262
Al cuarto día ya todo estaba terminado, y al quinto despidióle de la isla la divina Calipso, después de lavarlo y vestirle perfumadas vestiduras. Entrególe la diosa un pellejo de negro vino, otro grande de agua, un saco de provisiones y muchos manjares gratos al ánimo; y mandóle favorable y plácido viento.
269
Gozoso desplegó las velas el divinal Odiseo y sentándose, comenzó a regir hábilmente la balsa con el timón, sin que el sueño cayese en sus párpados, mientras contemplaba las Pléyades, el Bootes, que se pone muy tarde, y la Osa, llamada el Carro por sobrenombre, la cual gira siempre en el mismo lugar, acecha Orión y es la única que no se baña en el Océano; pues habíale ordenado Calipso, la divina entre las diosas, que tuviera la Osa a la mano izquierda durante la travesía. Diecisiete días navegó, atravesando el mar, y al décimoctavo pudo ver los umbrosos montes del país de los feacios en la parte más cercana, apareciéndosele como un escudo en medio del sombrío ponto.
282
El poderoso Poseidón, que sacude la tierra, regresaba entonces del país de los etíopes y vio a Odiseo de lejos, desde los montes Solimos, pues se le apareció navegando por el ponto. Encendióse en ira la deidad y, sacudiendo la cabeza, habló entre sí de semejante modo:
286
—¡Oh dioses! Sin duda cambiaron las deidades sus propósitos en orden a Odiseo, mientras yo me hallaba entre los etíopes. Ya está junto a la tierra de los feacios, donde es fatal que se libre del cúmulo de desgracias que le han alcanzado. Creo, no obstante, que aún habrán de cargar sobre él no pocos males.
291
Dijo; y, echando mano al tridente, congregó las nube, y turbó el mar; suscitó grandes torbellinos de toda clase de vientos; cubrió de nubes la tierra y el ponto, y la noche cayó del cielo. Soplaron a la vez el Euro, el Noto, el impetuoso Céfiro y el Bóreas que, nacido en el éter, levanta grandes olas. Entonces desfallecieron las rodillas y el corazón de Odiseo; y el héroe, gimiendo, a su magnánimo espíritu, así le hablaba:
299
—¡Ay de mi, desdichado! ¿Qué es lo que, por fin, me va a suceder? Temo que salgan verídicas las predicciones de la diosa la cual me aseguraba que había de pasar grandes trabajos en el ponto antes de volver a la patria tierra, pues ahora todo se está cumpliendo. ¡Con qué nubes ha cerrado Zeus el anchuroso cielo! Y ha conturbado el mar; y arrecian los torbellinos de toda clase de vientos. Ahora me espera, a buen seguro, una terrible muerte. ¡Oh, una y mil veces dichosos los dánaos que perecieron en la vasta Troya, luchando por complacer a los Atridas! ¡Así hubiera yo muerto también, cumpliéndose mi destino, el día en que multitud de teucros me arrojaban broncíneas lanzas junto al cadáver del Pelión! Allí obtuviera honras fúnebres y los aqueos ensalzaran mi gloria: pero dispone el hado que yo sucumba con deplorable muerte.
313
Mientras esto decía, vino una grande ola que desde lo alto cayó horrendamente sobre Odiseo e hizo que la balsa zozobrara. Fue arrojado el héroe lejos de la balsa, sus manos dejaron el timón, llegó un horrible torbellino de mezclados vientos que rompió el mástil por la mitad, y la vela y la entena cayeron en el ponto a gran distancia.
319
Mucho tiempo permaneció Odiseo sumergido, que no pudo salir a flote inmediatamente por el gran ímpetu de las olas y porque le pesaban los vestidos que le había entregado la divinal Calipso. Sobrenadó, por fin, despidiendo de la boca el agua amarga que asimismo le corría de la cabeza en sonoros chorros. Mas aunque fatigado, no perdía de vista la balsa; sino que, moviéndose con vigor por entre las olas, la asió y se sentó en medio de ella para evitar la muerte.
