483
Mas, tan luego como la noche hubo llegado a su último tercio y ya los astros declinaban, toqué con el codo a Odiseo, que estaba cerca y me atendió muy pronto, y díjele de esta guisa:
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«¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Odiseo, fecundo en ardides! Ya no me contarán en el número de los vivientes, porque el frío me rinde. No tengo manto. Engañóme algún dios, cuando partí con la sola túnica, y ahora no hallo medio alguno para escapar con vida».
490
Así me expresé. Pronto se le ofreció a su ánimo una treta, siendo como era tan señalado en aconsejar como en combatir; y, hablándome quedo, pronunció estas palabras:
493
«¡Calla! No sea que te oiga alguno de los aqueos»
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Dijo; y, apoyándose en el codo, levantó la cabeza y comenzó a hablar de esta manera:
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«¡Oídme, amigo! Un sueño divinal se me ofreció mientras dormía. Como estamos tan lejos de las naves vaya alguno a decirle al Atrida Agamenón, pastor de hombres, si nos enviará más guerreros de junto a las naves». Así dijo; y levantándose con presteza Toante, hijo de Andremón, tiró el purpúreo manto y se fue corriendo hacia las naves. Me envolví en su vestido, me acosté alegremente y en seguida aparecía la Aurora de áureo trono. Ojalá fuese tan joven y mis fuerzas se hallaran tan robustas como entonces, pues alguno de los porquerizos de esta cuadra me daría su manto por amistad y por respeto a un valiente; mas ahora me desprecian porque cubren mi cuerpo miserables vestidos.
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Y tú le respondiste, porquerizo Eumeo:
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—¡Oh viejo! El relato que acabas de hacer es irreprensible, y nada has dicho que sea inútil o inconveniente: por esto no carecerás ni de vestido ni de cosa alguna que deba obtener el infeliz suplicante que nos sale al encuentro; mas, apenas amanezca, tornarás a sacudir tus andrajos, pues aquí no tenemos mantos y túnicas para mudarnos, sino que cada cual lleva puestos los suyos. Y cuando venga el caro hijo de Odiseo, te dará un manto y una túnica para vestirte y te conducirá adonde tu corazón y tu ánimo deseen.
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Dichas estas palabras, se levantó, puso cerca del fuego una cama para el huésped y la llenó de pieles de oveja y de cabras. Odiseo se tendió en ella y Eumeo echóle un manto muy tupido y ancho que guardaba para mudarse siempre que alguna recia tempestad le sobrecogía.
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De este modo se acostó Odiseo y cerca de él los jóvenes pastores; mas al porquerizo no le plugo tener allí su cama y dormir apartado de los puercos; sino que se armó y se dispuso a salir, y holgóse Odiseo al ver con qué solicitud le cuidaba los bienes durante su ausencia. Eumeo empezó colgando de sus robustos hombros la aguda espada; vistióse después un manto muy grueso, reparo contra el viento; tomó en seguida la piel de una cabra grande y bien nutrida; y finalmente, asió un agudo dardo para defenderse de los canes y de los hombres. Y se fue a acostar en la concavidad de una elevada peña, donde los puercos de blanca dentadura dormían al abrigo del Bóreas.
1
Mientras tanto encaminóse Palas Atenea a la vasta Lacedemonia, para traerle a las mientes la idea del regreso al hijo ilustre del magnánimo Odiseo e incitarle a que volviera a su morada. Halló a Telémaco y al preclaro hijo de Néstor acostados en el zaguán de la casa del glorioso Menelao: el Nestórida estaba vencido del blando sueño; mas no se habían señoreado de Telémaco las dulzuras del mismo, porque durante la noche inmortal desvelábale el cuidado de la suerte que a su padre le hubiese cabido. Y, parándose a su lado, dijo Atenea, la de ojos de lechuza:
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—¡Telémaco! No es bueno que demores fuera de tu casa, habiendo dejado en ella riquezas y hombres tan soberbios: no sea que se repartan tus bienes y se los coman, y luego el viaje te salga en vano. Solicita con instancia y lo antes posible de Menelao, valiente en la pelea, que te deje partir, a fin de que halles aún en el palacio a tu eximia madre; pues ya su padre y sus hermanos le exhortan a que contraiga matrimonio con Eurímaco, el cual sobrepuja en las dádivas a todos los pretendientes y va aumentando la ofrecida dote; no sea que, a pesar tuyo, se lleven de tu mansión alguna alhaja. Bien sabes qué ánimo tiene en su pecho la mujer: desea hacer prosperar la casa de quien la ha tomado por esposa; y ni de los hijos primeros, ni del marido difunto con quien se casó virgen se acuerda más, ni por ellos pregunta. Mas tú, volviendo allá, encarga lo tuyo a aquella criada que tengas por mejor hasta que las deidades te den ilustre consorte.
