—Lo siento mucho,
mamma
—dijo, sin darse cuenta de que, por primera vez en su vida, la llamaba así.
Ella se estremeció.
—También yo lo siento, Guido, lo siento por ella.
—¿Y ella qué hizo?
—¿A qué te refieres? ¿Qué hizo? Tratar de vivir su vida, pero con esa cara y con los comentarios de la gente.
—¿No se lo ha dicho a nadie?
La
contessa
movió la cabeza negativamente.
—Me lo contó a mí y me pidió que no lo dijera a nadie. Y hasta hoy no lo había dicho. Sólo lo sabemos Maurizio y yo, y la gente de Australia que le salvó la vida —suspiró y se irguió en la butaca—. Porque hay que reconocer que le salvaron la vida, Guido.
—¿Y qué le pasó al dentista? —preguntó él, y añadió—: ¿Cómo murió?
—Resultó que ni siquiera era dentista —dijo ella con un matiz de cólera en la voz— sino uno de esos
odontotechnico
de los que hablan los periódicos, que empiezan haciendo dentaduras y luego abren consultorio de dentista y ejercen hasta que los pillan, pero nunca les pasa nada —él la vio asir con fuerza los brazos de la butaca.
—¿Es que no lo arrestaron?
—Al final, sí —dijo ella en tono de fatiga—. A otro paciente le ocurrió lo mismo, pero éste murió. Y los inspectores de la Seguridad Social fueron a la clínica y descubrieron que el instrumental y el mobiliario estaban infectados. Es un milagro que matara a una sola persona y que los otros pacientes se libraran. En este caso, el culpable fue a la cárcel. Lo condenaron a seis años, pero el juicio había tardado dos, que él había pasado en su casa, desde luego. Pero tampoco estuvo en la cárcel los cuatro años, porque salió con el indulto.
—¿Y qué pasó entonces?
—Al parecer, volvió a trabajar —dijo ella con una acritud que Brunetti raramente había observado en la
contessa.
—¿A trabajar?
—De
odontotechnico,
no de dentista.
Él cerró los ojos ante el despropósito. ¿En qué otro lugar podía ocurrir algo así?
—Pero no tuvo ocasión de hacer daño a mucha gente —dijo ella con voz neutra.
—¿Por qué?
—Porque lo mataron. En Montebellunia. Se había mudado allí para abrir una nueva clínica. Entraron a robar, a él lo mataron y violaron a su mujer.
Brunetti recordó el caso. Hacía dos veranos, un caso de robo y asesinato que no se había resuelto.
—A él le dispararon, ¿verdad? —preguntó Brunetti.
—Sí.
—¿Has hablado de eso con Franca?
Ella agrandó los ojos.
—¿Para qué? ¿Para saber si se alegraba de que él hubiera muerto? —vio que a él lo asombraba la pregunta y suavizó el tono al decir—: Leí la noticia y reconocí el nombre, pero no iba a preguntarle a ella.
—¿Nunca hablasteis de él?
—Una sola vez, después de la sentencia creo que fue. Ya hace años, desde luego.
—¿Qué le dijiste?
—Le pregunté si había leído que lo habían condenado a prisión y dijo que sí.
—¿Y?
—Le pregunté qué pensaba —sin esperar la pregunta de Brunetti, añadió—: Dijo que eso no cambiaba nada, ni para ella ni para las otras personas a las que había perjudicado. Y, mucho menos, para la que había muerto.
Brunetti reflexionó un momento y preguntó:
—¿Crees que quiso decir con eso que lo había perdonado?
Ella lo miró largamente, con gesto pensativo.
—Quizá quiso decir eso —respondió, y añadió con frialdad—: Aunque espero que no.
Brunetti se despidió al poco rato y, desde la calle adyacente al
palazzo,
llamó a la comisaría Griffoni a su despacho, quien le informó de que la
signora
Marinello había abandonado la
questura
aquella mañana en compañía de su abogado. Le dijo que el expediente estaba abajo, pero que dentro de unos minutos le llamaría para darle el teléfono de Marinello. Mientras esperaba la llamada, Brunetti continuó hacia la parada de Cà Rezzonico, donde podría tomar un
vaporetto
en una u otra dirección.
Antes de que llegara al embarcadero, Griffoni ya le había llamado y dado el número del
telefotiino.
Brunetti explicó que quería hablar con Marinello acerca de los sucesos de la noche antes, y Griffoni preguntó:
—¿Por qué le disparó?
—Usted lo vio —dijo Brunetti—. Vio que él iba a golpearla.
—Sí, lo vi, desde luego —respondió la comisaria—. Pero yo me refería a la tercera vez. Él estaba en el suelo, con dos balas en el cuerpo, y ella disparó otra vez, por Dios. Es lo que no comprendo.
Brunetti creía comprenderlo, pero no lo dijo.
—Por eso quiero hablar con ella —rememoró la escena: Griffoni se hallaba junto a la barandilla cuando él la miró, por lo que debía de ver a los que estaban abajo, en el rellano, desde otro ángulo.
—¿Qué vio usted exactamente? —preguntó.