327
El gran oleaje llevaba la balsa de acá para allá, según la corriente. Del mismo modo que el otoño al Bóreas arrastra por la llanura unos vilanos, que entre sí se entretejen espesos; así los vientos conducían la balsa por el Piélago, de acá para allá: unas veces el Noto la arrojaba al Bóreas, para que se la llevase, y en otras ocasiones el Euro la cedía al Céfiro a fin de que este la persiguiera.
333
Pero vióle Ino Leucotea, hija de Cadmo, la de pies hermosos, que antes había sido mortal dotada de voz, y entonces, residiendo en lo hondo del mar, disfrutaba de honores divinos. Y como se apiadara de Odiseo, al contemplarle errabundo y abrumado por la fatiga, transfigurose en mergo, salió volando del abismo del mar y, posándose en la balsa construida con muchas ataduras, díjole estas palabras:
339
—¡Desdichado! ¿Porqué Poseidón, que sacude la tierra, se airó tan fieramente contigo y te está suscitando multitud de males? No logrará anonadarte por mucho que lo anhele. Haz lo que voy a decir, pues me figuro que no te falta prudencia: quítate esos vestidos, deja la balsa para que los vientos se la lleven y, nadando con las manos, procura llegar a la tierra de los feacios, donde la Parca ha dispuesto que te salves. Toma, extiende este velo inmortal debajo de tu pecho y no temas padecer, ni morir tampoco. Y así que toques con tus manos la tierra firme, quítatelo y arrójalo en el vinoso ponto, muy lejos del continente, volviéndote a otro lado.
351
Dichas estas palabras, la diosa le entregó el velo, y transfigurada en mergo, tornó a sumergirse en el undoso ponto y las negruzcas olas la cubrieron. Mas el paciente divinal Odiseo estaba indeciso y, gimiendo, habló de esta guisa a su corazón magnánimo:
356
—¡Ay de mi! No sea que alguno de los mortales me tienda un lazo, cuando me da la orden de que desampare la balsa. No obedeceré todavía, que con mis ojos veo que está muy lejana la tierra donde, según afirman, he de hallar refugio; antes procederé de esta suerte por ser, a mi juicio, lo mejor: mientras los maderos están sujetados por las clavijas, seguiré aquí y sufriré los males que haya de padecer, y luego que las olas deshagan la balsa me pondré a nadar; pues no se me ocurre nada más provechoso.
365
Tales cosas revolvía en su mente y en su corazón, cuando Poseidón, que sacude la tierra, alzó una oleada tremenda, difícil de resistir, alta como un techo, y empujóla contra el héroe. De la suerte que impetuoso viento revuelve un montón de pajas secas, dispersándolas por este y por el otro lado; de la misma manera desbarató la ola los grandes leños de la balsa. Pero Odiseo asió una de las tablas y se puso a caballo en ella; desnudóse los vestidos que la divinal Calipso le había regalado, extendió prestamente el velo debajo de su pecho y se dejó caer en el agua boca abajo, con los brazos abiertos, deseoso de nadar. Vióle el poderoso dios que sacude la tierra y, moviendo la cabeza, habló de semejante modo:
377
—Ahora que has padecido tantos males, vaga por el ponto hasta que llegues a juntarte con esos hombres, alumnos de Zeus. Se me figura que ni aun así te parecerán pocas tus desgracias.
380
Dicho esto, picó con el látigo a los corceles de hermosas crines y se fue a Egas, donde posee ínclita morada.
382
Entonces Atenea, hija de Zeus, ordenó otra cosa. Cerró el camino a los vientos, y les mandó que se sosegaran y durmieran; y, haciendo soplar el rápido Bóreas, quebró las olas hasta que Odiseo, del linaje de Zeus, librándose de la muerte y de las Parcas, llegase a los feacios, amantes de manejar los remos.
