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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La otra cara de la verdad (31 page)

—¿Qué dijo exactamente?

—Lo ocurrido. Que Maurizio, según él, Antonio, le había dejado claro lo que quería que se hiciera, y Antonio lo había hecho —ella lo miró, y Brunetti tuvo la impresión de que ella había dicho ya todo lo que tenía que decir y ahora esperaba sus comentarios—. Pero eso es imposible —añadió tratando de imprimir convicción en la voz.

Brunetti dejó transcurrir algún tiempo antes de preguntar:

—¿Usted lo creyó?

—¿Que Antonio le había matado?

—Sí.

En el momento en que ella iba a responder, llegó del
campo
un infantil chillido de júbilo y ella volvió la cara hacia el sonido. Aún sin mirar a Brunetti, dijo:

—Es extraño: era la primera vez que veía a Antonio, pero ni por un momento se me ocurrió dudar de sus palabras.

—¿Creyó que su esposo le había pedido que hiciera eso?

Si Brunetti esperaba que la pregunta la escandalizara, quedó defraudado. Si algo aparentaba ella, era cansancio.

—No; Maurizio nunca haría tal cosa —dijo con una voz que pretendía disipar toda duda y evitar discusión. Miró a Brunetti—. Lo más que puede haber hecho es hablar de ello: de otro modo, no habrían podido enterarse, ¿verdad? —preguntó ella con una voz que daba pena—. ¿Cómo iba Antonio a saber el nombre del dentista? —esperó y dijo—: Pero Maurizio nunca le habría pedido que hiciera algo así, por mucho que lo deseara.

Brunetti se limitó a decir:

—Ya. ¿Le dijo él algo más cuando fue a verla?

—Que estaba seguro de que Maurizio no querría que yo lo supiera. Al principio dio a entender que Maurizio les había pedido claramente que lo hicieran, pero Antonio no era estúpido y cuando vio que yo no podía creer tal cosa, rectificó y dijo que quizá no fue más que una sugerencia, pero que Maurizio les había dado el nombre. Ahora recuerdo: me preguntó si yo creía que podía existir otra razón por la que Maurizio les diera el nombre —Brunetti pensó que había terminado, pero ella añadió—: Y la esposa.

—¿Qué quería Bárbaro? —preguntó Brunetti.

—Me quería a mí, comisario —dijo ella con voz áspera—. Hacía dos años que lo conocía y sé que era un hombre de gustos… —dejó la frase en suspenso mientras buscaba la palabra—:… malsanos —en vista de que Brunetti no reaccionaba, añadió—: Lo mismo que el hijo de Tarquino, comisario.

—¿La amenazó Bárbaro con llamar a la policía? —preguntó Brunetti, aunque ello parecía poco probable, puesto que estaría confesando haber cometido un asesinato.

—Oh, no, en absoluto. Dijo que estaba seguro de que mi marido no deseaba que yo supiera lo que él había hecho. Que ningún hombre querría que su esposa supiera eso —ella volvió la cabeza hacia un lado y Brunetti observó la tirantez de la piel del cuello—. Él sostenía que Maurizio era el responsable de lo ocurrido —movió la cabeza negativamente—. Como ya le he dicho, Antonio no era estúpido —y, con voz grave, añadió—: Fue a colegios católicos. A los jesuítas.

—¿Así pues?

—Así pues, para que Maurizio no se enterase de que yo sabía lo ocurrido, Antonio me propuso un trato. Ésta fue la palabra: «trato».

—¿Como el del hijo de Tarquino con Lucrecia? —preguntó Brunetti.

—Exactamente —respondió ella, con fatiga—. Si yo aceptaba las condiciones del trato, Maurizio nunca sabría que yo estaba enterada de que él había hablado del dentista a esa gente, o que había dado a Antonio la idea de…, en fin, de hacer lo que hizo. Y el nombre —puso las manos en los costados de la tetera, como si se le hubieran enfriado de pronto.