—Le vi sacar la pistola, dársela a ella y levantar la mano para golpearla.
—¿Pudo oír algo?
—No; estaba muy lejos, y los otros dos subían la escalera hacia nosotros. No vi que él dijera nada, y ella estaba de espaldas a mí. ¿Usted oyó algo?
Él, que no había oído nada, respondió:
—No —y añadió—: Pero tuvo que haber una razón para que él hiciera lo que hizo.
—Y para que ella hiciera lo que hizo —agregó Griffoni.
—Sí, desde luego —él dio las gracias a la comisaria por el número y cortó.
Franca Marinello contestó a la segunda señal. Pareció sorprenderla que Brunetti la llamara.
—¿Tengo que volver a la
questura?
—preguntó.
—No,
signora,
pero me gustaría ir a su casa, para hablar con usted.
—Ya —se hizo una larga pausa, y ella dijo, sin dar explicaciones—:Me parece mejor que hablemos en otro sitio.
Brunetti pensó en el marido.
—Como prefiera.
—Podríamos encontrarnos dentro unos veinte minutos —propuso ella—. ¿Le parece bien en Campo Santa Margherita?
—Por supuesto —dijo Brunetti, sorprendido por lo modesto del barrio—. ¿Dónde?
—Hay una
gelateria
frente a la farmacia.
—Causin —apuntó él.
—¿Veinte minutos?
—De acuerdo.
Cuando él llegó, ella ya estaba, en una mesa del fondo. Se levantó al verlo entrar y, una vez más, a él le chocó el contraste de su aspecto. Del cuello para abajo, era una mujer de treinta y tantos años, vestida con sencillez. Jeans negros ajustados, botas caras, suéter de cachemir amarillo pálido y pañuelo al cuello, de seda estampada. Pero, al levantar la mirada por encima del pañuelo, le parecía estar viendo la cara que suele estar reservada a las maduras esposas de los políticos norteamericanos: la piel muy tirante, la boca muy ancha y los ojos retocados por expertos cirujanos.
Él le estrechó la mano y, una vez más, sintió la firmeza del apretón.
Se sentaron, se acercó una camarera y a él no se le ocurrió qué pedir.
—Yo tomaré una manzanilla —dijo ella.
De pronto a él ésta le pareció la única elección posible y movió la cabeza de arriba abajo. La camarera se alejó hacia la barra.
Sin saber cómo empezar, él preguntó:
—¿Viene aquí a menudo? —se sintió incómodo por haber recurrido a una pregunta tan estúpida.
—En verano sí. Vivimos cerca. Me gustan los helados —dijo ella. Miró por la amplia ventana—. Y me encanta este
campo.
Es tan…, no sé la palabra…, tan vital. Siempre está animado —se volvió hacia él—. Supongo que hace años esto era así, un lugar en el que vivía gente corriente.
—¿Se refiere al
campo
o a Venecia en sí? —preguntó Brunetti.
Con gesto pensativo, ella respondió:
—A los dos, seguramente. Maurizio habla de cómo era antes la ciudad, pero yo nunca la vi así. Será porque la veía con ojos de forastera y por poco tiempo.
—Quizá poco tiempo para Venecia —concedió Brunetti. Y, juzgando que ya habían intercambiado suficientes banalidades, dijo—: Al fin he leído a Ovidio.
—Ah —respondió ella. Y añadió—: No creo que las cosas hubieran sido diferentes aunque lo hubiera leído antes.
Él se preguntó qué diferencia habría podido suponer eso, pero no pidió aclaración. Sólo dijo:
—¿Querría hablarme de ello?
Los interrumpió la vuelta de la camarera. Traía una bandeja grande con una tetera y una jarrita de miel, además de las tazas y platos. Lo puso todo en la mesa diciendo:
—He recordado que toma la infusión con miel,
signora.
—Qué amable —dijo Marinello sonriendo con la voz. La camarera se alejó. Ella destapó la tetera, agitó la bolsita varias veces y tapó de nuevo—. Siempre que tomo esto me acuerdo de Peter Rabbit —dijo levantando la tetera—. Su madre se lo daba cuando estaba enfermo —hizo girar el líquido varias veces.
Brunetti había leído el cuento a sus hijos cuando eran pequeños y recordaba que así era, pero no dijo nada.
Ella vertió la manzanilla en su taza, le echó una cucharada de miel y acercó la jarrita a Brunetti que también se sirvió, mientras trataba de recordar si la señora Rabbit ponía miel en la manzanilla.
Él sabía que el té estaba demasiado caliente, y no lo tocó, optando por dejar a un lado a Ovidio.
—¿Cómo lo conoció?
—¿A quién? ¿Antonio?
—Sí.
Ella removió la infusión y puso la cucharilla en el plato. Entonces miró a Brunetti.
—Si le cuento eso, voy a tener que contárselo todo, ¿verdad?
—Me gustaría que lo hiciera —respondió Brunetti.
—Está bien —de nuevo removió la manzanilla. Levantó la mirada, volvió a mirar la taza y, finalmente, dijo—: Mi marido tiene relaciones comerciales con mucha gente.
Brunetti guardó silencio.
