Las Montañas Blancas (18 page)

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Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Larguirucho susurró:

—Nada de hablar. Tenemos que estar en silencio. Una hora quizá.

Vi que el exterior se iluminaba cuando se acercaron los Trípodes y oí el ruido sordo de sus pisadas, cada vez más fuerte. Finalmente vi que, más hacia adelante, se reflejaba la luz en la superficie del arroyo. Después, justo delante de mi cara, la noche se transformó en día y pude ver piedras pequeñas, hojas de hierba, un escarabajo inmovilizado, todo con una claridad tremenda. Y el suelo tembló cuando el pie de un Trípode cayó sobre el suelo a sólo unas yardas de donde estábamos. Me apreté fuertemente contra la roca. Iba a ser una hora muy larga.

Y tanto que fue larga. Durante toda la noche los rayos de luz recorrieron las colinas, avanzando y retrocediendo, pasando una y otra vez por el mismo sitio.

Por fin amaneció, pero no cesó el acoso. Había un tráfago ininterrumpido de Trípodes: teniendo en cuenta que reiteradamente pasaban los mismos por encima de nosotros, debían de contarse por docenas.

Pero no nos habían visto y, a medida que las horas pasaban lentamente, cada vez estábamos más confiados en que no nos verían. Incluso a la luz del día nuestra hendidura debía de resultar invisible desde la altura de los hemisferios. Pero por la misma razón no nos atrevíamos a abandonar aquel refugio. Estábamos echados, cada vez más incómodos, aburridos y hambrientos, todo lo cual, en mi caso, se aderezaba con el dolor que sentía. El brazo me empezó a doler muchísimo; a veces me entraban ganas de morderme el labio hasta hacerme sangre y notaba cómo se me saltaban las lágrimas y me caían rodando por las mejillas.

Hacia mediodía se había empezado a relajar la intensidad de la búsqueda. Había períodos de hasta cinco y diez minutos durante los cuales nos atrevíamos a salir a estirar las piernas, pero siempre concluían cuando avistábamos otro Trípode; de vez en cuando un tropel cruzaba ruidosamente el valle. No podíamos alejarnos de la grieta; no había ningún otro refugio al alcance.

El día fue avanzando hacia el crepúsculo y, tras éste, vino la noche y con ella, nuevamente, los rayos de luz. No eran tantos como antes, pero jamás había un momento en el que no se vieran, ya en el valle, o bien iluminando las alturas del cielo. De vez en cuando daba una cabezada, pero nunca duraba mucho. El saber que tenía roca justamente encima de la cara me lo impedía. Tenía frío, estaba dolorido y el brazo me ardía y palpitaba. Una vez me desperté gimiendo de dolor. ¿Verdad que seguramente se irían al despuntar el día? Miré al cielo, buscando ávidamente los primeros indicios de luz natural. Al fin llegó un amanecer gris y nublado y salimos, temblorosos, mirando en torno a nosotros. Hacía media hora o más que no se veían rayos de luz, y ahora tampoco había ninguno. Pero cinco minutos después corrimos a escondernos de nuevo, pues se acercaba otro Trípode dando bandazos por el valle.

Así se pasó toda la mañana y buena parte de la tarde. Yo me sentía fatal, aturdido de hambre y de dolor, como para ocuparme de nada que no fuera ir soportando cada momento que pasaba, y no creo que a los otros les fuera mucho mejor. Cuando, al atardecer, tras un período prolongado en el que no hubo Trípodes, pareció que acaso la búsqueda hubiera terminado, nos costó trabajo aceptarlo. Salimos de la hendidura, pero nos pasamos por lo menos dos horas acurrucados junto al arroyo, aguardando indicios de su regreso.

Caía la oscuridad cuando nos decidimos a continuar, lo cual indicaba bien en qué estado de abatimiento y confusión nos hallábamos. Estábamos debilitados por el hambre y completamente agotados. Unas millas después nos derrumbamos y pasamos toda la noche a descubierto, sin posibilidades de ocultarnos caso de que volvieran los Trípodes. Pero no volvieron y el amanecer nos descubrió un valle vacío, flanqueado por cerros silenciosos.

Los días que vinieron a continuación fueron duros. Sobre todo para mí, ya que se me infectó el brazo. Al final, Larguirucho tuvo que volver a cortar y mucho me temo que esta vez fui menos estoico y grité de dolor. Después Larguirucho aplicó a la herida hierbas curativas que había encontrado y las sujetó con una venda hecha con los faldones de mi camisa, y Henry dijo que sabía que debía haberme dolido de modo atroz: él habría gritado mucho más. Su gentileza me alegró más de lo que yo hubiera creído.

Encontramos unas pocas raíces y bayas pero pasamos hambre todo el tiempo, y con aquellas ropas tan finas, temblábamos de frío, sobre todo de noche. Había cambiado el tiempo. Estaba muy nublado y soplaba un viento frío del sur. Llegamos a terreno elevado, desde el cual debiera haber sido posible ver las Montañas Blancas, pero no había ni rastro de ellas, sólo el horizonte vacío y gris. Hubo momentos en los que me daba la sensación de que habíamos visto un espejismo, más que algo real.

Después bajamos a una llanura y había una extensión de agua tan inmensa que no se veía dónde acababa: el Gran Lago que indicaba el mapa. Era una tierra rica y fértil. Pudimos encontrar más y mejor comida y, satisfecha el hambre, se nos empezó a levantar el ánimo. Comprobé que las hierbas de Larguirucho habían dado resultado; ahora el brazo se me estaba curando limpiamente.

Una mañana, después de pasar una buena noche durmiendo en el heno de un granero, nos encontramos al despertar con que el cielo estaba nuevamente azul y todas las cosas diáfanas y luminosas. Se veían las colinas que bordeaban la llanura al sur y, tras ellas, espléndidas y tan cercanas que daba la sensación de que podían tocarse, con estirar la mano, las cumbres nevadas de las Montañas Blancas.

