Cayó de rodillas. La nieve húmeda atravesó su capa de lana. Sentía mucho frío, pero no podía volver adentro. Había algo que tenía que hacer. Con el índice trazó en la nieve las letras bien conocidas del Evangelio de san Juan:
Ubi sum ego vos non potestis venire
. «Donde yo estoy no podéis venir vosotros».
—Cumpliremos la penitencia —dijo el canónigo después del entierro— para pagar por los pecados que hicieron que la ira de Dios cayera sobre nuestra familia.
Mandó a Juana y a Juan arrodillarse a rezar en silencio sobre la dura tabla que servía como altar a la familia. Se quedaron allí todo el día sin comer ni beber nada hasta que al fin, cuando cayó la noche, se les permitió ir a dormir a la cama. Ésta era grande y vacía ahora que no estaba Mateo. Juan gemía de hambre. En medio de la noche Gudrun los despertó, llevándose un dedo a los labios para advertirles que debían estar callados. El canónigo dormía. Les dio pan y una taza de madera con leche de cabra caliente: era toda la comida que se atrevía a sacar de la despensa sin despertar las sospechas de su marido. Juan se comió su pan y todavía tenía hambre; Juana compartió el suyo con él. Cuando terminaron, Gudrun los arropó, cogió la taza y se marchó. Los niños se abrazaron y no tardaron en dormirse.
Con la primera luz, el canónigo los despertó y sin romper el ayuno los mandó al altar a reanudar la penitencia. La mañana llegó y se fue, al igual que la hora de la comida, y todavía seguían de rodillas. Los rayos del sol del crepúsculo daban en el altar, filtrándose entre las tablas de la ventana de la casa. Juana suspiró y cambió de posición en el altar casero. Tenía doloridas las rodillas y el estómago le hacía ruidos. Luchó por concentrarse en las palabras de su plegaria:
Pater Noster qui es in caelis, sanctificetur nomen tuum, adveniat regnum tuum…
No servía. La incomodidad de la situación lo impedía. Estaba cansada, tenía hambre y echaba de menos a Mateo. Se preguntaba por qué no lloraba. Tenía la sensación de una cierta presión en su garganta y en su pecho, pero las lágrimas no afloraban.
Miró el pequeño crucifijo de madera que había en la pared ante el altar. El canónigo lo había traído de su nativa Inglaterra cuando fue a ejercer su misión entre los sajones paganos. Tallada por un artista de Northumbria, la figura de Cristo tenía más vigor y precisión que la mayoría de los trabajos de los francos. Su cuerpo se extendía en la cruz, todo miembros estirados y costillas, la mitad inferior retorcida para destacar su mortal agonía. Tenía la cabeza echada hacia atrás, de modo que la nuez se hacía muy visible: un recordatorio, extrañamente desconcertante, de su masculinidad humana. La madera tenía profundos surcos que representaban la sangre que fluía de sus muchas heridas.
La figura, a pesar de su fuerza, era grotesca. Juana sabía que debería sentirse llena de amor y reverencia ante el sacrificio de Cristo, pero en lugar de eso sentía repulsión. Comparado con los dioses hermosos y fuertes de su madre, aquella figura parecía fea, rota y derrotada.
A su lado, Juan empezó a sollozar. Juana lo cogió de una mano. Su hermano tenía poco aguante. Ella era más fuerte y lo sabía. Aunque él tenía diez años y ella sólo siete, a Juana le resultaba enteramente natural consolar y proteger a su hermano en lugar de que fuera al revés.
El niño tenía lágrimas en los ojos.
—No es justo —dijo.
—No llores. —Juana temía que el ruido pudiera atraer a su madre, o peor aún, al padre—. Pronto habrá terminado.
—¡No es eso! —respondió Juan con su dignidad herida.
—¿Qué es entonces?
—No lo entenderías.
—Cuéntamelo.
—Nuestro padre querrá que yo siga los estudios de Mateo. Sé que lo querrá. Y yo no puedo; no puedo.
—A lo mejor puedes —dijo Juana, aunque comprendía el motivo de la preocupación de su hermano.
Su padre lo acusaba de pereza y lo castigaba cuando no avanzaba en sus estudios, pero no era culpa de Juan. Trataba de hacerlo bien, pero era lento. Siempre lo había sido.
—No —insistió Juan—. Yo no soy como Mateo. ¿Sabías que nuestro padre planeaba llevarlo a Aquisgrán, a pedir que lo aceptaran en la Escuela Palatina?
—¿De veras?
Juana estaba asombrada. ¡La escuela del palacio! No sospechaba que las ambiciones de su padre para Mateo llegaran tan alto.
—Y yo ni siquiera puedo leer a Donato todavía. Padre dice que Mateo había terminado a Donato cuando tenía tan sólo nueve años y yo ya tengo casi diez. ¿Qué haré, Juana? ¿Qué haré?
—Bueno… —Juana trató de pensar en algo que lo consolara, pero la tensión de los últimos días había llevado a Juan a un estado en el que ya nada podía tranquilizarlo.
—Me pegará. Sé que me pegará. —Empezó a gritar—. ¡No quiero que me pegue!
Apareció Gudrun en el umbral. Mientras dirigía miradas nerviosas al cuarto vecino, corrió hacia Juan.
—Basta. ¿Quieres que tu padre te oiga? ¡Basta, te digo!
Juan se balanceó con torpeza en el altar, echó la cabeza atrás y soltó un grito. Sin oír a su madre siguió gimiendo y las lágrimas siguieron cayendo por sus mejillas enrojecidas.
Gudrun lo cogió por los hombros y lo zarandeó. La cabeza del niño se movió violentamente atrás y adelante; tenía los ojos cerrados y la boca abierta. Juana oyó el castañeteo de los dientes al cerrarse la boca. Sobresaltado, Juan abrió los ojos y vio a su madre. Gudrun lo abrazó.
—No llorarás más. Por tu hermana y por mí no debes llorar. Todo saldrá bien, Juan. Pero ahora tienes que estar callado. —Lo acunó, tierna y severamente al mismo tiempo.
Juana los miraba con expresión pensativa. Reconocía la verdad de lo que había dicho su hermano. Juan no era inteligente. No podía seguir los pasos de Mateo. Pero… Su rostro se encendió de entusiasmo, como si la alcanzara la fuerza de una revelación.
—¿Qué pasa, Juana? —Gudrun había visto la extraña expresión en el rostro de su hija—. ¿Te sientes mal?
Estaba preocupada porque se sabía que los demonios que traían la fiebre solían quedarse en las casas.
—No, mamá. ¡Pero tengo una idea, una maravillosa idea!
Gudrun gimió para sí. La niña estaba llena de ideas que sólo servían para acarrearles problemas.
—¿Sí?
—Nuestro padre quería que Mateo fuera a la Escuela Palatina.
—Lo sé.
—Y ahora querrá que vaya Juan en lugar de Mateo. Por eso llora, mamá. Sabe que no puede hacerlo y teme que nuestro padre se enfade.
—¿Y? —Gudrun estaba intrigada.
—¡Yo puedo hacerlo, mamá! Yo puedo continuar los estudios de Mateo.
Por un instante, Gudrun quedó demasiado asombrada para responder. Su hija, su criatura, la que ella más amaba de sus hijos, la única con la que había compartido la lengua y los secretos de su pueblo… ¿Ella quería estudiar los libros sagrados de los conquistadores cristianos? Que Juana lo pensara siquiera ya bastaba para herirla en lo más hondo.
—¡Tonterías! —dijo.
—Puedo trabajar mucho —insistió Juana—. Me gusta estudiar y aprender cosas. Puedo hacerlo y entonces Juan no tendrá que ir. Él no sirve para eso.
Hubo un sollozo ahogado de Juan, cuya cara seguía hundida en el pecho de su madre.
—Eres mujer, esas cosas no son para ti —dijo Gudrun—. Además, tu padre nunca lo aprobaría.
—Pero mamá, eso era antes. Las cosas han cambiado. ¿No lo ves? Ahora nuestro padre puede pensar de otro modo.
—Te prohíbo que hables de esto a tu padre. Debes de estar desvariando por falta de comida y descanso, como tu hermano. De otro modo nunca dirías esas cosas.
—Pero… mamá, si yo pudiera darle a entender…
—¡Basta he dicho! —El tono de Gudrun no daba pie a más discusiones.
Juana guardó silencio. Buscó dentro de su túnica y apretó el medallón de santa Catalina que le había tallado Mateo. «Puedo leer latín y Juan no puede —pensó con obstinación—. ¿Qué importa que sea mujer?».
Fue hacia la Biblia del pequeño atril de madera. La levantó, sintió su peso, las marcas tan conocidas sobre el dorado de la cubierta. El olor de madera y pergamino, que ella relacionaba con Mateo, la hizo pensar en lo que habían hecho juntos, en todo lo que él le había enseñado y en todo lo que ella quería aprender todavía. «Quizá, si demostrase a mi padre lo que he aprendido… quizás entonces vería que puedo». Una vez más, sintió una oleada de entusiasmo. «Pero podría haber problemas. Él podría enfadarse». El carácter de su padre la asustaba; la había golpeado lo bastante para que ella conociera y temiera la fuerza de su ira.
Se quedó sin saber qué hacer, tocando con la punta de los dedos la superficie pulida de la tapa de madera de la Biblia. Siguiendo un impulso la abrió; la página que quedó ante su vista era la primera del Evangelio según san Juan, el texto que había usado Mateo para empezar a enseñarle. «Es una señal», pensó.
La madre seguía sentada dándole la espalda, acunando a Juan, cuyos sollozos se habían transformado en hipo. «Es mi oportunidad». Sostuvo el libro abierto y fue con él al cuarto vecino.
Su padre estaba hundido en una silla con la cabeza inclinada y las manos cubriéndole la cara. No se movió cuando ella se acercó. Ella se detuvo de pronto, asustada. La idea era imposible, ridícula; él nunca lo aprobaría. Estaba a punto de retirarse cuando el canónigo apartó las manos de la cara y la miró. Ella permaneció allí con el libro abierto en las manos.
Su voz era vacilante cuando empezó a leer:
—
In principio erat verbum et verbum erat apud Deum et verbum erat Deus…
—No hubo interrupción; siguió adelante y a medida que leía lo hacía con mayor seguridad—. «Todas las cosas fueron hechas por Él y sin Él no hubo cosa que fuera hecha. En Él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilló en la oscuridad y la oscuridad no la abarcó». —Se sentía colmada por la belleza y el poder de las palabras, que la llevaban hacia delante y le daban fuerzas. Llegó al final iluminada por el éxito, sabiendo que había leído bien. Alzó la vista y vio que su padre la miraba fijamente—. Sé leer. Mateo me enseñó. Lo mantuvimos en secreto para que nadie lo supiera. —Las palabras le salían en un torrente confuso—. Yo puedo hacerte sentir orgulloso de mí, padre, sé que puedo. Déjame proseguir los estudios de Mateo.
—¡Tú! —La voz de su padre retumbaba de furia—. ¡Fuiste tú! —La señaló con aire acusador— ¡Fuiste tú! ¡Tú provocaste la ira de Dios sobre nosotros! ¡Hija desnaturalizada! ¡Monstruo! ¡Tú mataste a tu hermano!
Juana quedó con la boca abierta. El canónigo fue hacia ella con el brazo levantado. Juana soltó el libro y trató de correr, pero él la atrapó y la hizo dar media vuelta; descargó el puño sobre su mejilla con tanta fuerza que la lanzó hasta la pared, contra la que se golpeó la cabeza.
Fue hacia ella. Juana se agazapó esperando otro golpe. Pero no lo hubo. Pasaron unos momentos y el padre empezó a soltar unos sonidos roncos, guturales. La niña comprendió que estaba llorando. Nunca lo había visto llorar.
—¡Juana! —Gudrun entró en el cuarto— ¿Qué has hecho, niña? —Se arrodilló junto a Juana y vio el cardenal que ya se hinchaba bajo el ojo derecho. Interponiéndose entre la niña y su marido, susurró—: ¿Qué te había dicho? Niña tonta, mira lo que has hecho. —En voz más alta dijo—: Ve con tu hermano. Te necesita. —Ayudó a Juana a levantarse y la empujó para que saliera rápido.
El canónigo miraba con gesto sombrío a Juana mientras iba hacia la puerta.
—Olvida a la niña, esposo —le dijo Gudrun para distraerlo—. No tiene importancia. No desesperes; recuerda que todavía tienes otro hijo.
Fue en
Aranmanoth
, el mes de la cosecha del trigo, durante el otoño de su noveno año, cuando Juana conoció a Esculapio. Se había detenido en el
grubenhaus
del canónigo, camino de Maguncia, donde iba a ejercer de maestro en la escuela de la catedral.
—¡Bienvenido, señor, bienvenido! —lo saludó el padre de Juana con entusiasmo—. Nos alegramos de que hayas llegado sin contratiempos. Espero que el viaje no haya sido demasiado difícil. —Con una inclinación de cabeza señaló al invitado el interior de la casa—. Ven a refrescarte. ¡Gudrun! ¡Trae vino! Haces un gran honor a mi humilde morada con tu presencia, señor. —Por el comportamiento de su padre, Juana comprendió que Esculapio era un sabio de cierto renombre e importancia.
Era griego e iba vestido al modo bizantino. Su buena clámide de lino blanco estaba sujeta con un simple broche de metal y cubierta con una larga capa azul, bordada con un hilo de plata. Llevaba el cabello corto, como un campesino, y pegado al cráneo con aceite. A diferencia de su padre, que se afeitaba al modo del clero franco, Esculapio llevaba una barba poblada y larga, blanca como su cabello.
Cuando el padre la llamó para presentarla, ella sufrió un ataque de timidez y se plantó con torpeza frente al extraño, con los ojos fijos en el entramado de sus sandalias. Finalmente intervino el canónigo y la mandó a ayudar a su madre a preparar la cena.
Cuando se sentaron a la mesa, el canónigo habló.
—Tenemos la costumbre de leer un pasaje del Libro Sagrado antes de compartir la comida. ¿Nos harías el honor de leer esta noche?
—Muy bien —dijo Esculapio sonriendo. Con cuidado abrió las tapas de madera y volvió las frágiles hojas de pergamino—. El texto es del Eclesiastés.
Omnia tempus habent, et momentum suum cuique negotio sub caelo…
Juana nunca había oído pronunciar el latín de modo tan hermoso. La pronunciación de aquel hombre era distinta: las palabras no se fundían unas con otras, al estilo galo: cada una era redondeada y distinta, como gotas de una lluvia clara. «Para todo hay un tiempo, un momento para cada asunto bajo el cielo. Un tiempo para nacer y un tiempo para morir; un tiempo para plantar y un tiempo para cosechar lo que se ha plantado…» Juana había oído a su padre leer el mismo pasaje muchas veces, pero en la voz de Esculapio le encontraba una belleza que antes no había imaginado.
Cuando hubo terminado, Esculapio cerró el libro.
—Un excelente ejemplar —le dijo con admiración al canónigo—. Escrito con buena letra. Debes de haberlo traído de Inglaterra; he oído que el arte todavía florece allí. Es raro en los días que corren encontrar un manuscrito tan libre de barbarismos gramaticales.
El canónigo se ruborizó de placer.
—Había muchos semejantes en la biblioteca de Lindisfarne. Éste me fue confiado por el obispo cuando me envió a la misión en Sajonia.