La otra cara de la verdad (24 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

—¿Comisario? —gritó una voz de mujer desde la fila de coches aparcados frente a él.

El comisario abrió los ojos y vio apearse de un coche a una mujer morena y menuda. Observó, primero, que su negro cabello, cortado a lo chico, relucía de gel y, después y a pesar de la parka de plumón, que su figura era esbelta y juvenil.

Él bajó la escalera y fue hacia el coche.


Dottoressa
—dijo ceremoniosamente—. Le agradezco que haya accedido a esta entrevista.

La mujer, que apenas le llegaba al hombro, parecía tener poco más de treinta años. El escaso maquillaje que llevaba había sido aplicado descuidadamente y la mayor parte del rojo de labios había desaparecido. El día era soleado en Friuli, pero ella entornaba los párpados por algo más que el sol. Facciones regulares, nariz ni grande ni pequeña: una cara que sólo llamaba la atención por el peinado y por la evidente tensión que reflejaba.

Él le estrechó la mano.

—He pensado que podríamos ir a algún sitio para hablar —dijo la mujer. Tenía una voz agradable, quizá con un ligero acento toscano.

—Desde luego —respondió Brunetti—. Apenas conozco la zona.

—Me temo que no haya mucho que conocer —dijo ella subiendo al coche. Cuando ambos se hubieron abrochado el cinturón, ella puso el motor en marcha diciendo—: Hay un restaurante no muy lejos de aquí —y añadió, con un escalofrío—: Hace mucho frío para quedarse en la calle.

—Como usted prefiera —dijo Brunetti.

Cruzaron el centro de la ciudad. Brunetti recordó que Pasolini era de aquí pero había escapado, a causa de un escándalo. A Roma. Mientras circulaban por la estrecha calle, Brunetti pensó que Pasolini había tenido mucha suerte al verse obligado a salir de esta bien ordenada mediocridad. ¿Cómo vivir en un lugar semejante?

Salieron de la ciudad por una autovía flanqueada de bloques de viviendas, tiendas y locales comerciales. Los árboles estaban desnudos. Qué sombrío era aquí el invierno, pensaba Brunetti. Y entonces imaginó lo sombrías que debían de ser también las otras estaciones.

Como no era experto en la materia, Brunetti no habría podido decir si la mujer conducía bien. Torcían a izquierda y derecha, pasaban rotondas y entraban en carreteras secundarias. A los pocos minutos, él estaba completamente desorientado y no habría podido señalar en qué dirección quedaba la estación ni aunque de ello hubiera dependido su vida. Pasaron por delante de un pequeño centro comercial con una gran tienda de óptica y enfilaron otra carretera bordeada de árboles desnudos. Torcieron a la izquierda y entraron en un aparcamiento.

La
dottoressa
Landi paró el motor y se apeó sin decir nada. Tampoco había hablado en todo el trayecto, y Brunetti, ocupado en observar las manos de la mujer y el modesto paisaje, no había roto el silencio.

En el interior, un camarero los llevó a una mesa de un rincón. Por el comedor, que contenía una docena de mesas, se movía otro camarero, poniendo cubiertos y servilletas y apartando o acercando las sillas a las mesas. De la cocina llegaba aroma a carne asada, y Brunetti reconoció el penetrante olor a cebolla frita.

Ella pidió un
caffé machiato
y lo mismo pidió Brunetti.

La mujer colgó la parka del respaldo y se sentó, sin esperar a que le sostuvieran la silla. Brunetti se acomodó frente a ella. La mesa estaba puesta para el almuerzo y la
signorina
Landi retiró cuidadosamente la servilleta hacia un lado, depositó encima el tenedor y el cuchillo y apoyó los antebrazos en la mesa.

—No sé cómo encarrilar esto —empezó Brunetti, deseoso de ahorrar tiempo.

—¿Qué opciones tenemos? —preguntó ella. Su expresión no era amistosa ni hostil, con una mirada franca y desapasionada, como la del joyero que se dispone a valorar una pieza frotándola contra la piedra de toque de su inteligencia, para averiguar el oro que contiene.

—Yo doy un dato y usted da un dato, luego yo doy otro dato y usted otro, y así sucesivamente. Como en una partida de cartas —sugirió Brunetti medio en broma.

—¿O si no? —preguntó ella con ligero interés.

—O, si no, uno dice todo lo que sabe y el otro hace lo mismo.

—Eso da una gran ventaja al segundo, ¿no le parece? —preguntó ella, pero con una voz más afable.

—A no ser que el primero mienta, desde luego —respondió Brunetti.

Ella sonrió por primera vez y rejuveneció.

—¿Empiezo yo? —preguntó.

—Por favor —dijo Brunetti. El camarero les llevó los cafés y dos vasos de agua pequeños. Él observó que la
dottoressa
no echaba azúcar en el café, pero, en lugar de beber, se quedaba mirando la taza dando vueltas al líquido.

—Hablé con Filipo después de que él fuera a verle a usted —ella hizo una pausa y añadió—: Me contó su conversación. Respecto a ese hombre que él quería que usted le ayudara a identificar —lo miró a los ojos y volvió a contemplar la espuma de su café—. Habíamos trabajado juntos cinco años.

Brunetti bebió el café y dejó la taza en el platillo.

De pronto, ella movió la cabeza negativamente diciendo:

—No; esto no funciona, ¿verdad? Que sea yo sola la que habla.

—Probablemente, no —dijo Brunetti, y sonrió.

Ella se rió por primera vez, y él vio que en realidad era una mujer atractiva, desfigurada por la ansiedad. Como si la oportunidad de volver a empezar la hubiera tranquilizado, dijo:

—Yo soy química, no policía. Pero eso ya se lo había dicho, ¿no? ¿O ya lo sabía?

—Sí.

—Por lo tanto, procuro dejarles a ellos la cuestión policial. Pero, al cabo de tantos años, algo voy aprendiendo, sin darme cuenta. Aun sin prestar atención —nada de lo dicho hasta ahora hacía pensar que ella y Guarino hubieran sido más que colegas. En tal caso, ¿por qué su interés en explicar cómo ella sabía tanto de la «cuestión policial»?

—Sí; es imposible no enterarse de las cosas —convino Brunetti.

—Desde luego —dijo ella y, en otro tono de voz, preguntó—: Filipo le habló de los transportes, ¿verdad?

—Sí.

—Así nos conocimos —dijo con una voz que había pasado a un registro más suave—. Embargaron un cargamento que iba al Sur. Hace unos cinco años. Yo analicé lo que encontraron y, cuando localizaron el lugar del que había partido, analicé también el suelo y el agua del entorno —después de una pausa, añadió—: Filipo estaba encargado del caso y sugirió que me trasladaran a su unidad.

—Existen modos más extraños de entablar amistad —apuntó Brunetti.

La mirada de ella fue rápida y larga.

—Quizá sí —dijo y por fin se bebió el café.

—¿Qué era? —preguntó Brunetti y, ante la inquisitiva mirada de la mujer, añadió—: La carga.

—Pesticidas, residuos hospitalarios y medicamentos caducados —una pausa—. Pero no era lo que ponía en los documentos.

—¿Qué ponía?

—Lo habitual: residuos domésticos, como pieles de naranja y posos de café de debajo del fregadero.

—¿Adonde los llevaban?

—A Campania. A la incineradora —y, como si quisiera asegurarse de que él se daba perfecta cuenta del significado de lo que le había dicho, repitió—: Pesticidas. Residuos hospitalarios. Medicamentos caducados —bebió un trago de agua.

—¿Cinco años atrás?

—Sí.

—¿Y desde entonces?

—Nada ha cambiado, salvo que ahora la cantidad es mucho mayor.

—¿Adonde lo llevan ahora? —preguntó él.

—Parte a las incineradoras y parte a los vertederos.

—¿Y el resto?

—Siempre les queda el mar —dijo ella, como si fuera lo más natural.

—Ah.

La mujer levantó la cuchara y la depositó cuidadosamente al lado de la taza.

—O Somalia, donde lo vertían antes. Si no hay gobierno, pueden hacer lo que quieran.

Se acercó un camarero y la
dottoressa
Landi pidió otro café. Brunetti sabía que no podía tomar más café antes del almuerzo y pidió agua mineral. Como no quería ser interrumpido por el regreso del camarero, no dijo nada y ella pareció agradecer el silencio. Al cabo de un rato, vino el camarero y sustituyó los servicios. Cuando el hombre se fue, ella preguntó, cambiando de tema:

—Él fue a verle para hablarle del hombre de la foto, ¿no? —su voz era ahora serena, como si revelar la índole de los residuos que había analizado hubiera actuado de exorcismo.

Brunetti asintió.

—¿Y?

Bien, se dijo Brunetti, ya había llegado el momento en que debía recurrir a su experiencia de la vida, personal y profesional, para decidir si podía confiar en esta mujer o no. Él conocía su propia debilidad por las mujeres apenadas —aunque quizá no en toda su magnitud— y sabía que su instinto pocas veces lo engañaba. Al parecer, esta mujer había decidido que él debía ser, a título postumo, el beneficiario de la confianza de Guarino, y Brunetti no veía por qué había de sospechar de ella.

—Se llama Antonio Bárbaro —empezó. Ella no reaccionó al oír el nombre, ni le preguntó cómo lo había averiguado—. Es miembro de un clan de la Camorra —entonces preguntó—: ¿Sabe algo de la foto?

Ella se concentró en remover el café y luego puso la cucharilla en el plato.

—El hombre al que mataron… —empezó, miró a Brunetti con angustia y se llevó una mano a los labios.

—¿Ranzato? —apuntó Brunetti.

Ella asintió y, con visible esfuerzo, dijo:

—Sí. Filipo dijo que él tomó la foto y se la envió.

—¿Dijo algo más?

—No; sólo eso.

—¿Cuándo lo vio por última vez? —preguntó Brunetti.

—La víspera del día en que fue a hablar con usted.

—¿Después no?

—No.

—¿La llamó por teléfono?

—Sí. Dos veces.

—¿Qué le dijo?

—Que habían hablado y que creía poder confiar en usted. Y la segunda vez, que había vuelto a hablar con usted y le había enviado la foto —hizo una pausa y decidió añadir—: Dijo que usted estuvo muy insistente.

—Sí —admitió Brunetti, y quedaron en silencio.

Vio que ella miraba la cucharilla, como si tratara de decidir si la levantaba y la hacía girar en la taza. Finalmente, preguntó:

—¿Por qué tuvieron que matarlo? —Y Brunetti comprendió que la mujer había accedido a encontrarse con él sólo para hacer esta pregunta. Él no tenía respuesta.

Llegaban voces del otro lado del comedor, pero no era más que una discusión entre los camareros. Cuando Brunetti la miró vio que ella se alegraba de aquella distracción tanto como él. Brunetti consultó el reloj y comprobó que tenía treinta minutos para tomar el siguiente tren de regreso a Venecia. Llamó al camarero y pidió la cuenta.

Cuando Brunetti hubo pagado y dejado unas monedas en la mesa, se levantaron y salieron. El sol era más fuerte y la temperatura había subido un par de grados. Ella arrojó la parka al asiento trasero antes de subir al coche. Nuevamente viajaron en silencio.

Delante de la estación, él le tendió la mano y, al volverse para abrir la puerta, oyó que ella decía:

—Una cosa más —la súbita seriedad de su voz le hizo detenerse con la mano en la palanca—. Creo que debe usted saberlo.

Él se volvió a mirarla.

—Hará unas dos semanas, Filipo me dijo que había oído rumores. En Nápoles había conflictos, vertederos cerrados y mucha policía. De modo que interrumpieron los transportes y empezaron a acumular lo realmente peligroso, o eso me dijo él.

—¿Qué significa «realmente peligroso»? —preguntó Brunetti.

—Muy tóxico. Sustancias químicas. Quizá, residuos nucleares. Ácidos. Cosas envasadas en barriles que cualquiera puede reconocer como muy peligrosas, por lo que no querían arriesgarse a transportarlas, habiendo problemas.

—¿Tenía él idea de dónde podían estar?

—Me parece que no —respondió la mujer evasivamente, como una persona sincera que trata de mentir. Él la miraba a los ojos—. Es el único sitio posible, ¿no? —añadió.

Paola estaría orgullosa de él, pensó Brunetti mientras la
dottoressa
Landi sostenía su mirada. Porque había recordado aquel relato corto, no sabía de quién. ¿Hawthorne? ¿Poe? El título era algo sobre una carta. Esconde la carta donde nadie se fije en ella: entre las cartas. Justo. Si escondes las sustancias químicas entre sustancias químicas, nadie se fijará en ellas.

—Eso explica por qué estaba en el complejo petroquímico —dijo Brunetti.

Había en la sonrisa de la mujer una honda tristeza al responder:

—Ya me dijo Filipo que era usted muy sagaz.

Capítulo 23

Cuando volvió a la
questura,
Brunetti decidió empezar por el primer eslabón de la cadena alimentaria, alguien con quien hacía tiempo que no hablaba. Claudio Vizotti era, sencillamente, un sinvergüenza. De oficio fontanero y contratado décadas atrás por una empresa petroquímica de Marghera, inmediatamente se había afiliado al sindicato, en cuyas filas había ido ascendiendo sin gran esfuerzo con los años, y en la actualidad detentaba la representación de los trabajadores en sus demandas a las empresas por accidentes laborales. Brunetti lo había conocido hacía varios años, meses después de que Vizotti convenciera a un trabajador herido al caer de un andamiaje mal montado para que aceptara de su empresa una indemnización de diez mil euros.

Después había salido a la luz —durante una partida de cartas en la que un contable de la empresa, bebido, se lamentó de la rapiña de los representantes sindicales— que en realidad la Compañía había entregado a Vizotti un total de veinte mil euros por inducir al trabajador a pactar, y el dinero no había llegado ni a manos del accidentado ni a las arcas del sindicato. La noticia había trascendido, pero, como la partida no se jugaba en Marghera sino en Venecia, había trascendido a la policía y no a los trabajadores, a la defensa de cuyos intereses había dedicado Vizotti su labor profesional. Al enterarse de aquella conversación, Brunetti había llamado a Vizotti y mantenido con él otra conversación. En un principio, el representante sindical, indignado, lo negó todo y amenazó con demandar al contable por calumnias y denunciar a Brunetti por acoso. Entonces Brunetti señaló que el accidentado tenía ahora una pierna varios centímetros más corta que la otra y sufría continuos dolores. Que ignoraba el trato que había hecho Vizotti con su empresa pero que podía enterarse fácilmente, y era hombre muy irascible.

Entonces Vizotti, todo sonrisas y buena disposición, dijo que, efectivamente, él guardaba el dinero para el trabajador, pero, con el mucho trabajo y las responsabilidades sindicales, tenía tantas cosas que hacer y en qué pensar que había olvidado entregárselo. Hablando de hombre a hombre, preguntó a Brunetti si quería participar en la transacción. ¿Había pestañeado siquiera al proponérselo?

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