La Odisea (34 page)

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Authors: Homero

Tags: #Poema épico

166
Así éstos conversaban. En tanto divertíanse los pretendientes, delante del palacio de Odiseo, tirando discos y jabalinas en el labrado pavimento donde acostumbraban hacer sus insolencias. Mas cuando fue hora de cenar y vinieron de todos los campos reses conducidas por los pastores que solían traerlas, dijo Medonte, el heraldo que más grato les era a los pretendientes y a cuyos banquetes asistía.

174
—¡Jóvenes! Ya que todos habéis recreado vuestro ánimo con los juegos, venid al palacio y dispondremos la cena, pues conviene que se tome en tiempo oportuno.

177
Así les habló; y ellos se levantaron y obedecieron sus palabras. LIegados al cómodo palacio, dejaron sus mantos en sillas y sillones y sacrificaron ovejas, muy crecidas, pingües cabras, puercos gordos y una gregal vaca, aparejando con ello su banquete.

182
En esto, disponíanse Odiseo y el divinal porquerizo a partir del campo hacia la ciudad. Y el porquerizo, mayoral de los pastores, comenzó a decir:

185
—¡Huésped! Ya que deseas encaminarte hoy mismo a la ciudad como lo ordenó mi señor —yo preferiría que permanecieses aquí para guardar los establos; mas respeto a aquél y temo que me riña, y las increpaciones de los amos son muy pesadas—, ea, vámonos ahora que ya pasó la mayor parte del día y pronto vendrá la tarde y sentirás el fresco.

192
Respondióle el ingenioso Odiseo:

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—Entiendo, hágome cargo, lo mandas a quien te comprende. Vamos, pues, y guíame hasta que lleguemos. Y si has cortado algún bastón, dámelo para apoyarme; que os oigo decir que la senda es muy resbaladiza.

197
Dijo, y echóse al hombro el astroso zurrón lleno de agujeros, con su correa retorcida. Eumeo le entregó el palo que deseaba; y seguidamente emprendieron el camino. Quedáronse allí, custodiando la majada, los perros y los pastores mientras Eumeo conducía hacia la ciudad a su rey, transformado en viejo y miserable mendigo que se apoyaba en el bastón y llevaba el cuerpo entrapado con feas vestiduras.

204
Mas cuando, recorriendo el áspero camino, halláronse a poca distancia de la ciudad y llegaron a la labrada fuente de claras linfas de la cual tomaban el agua los ciudadanos —era obra de Itaco, Nérito y Políctor; rodeábala por todos lados un bosque de álamos, que se nutren en la humedad; vertía el agua, sumamente fresca, desde lo alto de una roca; y en su parte superior se había construido un altar a las ninfas, donde todos los caminantes sacrificaban—, encontróse con ellos el hijo de Dolio, Melantio, que llevaba las mejores cabras de sus rebaños para la cena de los pretendientes, y le seguían dos pastores. Así que los vio, increpóles con palabras amenazadoras y groseras, que conmovieron el corazón de Odiseo:

217
—Ahora se ve muy cierto que un ruin guía a otro ruin pues un dios junta siempre a cada cual con su pareja. ¿A dónde, no envidiable porquero, conduces ese glotón, ese mendigo importuno, esa peste de los banquetes, que con su espalda frotará las jambas de muchas puertas, no pidiendo ciertamente trípodes ni calderos, sino tan sólo mendrugos de pan?

223
Si me lo dieses para guardar mi majada, barrer el establo y llevarles el forraje a los cabritos, bebería suero y echaría gordo muslo. Mas, como ya es ducho en malas obras, no querrá aplicarse al trabajo; antes irá mendigando por la población para llenar su vientre insaciable. Lo que voy a decir se cumplirá: si fuere al palacio del divino Odiseo, rozarán sus costados muchos escabeles que habrán hecho llover sobre su cabeza las manos de aquellos varones.

