La Odisea (23 page)

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Authors: Homero

Tags: #Poema épico

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Así le dije, y me contestó en seguida: —No intentes consolarme de la muerte, esclarecido Odiseo: preferiría ser labrador y servir a otro, o un hombre indigente que tuviera poco caudal para mantenerse, a reinar sobre todos los muertos. Mas, ea, háblame de mi ilustre hijo: dime si fue a la guerra para ser el primero en las batallas, o se quedó en casa. Cuéntame también si oíste algo del eximio Peleo y si conserva la dignidad real entre los numerosos mirmidones, o le menosprecian en la Hélade y en Ptía porque la senectud debilitó sus pies y sus manos. ¡Así pudiera valerle, a los rayos del sol, siendo yo cual era en la vasta Troya, cuando mataba guerreros muy fuertes, combatiendo por los argivos! Si, siendo tal, volviese, aunque por breve tiempo, a la casa de mi padre, daríales terrible prueba de mi valor y de mis invictas manos a cuantos le hagan violencia o intenten quitarle la dignidad regia.

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Así habló; y le contesté diciendo: —Nada ciertamente he sabido del intachable Peleo; mas de tu hijo Neoptólemo te diré toda la verdad, como lo mandas, pues yo mismo lo llevé en una cóncava y bien proporcionada nave, desde Esciro al campamento de los aqueos de hermosas grebas. Cuando teníamos consejo en los alrededores de la ciudad de Troya, hablaba siempre antes que ninguno y sin errar; y de ordinario tan sólo el divino Néstor y yo le aventajábamos. Mas, cuando peleábamos con las broncíneas armas en la llanura de los troyanos, nunca se quedaba entre muchos guerreros ni en la turba; sino que se adelantaba a toda prisa un buen espacio, no cediendo a nadie en valor, y mata a gran número de hombres en el terrible combate. Yo no pudiera decir ni nombrar a cuántos guerreros dio muerte, luchando por los argivos; pero referiré que mató con el bronce a un varón como el héroe Eurípido Teléfida, en torno del cual perdieron la vida muchos de los compañeros ceteos a causa de los presentes que se habían enviado a una mujer. Aún no he conseguido ver un hombre más gallardo, fuera del divinal Memnón. Y cuando los más valientes argivos penetramos en el caballo que fabricó Epeo y a mí se me confió todo —así el abrir como el cerrar la sólida emboscada—, los caudillos y príncipes de los dánaos se enjugaban las lágrimas y les temblaban los miembros; pero nunca vi con estos ojos que a él se le mudara el color de la linda faz, ni que se secara las lágrimas de las mejillas; sino que me suplicaba con insistencia que le dejase salir del caballo, y acariciaba el puño de la espada y la lanza que el bronce hacía ponderosa, meditando males contra los teucros.

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Y así que devastamos la excelsa ciudad de Príamo y hubo recibido su parte de botín y además una señalada recompensa, embarcóse sano y salvo, sin que le hubiesen herido con el agudo bronce ni de cerca ni de lejos, como ocurre frecuentemente en las batallas pues Ares se enfurece contra todos sin distinción alguna.

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Así le dije; y el alma del Eácida, el de pies ligeros, se fue a buen paso por la pradera de asfódelos, gozosa de que le hubiesen participado que su hijo era insigne.

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Las otras almas de los muertos se quedaron aún y nos refirieron, muy tristes, sus respectivas cuitas. Sólo el alma de Ayante Telamoniada permanecía algo distante, enojada porque le vencí en el juicio que se celebró cerca de las naves para adjudicar las armas de Aquileo; juicio propuesto por la veneranda madre del héroe y fallado por los teucros y por Palas Atenea.

548
¡Ojalá no le hubiese vencido en el fallo! Por tales armas guarda la tierra en su seno una cabeza cual la de Ayante, quien, por su gallardía y sus proezas, descollaba entre los dánaos después del intachable Pelión. Mas entonces le dije con suaves palabras:

553
—¡Oh Ayante, hijo del egregio Telamón! ¿No debías, ni aun después de muerto, deponer la cólera que contra mí concebiste con motivo de las perniciosas armas? Los dioses las convirtieron en una plaga contra los argivos, ya que pereciste tú, que tal baluarte eras para todos. A los aqueos nos ha dejado tu muerte constantemente afligidos, tanto como la del Pelida Aquileo. Mas nadie tuvo la culpa sino Zeus, que, tocado del odio contra los belicosos dánaos, te impuso semejante destino. Ea, ven aquí, oh rey, a escuchar mis palabras; y reprime tu ira y tu corazón valeroso.

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Así le hablé; pero nada me respondió y se fue hacia el Érebo a juntarse con las otras almas de los difuntos. Desde allí quizá me hubiese dicho algo, aunque estaba irritado, o por lo menos yo a él, pero en mi pecho incitábame el corazón a ver las almas de los demás muertos.

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Allí vi a Minos, ilustre vástago de Zeus, sentado y empuñando áureo cetro, pues administraba justicia a los difuntos. Estos, unos sentados y otros en pie a su alrededor, exponían sus causas al soberano en la morada de Hades.

