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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La otra cara de la verdad (25 page)

Brunetti rechazó el ofrecimiento pero dijo a Vizotti que no olvidara su nombre por si un día el comisario necesitaba hablar con él. Brunetti tardó varios minutos en encontrar el número del
telefonino
de Vizotti, pero éste recordó al momento el nombre de su comunicante.

—¿Qué quiere? —preguntó el representante sindical.

Normalmente, Brunetti hubiera reprendido al hombre por su rudeza, pero decidió adoptar una actitud más liberal y dijo con naturalidad:

—Deseo información.

—¿Sobre qué?

—Sobre locales de almacenamiento en Marghera.

—Para eso llame a los bomberos —dijo Vizotti secamente—. No es asunto mío.

—Locales para almacenar cosas acerca de las que las empresas podrían no querer saber nada —prosiguió Brunetti, imperturbable. Vizotti no tenía preparada la respuesta a esto, y Brunetti insistió—: Si alguien deseara almacenar barriles, ¿dónde los pondría?

—¿Barriles de qué?

—De sustancias peligrosas.

—¿Drogas no? —preguntó Vizotti rápidamente, pregunta que Brunetti encontró interesante, pero prefirió no tomar en consideración en este momento.

—No; drogas no. Líquidos, quizá polvo.

—¿Cuántos barriles?

—Quizá varios camiones.

—¿Es sobre el muerto que encontraron allí?

Brunetti no vio razón para mentir y respondió:

—Sí.

Siguió un largo silencio durante el cual Brunetti casi oía a Vizotti sopesar las consecuencias de mentir y las de decir la verdad. Brunetti conocía al hombre lo suficiente como para saber que haría inclinarse el platillo que favoreciera sus intereses.

—¿Sabe dónde lo encontraron? —preguntó Vizotti.

—Sí.

—Oí hablar a unos hombres, no recuerdo ahora quiénes eran, sobre unos depósitos que están en aquella zona. Donde encontraron el cadáver.

Brunetti recordó la escena y los depósitos abandonados y corroídos que se alzaban detrás del cuerpo tendido en el suelo.

—¿Y qué decían de los depósitos? —preguntó Brunetti con su voz más suave.

—Que parece que ahora algunos tienen puertas.

—Ya —dijo Brunetti—. Si oye algo más, yo le…

Pero Vizotti le interrumpió:

—No habrá más —y cortó la comunicación.

Brunetti dejó el teléfono lentamente.

—Bien, bien, bien —se permitió decir. Se sentía coartado por la ambigüedad. El caso no era competencia de la policía, pero Patta le había ordenado investigarlo. El control de la investigación de transportes y vertidos ilegales correspondía a los
carabinieri, y
Brunetti no tenía autorización de un magistrado para hacer indagaciones ni podía ordenar una incursión. Pero si él y Vianello iban solos, la visita no podría considerarse incursión en propiedad privada. Al fin y al cabo, no harían sino volver a la escena del crimen, para echar otra ojeada.

Estaba levantándose para bajar a hablar con Vianello cuando sonó el teléfono. Lo miró, dejó que sonara tres veces más y decidió contestar.

—¿Comisario? —preguntó una voz de hombre.

—Sí.

—Aquí Vasco.

Brunetti necesitó un momento para orientarse repasando los acontecimientos de los últimos días y, para ganar tiempo, dijo:

—Encantado de oírle.

—¿Se acuerda de mí?

—Desde luego —dijo Brunetti, y la mentira le trajo el recuerdo—. Del Casino. ¿Han vuelto?

—No —dijo Vasco—. Es decir, sí —¿en qué quedamos?, deseaba preguntar un impaciente Brunetti. Pero esperó y el hombre explicó—: Vinieron anoche.

—¿Y?

—Bárbaro perdió mucho dinero, quizá cuarenta mil euros.

—¿Y el otro hombre? ¿Era el mismo de la otra vez?

—No —respondió Vasco—. Era una mujer.

Brunetti no se molestó en pedir una descripción: sabía quién tenía que ser.

—¿Cuánto rato estuvieron?

—Era mi noche libre, comisario, y el que estaba de servicio no encontró su número de teléfono, y no se le ocurrió llamarme. No me he enterado hasta que he llegado esta mañana.

—Comprendo —dijo Brunetti, luchando por no gritar a Vasco, o al otro hombre, o a todos los hombres. Una vez dominado el impulso, agregó—: Le agradezco su llamada. Espero que… —dejó la frase sin terminar, puesto que no tenía ni idea de qué esperaba.

—Quizá esta noche vuelvan, comisario —dijo Vasco, sin poder disimular la satisfacción.

—¿Por qué?

—Bárbaro. Después de perder, dijo al crupier que volvería pronto para que le devolviera el dinero —como Brunetti no dijera nada, Vasco añadió—: La gente no dice eso, por mucho que haya perdido. No es el crupier el que te quita el dinero, sino el Casino y tu propia estupidez, al creer que puedes ganar a la casa —era evidente el desprecio de Vasco hacia los jugadores—. El crupier dijo a uno de los inspectores que aquello le había sonado a amenaza. Eso es lo más extraño del caso: el auténtico jugador no piensa de este modo. El crupier no hace sino seguir las reglas que ha aprendido de memoria: no hay nada personal en el juego, y Dios sabe que él no va a quedarse con las ganancias —reflexionó un momento y añadió—: Como no sea muy listo.

—¿Usted qué piensa? —preguntó Brunetti—. Usted comprende a esa gente, yo no.

—Probablemente, significa que no está acostumbrado a jugar; por lo menos, a jugar y perder siempre.

—¿Es que hay otra manera?

—Sí. Si juega a las cartas con personas que le temen, le dejarán ganar siempre que puedan. El hombre se acostumbra a eso. Nosotros vemos casos de vez en cuando; generalmente, individuos del Tercer Mundo. No sé cómo son allí las cosas, pero muchos de esos hombres se ponen furiosos cuando pierden. Supongo que ello se debe a que no están acostumbrados. A más de uno hemos tenido que pedirle que se fuera.

—Pero la otra vez se marchó tranquilamente, ¿no?

—Sí —dijo Vasco arrastrando la sílaba—. Pero entonces no iba con una mujer. Eso hace que ganar les parezca más importante.

—¿Cree que volverá?

Después de un largo silencio, Vasco dijo:

—El crupier cree que sí, y lleva aquí mucho tiempo. Es hombre de temple, pero estaba nervioso. Y es que esta gente tiene que irse andando a casa a las tres de la mañana.

—Esta noche iré —dijo Brunetti.

—Bien. Pero no hace falta que venga antes de la una, comisario. Según el registro, él siempre llega más tarde.

Brunetti le dio las gracias, sin haber aludido a la mujer, y colgó.

—¿Por qué no podemos ir a echar un vistazo a plena luz del día? —preguntó Vianello cuando Brunetti le habló de las dos llamadas y de la necesidad que cada una de ellas planteaba de hacer una visita nocturna—. Somos la policía, allí ha aparecido un hombre asesinado: es natural que registremos la zona. Recuerda que aún no hemos encontrado el lugar en el que fue asesinado.

—Es preferible que nadie advierta que sabemos lo que buscamos —dijo Brunetti.

—Es que no lo sabemos, ¿o sí? —preguntó Vianello—. ¿Sabemos lo que buscamos?

—Buscamos dos cargamentos de residuos tóxicos escondidos cerca del lugar en el que Guarino fue asesinado —dijo Brunetti—. Eso me ha dicho Vizotti.

—Y yo digo que no sabemos dónde lo asesinaron, de modo que tampoco sabemos dónde buscar tus barriles.

—No son mis barriles —dijo Brunetti secamente—, y no pueden haber trasladado el cadáver a mucha distancia, en aquel descampado, donde podían ser vistos.

—Pero nadie los vio —dijo Vianello.

—No se puede entrar en la zona petroquímica con un cadáver, Lorenzo.

—Yo diría que eso es más fácil que entrar con camiones cargados de residuos tóxicos —respondió el
ispettore.

—¿Eso significa que no quieres acompañarme? —preguntó Brunetti.

—Claro que no —dijo Vianello sin disimular la exasperación—. Y también quiero ir al Casino —pero no pudo evitar añadir—: Si esta demencial expedición termina antes de la una.

Haciendo caso omiso de esta última frase, Brunetti preguntó:

—¿Quién conducirá?

—¿Eso quiere decir que no piensas pedir un chófer?

—Preferiría que nos llevara alguien en quien podamos confiar.

—A mí no me mires. No he conducido más de una hora en los cinco últimos años.

—¿Quién entonces?

—Pucetti.

Capítulo 24

La Fincantieri trabajaba tres turnos construyendo cruceros, por lo que el flujo de gente que entraba y salía de la zona petroquímica e industrial era constante. Cuando, a las nueve y media de la noche, llegaron tres hombres en un sedán sin distintivos, el guarda no se molestó en salir de la garita sino que se limitó a agitar una mano amistosamente dándoles paso.

—¿Recuerdas el camino? —preguntó Vianello a Brunetti, que iba delante, al lado de Pucetti. El inspector miraba por las ventanillas a uno y otro lado—. Todo parece diferente.

Brunetti recordaba las indicaciones que el guarda les había dado la vez anterior y las repitió a Pucetti. A los pocos minutos, llegaban al edificio rojo. Brunetti propuso dejar el coche allí y seguir a pie. Vianello, un tanto cohibido, les preguntó si no querían beber algo antes de empezar a andar, y explicó que su esposa había insistido en que se llevara un termo de té con limón y azúcar. Cuando ellos rehusaron, él añadió, dando unas palmadas en el bolsillo de su parka de plumón, que él, por su cuenta, le había añadido whisky.

La luna era casi llena, y no necesitaban la linterna de Vianello, que él guardó en el otro bolsillo. Era difícil determinar la fuente de la fantasmagórica claridad que los alumbraba: parecía venir tanto de la llama de la combustión de gas que ondeaba en lo alto de una torre cercana como del reverbero en la laguna de las luces de Venecia, la ciudad que había vencido a la oscuridad.