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Otra cosa te diré, que pondrás en tu corazón. Los más conspicuos de los pretendientes se emboscaron, para acechar tu llegada, en el estrecho que media entre Ítaca y la escabrosa Samos; pues quieren matarte cuando vuelvas al patrio suelo; pero me parece que no sucederá así y que antes sepultará la tierra en su seno a alguno de los pretendientes que devoran lo tuyo. Por eso, haz que pase el bien construido bajel a alguna distancia de las islas y navega de noche; y aquél de los inmortales que te guarda y te protege, enviará detrás de tu barco próspero viento. Así que arribes a la costa de Ítaca, manda la nave y todos los compañeros a la ciudad; y llégate ante todas las cosas al porquerizo, que guarda tus cerdos y te quiere bien. Pernocta allí y envíale a la ciudad para que lleve a la discreta Penelopea la noticia de que estás salvo y has llegado de Pilos.
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Cuando así hubo hablado, fuese Atenea al vasto Olimpo. Telémaco despertó a Nestórida de su dulce sueño, moviéndolo con el pie, y le dijo estas palabras:
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—¡Despierta, Pisístrato Nestórida! Lleva al carro los solípedos corceles y úncelos, para que nos pongamos en camino.
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Mas Pisístrato Nestórida le repuso:
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—¡Telémaco! Aunque tengamos prisa por emprender el viaje, no es posible guiar los corceles durante la tenebrosa noche; y ya pronto despuntará la aurora. Pero aguarda que el héroe Menelao Atrida, famoso por su lanza, traiga los presentes, los deje en el carro y nos despida con suaves palabras. Que para siempre dura en el huésped la memoria del varón hospitalario que le recibió amistosamente.
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Así le habló; y al momento vino la Aurora, de áureo trono. Entonces se les acercó Menelao, valiente en los combates, que se había levantado de la cama, de junto a Helena, la de hermosa cabellera. El caro hijo de Odiseo no bien lo hubo visto, cubrió apresuradamente su cuerpo con la espléndida túnica, se echó el gran manto a las robustas espaldas y salió a su encuentro. Y, deteniéndose junto a él, hablóle así el hijo del divinal Odiseo:
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—¡Atrida, Menelao, alumno de Zeus, príncipe de hombres! Deja que parta ahora mismo a mi querida tierra, que ya siento deseos de volver a mi morada.
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Respondióle Menelao, valiente en la pelea:
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—¡Telémaco! No te detendré mucha tiempo, ya que quieres irte; pues me es odioso así el que, recibiendo a un huésped, lo ama sin medida, como el que lo aborrece en extremo; más vale usar de moderación en todas las cosas. Tan mal procede con el huésped quien le incita a que se vaya cuando no quiere irse, como el que lo detiene si le cumple partir. Se le debe tratar amistosamente mientras esté con nosotros y despedirlo cuando quiera ponerse en camino. Pero aguarda que traiga y coloque en el carro hermosos presentes que tú veas con tus propios ojos, y mande a las mujeres que aparejen en el palacio la comida con las abundantes provisiones que tenemos en él; porque hay a la vez honra, gloria y provecho en que coman los huéspedes antes de irse por la tierra inmensa. Dime también si acaso prefieres volver por la Hélade y por el centro de Argos, a fin de que yo mismo te acompañe; pues unciré los corceles, te llevaré por las ciudades populosas y nadie nos dejará partir sin darnos alguna cosa que nos llevemos, ya sea un hermoso trípode de bronce, ya un caldero, ya un par de mulos, ya una copa de oro.
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Respondióle el prudente Telémaco:
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—¡Atrida Menelao, alumno de Zeus, príncipe de hombres! Quiero restituirme pronto a mis hogares, pues a nadie dejé encomendada la custodia de los bienes: no sea que mientras busco a mi padre igual a los dioses, muera yo o pierda alguna excelente y preciosa alhaja que se lleven del palacio.
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Al oír esto, Menelao, valiente en la pelea, mandó en seguida a su esposa y a las esclavas que preparasen la comida en el palacio, con las abundantes provisiones que en él se guardaban. Llegó entonces Eteoneo Beoctoída, que se acababa de levantar, pues no vivía muy lejos; y, habiéndole ordenado Menelao, valiente en la batalla, que encendiera fuego y asara las carnes, obedeció acto continuo.
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Menelao bajó entonces a una estancia perfumada; sin que fuera solo, pues le acompañaron Helena y Megapentes. En llegando adonde estaban los objetos preciosos, el Atrida tomó una copa de doble asa y mandó a su hijo Megapentes que se llevase una cratera de plata y Helena se detuvo junto a las arcas en que se hallaban los peplos de muchas bordaduras, que ella en persona había labrado. La propia Helena, la divina entre las mujeres, escogió y se llevó el peplo mayor y más hermoso por sus bordados, que resplandecía como una estrella y estaba debajo de los otros. Y anduvieron otra vez por el palacio hasta juntarse con Telémaco, a quien el rubio Menelao habló de esta manera:
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—¡Telémaco! Ojalá Zeus, el tonante esposo de Hera, te deje hacer el viaje como tu corazón desea. De cuantas cosas se guardan en mi palacio, voy a darte la más bella y preciosa. Te haré el presente de una cratera labrada, toda de plata con los bordes de oro, que es obra de Hefesto y diómela el héroe Fédimo, rey de los sidonios, cuando me acogió en su casa al volver yo a la mía. Tal es lo que deseo regalarte.
