La noche de los tiempos (17 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

—A mí me parecen horriblemente primitivas.

—Visité la Unión Soviética hace dos años, y he viajado extensamente por Alemania e Italia. Creo que soy una persona sin prejuicios. Un americano abierto a las cosas nuevas que pueda ofrecer el mundo.
The Innocent Abroada
por decirlo como uno de los grandes viajeros de mi país, Mark Twain. Somos una nación nueva, comparados con ustedes los europeos, tenemos simpatía hacia todo lo que sea una ruptura valiente con el pasado. Nosotros nacimos así, rompiendo con la vieja Europa, acabando con reyes y arzobispos...

—Eso hicimos nosotros en España, hace sólo cuatro años.

—¿Y con qué resultados? ¿Qué han llevado a cabo ustedes en este tiempo? Viajo en auto por el país y desde que salgo de Madrid sólo veo pueblos miserables. Campesinos flacos montados en burros, pastores de cabras, niños descalzos. Mujeres que se quitan los piojos las unas a las otras sentadas al sol.

—Estás exagerando, Phil. El señor Abel puede sentirse herido. Hablas de su país.

—De una parte de él —dijo con suavidad Ignacio Abel, furioso consigo mismo por no haberse marchado, por seguir escuchando.

—Gastan su energía en peleas en el Parlamento, en discursos, en cambios de gobierno. Usted me dice que es socialista: ¡pero hasta dentro de su propio partido están peleados entre sí! ¿Es usted de los socialistas que están a favor del sistema parlamentario o de los que se sublevaron el año pasado para traer a España la revolución soviética? Tuve el placer de ser presentado hace poco en una cena de diplomáticos a su correligionario don Julián Besteiro, y me pareció todo un
gentleman
, pero también me pareció que vivía en las nubes. Discúlpeme que hable claro: parte de mi trabajo consiste en buscar información. Tenemos mucho dinero invertido en su país y no quisiéramos perderlo. Queremos saber si nos conviene seguir trabajando e invirtiendo dinero aquí o si sería más prudente marcharnos. ¿Es verdad que dentro de poco habrá nuevas elecciones? Llegué a Madrid el mes pasado y los periódicos estaban llenos de las fotos del nuevo gobierno. Ahora he leído que se anuncia una crisis y que el gobierno va a cambiar. Mire lo que ha conseguido Alemania en la mitad de tiempo. Mire las carreteras, la multiplicación de la industria, los millones de nuevos puestos de trabajo. Y no es cuestión de la diferencia de razas, como piensan algunas personas, de arios eficientes y latinos perezosos. Mire en qué se ha convertido Italia en diez años. ¿Ha visto las carreteras, las estaciones nuevas de ferrocarril, la fuerza de su ejército? Tampoco tengo prejuicios ideológicos, querida Judith, es una cuestión simplemente práctica. Me admiran igual los avances formidables de los planes quinquenales soviéticos. He visto las fábricas con mis propios ojos, los altos hornos, las granjas colectivas labradas con tractores. Hace diez, quince años, el campo era más miserable y más atrasado en Rusia que en España. Hace tan sólo dos años Alemania era un país humillado. Ahora vuelve a ser la primera potencia de Europa. A pesar de las sanciones terribles e injustas que le impusieron los aliados, especialmente los franceses, que no serían tan resentidos si además no fueran incompetentes y corruptos...

—¿Da igual el precio que se pague?

—¿Y no pagan también un precio espantoso las democracias? Millones de hombres sin trabajo en mi país, en Inglaterra, en Francia. La podredumbre de la Tercera República. Niños con las barrigas hinchadas y los ojos llenos de moscas aquí mismo, en los suburbios de Madrid. Hasta nuestro presidente ha tenido que imitar las obras públicas gigantes de Alemania e Italia, la planificación del gobierno soviético.

—Espero que no imite también los campos de prisioneros.

—Ni las leyes raciales.

