146
Contestóle Poseidón, que sacude la tierra:
147
—Al punto hubiera obrado como me aconsejas, oh dios de las sombrías nubes, pero me espanta tu cólera y procuro evitarla. Ahora quiero que naufrague en el obscuro ponto la bellísima nave de los feacios que vuelve de conducir a aquél —con el fin de que en adelante se abstengan y cesen de llevar a los hombres— y cubrir luego la vista de la ciudad con una gran montaña.
153
Repuso Zeus, que amontona las nubes:
154
—¡Oh querido! Tengo para mi que lo mejor será que, cuando los ciudadanos están mirando desde la población cómo el barco llega, lo tornes un Peñasco, junto a la costa, de suerte que guarde la semejanza de una velera nave, para que todos los hombres se maravillen, y cubras luego la vista de la ciudad con una gran montaña.
159
Apenas lo oyó Poseidón, que sacude la tierra, fuese a Esqueria, donde viven los feacios, y allí se detuvo. La nave, surcadora del ponto, se acercó con rápido impulso, y el que sacude la tierra, saliéndole al encuentro, la tornó un peñasco y de un puñetazo hizo que echara raíces en el suelo, después de lo cual fuése a otra parte.
165
Mientras tanto los feacios, que usan largos remos y son ilustres navegantes, hablaban entre si con aladas palabras. Y uno de ellos se expresó de esta suerte, dirigiéndose a su vecino:
168
—¡Ay! ¿Quién encadenó en el ponto la velera nave que tornaba a la patria y ya se descubría toda?
170
Así alguien decía, pues ignoraba lo que había pasado. Entonces Alcínoo les arengó de esta manera:
172
—¡Oh dioses! Cumpliéronse las antiguas predicciones de mi padre, el cual solía decir que Poseidón nos miraba con malos ojos porque conducíamos sin recibir daño a todos los hombres; y aseguraba que el dios haría naufragar en el obscuro ponto una hermosísima nave de los feacios, al volver de llevar a alguien, y cubriría la vista de la ciudad con una gran montaña. Así lo afirmaba el anciano, y ahora todo se va cumpliendo. Ea, hagamos lo que voy a decir. Absteneos de conducir los mortales que lleguen a nuestra población y sacrifiquemos doce toros escogidos a Poseidón, para ver si se apiada de nosotros y no nos cubre la vista de la ciudad con la enorme montaña.
184
Así habló. Entróles el miedo y aparejaron los toros. Y mientras los caudillos y príncipes del pueblo feacio oraban al soberano Poseidón, permaneciendo de pie en torno de su altar, Odiseo recordó de su sueño en la tierra patria, de la cual había estado ausente mucho tiempo, y no pudo reconocerla porque una diosa —Palas Atenea, hija de Zeus— le cercó con una nube con el fin de hacerle incognoscible y enterarle de todo: no fuese que su esposa, los ciudadanos y los amigos lo reconocieran antes que los pretendientes pagaran por entero sus demasías. Por esta causa todo se le presentaba al rey en otra forma, así los largos caminos, como los puertos cómodos para fondear, las rocas escarpadas y los árboles florecientes. El héroe se puso en pie y contempló la patria tierra; pero en seguida gimió y, bajando los brazos golpeóse los muslos mientras suspiraba y decía de esta suerte.
200
—¡Ay de mi! ¿Qué hombres deben de habitar esta tierra a que he llegado? ¿Serán violentos, salvajes e injustos, u hospitalarios y temerosos de los dioses? ¿Adónde podré llevar tantas riquezas? ¿Adonde iré perdido? Ojalá me hubiese quedado allí, con los feacios, pues entonces me llegara a otro de los magnánimos reyes, que, recibiéndome amistosamente, me habría enviado a mi patria. Ahora no sé dónde poner las cosas, ni he de dejarlas aquí: no vayan a ser presa de otros hombres. ¡Oh dioses! No eran, pues, enteramente sensatos ni justos los caudillos y príncipes feacios, ya que me traen a estotra tierra; dijeron que me conducirían a Ítaca que se ve de lejos, y no lo han cumplido. Castíguelos Zeus, el dios de los suplicantes, que vigila a los hombres e impone castigos a cuantos pecan. Mas, ea, contaré y examinaré estas riquezas: no se hayan llevado alguna cosa en la cóncava nave cuando de aquí partieron.