—Algunas de esas personas son…, en fin, son personas que… personas acerca de las que él preferiría que yo no supiera nada —lo miró para ver si él la seguía y continuó—: Hace varios años, inició una colaboración… —se interrumpió—. No; es una palabra muy cómoda, o muy vaga. Contrató a una empresa dirigida por personas que a él le constaba eran delincuentes, aunque lo que hacía él no era ilegal —tomó un sorbo de manzanilla, añadió miel y removió—. Supe después —prosiguió, y Brunetti tomó nota de que no decía cómo había sabido lo que fuera a decir a continuación— que aquello ocurrió durante una cena. Él había salido a cenar con el jefe de todos ellos para celebrar el contrato, el convenio o comoquiera que lo llamaran. Yo no quise acompañarle, y Maurizio les dijo que estaba enferma. Fue lo único que se le ocurrió, para que no se ofendieran. Pero ellos se dieron cuenta, y se ofendieron —le miró y dijo—: Usted debe de tener más experiencia que yo con esa gente y sabrá lo importante que es para ellos ser respetados —al ver que Brunetti asentía, dijo—: Supongo que, en parte, todo debió de empezar entonces, la noche en que Maurizio no me llevó consigo para presentarme a ellos —se encogió de hombros—. Ya no importa, imagino. Aunque a todos nos gusta saber el porqué de las cosas —y con una repentina transición—: Bébase la manzanilla. No querrá que se le enfríe, comisario —vaya, «comisario», se dijo Brunetti, y tomó un sorbo que le recordó su niñez, cuando tenía que guardar cama con un resfriado o la gripe—. Cuando les dijo que estaba enferma —prosiguió ella—, el que le había invitado preguntó qué tenía. Aquel día me habían hecho otra cura en la boca —lo miró como para ver si él entendía el significado de la frase, y él asintió—: Esto era parte de aquel otro asunto —bebió manzanilla—. Y Maurizio debió de notar que estaban resentidos, porque les dijo más de lo que debía; por lo menos, lo suficiente como para que ellos dedujeran lo sucedido. Debió de ser Antonio el que se interesó por eso —volvió a mirarlo y dijo con voz glacial—: Antonio podía ser encantador y comprensivo —Brunetti no dijo nada—. Así pues, Maurizio les contó, por lo menos, parte de lo ocurrido. Y entonces dijo algo… —ella se detuvo un momento y preguntó—: ¿Ha leído esa obra de teatro sobre Beckett y Enrique nosecuántos?
—Enrique Segundo.
—Entonces recordará el pasaje en el que el rey pregunta a sus nobles si no habrá entre ellos quien le libre de ese clérigo pesado, o algo así.
—Sí; lo recuerdo —el historiador que había en él deseaba puntualizar que, probablemente, la historia era apócrifa, pero no parecía momento oportuno.
Mirando fijamente la taza, ella dijo, sorprendiéndole:
—Los romanos eran mucho más directos —y siguió hablando, como si no hubiera mencionado a los romanos—. Eso debió de ser, imagino. Maurizio les contó lo ocurrido con el falso dentista, lo que hizo, que había estado en la cárcel y supongo que haría el comentario de que en este país no hay justicia —a Brunetti le sonaba como si ella recitara algo que había aprendido de memoria o había repetido muchas veces; por lo menos, a sí misma. Lo miró y añadió suavizando el tono—: Es lo que suele decirse, ¿no? —volvió a mirar la taza, la levantó pero no bebió—. Creo que eso era todo lo que necesitaba Antonio, un pretexto para hacer daño a alguien. O algo peor —se oyó un chasquido cuando dejó la taza en el platillo.
—¿Él dijo algo a su esposo?
—No, nada. Y estoy segura de que Maurizio pensó que ahí había acabado todo.
—¿Él no le habló de aquella conversación? —preguntó Brunetti y, al observar su confusión, aclaró—: Me refiero a su esposo.
El asombro de la mujer era total.
—Por supuesto que no. Él ignora que yo sepa algo de eso —con entonación más suave y lenta, añadió—: Ahí está el quid.
—Ya veo —fue lo único que se le ocurrió decir a Brunetti, a pesar de que cada vez veía menos.
—Al cabo de varios meses, mataron al dentista. Maurizio y yo estábamos en Estados Unidos, nos enteramos al regreso. La policía de Dolo vino a interrogarnos, pero Maurizio les dijo que estábamos en América y se fueron —él pensaba que ella ya había terminado, pero entonces añadió, con otra voz—: Y la esposa —cerró los ojos y guardó silencio. Brunetti apuró su manzanilla y sirvió más en las dos tazas— fue Antonio, por supuesto —dijo ella en tono coloquial.
Por supuesto, pensó Brunetti.
—¿Le dijo Antonio a su marido lo que había hecho? —inquirió, preguntándose si no resultaría todo una historia de chantaje y por eso había ido ella a verle a la
questura.
—No; me lo dijo
a mí.
Me llamó diciendo que deseaba verme. No recuerdo qué pretexto dio. Dijo que tenía negocios con mi marido —pronunció estas palabras con sorna—. Le dije que viniera al apartamento. Y entonces me lo contó.