—Querida Judith, en esa opinión me temo que tienes un prejuicio insalvable.

Ignacio Abel tardó en entender de qué estaban hablando. Observó que Judith Biely enrojecía, y que Van Doren disfrutaba de su propia vehemencia fría, del sentimiento de controlar la conversación. No estaba acostumbrado a la soltura norteamericana para combinar cortesía y crudeza.

—¿Quieres decir que la razón para que me repugne Hitler es que soy judía?

—Quiero decir, con todo mi respeto, que las cosas deben ser consideradas en sus proporciones exactas. Carezco de prejuicios, como tú bien sabes. Si tú quisieras abandonar ese puesto que tienes ahora en una universidad a mi juicio mediocre recomendaría de manera inmediata que se te ofreciera un contrato en Burton College. ¿Cuántos judíos había en Alemania hace dos años? ¿Quinientos mil? ¿Cuántos de ellos tendrán que irse? Y si en Alemania no hay sitio para todos ellos, ¿cómo es que sus correligionarios y amigos en Francia, en Inglaterra o en los Estados Unidos no se apresuran a acogerlos? ¿Cuántos aristócratas y parásitos rusos tuvieron que irse del país, voluntariamente o a la fuerza, cuando empezó a construirse en serio la Unión Soviética? Los españoles, ¿no quemaron iglesias y expulsaron a los jesuítas nada más empezar su República? ¿Cuántos alemanes se han visto forzados a marcharse de la tierra en la que habían nacido para que Benes y Masaryk tengan entera su amada patria checa? Nosotros, en América, también expulsamos a miles de británicos, a muchísimos colonos que eran tan americanos como Washington o Jefferson pero que preferían seguir siendo súbditos de la corona inglesa. Es una cuestión de proporciones, querida mía, no de casos individuales. Como decimos en nuestro país,
there is no such thing as free lunch
, todas las cosas tienen un precio.

Van Doren había estado mirando de soslayo el reloj mientras hablaba. Inspeccionaba en fogonazos secos de atención todo lo que ocurría en torno suyo, lo que podía traslucirse en la mirada, en los gestos, en el silencio de un interlocutor. Era un hombre que parecía poner una energía fiera en cada uno de sus actos y en cada cosa que decía pero que también estaba parcialmente en otro sitio, impaciente por encontrarse con otras personas o por hacer algo que tardaba demasiado en llegar. En su convicción había una sospecha de impostura: como si fuese capaz de defender igual de apasionadamente lo contrario de lo que estaba diciendo, o como si al hablar así pusiera a prueba las reacciones de quien lo escuchaba, le tendiera una trampa para averiguar sus pensamientos ocultos. El criado de la chaquetilla y la bandeja entró sigilosamente y se inclinó para decirle algo al oído. Ignacio Abel sospechó que entraba a la hora acordada, para interrumpir un encuentro que no debería prolongarse más. En la mirada de Judith encontró una complicidad que no había existido cuando entraron en esa habitación: algo de lo que se había dicho allí les había puesto del mismo lado, haciéndoles descubrir afinidades que ignoraban. Que ella compartiera con él algo de lo que quedaba fuera Van Doren no sólo le halagaba: le producía una intensa excitación sexual, como si se hubieran atrevido sin que los viera nadie a una inesperada cercanía física. Van Doren miraba el reloj, hablaba con el criado, ajeno a lo que sucedía entre ellos. O tal vez no, nada escapaba a su cinismo o a su astucia, a su costumbre de controlar sutil o groseramente las vidas de otros.

—No saben cuánto lo lamento, pero voy a tener que irme. Una cita inesperada en el Ministerio de Comunicaciones. La duda es si el ministro seguirá siéndolo cuando yo llegue a ella... En serio,
my dear
Ignacio, lamento que hayamos tenido que hablar de política. Siempre es una pérdida de tiempo, sobre todo cuando hay cosas mucho más serias sobre las que se debe hablar. Judith, ¿cómo se dice en español
to cut a long story shortly
—Ir al grano.