217
Hablando así contó los bellísimos trípodes, los calderos, el oro y las hermosas vestiduras tejidas; y, aunque nada echó de menos, lloraba por su patria tierra, arrastrándose en la orilla del estruendoso mar y suspirando con mucha congoja. Acercósele entonces Atenea en figura de un joven pastor de ovejas, tan delicado como el hijo de un rey, que llevaba en los hombros un manto doble, hermosamente hecho; en los nítidos pies, sandalias; y en la mano, una jabalina.
226
Odiseo se holgó de verla, salió a su encuentro y le dijo estas aladas palabras:
228
—¡Amigo! Ya que te encuentro a ti antes que a nadie en este lugar, ¡salud!, y ojalá no vengas con mala intención para conmigo; antes bien, salva estas cosas y sálvame a mi mismo, que yo te lo ruego como a un dios y me postro a tus plantas. Mas dime con verdad para que yo me entere: ¿Qué tierra es esta? ¿Qué pueblo? ¿Qué hombres hay en la comarca? ¿Estoy en una isla que se ve a distancia o en la ribera de un fértil continente que hacia el mar se inclina?
236
Atenea, la deidad de ojos de lechuza, le respondió diciendo:
237
—¡Forastero! Eres un simple o vienes de lejos cuando me preguntas por esta tierra, cuyo nombre no es tan obscuro, ya que la conocen muchísimos así de los que viven hacia el lado por donde sale la aurora y el sol, como de los que moran en la otra parte, hacia el tenebroso ocaso. Es, en verdad, áspera e impropia para la equitación; pero no completamente estéril, aunque pequeña, pues produce trigo en abundancia y también vino; nunca le falta ni la lluvia ni el fecundo rocío; es muy a propósito para apacentar cabras y bueyes; cría bosques de todas clases, y tiene abrevaderos que jamás se agotan. Por lo cual, oh forastero, el nombre de Ítaca llegó hasta Troya, que, según dicen, está muy apartada de la tierra aquea.
250
Así habló. Alegróse el paciente divinal Odiseo, holgándose de su tierra patria, a la que le nombraba Palas Atenea, hija de Zeus, que lleva la égida; y pronunció en seguida estas aladas palabras, ocultándole la verdad con hacerle un relato fingido, pues siempre revolvía en su pecho trazas muy astutas:
256
—Oí hablar de Ítaca allá en la espaciosa Creta, muy lejos, allende el ponto, y he llegado ahora con estas riquezas. Otras tantas dejé a mis hijos; y voy huyendo porque maté al hijo querido de Idomeneo, a Orsíloco, el de los pies ligeros, que aventajaba en la ligereza de los pies a los hombres industriosos de la vasta Creta, el cual deseó privarme del botín de Troya por el que tantas fatigas había yo arrostrado, ya combatiendo con los hombres, ya surcando las temibles olas, a causa de no haber consentido en complacer a su padre, sirviéndole en el pueblo de los troyanos, donde yo era caudillo de otros compañeros. Como en cierta ocasión aquél volviera del campo, envainéle la broncínea lanza, habiéndole acechado con un amigo junto a la senda: obscurísima noche cubría el cielo, ningún hombre fijó su atención en nosotros y así quedó oculto que le hubiese dado muerte. Después que lo maté con el agudo bronce, fuime hacía la nave de unos ilustres fenicios a quienes supliqué y pedí, dándoles buena parte del botín, que me llevasen y me dejasen en Pilos o en la divina Elide, donde ejercen su dominio los epeos. Mas la fuerza del viento extraviólos, mal de su agrado, pues no querían engañarme; y, errabundos, llegamos acá por la noche. Con mucha fatiga pudimos entrar en el puerto a fuerza de remos; y, aunque muy necesitados de tomar alimento, nadie pensó en la cena: desembarcamos todos y nos echamos en la playa. Entonces me vino a mí, que estaba cansadísimo, un dulce sueño; sacaron aquéllos de la cóncava nave mis riquezas, las dejaron en la arena donde me hallaba tendido y volvieron a embarcarse para ir a la populosa Sidón; y yo me quedé aquí con el corazón triste.