Brunetti se volvió a mirar el edificio rojo que, de noche, ya no era rojo. Su noción de la distancia y la proporción se había alterado: tanto podían estar en el lugar en el que había sido hallado el cadáver de Guarino como a cien metros. Brunetti veía ante sí la silueta de los depósitos, torres que se alzaban en el vasto damero de la explanada. Pucetti preguntó, en voz baja:

—Si hay puertas nuevas, ¿cómo entramos?

Por toda respuesta, Vianello se golpeó el bolsillo de la chaqueta, y Brunetti comprendió que traía su juego de ganzúas, causa de escándalo en un funcionario de policía. Y más escandalosa aún era la habilidad con la que el
ispettore
las manejaba.

La humedad dejaba en sus ropas gotitas de agua y, de pronto, los tres hombres notaron el olor. No era ácido ni era el olor penetrante del hierro sino una combinación de sustancia química y gas que se pegaba a la piel e irritaba ligeramente la nariz y los ojos. Mejor sería no respirar ni andar mucho por aquí.

Llegaron frente al primer depósito y lo rodearon hasta encontrar una puerta practicada toscamente en el metal con un soplete. Se pararon a pocos metros y Vianello iluminó con la linterna el terreno de delante de la puerta. El barro estaba helado, liso y reluciente, intacto desde las últimas lluvias de semanas atrás.

—Ahí no ha entrado nadie —dijo Vianello innecesariamente, y apagó la linterna.

Lo mismo observaron frente a otro depósito: no había en el barro más huellas que las de un animal: perro, gato o rata, que ninguno de ellos supo identificar.

Retrocedieron a la pista de tierra y siguieron hacia el tercer depósito que, con sus más de veinte metros de altura, parecía una mole amenazadora, recortándose sobre las luces del lejano puerto de San Basilio. A derecha e izquierda se veían los miles de luces de los tres grandes cruceros amarrados en la ciudad, al otro lado de la laguna.

A su espalda oyeron el zumbido sordo de un motor que se acercaba, y se desviaron hacia los lados del camino, en busca de camuflaje. Mientras el ruido crecía y crecía, corrieron hacia el tercer depósito y se pegaron a su corroído costado.

El avión pasó sobre ellos, envolviéndolos en su estruendo. Brunetti y Vianello se taparon los oídos; Pucetti no se tomó esa molestia. Cuando el avión se alejó dejándolos aturdidos, se apartaron del depósito y empezaron a caminar alrededor de él, en busca de la puerta.

Vianello paseó por delante de la puerta el haz luminoso de la linterna, que aquí reveló una imagen muy distinta: huellas de neumáticos y de pasos que iban y venían. Además, esta puerta no era un burdo boquete rectangular abierto con un soplete y tapado con tablas, para impedir la entrada. Era una puerta corredera curva, como de un garaje, pero no garaje de casa particular sino de terminal de autobuses. O de un almacén.

Vianello se adelantó a examinar la cerradura. La linterna reveló otra cerradura situada más arriba y un candado sujeto a unas anillas soldadas a la puerta y a la pared del depósito.

—No soy lo bastante bueno para abrir la cerradura de arriba —dijo dando media vuelta.

—¿Y qué hacemos? —preguntó Brunetti.

Pucetti fue hacia la izquierda, manteniéndose pegado al depósito. Después de dar varios pasos, retrocedió en busca de la linterna de Vianello y volvió a alejarse. Brunetti y Vianello oían sus pasos camino de la parte posterior del depósito y percibieron un extraño aldabonazo cuando el agente golpeó la pared metálica. De pronto, el sonido de los pasos de Pucetti quedó ahogado por la llegada de otro avión que llenó el ambiente de ruido y de luz y se alejó.

Transcurrió un minuto hasta que se hizo algo parecido al silencio, porque aún se oían motores a lo lejos y en los alrededores zumbaban cables eléctricos en el aire nocturno. Entonces oyeron regresar a Pucetti, que hacía crujir el barro helado con las suelas de los zapatos.

—Hay una escala en el costado —dijo el joven agente, sin poder contener la excitación: policías y ladrones, una aventura nocturna con los muchachos—. Vengan a ver.

Desapareció tras la curva de la pared metálica. Ellos le siguieron y lo encontraron cerca del depósito, apuntando hacia arriba con la linterna. Siguieron con la mirada el haz luminoso y vieron, a unos dos metros del suelo, una serie de travesanos metálicos tubulares que llegaban hasta lo alto del depósito.

—¿Qué habrá ahí arriba? —preguntó Vianello.

Pucetti retrocedió, iluminando la parte superior de la escala.

—No lo sé. No veo nada —los otros dos se pusieron a su lado, pero tampoco veían nada más que el último travesaño, a un palmo del borde.

—Sólo hay una manera de averiguarlo —dijo Brunetti, sintiéndose intrépido. Se acercó al depósito y levantó la mano hacia el primer travesano.

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