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Vi después al gigantesco Orión, el cual perseguía por la pradera de asfódelos las fieras que antes había herido de muerte en las solitarias montañas, manejando irrompible clava toda de bronce.

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Vi también a Titio, el hijo de la augusta Tierra, echado en el suelo, donde ocupaba nueve yugadas. Dos buitres, uno de cada lado, le roían el hígado, penetrando con el pico en sus entrañas, sin que pudiera rechazarlos con las manos; porque intentó hacer fuerza a Leto, la gloriosa consorte de Zeus, que se encaminaba a Pito por entre la amena Panopeo.

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Vi asimismo a Tántalo, el cual padecía crueles tormentos, de pie en un lago cuya agua le llegaba a la barba. Tenía sed y no conseguía tomar el agua y beber: cuantas veces se bajaba el anciano con la intención de beber, otras tantas desaparecía el agua absorbida por la tierra; la cual se mostraba negruzca en torno a sus pies y un dios la secaba. Encima de él colgaban las frutas de altos árboles —perales, manzanos de espléndidas pomas, higueras y verdes olivos—; y cuando el viejo levantaba los brazos para cogerlas, el viento se las llevaba a las sombrías nubes.

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Vi de igual modo a Císifo, el cual padecía duros trabajos empujando con entrambas manos una enorme piedra. Forcejeaba con los pies y las manos e iba conduciendo la piedra hacia la cumbre de un monte; pero cuando ya le faltaba poco para doblarla, una fuerza poderosa derrocaba la insolente piedra, que caía rodando a la llanura. Tornaba entonces a empujarla, haciendo fuerza, y el sudor le corría de los miembros y el polvo se levantaba sobre su cabeza.

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Vi después, al fornido Heracles o, por mejor decir, su imagen, pues él está con los inmortales dioses, se deleita en sus banquetes, y tiene por esposa a Hebe, la de los pies hermosos, hija de Zeus y de Hera, la de las áureas sandalias. En torno suyo dejábase oír la gritería de los muertos —cual si fueran aves—, que huían espantados a todas partes; y Heracles, semejante a tenebrosa noche, traía desnudo el arco con la flecha sobre la cuerda, y volvía los ojos atrozmente como si fuese a disparar. Llevaba alrededor del pecho un tahalí de oro, de horrenda vista, en el cual se habían labrado obras admirables: osos, agrestes jabalíes, leones de relucientes ojos, luchas, combates, matanzas y homicidios. Ni el mismo que con su arte construyó aquel tahalí hubiera podido hacer otro igual.

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Reconocióme Heracles, apenas me vio con sus ojos, y lamentándose me dijo estas aladas palabras:

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—¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Odiseo fecundo en ardides! ¡Ah, mísero! Sin duda te persigue algún hado funesto, como el que yo padecía mientras me alumbraban los rayos del sol. Aunque era hijo de Zeus Cronida, hube de arrostrar males sin cuento por verme sometido a un hombre muy inferior que me ordenaba penosos trabajos. Una vez me envió aquí para que sacara el can, figurándose que ningún otro trabajo sería más difícil; y yo me lo llevé y lo saqué del Hades, guiado por Hermes y por Atenea, la de ojos de lechuza.

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Cuando así hubo dicho, volvió a internarse en la morada de Hades y yo me quedé inmóvil, por si acaso venía algún héroe de los que murieron anteriormente. Y hubiera visto a los hombres antiguos a quienes deseaba conocer —a Teseo y a Pirítoo, hijos gloriosos de las deidades—; pero congregóse, antes que llegaran, un sinnúmero de difuntos con gritería inmensa y el pálido terror se apoderó de mí, temiendo que la ilustre Persefonea no me enviase del Hades la cabeza de Gorgona, horrendo monstruo.

636
Volví en seguida al bajel y ordené a mis compañeros que se embarcaran y desataran las amarras. Embarcáronse acto continuo y se sentaron en los bancos. Y la onda de la corriente llevaba nuestra embarcación por el río Océano, empujada al principio por los remos y más adelante por próspero viento.

Canto XII: Las sirenas. Escila y Caribdis. La Isla del Sol. Ogigia.

1
Tan luego como la nave, dejando la corriente del río Océano, llegó a las olas del vasto mar y a la isla Eea —donde están la mansión y las danzas de la Aurora, hija de la mañana, y el orto del Helios—, la sacamos a la arena, después de saltar a la playa, nos entregamos al sueño, y aguardamos la aparición de la divinal la Aurora.

8
Cuando se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, envié algunos compañeros a la morada de Circe para que trajesen el cadáver del difunto Elpénor. Luego cortamos troncos y, afligidos y vertiendo abundantes lágrimas, celebramos las exequias en el lugar más eminente de la orilla. Y no bien hubimos quemado el cadáver y las armas del difunto, le erigimos un túmulo, con su correspondiente cipo, y clavamos en la parte más alta el manejable remo.