233
Así dijo, y, acercándose, dióle una coz en la cadera, locamente; pero no le pudo arrojar del camino, sino que el héroe permaneció muy firme. Entonces se le ocurrió a Odiseo acometerle y quitarle la vida con el palo, o levantarlo un poco y estrellarle la cabeza contra el suelo. Mas al fin sufrió el ultraje y contuvo la cólera en su corazón. Y el porquerizo baldonó al otro, mirándole cara a cara y oró fervientemente levantando las manos:

240
—¡Ninfas de las fuentes! ¡Hijas de Zeus! Si Odiseo os quemó alguna vez los muslos de cordero y de cabritos, cubriéndolos de pingüe grasa, cumplidme este voto: Ojalá vuelva aquel varón, traído por algún dios pues él te quitaría toda esa jactancia con que ahora nos insultas, vagando siempre por la ciudad mientras pastores perversos acaban con los rebaños.

247
Replicóle el cabrero Melantio:

248
—¡Oh dioses! ¡Qué dice ese perro, que sólo entiende en bellaquerías! Un día me lo tengo de llevar lejos de Ítaca, en negro bajel de muchos bancos, para que, vendiéndolo, me procure una buena ganancia. Ojalá Apolo, que lleva arco de plata, hiriera a Telémaco hoy mismo en el palacio, o sucumbiera el joven a manos de los pretendientes; como pereció para Odiseo, lejos de aquí, el día de su regreso.

254
Cuando así hubo hablado, dejóles atrás, pues caminaban lentamente, y llegó muy presto al palacio del rey. Acto continuo entró en él, sentándose en medio de los pretendientes, frente a Eurímaco, que era a quien más quería.

258
Sirviéronle unos trozos de carne los que en esto se ocupaban, y trájole pan la veneranda despensera. En tanto, detuviéronse Odiseo y el divinal porquerizo junto al palacio, y oyeron los sones de la hueca cítara, pues Femio empezaba a cantar. Y tomando aquél la mano del porquerizo, hablóle de esta suerte:

264
—¡Eumeo! Es esta, sin duda, la hermosa mansión de Odiseo, y sería fácil conocerla aunque entre muchas la viéramos. Tiene más de un piso, cerca su patio almenado muro, las puertas están bien ajustadas y son de dos hojas: ningún hombre despreciaría una casa semejante. Conozco que, dentro de ella, multitud de varones celebran un banquete; pues llegó hasta mí el olor de la carne asada y se oye la cítara, que los dioses hicieron compañera de los festines.

272
Y tú le respondiste así, porquerizo Eumeo:

273
—Fácilmente lo habrás conocido, que tampoco te falta discreción para las demás cosas. Mas, ea, deliberemos sobre lo que puede hacerse. O entra tú primero en el cómodo palacio y mézclate con los pretendientes, y yo me detendré un poco; o, si lo prefieres, quédate tú y yo iré delante, pero no tardes: no sea que alguien, al verte fuera, te tire algo o te dé un golpe. Yo te invito a que pienses en esto.

280
Contestóle el paciente divino Odiseo:

281
—Entiendo, hágome cargo, lo mandas a quien te comprende. Mas, adelántate tú y yo me quedaré, que ya he probado lo que son golpes y heridas y mi ánimo es sufrido por lo mucho que hube de padecer así en el mar como en la guerra; venga, pues, ese mal tras de los otros. No se pueden disimular las instancias del ávido y funesto vientre, que tantos perjuicios les origina a los hombres y por el cual se arman las naves de muchos bancos que surcan el estéril mar y van a causar daño a los enemigos.

290
Así éstos conversaban. Y un perro que estaba echado, alzó la cabeza y las orejas: era Argos, el can del paciente Odiseo, a quien éste había criado, aunque luego no se aprovechó del mismo porque tuvo que partir a la sagrada Ilión. Anteriormente llevábanlo los jóvenes a correr cabras montesas, ciervos y liebres; mas entonces, en la ausencia de su dueño yacía abandonado sobre mucho fimo de mulos y de bueyes que vertían junto a la puerta a fin de que los siervos de Odiseo lo tomasen para estercolar los dilatados campos: allí estaba tendido Argos, todo lleno de garrapatas. Al advertir que Odiseo se aproximaba, le halagó con la cola y dejó caer ambas orejas, mas ya no pudo salir al encuentro de su amo; y éste cuando lo vio enjugóse una lágrima que con facilidad logró ocultar a Eumeo, a quien hizo después esta pregunta:

306
—¡Eumeo! Es de admirar que este can yazga en el fimo, pues su cuerpo es hermoso; aunque ignoro si, con tal belleza, fue ligero para correr o como los que algunos tienen en su mesa y sólo por lujo los crían sus señores.