287
Así se expresó. Sonrióse Atenea, la deidad de ojos de lechuza, le halagó con la mano y transfigurándose en una mujer hermosa, alta y diestra en eximias labores, le dijo estas aladas palabras:
291
—Astuto y falaz habría de ser quien te aventajara en cualquier clase de engaños, aunque fuese un dios el que te saliera al encuentro. ¡Temerario, artero, incansable en el dolo! ¿Ni aun en tu patria habías de renunciar a los fraudes y a las palabras engañosas, que siempre fueron de tu gusto? Mas, ea no se hable más de ello, que ambos somos peritos en astucias; pues si tú sobresales mucho entre los hombres por tu consejo y tus palabras, yo soy celebrada entre todas las deidades por mi prudencia y mis astucias. Pero aun no has reconocido en mí a Palas Atenea, hija de Zeus, que siempre te asisto y protejo en tus cuitas e hice que les fueras agradable a todos los feacios. Vengo ahora a fraguar contigo un designio, a esconder cuantas riquezas te dieron los ilustres feacios por mi voluntad e inspiración cuando viniste a la patria, y a revelarte todos los trabajos que has de soportar fatalmente en tu morada bien construida: toléralos, ya que es preciso, y no digas a ninguno de los hombres ni de las mujeres que llegaste peregrinando; antes bien sufre en silencio los muchos pesares y aguanta las violencias que te hicieron los hombres.
311
Respondióle el ingenioso Odiseo:
312
—Difícil es, oh diosa, que un mortal, al encontrarse contigo, logre conocerte, aunque fuere muy sabio, porque tomas la figura que te place. Bien sé que me fuiste propicia mientras los aqueos peleamos en Troya; pero después que arruinamos la excelsa ciudad de Príamo, partimos en las naves y un dios dispersó a los aqueos, nunca te he visto, oh hija de Zeus, ni he advertido que subieras a mi bajel para ahorrarme ningún pesar. Por el contrario, anduve errante constantemente, teniendo en mi pecho el corazón atravesado de dolor, hasta que los dioses me libraron del infortunio; y tú, en el rico pueblo de los feacios, me confortaste con tus palabras y me condujiste a la población. Ahora por tu padre te lo suplico —pues no creo haber arribado a Ítaca, que se ve desde lejos, sino que estoy en otra tierra y que hablas de burlas para engañarme— dime si en verdad he llegado a mi querida tierra.
329
Contestóle Atenea, la deidad de ojos de lechuza.
330
—Siempre guardas en tu pecho la misma cordura, y no puedo desampararte en la desgracia porque eres afable, perspicaz y sensato. Cualquiera que volviese después de vagar tanto, deseara ver en su palacio a los hijos y a la esposa; mas a ti no te place saber de ellos ni preguntar por los mismos hasta que hayas probado a tu mujer, la cual permanece en tu morada y consume los días y las noches tristemente, pues de continuo está llorando. Yo jamás puse en duda, pues me constaba con certeza, que volverías a tu patria después de perder todos los compañeros; mas no quise luchar con Poseidón, mi tío paterno, cuyo ánimo se encolerizó e irritó contigo porque le cegaste su caro hijo. Pero, ea, voy a mostrarte el suelo de Ítaca para que te convenzas. Este es el puerto de Forcis, el anciano del mar; aquél, el olivo de largas hojas que existe al cabo del puerto; cerca del mismo se halla la gruta deliciosa, sombría, consagrada a las ninfas que náyades se llaman: aquí tienes la abovedada cueva donde sacrificabas a las ninfas gran número de perfectas hecatombes; y allá puedes ver el Nérito, el frondoso monte.