16
Mientras en tales cosas nos ocupábamos, no se le encubrió a Circe nuestra llegada del Hades, y se atavió y vino muy presto con criadas que traían pan, mucha carne y vino rojo, de color de fuego.

20
Y puesta en medio de nosotros, dijo así la divina entre las diosas:

21
—¡Oh desdichados, que viviendo aún, bajasteis a la morada de Hades, y habréis muerto dos veces cuando los demás hombres mueren una sola. Ea, quedaos aquí, y comed manjares y bebed vino, todo el día de hoy; pues así que despunte la aurora volveréis a navegar, y yo os mostraré el camino y os indicaré cuanto sea preciso para que no padezcáis, a causa de una maquinación funesta, ningún infortunio ni en el mar ni en la tierra firme.

28
Así dijo; y nuestro ánimo generoso se dejó persuadir. Y ya todo el día, hasta la puesta del sol, estuvimos sentados, comiendo carne en abundancia y bebiendo dulce vino.

31
Apenas el sol se puso y sobrevino la obscuridad, los demás se acostaron junto a las amarras del buque. Pero a mí Circe me cogió de la mano, me hizo sentar separadamente de los compañeros y, acomodándose cerca de mí, me preguntó cuanto me había ocurrido; y yo se lo conté por su orden. Entonces me dijo estas palabras la veneranda Circe:

37
—Así, pues, se han llevado a cumplimiento todas estas cosas. Oye ahora lo que voy a decir y un dios en persona te lo recordará más tarde. Llegarás primero a las sirenas, que encantan a cuantos hombres van a su encuentro. Aquel que imprudentemente se acerca a ellas y oye su voz, ya no vuelve a ver a su esposa ni a sus hijos pequeñuelos rodeándole, llenos de júbilo, cuando torna a sus hogares; sino que le hechizan las sirenas con el sonoro canto, sentadas en una pradera y teniendo a su alrededor enorme montón de huesos de hombres putrefactos cuya piel se va consumiendo. Pasa de largo y tapa las orejas de tus compañeros con cera blanda, previamente adelgazada, a fin de que ninguno las oiga; mas si tú desearas oírlas, haz que te aten en la velera embarcación de pies y manos, derecho y arrimado a la parte inferior del mástil, y que las sogas se liguen al mismo; y así podrás deleitarte escuchando a las sirenas. Y caso de que supliques o mandes a los compañeros que te suelten, átente con más lazos todavía.

55
Después que tus compañeros hayan conseguido llevaros más allá de las Sirenas, no te indicaré con precisión cuál de los dos caminos te cumple recorrer; considéralo en tu ánimo, pues voy a decir lo que hay a entrambas partes. A un lado se alzan peñas prominentes, contra las cuales rugen las inmensas olas de la ojizarca Anfitrite; llámanlas Erráticas los bienaventurados dioses. Por allí no pasan las aves sin peligro, ni aun las tímidas palomas que llevan la ambrosía al padre Zeus; pues cada vez la lisa peña arrebata alguna y el padre manda otra para completar el número. Ninguna embarcación de hombres, en llegando allá, pudo escapar salva; pues las olas del mar y las tempestades, cargadas de pernicioso fuego, se llevan juntamente las tablas del barco y los cuerpos de los hombres. Tan sólo logró doblar aquellas rocas una nave surcadora del ponto, Argo, por todos tan celebrada, al volver del país de Eetes; y también a ésta habríala estrellado el oleaje contra las grandes peñas, si Hera no la hubiese hecho pasar junto a ellas por su afecto a Jasón.

73
Al lado opuesto hay dos escollos. El uno alcanza al anchuroso cielo con su pico agudo, coronado por el pardo nubarrón que jamás le suelta; en términos que la cima no aparece despejada nunca, ni siquiera en verano, ni en otoño. Ningún hombre mortal, aunque tuviese veinte manos e igual número de pies, podría subir al tal escollo ni bajar de él, pues la roca es tan lisa que semeja pulimentada.

80
En medio del escollo hay un antro sombrío que mira al ocaso, hacia el Érebo, y a él enderezaréis el rumbo de la cóncava nave, preclaro Odiseo. Ni un hombre joven, que disparara el arco desde la cóncava nave, podría llegar con sus tiros a la profunda cueva. Allí mora Escila, que aúlla terriblemente, con voz semejante a la de una perra recién nacida, y es un monstruo perverso a quien nadie se alegrará de ver, aunque fuese un dios el que con ella se encontrase. Tiene doce pies, todos deformes, y seis cuellos larguísimos, cada cual con una horrible cabeza en cuya boca hay tres hileras de abundantes y apretados dientes, llenos de negra muerte. Está sumida hasta la mitad del cuerpo en la honda gruta, saca las cabezas fuera de aquel horrendo báratro y, registrando alrededor del escollo, pesca delfines, perros de mar, y también, si puede cogerlo, alguno de los monstruos mayores que cría en cantidad inmensa la ruidosa Anfitrite.

98
Por allí jamás pasó embarcación cuyos marineros pudieran gloriarse de haber escapado indemnes; pues Escila les arrebata con sus cabezas sendos hombres de la nave de azulada proa.

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