La Palabra (6 page)

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Authors: Irving Wallace

—Okey
—respondió—, ¿quién me lleva al hotel?

La puerta de la suite del hotel se abrió, y allí estaba ella.

—Hola, Steven.

—Hola, Bárbara.

—Lamento lo de Nathan —dijo la mujer— Lo quiero como quería a mi propio padre. Eso siempre le ocurre a la gente buena, ¿verdad?… Bueno, no nos quedemos parados aquí. Entra, Steven. Me da gusto que pudieras venir.

Ella no le había ofrecido un beso, ni él había hecho el intento de besarla. Entró a la sala detrás de ella. El cuarto estaba limpio, pero desaliñado; había un desorden de sillas desiguales, dos mesas de café, un sofá, un gabinete abierto, convertible en bar, con vasos en el compartimiento superior junto a una botella de escocés sin abrir. Obviamente, su mujer le esperaba.

Bárbara, que se había trasladado al centro de la sala, estaba extrañamente tranquila y controlada. Su apariencia no había cambiado mucho desde que se separaron. En todo caso se veía un poco mejor; peinado lacio, acicalada más cuidadosamente. Tenía el cabello castaño y pequeños y resentidos ojos café en un rostro plano, y a los treinta y seis años su figura era adecuada; senos pequeños, talle fino. Llevaba un traje sastre, copia de algún modelo caro. Tenía un aire muy de San Francisco y no parecía distraída, lo cual era inusitado.

—Entramos a ver a Nathan en cuanto llegamos al hospital —estaba diciendo ella—. Puedo imaginarme cómo debiste sentirte, Steven. Verlo nos partió el alma. Judy se deshizo en llanto. Lo amamos mucho.

Tal vez los oídos de Randall lo engañaron, pero había creído detectar un muy especial énfasis aplicado por ella en el
entramos, amamos
. Ahora Judy había sido fusionada a la primera persona en plural de madre e hija, e implicaba un adiós al extraño-marido-padre. Bárbara lo conocía bien; sabía en qué punto era él más vulnerable, y le estaba volteando el filo del
nosotros
para desquitarse; o era una estratagema para recordarle que a madre e hija les correspondía estar juntas, o quizá no era nada más que su imaginación.

—Era miserable —comentó él—, el cuadro completo. —Luego la consideró a ella— Ha pasado el tiempo. Pareces estar sobreviviendo.

Ella sonrió.

—En cierto modo.

—¿Qué hay de Judy? ¿Cómo está?

—En este momento, en la cama. Estaba exhausta por el vuelo, el hospital; lo único que quería era descansar un poco. Probablemente ya esté dormida. Pero quería verte. Quizá mañana.

—Quiero echarle una mirada ahora mismo.

—Como gustes. ¿Quieres que te prepare una copa?

—Pensé que tal vez aceptarías tomar conmigo la última del día en el bar, allá abajo. Está abierto todavía.

—Si no te molesta, Steven, preferiría quedarme aquí. Es más privado. Esperaba que pudiéramos tener una pequeña charla. Muy breve, te lo prometo.

Conque ella quería una pequeña charla, pensó él. Recordó sus pequeñas charlas del pasado. ¿Quién fue (algún filósofo alemán) el que dijo que el matrimonio era una larga conversación? Así lo habría querido; una larga conversación, un plácido murmullo, y no lo que había sido, una realidad de furiosas pequeñas charlas en las que él sabía que estaba siendo oralmente castrado, y en las que ella creía estar sufriendo una histerectomía verbal.

—Como quieras —dijo él—. Que sea escocés con hielo.

Abrió silenciosamente la puerta de la recámara, y entró. Una escasa luz se filtraba a través de la forrada pantalla de la lámpara que estaba sobre la mesa-tocador. Adaptando sus ojos a la semioscuridad, Randall distinguió por fin a su hija en la cama gemela a su derecha.