311
Y tú le respondiste así, porquerizo Eumeo:

312
—Ese can perteneció a un hombre que ha muerto lejos de nosotros. Si fuese tal como era en el cuerpo y en la actividad cuando Odiseo lo dejó al irse a Troya, pronto admirarías su ligereza y su vigor: no se le escapaba ninguna fiera que levantase, ni aun en lo más hondo de intrincada selva, porque era sumamente hábil en seguir un rastro. Mas ahora abrúmanle los males a causa de que su amo murió fuera de la patria, y las negligentes mozas no lo cuidan, porque los siervos, así que el amo deja de mandarlos, no quieren trabajar como es razón; que el largovidente Zeus le quita al hombre la mitad de la virtud el mismo día en que cae esclavo.

324
Diciendo así, entróse por el cómodo palacio y se fue derecho a la sala, hacia los ilustres pretendientes. Entonces la Parca de la negra muerte se apoderó de Argos después que tornara a ver a Odiseo al vigésimo año.

328
Advirtió el deiforme Telémaco mucho antes que nadie la llegada del porquerizo; y, haciéndole una señal, lo llamó a su lado. Eumeo miró en torno suyo, tomó una silla desocupada —la que solía usar el trinchante al distribuir carne en abundancia a los pretendientes cuando celebraban sus festines en el palacio— y fue a colocarla junto a la mesa de Telémaco, enfrente de éste que se hallaba sentado. Y luego sirvióle el heraldo vianda y pan, sacándolo de un canastillo.

336
Poco después que Eumeo penetró Odiseo en el palacio, transfigurado en un viejo y miserable mendigo que se apoyaba en el bastón y llevaba feas vestiduras. Sentóse en el umbral de fresno, a la parte interior de la puerta, y se recostó en la jamba de ciprés que en otro tiempo el artífice había pulido hábilmente y enderezado valiéndose de un nivel.

342
Y Telémaco llamó al porquerizo y le dijo, después de tomar un pan entero del hermoso canasto y tanta carne como le cupo en las manos:

345
—Dáselo al forastero y mándale que pida a todos los pretendientes, acercándose a ellos; que al que está necesitado no le conviene ser vergonzoso.

348
Así se expresó. Fuese el porquero al oírlo y, llegado que hubo adonde estaba Odiseo, díjole estas aladas palabras:

350
—¡Oh, forastero! Telémaco te da lo que te traigo y te manda que pidas a todos los pretendientes, acercándote a ellos, pues dice que al mendigo no le conviene ser vergonzoso.

353
Respondióle el ingenioso Odiseo:

354
—¡Zeus soberano! Haz que Telémaco sea dichoso entre los hombres y que se cumpla cuanto su corazón desea.

356
Dijo; tomó las viandas con ambas manos, las puso delante de sus pies, encima del astroso zurrón, y comió mientras el aedo cantaba en el palacio; de suerte que cuando acabó la cena, el divinal aedo llegaba al fin de su canto. Los pretendientes empezaron a mover alboroto en la sala, y Atenea se acercó a Odiseo Laertíada excitándole a que les pidiera algo y fuera recogiendo mendrugos, para conocer cuáles de aquellos eran justos y cuáles malvados aunque ninguno tenía que librarse de la ruina.

365
Fue, pues, el héroe a pedirle a cada varón, comenzando por la derecha, y a todos les alargaba la mano como si desde largo tiempo mendigase. Ellos, compadeciéndole, le daban limosna, le miraban con extrañeza y preguntábanse unos a otros quién era y de dónde había venido.

369
Y el cabrero Melantio hablóles de esta suerte:

370
—Oídme, pretendientes de la ilustre reina, que os voy a hablar del forastero, a quien vi antes de ahora. Guiábalo hacia acá el porquerizo, pero a él no le conozco, ni sé de dónde se precia de ser por su linaje.

374
Así les habló; y Antínoo increpó al porquerizo con estas palabras:

375
—¡Ah, famoso porquero! ¿Por qué lo trajiste a la ciudad? ¿Acaso no tenemos bastantes vagabundos, que son mendigos importunos y peste de los festines? ¿O te parece poco que los que aquí se juntan devoren los bienes de tu señor y has ido a otra parte a llamar a éste?