—Mujer admirable. Para ir al grano, Ignacio: estoy autorizado a proponerle que acepte una posición como
visiting professor
en el departamento de Fine Arts and Architecture de Burton College el próximo año, el semestre de otoño si a usted le viene bien y si la Ciudad Universitaria se ha inaugurado a tiempo, lo cual deseo de todo corazón. Y quisiera que en ese tiempo estudiara usted la posibilidad de diseñar el edificio de la nueva biblioteca, la Van Doren Library. El proyecto tendrá que ser aprobado por el
board
, desde luego, pero puedo garantizarle que se le permitirá trabajar con libertad absoluta. Usted es un hombre de porvenir: si el porvenir a su medida no es el de Alemania ni el de Rusia quizás el que más le conviene es el de América. Ahora tengo que irme, si ustedes me disculpan.
Make yourselves at home.
Están ustedes en su casa. Espero su respuesta, querido Ignacio. Á
bientót, my dear
Judith.

Van Doren se puso en pie, extendió los brazos y entró sin esfuerzo en la americana deportiva que el criado le ofrecía. En la mirada aguda y filosa de sus ojos, en el gesto de sus cejas depiladas, hubo una rápida sugestión de obscenidad secreta, como de ofrecimiento a Judith Biely y a Ignacio Abel de la habitación en la que estaba a punto de dejarlos solos, como si ya hubiera adivinado y diera por supuesto lo que ellos mismos aún no se atrevían a descubrir.