Se acercó al costado del lecho y puso una rodilla en el suelo. Judy tenía la cabeza sumida en la almohada y con la sábana se cubría hasta el cuello; su cabello era color maíz, flotante, sedoso y esparcido sobre la almohada. Dormía y era hermosa, esta parte suya que ya tenía quince años, este ángel, la única cosa enorgullecedora que había producido él sobre la Tierra. La observó en silencio, el rostro puro y terso, la nariz finita, los labios semiabiertos, y escuchó su respiración superficial.

A un impulso, se inclinó más cerca, rozándole la mejilla con los labios. Cuando él se volvió hacia atrás, los ojos de ella se abrieron.

—Hola —musitó en un hilo de voz suavísimo y profundamente amodorrado.

—Qué tal, querida. Te he extrañado. Te invito a desayunar mañana.

—Hummm.

—Duérmete ahora. Mañana estaremos juntos. Buenas noches, Judy.

Al ponerse en pie, vio que ella ya se había vuelto a dormir. Se quedó todavía un momento a su lado, y luego abandonó la habitación. La sala estaba más iluminada que antes, y se percató de que Bárbara había encendido las luces de la pared. Se preguntó por qué lo habría hecho.

Bárbara estaba descansando en el sofá, con ambos codos sumidos en un cojín en su regazo y un vaso jaibolero con alguna bebida entre ambas manos.

—Ahí está tu copa —dijo ella, señalando con la cabeza un vaso lleno de escocés al otro extremo de la mesa de café.

—¿Qué estás tomando? —preguntó él con ligereza—. ¿Seven-Up con hielo?

—Lo mismo que tú.

La cosa no prometía, resolvió él mientras daba la vuelta para ocupar la silla vacía frente a ella. Bárbara no había compartido el licor con él en años. Se tomaba uno o dos tragos en las fiestas, pero cuando estaban solos, se rehusaba a beber un jaibol con él. Había sido su manera de reprocharle, de hacerle entender que ella odiaba la forma en que él bebía; esa manera de beber que lo enajenaba, que lo apartaba, que lo ayudaba a eludir cualquier relación con su esposa. Pese a todo, aquí estaba con ella con un escocés. ¿Sería éste un indicio saludable u ominoso? Optó por creer que fuera lo segundo, y se mantuvo en guardia.

—¿Estaba Judy dormida? —le preguntaba ella en ese momento.

Él tomó su vaso al tiempo que se sentaba.

—Sí. Despertó por un segundo. Desayunaremos juntos por la mañana.

—Bien.

Él dio una probada a su escocés.

—¿Cómo le está yendo en esa nueva escuela particular, la que está en las afueras de Oakland que tanto os convenía a vosotros. ¿Está…?

—No está —le detuvo Bárbara—. Ya no está allí, desde hace un mes.

Él no ocultó su sorpresa.

—Bueno, y entonces, ¿dónde está?

—En casa. Ésa es una de las razones por las que quería yo verte esta noche. Judy fue expulsada de la escuela hace un mes.

—¿Expulsada? ¿De qué estás hablando? —No había precedente de semejante cosa. Su Judy era perfecta, siempre lo había sido, una estudiante aplicada, puros dieces—. ¿Quieres decir que la escuela la dejó irse?

—Quiero decir que la expulsaron. No fue expulsión tentativa, ni suspensión temporal. —Hizo una pausa para subrayar las siguientes palabras—. Por drogadicta.

Él sintió cómo su rostro enrojecía.

—¿De qué demonios estás hablando?

—Estoy hablando de
acelerarse
. Estoy hablando de bencedrinas, barbitúricos, dexedrinas, cocaína, ataráxicos. Estoy hablando de metoanfetaminas, Steven, de las que se chupan y las que se inyectan. Judy fue sorprendida como caminando entre nubes, y después de que la directora la regresó a esta Tierra, habló con ella y luego habló conmigo, y sencillamente la echaron fuera.

