no me causó placer que no se pusieran de acuerdo; me sentía demasiado pesado y enfermo como para preocuparme de eso. Yo apoyé a Henry, pero sólo porque deseaba desesperadamente descansar. Larguirucho cedió de buen grado, como siempre, y nos instalamos, esperando que pasara el tiempo.
Cuando trataron de despertarme para que me fuera con ellos, no les hice caso; me hallaba sumido en un profundo letargo y sentía un malestar general. Por fin me dejaron y se fueron por su cuenta. No tenía idea de cuánto tardaron en volver, aunque sí conciencia de que trataban de despertarme de nuevo, ofreciéndome fruta y también queso que Larguirucho había logrado robar en la vaquería, una dependencia adosada a la casa. Yo no pude comer nada, —no pude ni intentarlo—, y por primera vez se dieron cuenta de que estaba enfermo y no simplemente mohíno. Cuchichearon entre sí, después, medio en volandas medio a rastras, me pusieron de pie y cargaron conmigo.
Supe después que al fondo del huerto había un viejo cobertizo que al parecer no se usaba y ellos pensaron que lo mejor sería llevarme allí: la lluvia volvía a amenazar y de hecho llovió por la noche. Yo sólo era consciente de que iba dando tumbos mientras me llevaban, hasta que por fin me dejaron caer sobre un suelo de tierra. Después de eso volví a dormir entre sudores y tuve más sueños, de uno de los cuales emergí gritando.
Lo siguiente que percibí con alguna precisión fue que había cerca un perro gruñendo. Poco después se abrió de golpe la puerta del cobertizo, cayó sobre mi rostro un cálido rayo de sol y vi contra la luz la silueta oscura de un hombre que llevaba polainas.
A continuación más confusión y voces estentóreas en una lengua extraña. Luché por levantarme, pero caí hacia atrás.
E inmediatamente después de aquello me vi entre sábanas limpias, en un lecho blando; una muchacha de aspecto serio y ojos oscuros se inclinaba sobre mí. Asombrado, miré por encima de ella lo que me rodeaba: un techo alto, blanco, con arabescos labrados, paredes recubiertas con paneles de madera, colgaduras de grueso terciopelo rojo en torno a la cama. Jamás había visto tanto lujo.
La mañana siguiente a mi colapso Henry y Larguirucho se dieron cuenta de que no me encontraba suficientemente bien para viajar. Por supuesto, podían dejarme y seguir solos. Si se descartaba esto, tenían que optar entre alejarse de la granja llevándome a rastras o quedarse en la cabaña con la esperanza de no ser vistos. En cuanto a lo primero, no había ningún otro refugio a la vista y, aunque había cesado la lluvia, no hacía un tiempo prometedor. Y no parecía que usaran mucho la cabaña. De todos modos decidieron quedarse donde estaban. De madrugada salieron sigilosamente, se hicieron con más ciruelas y cerezas y regresaron a la cabaña para comérselas.
Los hombres de los perros llegaron unas horas después. Nunca llegaron a saber si fue por accidente, si los habían visto antes y después los siguieron de regreso a la cabaña o si Larguirucho había dejado rastros al entrar en la vaquería y por eso, y por la falta del queso, los hombres estaban haciendo una inspección rutinaria en las dependencias exteriores. El caso es que los hombres estaban en la puerta, acompañados de un perro, un animal feo, tan alto como un burro pequeño, que gruñía enseñando los dientes. No podían hacer nada excepto entregarse.
Larguirucho había previsto con anterioridad un plan de emergencia ante situaciones así, destinado a superar la dificultad derivada del hecho de que ni Henry ni yo hablábamos su idioma. Nos haríamos pasar por primos suyos y los dos seríamos sordomudos: no deberíamos decir nada y fingiríamos no oír. Así sucedió; en lo tocante a mí resultó bastante sencillo, pues me encontraba inconsciente. Según creía Larguirucho esto acallaría las sospechas de modo que, aun cuando nos hicieran prisioneros, no nos pondrían una vigilancia demasiado rigurosa, lo cual nos brindaría ocasión de huir cuando surgiera la oportunidad. No sé si habría resultado, —lo cierto es que yo no me encontraba en condiciones de hacer ninguna clase de huida—, pero el caso es que las cosas tomaron un cariz muy distinto a todo lo que habíamos previsto. Dio la casualidad de que aquella misma mañana la Comtesse de la Tour Rouge estaba de gira por el distrito y visitó con su séquito la granja.