388
Dos días con sus noches anduvo errante el héroe sobre las densas olas, y su corazón presagióle la muerte en repetidos casos. Mas, tan luego como la Aurora, de hermosas trenzas, dio principio al tercer día, cesó el vendaval, reinó sosegada calma y Odiseo pudo ver, desde lo alto de una ingente ola y aguzando mucho la vista, que la tierra se hallaba cerca. Cuan grata se les presenta a los hijos la vida de un padre que estaba postrado por la enfermedad y padecía graves dolores, consumiéndose desde largo tiempo a causa de la persecución de horrendo numen, si los dioses le libran felizmente del mal: tan agradable apareció para Odiseo la tierra y el bosque. Nadaba pues, esforzándose por asentar el pie en tierra firme; mas, así que estuvo tan cercano a la orilla que hasta ella hubieran llegado sus gritos, oyó el estrépito con que en las peñas se rompía el mar. Bramaban las inmensas olas, azotando horrendamente la árida costa, y todo estaba cubierto de salada espuma; pues allí no había puertos, donde las naves se acogiesen, ni siquiera ensenadas, sino orillas abruptas, rocas y escollos. Entonces desmayaron las rodillas y el corazón de Odiseo, y el héroe, gimiendo, a su magnánimo espíritu así le hablaba:
408
—¡Ay de mi! Después que Zeus me concedió que viese inesperada tierra, y acabe de surcar este abismo, ningún paraje descubro por donde consiga salir del espumoso mar. Por defuera hay agudos peñascos a cuyo alrededor braman las olas impetuosamente, y la roca se levanta lisa; y aquí es el mar tan hondo que no puedo afirmar los pies para librarme del mal. No sea que, cuando me disponga a salir, ingente ola me arrebate y de conmigo en el pétreo peñasco; y me salga en vano mi intento. Mas, si voy nadando, en busca de una playa o de un puerto de mar, temo que nuevamente me arrebate la tempestad y me lleve al ponto, abundante en peces, haciéndome proferir hondos suspiros; o que una deidad incite contra mi algún monstruo marino, como los que cría en gran abundancia la ilustre Anfitrite; pues sé que el ínclito dios que bate la tierra está enojado conmigo.
424
Mientras tales pensamientos revolvía en su mente y en su corazón, una oleada lo llevó a la áspera ribera. Allí se habría desgarrado la piel y roto los huesos, si Atenea, la deidad de ojos de lechuza, no le hubiese sugerido en el ánimo lo que llevó a efecto: lanzóse a la roca, la asió con ambas manos y, gimiendo, permaneció adherido a ella hasta que la enorme ola hubo pasado. De esta suerte la evitó; mas, al refluir, dióle tal acometida, que lo echó en el ponto y bien adentro. Así como el pulpo, cuando lo sacan de su escondrijo, lleva pegadas en los tentáculos muchas pedrezuelas; así, la piel de las fornidas manos de Odiseo se desgarró y quedó en las rocas, mientras le cubría inmensa ola. Y allí acabara el infeliz Odiseo contra lo dispuesto por el hado, si Atenea, la deidad de los ojos de lechuza, no le inspirara prudencia. Salió a flote y, apartándose de las olas que se estrellan con estrépito en la ribera, nadó a lo largo de la orilla, mirando a la tierra, por si hallaba alguna playa que las olas batieran oblicuamente o algún puerto de mar. Mas como llegase, nadando, a la boca de un río de hermosa corriente el lugar parecióle muy a propósito por carecer de rocas y formar un reparo contra el viento. Y conociendo que era un río que desbalagaba, suplicóle así en su corazón:
445
—¡Oyeme, oh soberano, quienquiera que seas! Vengo a ti, tan deseado, huyendo del ponto y de las amenazas de Poseidón. Es digno de respeto aun para los inmortales dioses el hombre que se presenta errabundo, como llego ahora a tu corriente y a tus rodillas después de pasar muchos trabajos. ¡Oh, rey, apiádate de mi, ya que me glorio de ser tu suplicante!