—¿Así pues?

—Así pues, para salvar el honor de mi marido… —empezó ella y, al ver el gesto de Brunetti, dijo—: Sí, comisario, su honor, y para que él creyera que tiene todo mi respeto y mi amor, como los tiene, los ha tenido y los tendrá siempre… Bien, existía una forma de asegurarme de ello —retiró las manos de la tetera y las juntó ante sí sobre la mesa.

—Comprendo —dijo Brunetti.

Ella bebió más manzanilla, con ansia, sin pararse a echarle miel.

—¿Le parece extraño?

—No sé si extraño es la palabra,
signora
—dijo Brunetti evasivamente.

—Yo haría cualquier cosa para salvar el honor de mi marido, comisario, aunque fuera verdad que él les había pedido que hicieran eso —dijo ella con tanta vehemencia que las dos mujeres que estaban sentadas a una mesa cercana se volvieron a mirarlos.

—En Australia, Maurizio estuvo siempre conmigo. En el hospital, todo el día y en la habitación, todo el tiempo que le permitían estar. Dejó los negocios y se mantuvo a mi lado. Su hijo le llamaba para pedirle que regresara, pero él se quedaba. Me sostenía la mano y me limpiaba cuando vomitaba —su voz era ronca, apasionada—. Y, cuando terminó aquello, después de todas las operaciones, él siguió queriéndome —su mirada se perdió en la lejanía de los antípodas—. La primera vez que me vi la cara… tuve que ir al baño del hospital, porque en mi habitación no había espejos. Maurizio los había mandado retirar y, al principio, cuando me quitaron el vendaje, no lo pensé, pero después pregunté por qué no había un espejo —ella se rió con un sonido grave y musical, grato al oído—. Él me dijo que no se había fijado, que quizá en Australia no ponían espejos en las habitaciones de hospital. Aquella noche, cuando él se marchó, fui al cuarto de baño del fondo del pasillo. Y vi esto —dijo, agitando una mano bajo la barbilla. Apoyó un codo en la mesa y se oprimió los labios con tres dedos, con la mirada en un espejo lejano—. Fue horroroso. Ver esta cara y no poder hacer nada con ella, ni sonreír, ni fruncir el entrecejo, nada —retiró los dedos—. Al principio, era terrible ver cómo me miraba la gente, con un amago de sobresalto y, después, una virtuosa desaprobación. No podían evitarlo, por más que trataran de disimular. La
Superliftata.
—él percibió la rabia de su voz—. Sé que así me llaman —Brunetti pensó que había terminado, pero no era así—. Al día siguiente, dije a Maurizio lo que había visto en el espejo y él me contestó que eso no tenía importancia. Recuerdo que agitó la mano y dijo
«sciochezze»,
como si esta cara fuera lo que menos le importaba de mí —apartó la taza y el plato—. Y creo que así pensaba realmente, y sigue pensando. Para él aún soy la mujer con la que se casó.

—¿Y durante estos dos últimos años? —preguntó Brunetti.

—¿A qué se refiere? —dijo ella ásperamente.

—¿No ha sospechado?

—¿Qué? ¿Que Antonio era mi…, cómo lo llamo? ¿Mi amante?

—No es la palabra más apropiada —dijo Brunetti—. ¿No ha sospechado?

—Confío en que no —dijo ella rápidamente—. Pero no sé lo que sabe ni si se permite pensar en eso. Él sabía que yo veía a Antonio y creo… creo que temía preguntar. Y yo no podía decirle nada —se apoyó en el respaldo de la silla y cruzó los brazos—. Es un tópico, ¿no? Marido viejo y esposa joven. Naturalmente, ella se buscará un amante.

—«Y, así, por ambas partes la simple verdad se oculta» —dijo Brunetti, sorprendiéndose a sí mismo.

—¿Cómo? —preguntó ella.