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Diciendo así, el héroe Atrida le puso en la mano la copa de doble asa; el fuerte Megapente le trajo la espléndida cratera, que dejó delante de él y Helena, la de hermosas mejillas, presentóse con el peplo en las manos y hablóle de esta suerte:
125
—También yo, hijo querido, te haré este regalo, que será una memoria de las manos de Helena, para que lo lleve tu esposa en la ansiada hora del casamiento; y hasta entonces guárdelo tu madre en el palacio. Y ojalá vuelvas alegre a tu casa bien construida y a tu patria tierra.
130
Diciendo así, se lo puso en las manos y él lo recibió con alegría. El héroe Pisístrato tomó los presentes y fue colocándolos en la cesta del carro, después de contemplarlos todos con admiración.
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Luego el rubio Menelao se los llevó a entrambos al palacio, donde se sentaron en sillas y sillones.
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Una esclava dióles aguamanos, que traía en magnífico jarro de oro y vertió en fuente de plata, y puso delante de ellos una pulimentada mesa. La veneranda despensera trájoles pan y dejó en la mesa buen número de manjares, obsequiándolos con los que tenía guardados. Junto a ellos, el Boetoída cortaba la carne y repartía las porciones; y el hijo del glorioso Menelao escanciaba el vino. Todos metieron mano en las viandas que tenían delante.
143
Y apenas hubieron satisfecho la gana de beber y de comer, Telémaco y el preclaro hijo de Néstor engancharon los corceles, subieron al labrado carro y lo guiaron por el vestíbulo y el pórtico sonoro.
147
Tras ellos se fue el rubio Menelao Atrida llevando en su diestra una copa de oro, llena de dulce vino, para que hicieran la libación antes de partir; y, deteniéndose ante el carro, se la presentó y les dijo:
151
—¡Salud, oh jóvenes, y llevad también mi saludo a Néstor, pastor de hombres; que me fue benévolo, como un padre, mientras los aqueos peleamos en Troya!
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Respondióle el prudente Telémaco:
155
—En llegando allá, oh alumno de Zeus, le diremos a Néstor cuanto nos encargas. Así me fuera posible, al tornar a Ítaca, hallando a Odiseo en su morada, contarle que vuelvo de tu palacio después de recibir toda clase de pruebas de amistad y llevando conmigo muchas y excelentes alhajas.
160
Así que acabó de hablar, pasó por cima de ellos, hacia la derecha, un águila que llevaba en las uñas un ánsar doméstico, blanco enorme, arrebatado de algún corral; seguíanle, gritando, hombres y mujeres; y, al llegar junto al carro, torció el vuelo a la derecha, enfrente mismo de los corceles. Al verla se holgaron; a todos se les regocijó el ánimo en el pecho, y Pisístrato Nestórida dijo de esta suerte:
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—Considera ¡oh Menelao, alumno de Zeus, príncipe de hombres!, si el dios que nos mostró este presagio lo hizo visible para nosotros o para ti mismo.
169
Así habló. Menelao, caro a Ares, se puso a meditar cómo le respondería convenientemente; mas Helena, la de largo peplo, adelantósele pronunciando estas palabras:
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—Oídme, pues os voy a predecir lo que sucederá, según los dioses me lo inspiran en el ánimo y yo me figuro que ha de llevarse a cumplimiento. Así como esta águila, viniendo del monte donde nació y tiene su cría, ha arrebatado el ánsar criado dentro de una casa: así Odiseo, después de padecer mucho y de ir errante largo tiempo, volverá a la suya y conseguirá vengarse; si ya no está en ella, maquinando males contra los pretendientes todos.
179
Respondióle el prudente Telémaco:
180
—¡Así lo haga Zeus, el tonante esposo de Hera; y allá te invocaré todos los días, como a una diosa!
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Dijo, y arreó con el azote a los corceles. Estos, que eran muy fogosos, arrancaron al punto hacia el campo, por entre la ciudad, y en todo el día no cesaron de agitar el yugo.
185
Poníase el sol y las tinieblas empezaron a ocupar los caminos cuando llegaron a Feras, a la morada de Diocles, hijo de Orsíloco, a quien había engendrado Alfeo. Allí durmieron aquella noche, pues Diocles les dio hospitalidad.
189
Mas, así que se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, engancharon los corceles, subieron al labrado carro y guiáronlo por el vestíbulo y el pórtico sonoro.
192
Pisístrato avivó con el látigo a los corceles para que arrancaran, y éstos volaron gozosos. Prestamente llegaron a la excelsa ciudad de Pilos, y entonces Telémaco habló de esta suerte al hijo de Néstor: