La Odisea (15 page)

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Authors: Homero

Tags: #Poema épico

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Euríalo le contestó en seguida: —¡Laodamante! Muy oportunas son tus razones. Ve tú mismo y provócale repitiéndoselas.

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Apenas lo oyó, adelantóse el buen hijo de Alcínoo, púsose en medio de todos y dijo a Odiseo:

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—Ea, padre huésped, ven tú también a probar la mano en los juegos, si aprendiste alguno; y debes de conocerlos, que no hay gloria más ilustre para el varón en esta vida, que la de campear por las obras de sus pies o de sus manos. Ea pues, ven a ejercitarte y echa del alma las penas, pues tu viaje no se diferirá mucho: ya la nave ha sido botada y los que te han de acompañar están prestos.

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Respondióle el ingenioso Odiseo: —¡Laodamante! ¿Por qué me ordenáis tales cosas para hacerme burla? Más que en los juegos ocúpase mi alma en sus penas, que son muchísimas las que he padecido y arrostrado. Y ahora, anhelando volver a la patria, me siento en vuestra ágora, para suplicar al rey y a todo el pueblo.

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Mas Euríalo le contestó, echándole en cara este baldón: —¡Huésped! No creo, en verdad, que seas varón instruido en los muchos juegos que se usan entre los hombres; antes pareces capitán de marineros traficantes, sepultado asiduamente en la nave de muchos bancos para cuidar de la carga y vigilar las mercancías y el lucro debido a las rapiñas. No, no tienes traza de atleta.

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Mirándole con torva faz, le repuso el ingenioso Odiseo: ¡Huésped! Mal hablaste y me pareces un insensato. Los dioses no han repartido de igual modo a todos los hombres sus amables presentes: hermosura, ingenio y elocuencia. Hombre hay que, inferior por su aspecto, recibe de una deidad el adorno de la facundia y ya todos se complacen en mirarlo, cuando los arenga con firme voz y suave modestia, y le contemplan como a un numen si por la ciudad anda; mientras que, por el contrario, otro se parece a los inmortales por su exterior y no tiene donaire alguno en sus dichos. Así tu aspecto es distinguido y un dios no te habría configurado de otra suerte; mas tu inteligencia es ruda. Me has movido el ánimo en el pecho con decirme cosas inconvenientes. No soy ignorante en los juegos, como tu afirmas, antes pienso que me podían contar entre los primeros mientras tuve confianza en mi juventud y en mis manos. Ahora me hallo agobiado por la desgracia y las fatigas, pues he tenido que sufrir mucho, ya combatiendo con los hombres, ya surcando las temibles olas. Pero aun así, siquiera haya padecido gran copia de males, probaré la mano en los juegos: tus palabras fueron mordaces y me incitaste al proferirlas.

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Dijo; y, levantándose impetuosamente sin dejar el manto, tomó un disco mayor, más grueso y mucho más pesado que el que solían tirar los feacios. Hízole dar algunas vueltas, despidiólo del robusto brazo, y la piedra partió silbando y con tal ímpetu que los feacios, ilustres navegantes que usan largos remos se inclinaron al suelo. El disco, corriendo veloz desde que lo soltó la mano, pasó las señales de todos los tiros. Y Atenea, transfigurada en varón, puso la conveniente señal y así les dijo:

195
—Hasta un ciego, oh huésped, distinguiría a tientas la señal de tu golpe, porque no está mezclada con la multitud de las otras, sino mucho más allá. En ese juego puedes estar tranquilo que ninguno de los feacios llegará a tu golpe y mucho menos logrará pasarlo.

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Así habló. Regocijóse el paciente divinal Odiseo, holgándose de haber dado, dentro del circo, con un compañero benévolo. Y entonces dijo a los feacios, con voz ya mas suave:

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—Llegad a esta señal, oh jóvenes, y espero que pronto enviaré otro disco o tan lejos o más aun. Y en los restantes juegos, aquel a quien le impulse el corazón y el ánimo a probarse conmigo, venga acá —ya que me habéis encolerizado fuertemente—, pues en el pugilato, la lucha o la carrera, a nadie rehuso de entre todos los feacios a excepción del mismo Laodamante, que es mi huésped: ¿quien lucharía con el que le acoge amistosamente? Insensato y miserable es el que provoca en los juegos al que le ha recibido como huésped en tierra extraña, pues con ello a sí mismo se perjudica.

212
De los demás a ninguno rechazo ni desprecio, sino que mi ánimo es conocerlos y probarme con todos frente a frente; pues no soy completamente inepto para cuantos juegos se hallan en uso entre los hombres. Sé manejar bien el pulido arco, y sería quien primero hiriese a un hombre, si lo disparara contra una turba de enemigos, aunque gran número de compañeros estuviesen a mi lado, tirándoles flechas. El único que lograba vencerme, cuando los aqueos nos servíamos del arco allá en el pueblo de los troyanos, era Filoctetes; mas yo os aseguro que les llevo gran ventaja a todos los demás, a cuantos mortales viven actualmente y comen pan en el mundo, pues no me atreviera a competir con los antiguos varones —ni con Heracles, ni con Eurito ecaliense— que hasta con los inmortales contendían con el arco. Por ello murió el gran Eurito en edad temprana y no pudo llegar a viejo en su palacio: lo mató Apolo, irritado de que le desafiase a tirar con el arco. Tan sólo en el correr temería que alguno de los feacios me superara, pues me quebrantaron de deplorable manera muchísimas olas, no siempre tuve provisiones en la nave, y mis miembros están desfallecidos.

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Así habló. Todos enmudecieron y quedaron silenciosos. Y solamente Alcínoo le contestó diciendo:

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—¡Huésped! No nos desplacieron tus palabras, ya que con ellas te propusiste mostrar el valor que tienes, enojado de que ese hombre te increpase dentro del circo, siendo así que ningún mortal que pensara razonablemente pondría tacha a tu bravura. Mas ahora, presta atención a mis palabras, para que, cuando estés en tu casa y comiendo con tu esposa y tus hijos te acuerdes de nuestra destreza, puedas referir a algún otro héroe que obras nos asignó Zeus desde nuestros antepasados. No somos irreprensibles púgiles ni luchadores, sino muy ligeros en el correr y excelentes en gobernar las naves; y siempre nos placen los convites, la cítara, los bailes, las vestiduras limpias, los baños calientes y la cama.

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Pero, ea danzadores feacios, salid los más hábiles a bailar; para que el huésped diga a sus amigos, al volver a su morada, cuánto sobrepujamos a los demás hombres en la navegación, la carrera, el baile y el canto. Y vaya alguno en busca de la cítara, que quedó en nuestro palacio, y tráigala presto a Demódoco.

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Así dijo el deiforme Alcínoo. Levantóse el heraldo y fue a traer del palacio del rey la hueca cítara. Alzáronse también nueve jueces, que habían sido elegidos entre los ciudadanos y cuidaban de todo lo relativo a los juegos; y al instante allanaron el piso y formaron un ancho y hermoso corro. Volvió el heraldo y trajo la melodiosa cítara a Demódoco; éste se puso en medio, y los adolescentes hábiles en la danza, habiéndose colocado a su alrededor, hirieron con los pies el divinal circo. Y Odiseo contemplaba con gran admiración los rápidos y deslumbradores movimientos que con los pies hacían.

266
Mas el aedo, pulsando la cítara, empezó a cantar hermosamente los amores de Ares y Afrodita, la de bella corona: cómo se unieron a hurto y por vez primera en casa de Hefesto, y cómo aquel hizo muchos regalos e infamó el lecho marital del soberano dios. Helios, que vio el amoroso acceso, fue en seguida a contárselo a Hefesto; y éste, al oír la punzante nueva, se encaminó a su fragua, agitando en lo íntimo de su alma ardides siniestros, puso encima del tajo el enorme yunque, y fabricó unos hilos inquebrantables para que permanecieran firmes donde los dejara. Después que, poseído de cólera contra Ares, construyó esta trampa, fuese a la habitación en que tenía el lecho y extendió los hilos en círculo y por todas partes alrededor de los pies de la cama y colgando de las vigas; como tenues hilos de araña que nadie hubiese podido ver, aunque fuera alguno de los bienaventurados dioses, por haberlos labrado aquél con gran artificio. Y no bien acabó de sujetar la trampa en torno de la cama, fingió que se encaminaba a Lemnos, ciudad bien construida, que es para él la más agradable de todas las tierras. No en balde estaba al acecho Ares, que usa áureas riendas; y cuando vio que Hefesto, el ilustre artífice, se alejaba, fuese al palacio de este ínclito dios, ávido del amor de Citerea, la de hermosa corona. Afrodita, recién venida de junto a su padre, el prepotente Cronión, se hallaba sentada; y Ares, entrando en la casa, tomóla de la mano y así le dijo:

292
«Ven al lecho, amada mía, y acostémonos; que ya Hefesto no está entre nosotros, pues partió sin duda hacia Lemnos y los sinties de bárbaro lenguaje»

295
Así se expresó; y a ella parecióle grato acostarse. Metiéronse ambos en la cama, y se extendieron a su alrededor los lazos artificiosos del prudente Hefesto, de tal suerte que aquéllos no podían mover ni levantar ninguno de sus miembros; y entonces comprendieron que no había medio de escapar. No tardó en presentárseles el ínclito Cojo de ambos pies, que se volvió antes de llegar a la tierra de Lemnos, porque Helios estaba en acecho y fue a avisarle. Encaminóse a su casa con el corazón triste, detúvose en el umbral y, poseído de feroz cólera, gritó de un modo tan horrible que le oyeron todos los dioses:

306
«¡Padre Zeus, bienaventurados y sempiternos dioses! Venid a presenciar estas cosas ridículas e intolerables: Afrodita, hija de Zeus, me infama de continuo, a mi, que soy cojo, queriendo al pernicioso Ares porque es gallardo y tiene los pies sanos, mientras que yo nací débil; mas de ello nadie tiene la culpa sino mis padres, que no debieron haberme engendrado. Veréis cómo se han acostado, en mi lecho y duermen, amorosamente unidos, y yo me angustio al contemplarlo. Mas no espero que les dure el yacer de este modo, ni siquiera breves instantes, aunque mucho se amen: pronto querrán entrambos no dormir, pero los engañosos lazos los sujetarán hasta que el padre me restituya íntegra la dote que le entregué por su hija desvergonzada. Que ésta es hermosa, pero no sabe contenerse.» Así dijo; y los dioses se juntaron en la morada de pavimento de bronce. Compareció Poseidón, que ciñe la tierra; presentóse también el benéfico Hermes; llegó asimismo el soberano Apolo, que hiere de lejos. Las diosas quedáronse, por pudor, cada una en su casa. Detuviéronse los dioses, dadores de los bienes, en el umbral; y una risa inextinguible se alzó entre los bienaventurados númenes al ver el artificio del ingenioso Hefesto. Y uno de ellos dijo al que tenía más cerca:

329
«No prosperan las malas acciones y el más tardo alcanza al más ágil; como ahora Hefesto, que es cojo y lento, aprisionó con su artificio a Ares, el más veloz de los dioses que poseen el Olimpo; quien tendrá que pagarle la multa del adulterio.»

333
Así éstos conversaban. Mas el soberano Apolo, hijo de Zeus, habló a Hermes de esta manera:

335
«¡Hermes, hijo de Zeus, mensajero, dador de bienes! ¿Querrías, preso en fuertes vínculos, dormir en la cama con la áurea Afrodita?»

338
Respondióle el mensajero Argifontes: «¡Ojalá sucediera lo que has dicho, oh soberano Apolo, que hieres de lejos! ¡Envolviéranme triple número de inextricables vínculos, y vosotros los dioses y aun las diosas todas me estuvierais mirando, con tal que yo durmiese con la áurea Afrodita!»

343
Así se expreso; y alzóse nueva risa entre los inmortales dioses. Pero Poseidón no se reía, sino que suplicaba continuamente a Hefesto, el ilustre artífice, que pusiera en libertad a Ares. Y, hablándole, estas aladas palabras le decía:

347
«Desátale, que yo te prometo que pagará, como lo mandas, cuanto sea justo entre los inmortales dioses.»

349
Replicóle entonces el ínclito Cojo de ambos pies: «No me ordenes semejante cosa, oh Poseidón que ciñes la tierra, pues son malas las cauciones que por los malos se prestan ¿Cómo te podría apremiar yo ante los inmortales dioses, si Ares se fuera suelto y, libre ya de los vínculos, rehusara satisfacer la deuda?»

354
Contestó Poseidón, que sacude la tierra: «Si Ares huyere, rehusando satisfacer la deuda, yo mismo te lo pagaré todo.»

357
Respondióle el ínclito Cojo de ambos pies: «No es posible, ni sería conveniente negarte lo que pides.»

359
Dicho esto, la fuerza de Hefesto les quitó los lazos. Ellos al verse libres de los mismos, que tan recios eran, se levantaron sin tardanza y fuéronse él a Tracia y la risueña Afrodita a Chipre y Pafos, donde tiene un bosque y un perfumado altar. Allí las Cárites la lavaron, la ungieron con el aceite divino que hermosea a los sempiternos dioses y le pusieron lindas vestiduras que dejaban admirado a quien las contemplaba.

367
Tal era lo que cantaba el ínclito aedo, y holgábase de oírlo Odiseo y los feacios, que usan largos remos y son ilustres navegantes.

370
Alcínoo mandó entonces que Halio y Laodamante bailaran solos, pues con ellos no competía nadie. Al momento tomaron en sus manos una linda pelota de color de púrpura, que les había hecho el habilidoso Pólibo; y el uno, echándose hacia atrás, la arrojaba a las sombrías nubes, y el otro, dando un salto, la cogía fácilmente antes de volver a tocar con sus pies el suelo. Tan pronto como se probaron en tirar la pelota rectamente, pusiéronse a bailar en la fértil tierra, alternando con frecuencia. Aplaudieron los demás jóvenes que estaban en el circo, y se promovió una recia gritería. Y entonces el divinal Odiseo habló a Alcínoo de esta manera:

382
—¡Rey Alcínoo, el más esclarecido de todos los ciudadanos! Prometiste demostrar que vuestros danzadores son excelentes y lo has cumplido. Atónito me quedo al contemplarlos.

385
Así dijo. Alegróse la sacra potestad de Alcínoo y al punto habló así a los feacios, amantes de manejar los remos:

387
—¡Oíd, caudillos y príncipes de los feacios! Paréceme el huésped muy sensato. Ea, pues ofrezcámosle los dones de la hospitalidad, que esto es lo que cumple. Doce preclaros reyes gobernáis como príncipes la población y yo soy el treceno: traiga cada uno un manto bien lavado, una túnica y un talento de precioso oro; y vayamos todos juntos a llevárselo al huésped para que, al verlo en sus manos, asista a la cena con el corazón alegre. Y apacígüelo Euríalo con palabras y un regalo, porque no habló de conveniente modo.

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