—Perdone, es una frase que a veces cita mi mujer —respondió Brunetti, sin más explicaciones, sin saber él mismo por qué le había venido a la cabeza—. ¿Podría hablarme de lo sucedido anoche?

—En realidad, poco hay que decir —respondió ella, otra vez con cansancio—. Antonio me dijo que me reuniera allí con él, y yo, habituada a obedecerle, fui.

—¿Y su marido?

—Supongo que él se ha acostumbrado, lo mismo que yo. Le dije que salía y no me hizo preguntas.

—Pero usted no ha llegado a su casa hasta esta mañana.

—Por desgracia, Maurizio también se ha acostumbrado a esto —su voz era lúgubre.

—Ah —fue lo único que supo decir Brunetti. Y—: ¿Qué pasó?

Ella apoyó los codos en la mesa y puso la barbilla sobre las manos.

—¿Por qué había de decirle eso, comisario?

—Porque, antes o después, tendrá que decírselo a alguien y yo soy una buena opción —dijo él, convencido de ambas cosas.

A él le pareció que su mirada se suavizaba cuando ella dijo:

—Sabía que alguien a quien le guste Cicerón ha de ser buena persona.

—No lo soy—dijo él, convencido también de esto—. Pero siento curiosidad y, si puedo, me gustaría poder ayudarla, dentro de lo que permite la ley.

—Cicerón se pasó la vida mintiendo, ¿no?

La primera reacción de Brunetti fue la de sentirse insultado, pero enseguida comprendió que lo que acababa de oír era una pregunta, no una comparación.

—¿Se refiere a los casos legales?

—Sí. Amañaba las pruebas, sobornaba a todos los testigos a los que podía hacer llegar dinero, tergiversaba la verdad y, probablemente, recurría a todas las triquiñuelas que siempre han utilizado los abogados —parecía satisfecha con la lista.

—Pero no en su vida privada —dijo Brunetti—. Quizá fuera vanidoso y débil, pero en el fondo era un hombre honrado, o eso creo. Y valiente.

Ella estudiaba la expresión de Brunetti, mientras sopesaba lo que él decía.

—Lo primero que dije a Antonio fue que usted era policía y que iba a arrestarlo. Él siempre iba armado. Yo ya lo conocía lo suficiente… —empezó y calló un momento, como si escuchara un eco, antes de decir—: … para saber que sacaría la pistola. Pero entonces lo vio, los vio a ustedes dos que le apuntaban, y yo le dije que sería inútil resistirse, que los abogados de su familia lo sacarían de cualquier atolladero —ella apretó los labios, y a Brunetti le chocó lo poco atractivo que era el gesto—. Él me creyó, o estaba tan confuso que no sabía qué hacer y, cuando le pedí la pistola, me la dio.

Sonó un golpe en la puerta de la calle y los dos se volvieron hacia allí, pero sólo era una madre que trataba de salir con un cochecito. De una mesa cercana se levantó una mujer y sostuvo la puerta abierta para que la otra pudiera salir.

Brunetti se volvió hacia Franca Marinello.

—¿Qué le dijo entonces?

—Le he dicho que ya lo conocía bien, ¿recuerda?

—Sí.

—Pues le dije que pensaba que era gay, que follaba como un marica y que si se acostaba conmigo era porque no parezco una mujer —esperó la respuesta de Brunetti, pero, en vista de que no llegaba, prosiguió—: No era verdad, desde luego. Pero yo lo conocía y sabía lo que haría —le cambió la voz, de la que hacía rato había desaparecido toda emoción, y dijo con una ecuanimidad casi académica—: Antonio no sabía reaccionar a la oposición más que con la violencia. Yo sabía lo que iba a hacer. Y le disparé —calló pero, como Brunetti no decía nada, agregó—: Cuando lo vi en el suelo, pensé que quizá no lo había matado, y le disparé a la cara —la suya estaba inmóvil mientras ella lo decía.

—Ya veo —dijo Brunetti finalmente.