7

Judith Biely es una mujer de espaldas delante de un piano que al volverse recibe en la cara y en el pelo muy fuerte y muy rizado el sol de la caída de la tarde del 29 de septiembre de 1935; es una silueta que cruza delante del chorro azulado de luz de un proyector de diapositivas; es una escritura agitada y fantasiosa que se parece en algo a los rizos de su pelo en un sobre que Ignacio Abel guarda en uno de sus bolsillos, en su equipaje de fugitivo o de desertor que sólo posee lo que lleva consigo y no sabe cuánto durará su viaje y ni siquiera si volverá al país en ruinas del que se marchó hace tan sólo dos semanas. Judith Biely es la escritura tumultuosa en las cuartillas de esa carta que Ignacio Abel hubiera preferido no recibir y que quizás sea la última de todas; fechada en Madrid hace menos de tres meses; no confiada al correo, sino dejada a cargo de alguien que la entregó con la mezcla de astucia y deleite de quien sabe que está ofreciendo el dolor de una hoja de cuchillo. Veía las manos rapaces ofreciéndosela, en el vestíbulo de la casa de citas donde habían acordado encontrarse por última vez, las uñas muy rojas de unos dedos artríticos manchando con su cercanía el sobre en el que la letra de Judith había escrito su nombre con una formalidad que era también un mal augurio,
Sr. D. Ignacio Abel.
Una carta puede ser un maleficio retardado; alguien para quien no estaba destinada abre un cajón y la ve por error si se atreve a leerla y es como si hubiera introducido la mano en la madriguera de un alacrán; ya no puede cerrar el cajón de nuevo; ya no puede no haberla sacado del sobre ni haberla leído, descifrando esa caligrafía de rasgos caprichosos en la que se dicen palabras que le quemarán la memoria durante mucho tiempo. La encuentra alguien muchos años después en el interior de una maleta cubierta de polvo o en un archivo universitario y la carta sigue preservando su fervor o su daño aunque ya estén muertos quien la escribió y quien la recibió. Sr.
D. Ignacio Abel:
como si de repente ya no se conocieran, como si los últimos nueve meses no hubieran existido. Judith Biely es ahora mismo una mujer de espaldas que no hubiera llegado a volverse; una ausencia irreparable y algunos rastros materiales custodiados por ese hombre que apoya la cara contra la ventanilla del tren mirando la anchura del río Hudson, los ojos entornados, la conciencia disolviéndose en la fatiga y en la contemplación. Veo sus zapatos negros cuarteados según la forma de su pie y el modo en que camina, la suela cosida a mano pero ya gastada, sobre todo en el tacón, residuos de polvo de Madrid y de los tajos abandonados de la Ciudad Universitaria en sus intersticios (volvía a casa para alguna reunión familiar con los zapatos manchados de polvo o de barro de las obras, contrastando con la hechura impecable de los bajos del pantalón, y el hermano de Adela o alguna tía o prima observaba: «Se ve que tiene nostalgia del andamio»). El calcetín derecho tiene un agujero en el dedo gordo. En la habitación del hotel de Nueva York Ignacio Abel encontró aguja e hilo de coser en una cajita e intentó remendarse el calcetín descubriendo que no sabía, que sus manos eran inútiles. Tampoco sabía coserse el botón caído de una camisa y había observado con alarma que el bolsillo derecho de su chaqueta estaba empezando a desprenderse. Sutilmente los materiales se degradan; los bolsillos de quien no tiene domicilio fijo acaban deformándose, porque guarda en ellos demasiadas cosas; unos hilos sueltos son el primer indicio de la siguiente fase en la ruina; como una grieta todavía no muy visible en un muro. Se acuerda de cuando la ropa aparecía por milagro limpia y planchada en su armario, en los cajones del aparador con un espejo oval en el que se reflejaba la sombría cama conyugal, con un cabecero de madera torneada imitación Renacimiento español que era el estilo inmemorial de la familia Ponce-Cañizares Salcedo. No sabes hacer nada; te morirías de hambre si tuvieras que ganarte la vida con las manos; que hacerte tú mismo la comida. De niño su padre se burlaba de él al ver el vértigo con el que se subía incluso al andamio más bajo, la torpeza con la que llevaba a cabo las tareas manuales más sencillas. «Eutimio, o este hijo mío se nos hace señorito o se muere de hambre», le decía al aprendiz que se ocupaba de él como un hermano mayor cada vez que llevaba al chico a una obra. El profesor Rossman al menos tenía destreza y pudo defenderse malamente en sus peores tiempos en Madrid componiendo plumas estilográficas; vendiéndolas a comisión por los cafés, sacándolas por sorpresa de sus bolsillos o del interior de su cartera sin fondo, como un mago viejo que sigue repitiendo trucos anticuados. La cartera no la había llevado consigo cuando lo sacaron de la pensión con modales ásperos pero no violentos o groseros y lo montaron en el asiento de atrás de un automóvil incautado, un Hispano-Suiza, recordaba su hija, que lo vio desde arriba, tras los visillos de la ventana. Sin siglas políticas pintadas a brochazos en las puertas o sobre el capó, sin colchones sobre el techo como precaución chapucera