380
Y tú le respondiste así, porquerizo Eumeo:

381
—¡Antínoo! No hablas bien aunque seas noble. ¿Quién iría a parte alguna a llamar a nadie, como no fuese de los que ejercen su profesión en el pueblo: un adivino, un médico para curar las enfermedades, un carpintero o un divinal aedo que nos deleite cantando? Estos son los mortales a quienes se llama en la tierra inmensa; pero nadie traería a un pobre para que le arruinase. Siempre has sido el más áspero de todos los pretendientes para los esclavos de Odiseo y en especial para mí; aunque no por ello he de resentirme, mientras me vivan en el palacio la discreta Penelopea y Telémaco, semejante a un dios.

392
Contestóle el prudente Telémaco:

393
—Calla, no le respondas largamente; que Antínoo suele irritarnos siempre y de mal modo con ásperas palabras, e incita a los demás a hacer lo propio.

396
Dijo; y hablóle a Antínoo con estas aladas palabras:

397
—¡Antínoo! ¡En verdad que miras por mí con tanto cuidado como un padre por su hijo, cuando con duras voces me ordenas arrojar del palacio a ese huésped! ¡No permita la divinidad que así suceda! Coge algo y dáselo, que no te lo prohíbo, antes bien te invito a hacerlo; y no temas que lo lleven a mal mi madre, ni ninguno de los esclavos que viven en la casa del divino Odiseo. Mas no hay en tu pecho tal propósito, que prefieres comértelo a darlo a nadie.

405
Antínoo le respondió diciendo:

406
—¡Telémaco altílocuo, incapaz de moderar tus ímpetus! ¿Qué has dicho? Si todos los pretendientes le dieran tanto como yo, se estaría tres meses en su casa, lejos de nosotros.

409
Así habló, y mostróle, tomándolo de debajo de la mesa, el escabel en que apoyaba sus nítidas plantas cuando asistía a los banquetes. Pero todos los demás le dieron algo, de modo que el zurrón se llenó de pan y de carne. Y ya Odiseo iba a tornar al umbral para comer lo que le habían regalado los aqueos, pero se detuvo cerca de Antínoo y le dijo estas palabras:

415
—Dame algo, amigo; que no me pareces el peor de los aqueos, sino, por el contrario, el mejor; ya que te asemejas a un rey. Por eso te corresponde a ti, más aún que a los otros, darme alimento; y yo divulgaré tu fama por la tierra inmensa. En otra época, también yo fui dichoso entre los hombres, habité una rica morada, y di muchas veces limosna al vagabundo, cualquiera que fuese y hallárase en la necesidad en que se hallase; entonces tenía innúmeros esclavos y otras muchas cosas con las cuales los hombres viven en regalo y gozan fama de opulentos. Mas Zeus Cronión me arruinó, porque así lo quiso, incitándome a ir al Egipto con errabundos piratas; viaje largo, en el cual había de hallar mi perdición. Así que detuve en el río Egipto los corvos bajeles, después de mandar a los fieles compañeros que se quedaran a custodiar las embarcaciones, envié espías a los parajes oportunos para explorar la comarca. Pero los míos, cediendo a la insolencia, por seguir su propio impulso, empezaron a devastar los hermosísimos campos de los egipcios; y se llevaban las mujeres y los niños, y daban muerte a los varones. No tardó el clamoreo en llegar a la ciudad. Sus habitantes, habiendo oído los gritos, vinieron al amanecer; el campo se llenó de infantería, de caballos y de reluciente bronce; Zeus, que se huelga con el rayo, mandó a mis compañeros la perniciosa fuga; y ya, desde entonces, nadie se atrevió a resistir, pues los males nos cercaban por todas partes. Allí nos mataron con el agudo bronce muchos hombres, y a otros se los llevaron vivos para obligarles a trabajar en provecho de los ciudadanos. A mí me entregaron a un forastero que se halló presente, a Dmétor Yásida; el cual me llevó a Chipre, donde reinaba con gran poder, y de allí he venido, después de padecer muchos infortunios.

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