—Y volvería a hacerlo, comisario. Volvería a hacerlo —él iba a preguntar por qué, pero sabía que ella ya era incapaz de dejar de explicarse—. Ya le he dicho que tenía gustos malsanos.

Y éstas fueron sus últimas palabras.

Capítulo 29

—En fin —dijo Paola—, yo le daría una medalla —Brunetti se había acostado temprano, diciendo que estaba cansado, sin explicar por qué. Paola se fue a la cama horas después y se durmió enseguida, pero se despertó a las tres, al lado de un Brunetti insomne e inmóvil que recorría con el pensamiento todos los hechos de la víspera, repasando sus conversaciones con la
contessa,
con Griffoni y, finalmente, con Franca Marinello.

Él tardó algún tiempo en contárselo todo. A intervalos, acompañaban su relato las campanadas que sonaban en distintos puntos de la ciudad, a las que ninguno de los dos prestaba atención. Mientras él explicaba, teorizaba y trataba de imaginar, su pensamiento volvía una y otra vez a aquella expresión que a ella le había costado encontrar: «gustos malsanos».

—Oh, Dios —dijo Paola al oírla—. No sé qué puede significar. Y me parece que prefiero no saberlo.

—¿Puede una mujer prestarse a algo así durante dos años? —preguntó él y, mientras lo decía, comprendió que no había elegido bien sus palabras.

Ella, en lugar de responder, encendió la lámpara de la mesita de noche y se volvió hacia él.

—¿Qué ocurre?

—Nada —dijo Paola—. Sólo quería verle la cara a la persona capaz de hacer semejante pregunta.

—¿Qué pregunta? —inquirió Brunetti, indignado.

—La de si una mujer puede «prestarse» a eso durante dos años.

—¿Qué tiene de malo? Me refiero a la pregunta.

Ella deslizó el cuerpo hacia abajo y se subió la ropa de la cama por encima del hombro.

—En primer lugar, da por sentado que existe una mentalidad femenina, que todas las mujeres reaccionarían del mismo modo en esas circunstancias —se incorporó bruscamente apoyándose en el codo y prosiguió—: Piensa en el miedo, Guido; piensa en lo que ella habrá tenido que soportar durante dos años. Ese hombre era un asesino, y ella sabía lo que les había hecho al dentista y a su mujer.

—¿Crees que pensó que tenía que sacrificarse para mantener intactas las ilusiones que su marido se hacía sobre sí mismo? —dijo él, sintiéndose virtuoso por preguntar tal cosa y satisfecho con la elección de sus palabras. Trató de abstenerse de seguir por ahí, pero no pudo—: ¿Qué clase de feminista eres tú, que defiende algo semejante?

Ella abrió la boca para responder pero tardó en encontrar las palabras. Al fin dijo:

—Miren el pulpito del que procede el sermón.

—¿Qué se supone que significa eso?

—No
se supone,
Guido. Significa, sencillamente, que tú no eres el más indicado para erigirte en paladín del feminismo, y menos, en esta cuestión. Te reconozco muchos méritos y admito que, en otro momento y circunstancias, puedes ser paladín de lo que se te antoje, incluso del feminismo, pero ahora no, en este caso no.

—No sé de qué hablas —dijo él, aunque temía saberlo.

Ella apartó la ropa y se sentó en la cama, de cara a él.

—Hablo de violación, Guido —y, sin darle tiempo a hablar, añadió—: Y no me mires como si, de pronto, me hubiera convertido en una histérica que piensa que si sonríe a un hombre él va a echársele encima o que cualquier galantería es preludio de una acometida.

Él se volvió y encendió la lámpara de su lado. Si esto iba a durar mucho —y ahora temía que duraría—, valía más verse las caras con claridad.

—Para nosotras esas cosas son diferentes, Guido y los hombres no queréis o no podéis verlo.

Ella hizo una pausa, que él aprovechó para decir:

—Paola, son las cuatro de la mañana y no me apetece escuchar un discurso.

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