contra los francotiradores o contra la metralla de los aviones enemigos. En las portezuelas todavía llevaba impreso el escudo nobiliario del aristócrata al que se lo habrían incautado, que habría huido o estaría muerto. Gente seria, que no perdía el tiempo ni hacía aspavientos ni imitaba a los gángsters del cine; que traía una orden de registro firmada, con un sello morado de aire oficial que la señorita Rossman no acertó a distinguir. El profesor Rossman también llevaba los bolsillos llenos de cosas, como él ahora, en el tren, abultados, desfondándose: le dieron tiempo a que se pusiera la chaqueta, pero no el chaleco ni el cuello duro, que no le harían ninguna falta en el calor de Madrid; o no le dieron permiso para ponerse las botas alemanas de tacones torcidos o él tuvo tanto miedo que sé olvidó de pedirlo, de modo que salió en calcetines, con sus zapatillas viejas de fieltro. En el depósito de cadáveres de la calle Santa Isabel un pie del profesor Rossman llevaba todavía la zapatilla, y el dedo gordo del otro sobresalía de la punta del calcetín, amarillo y rígido, la uña como una garra torcida. En la sala del depósito olía a muerte y a desinfectante y todos los cadáveres llevaban colgado al cuello un cartel con un número. Por algún motivo a los muertos se les salían siempre los zapatos. Los merodeadores madrugaban para quitarles a los muertos los zapatos y los relojes, los alfileres de corbata, hasta los dientes de oro. A algunos era más difícil identificarlos porque les habían volado la cara o les había robado la cartera, quizás los mismos que acababan de fusilarlos. «Es la justicia del pueblo», dijo Bergamín, mirándolo con un recelo eclesiástico desde el otro lado de su mesa de despacho, en un salón de techos góticos de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, las manos juntas a la altura de la boca, oliéndose subrepticiamente las uñas, «Una riada que lo arrasa todo, que se lo lleva todo por delante. Pero han sido los otros los que al sublevarse han abierto las compuertas de esa riada en la que ahora perecen. Hasta el señor Ossorio y Gallardo, que es tan católico como yo y mucho más conservador, ha sabido entenderlo, y lo ha puesto por escrito: es la lógica de la Historia». Las vidas individuales ahora no contaban, dijo, tampoco las nuestras. Pero por si acaso él protegía la suya en el interior de un despacho en vez de exponerla acercándose al frente, hubiera deseado decirle Ignacio Abel, muerto posible él también, interrogado unas cuantas veces a lo largo del verano, apuntado por cañones de fusiles viejos que se le hincaban en
el
pecho y que se podrían haber disparado en cualquier momento, porque quienes los manejaban tenían un dominio muy sumario de sus mecanismos, arrojado una noche delante de unos faros unos segundos antes de la voz que lo salvó diciendo su nombre. Seguía pareciendo un burgués aunque por precaución saliera siempre sin corbata ni sombrero, tan desamparado al principio como cuando se sueña que se ha salido a la calle desnudo. Cuando se ha estado a punto de morir el mundo adquiere una cualidad impersonal: las cosas que uno mira habrían seguido existiendo si hace unos minutos alguien le hubiera reventado la cabeza o el pecho con una bala de máuser disparada desde muy cerca. Piensa, desapegado de sí mismo, con la objetividad de una cámara detrás de la cual no estuviera la mirada de nadie: yo podría estar muerto y nadie ocuparía este asiento del tren, junto a la ventanilla por la que se desliza la perspectiva de un río cuya amplitud desborda la capacidad de mirar de unos ojos españoles, acostumbrados al secano, a los arroyos mustios, a las riadas violentas y las torrenteras pedregosas. «La riada incontenible de la justa ira popular, escribía Bergamín», decía en voz alta, con su voz débil y apagada, como ensayando el artículo que iba a publicar al día siguiente. Ignacio Abel sabe que podría haber muerto sin ninguna duda al menos cuatro o cinco veces durante el verano de Madrid y ni Judith ni sus hijos habrían llegado todavía a enterarse: puede que piensen, que lo den por muerto; que de algún modo, sin él mismo saberlo, lo esté. Que el olvido de los otros lo esté borrando mientras él imagina que su identidad permanece intacta.
Qué terror, pensar que en este instante, en esta hora, en no sé dónde, el olvido está trabajando contra mí, deshaciéndome.
Ha escrito esas palabras pero no sabe si Judith las recibirá alguna vez. Si yo hubiera muerto en Madrid el horizonte del río pasaría a velocidad creciente junto a esta ventanilla sin que nadie lo mirara. Me habrían llevado al depósito de cadáveres, tan inundado de muertos sin nombres que se apilaban en los pasillos y hasta en los cuartos de las escobas, bajo un zumbido de nubes de moscas; me habrían colgado al cuello un cartel manoseado con un número de registro, como al profesor Rossman; lo que no me hubieran robado los que madrugan para saquear a los muertos de la última noche alguien lo habría guardado en un archivador después de concluir una lista mecanografiada con varias copias en papel carbón.

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