451
Así dijo. En seguida suspendió el río su corriente, apaciguó las olas, mandó la calma delante de sí y salvó a Odiseo en la desembocadura. El héroe dobló entonces las rodillas y los fuertes brazos, pues su corazón estaba fatigado de luchar con el mar. Tenía Odiseo todo el cuerpo hinchado, de su boca y de su nariz manaba en abundancia el agua del mar y, falto de aliento y de voz, quedóse tendido y sin fuerzas porque el terrible cansancio le abrumaba.
458
Cuando ya respiró y recobró el ánimo en su corazón, desató el velo de la diosa y arrojólo en el río, que corría hacia el mar: llevóse el velo una ola grande en la dirección de la corriente y pronto Ino lo tuvo en sus manos. Odiseo se apartó del río, echóse al pie de unos juncos, besó la fértil tierra y, gimiendo, a su magnánimo espíritu así le hablaba:
465
—¡Ay de mi! ¿Qué no padezco? ¿Qué es lo que al fin me va a suceder? Si paso la molesta noche junto al río, quizás la dañosa helada y el fresco rocío me acaben y exhale yo el último aliento a causa de mi debilidad; y una brisa glacial viene del río antes de rayar el alba. Y si subo al collado y me duermo entre los espesos arbustos de la selva umbría, como me dejen el frío y el cansancio y me venga dulce sueño, temo ser presa y pasto de las fieras.
474
Después de meditarlo, se le ofreció como mejor el último lance. Fuese, pues, a la selva que halló cerca del agua, en un altozano, y metióse debajo de dos arbustos que habían nacido en un mismo lugar y eran un acebuche y un olivo. Ni el húmedo soplo de los vientos pasaba por entre ambos, ni el resplandeciente sol los hería con sus rayos, ni la lluvia los penetraba del todo: tan espesos y entrelazados habían crecido. Debajo de ellos se introdujo Odiseo y al instante aparejóse con sus manos ancha cama, pues había tal abundancia de serojas que bastaran para abrigar a dos o tres hombres en lo más fuerte del invierno por riguroso que fuese. Mucho holgó de verlas el paciente divinal Odiseo, que se acostó en medio y se cubrió con multitud de ellas.
488
Así como el que vive en remoto campo y no tiene vecinos, esconde un tizón en la negra ceniza para conservar el fuego y no tener que ir a encenderlo a otra parte; de esta suerte se cubrió Odiseo con la hojarasca. Y Atenea infundióle en los ojos dulce sueño y le cerró los párpados para que cuanto antes se librara del penoso cansancio.
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Mientras así dormía el paciente y divinal Odiseo, rendido del sueño y del cansancio, Atenea se fue al pueblo y a la ciudad de los feacios, los cuales habitaron antiguamente en la espaciosa Hiperea, junto a los Ciclopes, varones soberbios que les causaban daño porque eran más robustos. De allí los sacó Nausítoo, semejante a un dios: condújolos a Esqueria, lejos de los hombres industriosos, donde hicieron morada; construyó un muro alrededor de la ciudad, edificó casas, erigió templos a las divinidades y repartió los campos. Mas ya entonces, vencido por la Parca, había bajado al Hades y reinaba Alcínoo cuyos consejos eran inspirados por los propios dioses; y al palacio de éste enderezó Atenea, la deidad de ojos de lechuza, pensando en la vuelta del magnánimo Odiseo. Penetró la diosa en la estancia labrada con gran primor en que dormía una doncella parecida a las inmortales por su natural y por su hermosura: Nausícaa, hija del magnánimo Alcínoo; junto a ella, a uno y otro lado de la entrada, hallábanse dos esclavas a quienes las Cárites habían dotado de belleza, y las magníficas hojas de la puerta estaban entornadas. Atenea se lanzó, como un soplo de viento, a la cama de la joven; púsose sobre su cabeza y empezó a hablarle, tomando el aspecto de la hija de Diamante, el célebre marino, que tenía la edad de Nausícaa y érale muy grata. De tal suerte transfigurada, dijo Atenea, la de ojos de lechuza: