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Authors: Donna Woolfolk Cross

Tags: #Histórico, Romántico

La Papisa (24 page)

El padre empujó al muchacho, que fue hacia Juana y le tendió la mano. Ella la cogió y se quedaron uno al lado del otro mientras Wido, el mayordomo de Richild, leía la lista de elementos que componían la dote.

Juana miró hacia el bosque. Era imposible salir corriendo y ocultarse. La gente los rodeaba y los hombres de Richild no le quitaban el ojo de encima.

Entre la gente vio a Odón. A su alrededor estaban los chicos de la escuela murmurando entre sí como siempre. Juan no estaba entre ellos. Buscó con la vista y lo localizó a un lado, desdeñado por sus compañeros. Ambos estaban solos, sólo se tenían el uno al otro. Buscó sus ojos pidiendo y ofreciendo consuelo. Para su sorpresa, él no apartó la vista sino que le devolvió la mirada; su rostro registraba abiertamente su dolor.

Habían sido extraños uno para el otro mucho tiempo, pero en aquel momento volvían a ser hermanos, ligados en la comprensión mutua. Juana no apartó la vista de él por temor a cortar aquel frágil puente.

El mayordomo dejó de leer. La gente miraba con expectación. El hijo del herrero condujo a Juana hacia la puerta de la catedral. Richild y su cortejo entraron detrás de ellos seguidos por la gente.

Fulgencio esperaba en el altar. Cuando Juana y el joven llegaron a su lado, los mandó sentar con un gesto. Primero se celebraría la festividad del calendario y después los esponsales.

Omnipotens sempiterne Deus qui me peccatoris.
Como siempre, el latín de Fulgencio estaba lleno de errores, pero esta vez Juana no prestó atención. El obispo mandó a un acólito preparar el ofertorio y dio comienzo a las oraciones. Suscipe sanctum Trinitas… Junto a ella, el hijo del herrero inclinaba la cabeza con devoción. Juana trató de rezar también, inclinando la cabeza y recitando las palabras, pero la forma carecía de contenido; dentro de ella sólo había vacío.

Empezó la mezcla del agua y el vino.
Deus qui humanae substantiae…

Las puertas de la catedral se abrieron de golpe. Fulgencio interrumpió su combate con el latín y miró con incredulidad hacia el fondo. Juana torció el cuello tratando de divisar la fuente de aquella intrusión sin precedentes. En un primer momento la gente le impidió ver algo, pero luego, por un hueco, lo vio.

Era una criatura enorme con forma de hombre pero una cabeza más alto que cualquier otro hombre que ella hubiera visto; su silueta se delineaba contra la luz cegadora de la puerta y su sombra se proyectaba hacia el interior. La cara estaba desprovista de rasgos y brillaba con un resplandor metálico; los ojos estaban tan hundidos en las órbitas oscuras que no se los podía ver. De la cabeza le brotaban dos cuernos dorados.

En medio de la asamblea una mujer gritó. «Woden», pensó Juana. Hacía mucho tiempo que había dejado de creer en los dioses de su madre pero allí estaba Woden tal como su madre lo había descrito, caminando con pasos largos por el pasillo.

«¿Ha venido a salvarme?», pensó ella.

Cuando lo tuvo más cerca pudo ver que la cara metálica y los cuernos eran una máscara, parte de un artificioso yelmo de combate. La criatura era un hombre no un dios. De la abertura del yelmo, en la nuca, asomaba una larga cabellera rubia que caía en rizos sobre los hombros.

—¡Hombres del norte! —gritó alguien.

El intruso no interrumpió su marcha. Al llegar al altar levantó una pesada espada de dos filos y la descargó con fuerza salvaje sobre la tonsura de uno de los clérigos ayudantes. El hombre cayó envuelto en sangre.

Todo estalló en un caos. Alrededor de Juana la gente gritaba y se precipitaba en todas direcciones. La arrastraron tan apretujada entre los cuerpos que sus pies perdieron contacto con el suelo. La ola de aldeanos aterrorizados iba hacia la puerta, pero se detuvo bruscamente.

La salida estaba bloqueada por otro intruso vestido para el combate como el primero, salvo que éste tenía un hacha en lugar de una espada.

La multitud vaciló. Juana oyó gritos fuera y aparecieron por la puerta más hombres del norte, una docena por lo menos. Entraron corriendo, gritando con voces roncas y agitando enormes hachas de hierro sobre sus cabezas.

Los aldeanos reñían y se subían unos encima de otros en su desesperación por escapar de las hachas asesinas. Juana recibió un fuerte empujón desde atrás y cayó al suelo. Sintió pies en sus costados y su espalda y levantó los brazos para protegerse la cabeza. Alguien le pisó con fuerza la mano derecha y ella gritó por el dolor.

—¡Mamá! ¡Socorro! ¡Mamá!

Luchando por desprenderse de la maraña de cuerpos, se arrastró de costado hasta llegar a una zona abierta. Miró hacia el altar y vio a Fulgencio rodeado de hombres del norte. Los golpeaba con la enorme cruz de madera que había presidido el altar. Debía de haberla descolgado de la pared y en aquel momento la sacudía con furiosa energía, mientras sus atacantes avanzaban y retrocedían, tratando de herirlo con sus espadas pero sin poder entrar en el círculo defensivo que hacía la cruz. Mientras ella miraba, Fulgencio asestó a uno de ellos un golpe que lo envió reculando a varios metros de distancia.

Juana se arrastró entre el ruido y el humo (¿había un incendio también?) en busca de Juan. A su alrededor se multiplicaban los chillidos, los gritos de guerra y los aullidos de dolor y terror. El suelo estaba cubierto de sillas volcadas y cuerpos de los que manaba la sangre.

—¡Juan! —exclamó. El humo era más espeso allí; los ojos le ardían y no podía ver con claridad—. ¡Juan! —Apenas si oía su propia voz sobre el clamor.

Una corriente de aire en la nuca fue una advertencia. Reaccionó por instinto, encogiéndose hacia un lado. La espada del hombre del norte, que apuntaba a su cabeza, sólo le hizo un rasguño en la mejilla. El golpe la arrojó al suelo, donde se encogió, tapándose con las manos la cara herida.

El hombre seguía frente a ella; sus ojos azules tenían una expresión asesina dentro de la horrible máscara. Juana se arrastró hacia atrás tratando de huir, pero no podía moverse con suficiente velocidad.

El hombre del norte alzó la espada para dar el golpe final. Juana se protegió la cabeza con los brazos y volvió la cara.

Pero el golpe no llegó. Abrió los ojos y vio cómo la espada caía de las manos de su atacante. De las comisuras de los labios le brotó sangre y se derrumbó lentamente. Detrás de él estaba Juan, mirando la hoja enrojecida del cuchillo de mango de hueso de su padre. Sus ojos brillaban con una extraña euforia.

—¡Lo atravesé justo en el corazón! ¿Has visto? ¡Te habría matado si no!

El horror de aquello la abrumaba.

—¡Nos matarán a todos! —Se aferró a Juan—. ¡Tenemos que escapar, tenemos que escondernos!

Él se la quitó de encima con un gesto.

—Ya había matado a otro. Me atacó con un hacha, pero me metí por debajo y le corté el cuello.

Juana miraba a su alrededor buscando desesperadamente un sitio donde ocultarse. A unos metros de ella estaba el retablo de la vida de san Germán. Era hueco. Podía haber espacio suficiente para…

—¡Rápido! —exclamó—. ¡Sígueme!

Cogió a Juan de la manga y lo obligó a que se arrastrara por el suelo. Juntos fueron hasta un lateral del retablo. ¡Sí! Había un hueco del tamaño justo para que pudieran meterse.

Dentro estaba oscuro. Sólo un poco de luz se colaba por un sitio donde los paneles no habían sido bien unidos. Se acomodó en el fondo, recogiendo las piernas para hacer sitio a Juan. Pero éste no aparecía, de modo que volvió a arrastrarse hasta la entrada y observó el exterior. Vio a su hermano inclinarse sobre el cadáver del hombre al que había matado. Le estaba tirando de la ropa, tratando de soltar algo.

—¡Juan! —le gritó— ¡Métete aquí! ¡Rápido!

Él le dirigió una mirada airada mientras sus manos seguían forcejeando bajo el cuerpo del hombre. Ella no se atrevió a volver a gritar por miedo a revelar su precioso escondrijo. Al cabo de un rato, él lanzaba un grito de triunfo y se ponía de pie sosteniendo la espada del muerto.

Ella volvió a indicarle mediante gestos que se escondiera. Juan le dirigió un saludo burlón con la espada y salió corriendo.

«¿Debo ir con él?». Empezó a atravesar la abertura.

Alguien (¿un niño?) gritó muy cerca con un horrible chillido que quedó suspendido en el aire y cesó bruscamente. El miedo la abrumó y retrocedió. Temblando, acercó un ojo a la grieta entre los paneles y observó en busca de Juan.

La lucha tenía lugar delante de su punto de observación. Oía el choque de metal contra metal; tuvo una breve visión de tela amarilla, del brillo de una espada. Un cuerpo cayó con pesadez. El combate se trasladó a un lado y ella pudo ver por la nave hasta la entrada de la catedral. Las pesadas puertas seguían entornadas y sobre el umbral había un grotesco montón de cadáveres.

Los hombres del norte empujaban a sus víctimas lejos de la puerta, hacia el lado derecho de la catedral. La entrada estaba libre.

«Ahora —se dijo—. Debo correr hacia la puerta». Pero no pudo moverse: sus miembros parecían paralizados.

Apareció un hombre en el borde de su estrecho campo visual. Se le veía tan desesperado y desgreñado que por un momento ella no lo reconoció; era Odón. Corría hacia la entrada arrastrando la pierna izquierda. Sujetaba con las dos manos la gran Biblia del altar mayor.

Ya estaba casi en la puerta cuando dos hombres lo interceptaron. Se enfrentó a sus atacantes levantando la Biblia, como si quisiera espantar a los malos espíritus. Una pesada espada atravesó el libro y lo hirió en el pecho. Por un momento siguió en pie, atónito, sosteniendo las dos mitades del libro en las manos. Cayó hacia atrás y no volvió a moverse.

Juana se encogió en la oscuridad. Los gritos de los moribundos la rodeaban. Hecha un ovillo, hundió la cabeza en los brazos. Los latidos acelerados de su corazón resonaban en sus oídos.

Los gritos habían cesado.

Oyó a los hombres del norte que se llamaban entre sí en su lengua gutural. Se produjo un fuerte ruido de madera rompiéndose. Al principio no supo lo que pasaba; hasta que comprendió que los bárbaros estaban despojando a la catedral de sus tesoros. Se reían y gritaban. Estaban de muy buen humor.

No tardaron mucho en terminar el saqueo. Juana los oyó gruñir bajo el peso de su botín; sus voces se perdieron en la distancia.

Rígida como un leño se quedó en la oscuridad tratando de oír. Todo estaba en silencio. Fue lentamente hacia la abertura del retablo y se asomó a mirar.

La catedral estaba en ruinas. Había bancos volcados, las colgaduras de las paredes estaban arrancadas, las estatuas yacían destrozadas en el suelo. No había signos de la presencia de hombres del norte.

Había cadáveres por todas partes, amontonados con descuido. A pocos metros, al pie de los escalones que llevaban al altar, yacía Fulgencio junto a la gran cruz de madera, que estaba astillada y manchada de sangre. Junto al obispo descansaban los cadáveres de dos del norte con los cráneos aplastados bajo los yelmos.

Con la mayor cautela, Juana se arrastró hasta sacar la cabeza y los hombros del retablo.

En un rincón vio algo que se movía. Volvió a ocultarse.

Una forma envuelta en tela se retorció y se separó del montón de cadáveres.

¡Alguien estaba vivo!

Una joven se levantó de espaldas a Juana y empezó a caminar tambaleándose hacia la puerta.

Su vestido dorado estaba roto y ensangrentado, y el cabello, escapando de la cofia rota, le caía sobre los hombros en bucles cobrizos.

¡Gisla!

Juana la llamó y Gisla se volvió, balanceándose, hacia el retablo.

Se oyó un súbito estallido de risas fuera de la catedral.

Gisla lo oyó y trató de correr, pero era demasiado tarde. Un grupo de hombres del norte atravesó la puerta. Cayeron sobre Gisla con un grito de júbilo y la levantaron sobre sus cabezas.

La llevaron a un espacio libre cerca del altar y la tendieron en el suelo con los miembros abiertos, sosteniéndola por las muñecas y los tobillos. Ella se retorcía violentamente para liberarse. El más alto de los hombres le levantó la túnica y se tendió cuan largo era sobre ella. Gisla gritó. El hombre le cogió los pechos con las dos manos. Los otros se reían y gritaban alentándolo mientras la violaba.

Juana tuvo una arcada y se llevó las manos a la boca para ocultar el sonido.

El hombre se levantó y otro ocupó su lugar. Gisla estaba desmayada e inmóvil. Uno de los hombres le cogió el cabello con una mano y lo retorció para reanimarla.

Un tercer hombre la violó, y un cuarto; después la dejaron y fueron a recoger varios sacos que habían dejado amontonados junto a la puerta. Se produjo un sonido metálico cuando los levantaron; los sacos debían de contener parte de los tesoros de la catedral.

Por eso habían vuelto.

Antes de marcharse, uno de los hombres fue adonde yacía Gisla, la alzó, todavía inconsciente, y se la echó al hombro como un saco de grano.

Salieron.

En la profundidad del retablo, Juana sólo oía el silencio fantasmal, lleno de ecos, de la catedral.

La luz que entraba por la grieta del retablo ya contenía largas sombras. No había habido ningún sonido durante muchas horas. Juana se movió y salió cautelosamente por la estrecha abertura.

El altar seguía en su sitio, aunque estaba desprovisto de su revestimiento de oro. Desde donde estaba, Juana consideró la escena. Su túnica de boda estaba manchada de sangre; ¿sería suya? No podía decirlo. Sentía punzadas de dolor en la mejilla, en el lugar en que la habían herido. Con pasos rígidos caminó entre los cadáveres, buscando.

En un montón de cuerpos cerca de la puerta descubrió al herrero y a su hijo, con los brazos extendidos como si cada uno tratara de proteger al otro. Muerto, el chico parecía consumido y viejo. Sólo unas horas antes estaba a su lado en la catedral, alto y rudo y lleno de vigor juvenil. «Ya no habrá boda», pensó Juana. El día anterior, aquel pensamiento la habría llenado del más profundo alivio y alegría; en aquel momento no sentía nada salvo un enorme vacío. Lo dejó tendido junto a su padre y continuó su busca.

Encontró a Juan en el rincón, aferrando todavía con la mano la espada del hombre del norte. Le habían aplastado la nuca de un golpe, pero la muerte no había dejado huellas en su cara. Sus ojos azules estaban límpidos y abiertos; la boca se estiraba ligeramente hacia atrás en lo que parecía una sonrisa. Había tenido la muerte de un guerrero.

Corrió dando traspiés hacia la puerta y la abrió. Las pesadas hojas cedieron de una forma extraña; las bisagras habían sido destrozadas por las hachas de los atacantes. Juana corrió afuera y se quedó un momento aspirando con fuerza el aire fresco, liberando los pulmones del hedor de la muerte.

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