—¿Quieres decir que no le dieron una segunda oportunidad? Esos bastardos, cualquier adolescente es susceptible de descarrilarse un poco en estos tiempos, de ser influenciado por alguien, de experimentar…

Bárbara lo interrumpió.

—Ella no estaba experimentando, Steven. Se aceleraba con toda regularidad: es adicta. Y no estaba siendo influenciada por ninguna de sus condiscípulas. Es más, ella había influenciado ya a una o dos de sus compañeras.

Él sacudió la cabeza.

—No puedo creerlo.

—Pues será mejor que lo vayas creyendo.

—Bárbara, esto no le ocurre a una chica como Judy. ¿Dónde estabas tú?

—¿Dónde estabas tú, Steven? —Lo había dicho sin animosidad, como la mera exposición de un hecho—. Perdona. ¿Dónde estaba yo? ¿Por qué no lo noté? Porque uno no se da cuenta al principio. Es demasiado inesperado. No se fija uno en eso. No lo
ve
. Hubo algunos cambios, pero yo los atribuí a la nueva escuela, a lo agobiante de los estudios, a la dificultad para hacerse de nuevos amigos. Al principio parecía muy brillante, alerta y segura de sí misma, cuando la veía los fines de semana; y luego, a veces, noté que estaba irritable, desasosegada, deprimida, y ya al final, andaba ida. Entonces, de repente, me llamaron a la escuela, y ahí me plantearon todo.

—¿Por qué no me lo hiciste saber?, ¿por qué no me llamaste?

Bárbara lo miró.

—Iba a hacerlo, Steven, pero llegué a la conclusión de que no tenía objeto. No había nada que pudieras tú hacer de inmediato, ciertamente nada que pudieras hacer a la larga. No le vi sentido a que nuestras vidas se enredaran otra vez. No creí que Judy ganara algo con ello. Así que decidí que podía arreglármelas yo sola, y lo hice.

Randall apretó su vaso jaibolero y se terminó la bebida.

—¿Sigue Judy todavía en eso? Se veía muy bien apenas hace un momento. No parecía estar ida o anormal…

—No, ya no, Steven. Está en vías de regeneración. Creemos que lo ha dejado. A través de algunos amigos, conseguí para Judy la mejor ayuda posible. Fue duro, terrible, pero ya está saliendo de eso. Supongo que todavía le da un poquito a la marihuana (algunos toques en las fiestas, ocasionalmente), no en gran escala y, desde luego, nada de drogas fuertes.

—Ya veo. —Randall contempló su vaso vacío, y se levantó—. No te molestes, quédate donde estás. Necesito otro trago.

—Lo siento, Steven; todo esto, después del día que has tenido. Pero tenía que aprovechar la oportunidad de hablar contigo personalmente.

Él se sirvió medio vaso de escocés.

—Tenías que decírmelo, por supuesto. —Volvió a su silla—. ¿Cómo sacaste a Judy de eso? ¿Un centro de readaptación, un hospital?

—De hecho fue, y sigue siendo, con la ayuda de un hombre. Un psicólogo de San Francisco, especialista en casos de abuso de drogas. Es el doctor Arthur Burke. Ha escrito…

—No me importa lo que haya escrito. ¿Lo sigue viendo?

—Sí. Y, estaba tratando de decírtelo, tiene una clínica también. De cualquier manera, a Judy le agrada. Es de edad mediana, más bien joven, lleva bigote y barba y es muy recto y honesto. El doctor Burke confía en que no sólo podrá curarla, sino que no volverá a caer.

Randall había estado sentado bebiendo, y comenzaba a sentir el alcohol.

—Y supongo que ahora resulta que todo fue culpa mía. Padre ocupado;
ergo
, hija acelerada.