Naturalmente no estaban en absoluto tan cerca como parecía. Aún quedaban millas de llanura por recorrer, y después las estribaciones montañosas. Pero al menos las podíamos ver y nos pusimos en marcha con el corazón alegre. Llevábamos una hora de viaje, Henry y yo estábamos haciendo chistes sobre la gigantesca cacerola de vapor de Larguirucho, cuando éste nos cortó. Pensé que le habían molestado los chistes pero entonces sentí, como antes lo hiciera él, que la tierra temblaba bajo nuestros pies.

Venían del nordeste, desde atrás, por la izquierda; dos Trípodes que se movían velozmente, directamente hacia nosotros. Miré desesperadamente en torno pero ya sabía qué iba a ver. El terreno era llano y verde, no había árboles, rocas, setos ni zanjas, y la granja más cercana se encontraba a media milla.

Henry dijo:

—¿Corremos hacia allí?

—¿Correr hacia dónde? —preguntó Larguirucho—. Es inútil.

Su voz era categórica. Si él reconocía que no había nada que hacer, pensé yo, es que verdaderamente no había nada que hacer. Dentro de unos minutos los tendríamos encima. Aparté la vista de ellos y miré hacia las refulgentes almenas blancas. Haber llegado tan lejos después de soportar tanto y perder cuando teníamos el objetivo a la vista… era injusto.

La tierra tembló aún más violentamente. Estaban a cien pies de distancia, a cincuenta… Vi que marchaban uno junto al otro y que hacían cosas raras con los tentáculos, lanzándoselos el uno hacia el otro y replegándolos describiendo trayectorias complejas por el aire. Algo que se movía entre y por encima de ellos, algo dorado que destellaba con intensidad cuando lo lanzaban de un lado a otro, ahora contra el azul del cielo.

Ya estaban a nuestra altura. Aguardé a que descendiera un tentáculo y me asiera; más que miedo sentía una rabia fútil. Unas yardas más allá de donde estábamos golpeó el suelo un pie enorme. Después ya nos habían rebasado y se alejaban; sentí que me flaqueaban las piernas. Larguirucho dijo, asombrado:

—No nos han visto. ¿Porque estaban muy ocupados uno con otro? ¿Un ritual de apareamiento, quizá? Pero son máquinas. ¿Entonces qué? Es un enigma cuya respuesta me gustaría conocer.

Pensé que se sentía tan agradecido al enigma como a su respuesta. Lo único que sentía yo era la debilidad del alivio.

Un viaje largo, difícil y peligroso, me dijo Ozymandias. Así resultó ser. Y al final aguardaba una vida difícil. También en eso tuvo razón. No tenemos nada que sea lujoso, y aunque pudiéramos no lo querríamos: nuestras mentes y cuerpos han de mantenerse tensos y en forma para las tareas que nos aguardan.

Pero hay maravillas, la mayor de las cuales es nuestra nueva vivienda. No sólo vivimos entre las Montañas Blancas; vivimos en el interior de una. Pues los antiguos también construyeron aquí un Shemand-Fer, de seis millas de largo y que se elevaba hasta una altura de una milla por medio de un túnel excavado en roca viva. No sabemos por qué lo hicieron ni qué grandioso proyecto tenían; pero ahora, con nuevos túneles que llegan aún más dentro del corazón de la montaña, nos proporciona una plaza fuerte. Incluso cuando llegamos, en verano, había hielo y nieve alrededor de la entrada del túnel principal; da a un lugar desde el que se domina un río de hielo que desciende lentamente entre cumbres congeladas, hasta perderse en la lejanía. Pero dentro de la montaña hace una temperatura que no pasa de ser fresca, ya que estamos protegidos por gruesas capas de roca.

Hay puntos de observación en la ladera desde los que se puede mirar. A veces voy a alguno y contemplo el valle verde y lejano allá abajo. Hay pueblos, campos diminutos, carreteras, el ganado, que son unas manchitas del tamaño de la cabeza de un alfiler. Allí la vida tiene aspecto de ser cálida y cómoda, comparada con la aspereza de la roca y el hielo que nos rodean. Pero no le envidio su comodidad a la gente del valle.

Porque no es del todo cierto decir que no tenemos lujos. Tenemos dos: la libertad y la esperanza. Vivimos entre hombres que son dueños de sus mentes, que no aceptan el dominio de los Trípodes y que, después de haber soportado pacientemente mucho tiempo, ahora incluso se preparan para hacer la guerra al enemigo.

Nuestros jefes se mantienen circunspectos; nosotros sólo somos unos recién llegados, unos muchachos. No podíamos esperar saber en qué consistían sus proyectos ni cuál podía ser nuestro papel dentro de ellos. Pero desempeñaremos un papel, eso seguro. Y hay otra cosa segura; acabaremos destruyendo a los Trípodes y los hombres libres disfrutarán la bondad de la tierra.

FIN

JOHN CHRISTOPHER, seudónimo del escritor británico Samuel Youd. Nació en Huyton, Lancashire, el 16 de abril de 1922. Dejó los estudios y empezó a trabajar a los 16 años. Más tarde fue periodista y redactor-jefe de una revista científica. Desde 1950 se dedicó a escribir novelas, muchas con seudónimo. Su irrupción en la literatura juvenil tuvo lugar con «La trilogía de los trípodes». Falleció en Bath el 3 de febrero de 2012, a causa de las complicaciones provocadas por un cáncer de vejiga.

NOTAS

[1]
La denominación francesa de ferrocarril es
chemin-de-fer
, que se pronuncia de manera muy parecida
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