352
Cuando así hubo hablado, la deidad disipó la nube, apareció el país y el paciente divinal Odiseo se alegró, holgándose de su tierra, y besó el fértil suelo. Y acto continuo oró a las ninfas, con las manos levantadas:
356
—¡Ninfas náyades, hijas de Zeus! Ya me figuraba que no os vería más. Ahora os saludo con tiernos votos y os haremos ofrendas, como antes, si la hija de Zeus, la que impera en las batallas, permite benévola que yo viva y vea crecer a mi hijo.
361
Díjole entonces Atenea, la deidad de ojos de lechuza:
362
—Cobra ánimo y eso no te dé cuidado. Pero metamos ahora mismo las riquezas en lo más hondo del divino antro a fin de que las tengas seguras, y deliberemos para que todo se haga de la mejor manera.
366
Cuando así hubo hablado, penetró la diosa en la sombría cueva y fue en busca de los escondrijos; y Odiseo se fue llevando todas las cosas —el oro, el duro bronce y las vestiduras bien hechas— que le habían regalado los feacios.
370
Así que estuvieron colocadas del modo más conveniente, Atenea, hija de Zeus que lleva la égida, cerró la entrada con una piedra.
372
Sentáronse después en las raíces del sagrado olivo y deliberaron acerca del exterminio de los orgullosos pretendientes. Atenea, la deidad de ojos de lechuza, fue quien rompió el silencio pronunciando estas palabras:
375
—¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Odiseo, fecundo en ardides! Piensa cómo pondrás las manos en los desvergonzados pretendientes, que tres años ha mandan en tu palacio y solicitan a tu divinal consorte, a la que ofrecen regalos de boda; mas ella, suspirando en su ánimo por tu regreso, si bien a todos les da esperanzas y a cada uno le hace promesas enviándole mensajes, revuelve en su espíritu muy distintos pensamientos.
382
El ingenioso Odiseo le respondió diciendo:
383
—¡Oh númenes! Sin duda iba a perecer en el palacio con el mismo hado funesto de Agamenón Atrida, si tú, oh diosa, no me hubieses instruido convenientemente acerca de estas cosas. Mas, ea, traza un plan para que los castigue y ponte a mi lado, infundiéndome fortaleza y audacia, como en aquel tiempo en que destruimos las lucientes almenas de Troya. Si con el mismo ardor de entonces me acompañases, oh deidad de ojos de lechuza, yo combatiría contra trescientos hombres; pero con tu ayuda, veneranda diosa, siempre que benévola me socorrieres.
392
Contestóle Atenea, la deidad de ojos de lechuza:
393
—Te asistiré ciertamente, sin que me pases inadvertido cuando en tales cosas nos ocupemos y creo que alguno de los pretendientes que te devoran tus bienes manchará con su sangre y sus sesos el extensísimo pavimento. Mas, ea, voy a hacerte incognoscible para todos los mortales: arrugaré el hermoso cutis de tus ágiles miembros, raeré de tu cabeza los blondos cabellos, te pondré unos andrajos que causen horror al que te vea y haré sarnosos tus ojos, antes tan lindos, para que les parezcas despreciable a todos los pretendientes y a la esposa y al hijo que dejaste en tu palacio. Llégate primero al porquerizo, al guardián de tus puercos, que te quiere bien y adora a tu hijo y a la prudente Penelopea. Lo hallarás sentado entre los puercos, los cuales pacen junto a la roca del Cuervo, en la fuente de Aretusa, comiendo abundantes bellotas y bebiendo aguas turbias, cosas ambas que hacen crecer en ellos la floreciente grosura. Quédate allí de asiento e interrógale sobre cuanto deseares mientras yo voy a Esparta, la de hermosas mujeres, y llamo a Telémaco, tu hijo, oh Odiseo, que se fue junto a Menelao en la vasta Lacedemonia, para saber por la fama si aún estabas vivo en alguna parte.