—No, Steven, no es culpa tuya, ni mía; y quizá sea culpa de ambos. Es culpa de la vida tal como es, de lo que les ocurre a los padres, de lo que hay o no hay para los hijos… y es peor cuando hay… de lo que ninguna pareja de padres puede controlar… el estilo de la sociedad de ahora, y la clase de futuro o falta de futuro que les aguarda… y de la rebelión, y del escape, y del deseo de encontrar un mundo mejor extendiendo la mente, hallando otro nivel de conciencia, descubriendo un planeta perfecto dentro de su propia cabeza. Así que se convierten en fanáticos de la aceleración, hacen el viaje espacial, se disparan, y si tienen suerte, alguien los saca de órbita… antes de que se pierdan para siempre. Bueno, el doctor Burke sacó a Judy de órbita. Ella es de nuevo parte de la familia humana, y está reconsiderando totalmente su escala de valores.

Randall había frotado su nariz contra el vaso vacío, y estaba refrescándola con la frialdad del cristal exudado, y ahora, mirando a través del vaso, se dio cuenta de que Bárbara no estaba ya frente a él. Bajó las manos y se quedó absorto, mirando hacia el sofá vacío.

—Steven… —dijo ella.

Él volvió la cabeza y la vio venir con su segundo trago.

—Hey, estás emborrachándote de veras —dijo él.

—Sólo esta noche —dijo ella, sentándose—. Steven, hay algo más que quiero decirte ahora.

—¿No hemos tenido bastante para una noche? Ya me dijiste lo de Judy…

—En cierto modo esto también tiene que ver con Judy. Déjame echarlo fuera y terminar pronto, Steven, y eso habrá sido todo.

—Está bien, dispara. Adelante, ¿qué otra cosa tienes en mente?

Bárbara tomó un sorbo, y lo miró directamente.

—Steven, voy a casarme.

Él no sintió nada. De hecho, le resultaba divertido.

—Si tú te casas, te arrestarán. —Se le torció la boca en una sonrisa rota—. Lo que quiero decirte, tesoro, es que ya estás casada. Otro marido sería bigamia; y, entonces, la cárcel para nuestra Barbarita.

Los rasgos de ella eran rígidos.

—No bromees, Steven. Esto es serio. Realmente serio. Te dije una vez por teléfono, después de que me lo preguntaste, que veía a algunos hombres de cuando en cuando. Pero, en realidad, últimamente he estado viendo sólo a uno: Arthur Burke.

—Arthur… ¿quieres decir… quieres decir al psicólogo de Judy?

—Sí. Es un hombre maravilloso. Te agradaría mucho. Y yo… ocurre que me siento muy atraída por él, Y, como te dije, lo mismo pasa con Judy. —Ella fijó la vista en su bebida, al tiempo que continuaba—. Judy necesita un hogar, una familia, estabilidad. Necesita un padre.

Randall asentó el vaso ruidosamente sobre la mesa de café y articuló cada palabra cuidadosamente.

—Te traigo noticias, pudincito de azúcar… Judy ya tiene un padre.

—Por supuesto que tiene un padre; tú eres su padre. Ella lo sabe y Arthur lo sabe. Pero me estoy refiriendo a un padre que ejerza su papel, que esté bajo el mismo techo, en el hogar de ella; que siempre esté allí. Necesita la calidad de vida, atención y amor que sólo puede tener en un hogar convencional y operante.

—Ahora comprendo —dijo Randall—. Ya escucho los sonidos del lavado cerebral. La calidad de vida, atención, amor… ¡mierda! Ése es su lenguaje de psicólogo, su labor de embaucamiento, su manera barata de tratar de hacerse de una familia, una hija, sin ganársela. Si quiere una hija, que la haga. Él no se va a llevar a mi muchachita…; no, señora, no a mi Judy.

—Sé razonable, Steven.

—¿Conque estás haciendo todo esto para salvar a Judy? Ésa es la jugada, ¿eh? Quieres casarte con este tipo por Judy, porque Judy necesita un padre.

—Ése no es el motivo principal, Steven. Quiero casarme con Arthur porque necesito un marido, un marido como él. Estoy enamorada y quiero el divorcio para poder casarme con él.

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