El cuidado de los enfermos y la distribución de dádivas eran algo acostumbrado entre las damas de la nobleza y la pequeña aristocracia: cuando vivía la mujer de Sir Geoffrey, Lady May, solía hacerlo en Wherton; uno de mis recuerdos más tempranos es de cuando recibí de ella una gran manzana roja y un cerdito de azúcar; llevándome la mano a la gorra en respuesta. Aunque con la Comtesse, según pude saber, la generosidad y preocupación por los demás no eran cuestión de deber sino algo que brotaba de su misma naturaleza. Era una persona amable y gentil de por sí y el sufrimiento de otra criatura, —humana o animal—, le ocasionaba dolor. La mujer del granjero se había escaldado las piernas hacía unos meses y ya estaba totalmente restablecida, pero la Comtesse necesitaba asegurarse de ello. En la granja le hablaron de tres chicos a los que habían sorprendido ocultos, dos de ellos sordomudos, uno de los cuales estaba con fiebre. Se hizo cargo de nosotros inmediatamente.
Era un cortejo considerable. La acompañaban nueve o diez de sus damas y con ellas habían partido tres caballeros. También había escuderos y palafreneros. A Larguirucho y a Henry les hicieron ir delante de unos palafreneros, pero a mí me colocaron en el arzón de uno de los caballeros y me sujetaron con su cinturón para evitar que me cayera. No recuerdo nada del viaje y puede que fuera mejor así. Para regresar al castillo había que recorrer más de diez millas, una buena parte sobre terreno abrupto.
El rostro que se inclinaba sobre mí era el de la hija de la Comtesse, Eloise.
Le Château de la Tour Rouge se alza sobre un terreno elevado desde el que se domina la confluencia de dos ríos. Es muy antiguo, pero hay algunas partes reconstruidas y otras que se han ido añadiendo. La torre en sí es nueva, me imagino, porque es de una extraña piedra roja completamente distinta de las piedras que se usan en el resto del edificio. En ella se encuentran los aposentos ceremoniales y las habitaciones de la familia, donde me instalaron para que guardara cama.
La torre se alza desnuda por el lado que da al río y a la llanura, pero tiene otras edificaciones anejas por la parte posterior y a ambos lados. Están las cocinas, los almacenes, las dependencias de los criados, las perreras, los establos, la fragua, —todos los lugares cotidianos—. Y las dependencias de los caballeros, que son casas ornamentadas y muy bien cuidadas, aunque por entonces sólo vivían tres caballeros solteros, en tanto que los demás tenían casa propia cerca del castillo.
Parte de las dependencias de los caballeros habían sido cedidas a los escuderos. Éstos eran muchachos, en su mayor parte hijos de caballeros, a los que se instruía para que ingresaran en el orden de la caballería; por mandato de la Comtesse, Henry y Larguirucho se instalaron con ellos. Enseguida se dieron cuenta de que no había peligro inmediato de que nos llevaran para que nos fuera insertada la Placa y decidieron aguardar a ver qué pasaba.
Entretanto yo me encontraba sumido en la confusión de la enfermedad y el delirio. Después me dijeron que estuve cuatro días en un estado febril. Percibía rostros desconocidos, en especial aquel rostro de ojos oscuros, enmarcado bajo un turbante azul, con el cual fui familiarizándome poco a poco. Mis sueños se fueron haciendo cada vez más apacibles, el mundo al que despertaba menos incoherente y distorsionado. Hasta que desperté, sintiéndome yo mismo una vez más, aunque débil; la Comtesse estaba sentada junto a mi cama y Eloise estaba de pie, un poco más allá.
La Comtesse sonrió y dijo:
—¿Ya te encuentras mejor?
Tenía que ser fiel a una resolución… Claro. No debía hablar. Era sordomudo. Como Henry. Recorrí la habitación con la mirada. El aire movía las cortinas del alto ventanal. Fuera se oían voces y entrechocar de hierros.
—Will, —dijo la Comtesse—, has estado muy enfermo, pero ya estás mejor. Sólo te hace falta fortalecerte.
Yo no debía hablar… ¡Y sin embargo ella me había llamado por mi nombre! Y me hablaba en inglés.
Volvió a sonreír.
—Sabemos el secreto. Tus amigos están bien. Henry y Shan-Pol… Larguirucho, como le llamáis vosotros.
No tenía sentido seguir fingiendo. Dije:
—¿Se lo han dicho?
—En el delirio no es posible controlar la lengua. Tú estabas decidido a no hablar y así lo afirmaste, en voz alta. En lengua inglesa.
Volví la cabeza, avergonzado. La Comtesse dijo:
—No tiene importancia, Will, mírame.
Su voz suave pero firme me obligó a volver la cabeza y por primera vez la vi bien. Tenía el rostro demasiado largo como para haber sido alguna vez hermosa, pero estaba dotado de una dulzura que lo hacía encantador y su sonrisa era luminosa. El pelo, de un negro intenso con toques de blanco, le caía en rizos por los hombros; por encima de la alta frente sobresalían los hilos plateados de la Placa. Tenía los ojos grandes, grises y sinceros.
Pregunté:
—¿Puedo verles?
—Claro que sí. Eloise les dirá que vengan.
Nos dejaron a los tres a solas. Yo dije:
—Lo he descubierto. No quería hacerlo. Lo siento.
Henry dijo:
—No podías evitarlo. ¿Ya te encuentras bien?
—Más o menos. ¿Qué van a hacer con nosotros?
—Por lo que yo veo, nada, —movió la cabeza en dirección a Larguirucho—. Él sabe más que yo.
Larguirucho dijo:
—No son como los aldeanos ni como los que viven en las ciudades. Si nos hubieran encontrado unos aldeanos tal vez hubieran llamado a los Trípodes, pero éstos no. Les parece bien que los chicos se vayan de sus casas. Sus propios hijos se van lejos.
Supongo que aún me encontraba un poco confuso. Dije:
—¡Entonces podrían ayudarnos!
Larguirucho negó con la cabeza; la luz del sol se reflejaba en las lentes que tenía delante de los ojos.
—No. Después de todo, llevan la Placa. Tienen costumbres diferentes pero obedecen a los Trípodes. Siguen siendo esclavos. Nos tratan con amabilidad, pero no deben conocer nuestros planes.
Dije, nuevamente alarmado:
—Si he hablado… puede que haya dicho algo sobre las Montañas Blancas.
Larguirucho se encogió de hombros.
—Si es así, habrán pensado que era un delirio febril. No sospechan nada, sólo creen que nos gusta recorrer mundo y que vosotros procedéis de la tierra que está más allá del mar. Henry cogió el mapa de tu chaqueta. Lo tenemos a buen recaudo.
Yo había dedicado mucho tiempo a pensar. Dije:
—Entonces más vale que huyáis con él, mientras os sea posible.
—No. Pasarán semanas antes de que estés en condiciones de viajar.
—Pero vosotros dos podéis iros. Yo os seguiré cuando pueda. Recuerdo el mapa bastante bien.
Henry le dijo a Larguirucho:
—Podría ser una buena idea.
Aquello me hizo sentir una punzada. Que yo lo sugiriera era algo noble y abnegado; que la propuesta se aceptara sin vacilaciones resultaba menos agradable. Larguirucho dijo:
—Eso no sirve de nada. Si se van dos, dejando al otro puede que empiecen a hacer conjeturas. Tal vez salgan a cazarnos. Tienen caballos y les encanta la caza. Para variar, en vez de ciervos y zorros, ¿no?
—¿Entonces qué sugieres? —preguntó Henry. Me di cuenta de que no estaba convencido—. Si nos quedamos, acabarán poniéndonos la Placa.