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Authors: Elena Poniatowska

Tags: #Relato

La piel del cielo (11 page)

—Lorenzo, vámonos a Lucerna, una mala noticia…

En el camino, dentro del Ford, Diego le dio la noticia: «Tu padre está gravísimo. Quién sabe si lo alcances. Tu tía Tana llamó a la casa para que te localizara».

—¿Qué le pasó a mi padre?

—Van a decir que es un paro cardiaco…

—Pero ¿de qué murió mi papá?

—De una pedrada.

Lorenzo sintió que su cara ardía.

—¿Quéeee?

—Sí, como te lo digo, de una pedrada.

—¿Dónde? ¿Cómo? No estamos en el monte, ¿quién va a morir de una pedrada? —Lorenzo puso su mano sobre el brazo del conductor.

—Iba caminando en la calle y al dar la vuelta en una esquina alguien le aventó una piedra, con tan mala suerte que le dio en la nuca. No sufrió, murió instantáneamente. Claro que hubo mucha sangre, lo demás te lo ahorro.

—Esto es de locos, de locos. ¿Agarraron al culpable?

—Claro que no y nunca lo van a agarrar. Unos jóvenes que sabían dónde vive tu papá recogieron el cuerpo y lo llevaron a su casa.

¿Qué era esa muerte? ¿La de la edad de piedra? ¿La de la mujer adúltera del evangelio atacada por la multitud condenatoria? ¿Una muerte así en el siglo
XX
y en plena ciudad? ¿Una pedrada en la cabeza? A Lorenzo lo indignó esa humillación infligida a su padre. ¿Apedreado como un perro? Que un hombre tan delicado tuviera esa muerte a Lorenzo lo hería en lo más íntimo; su corazón-esponja latía mojándole las sienes. «No entiendo, no entiendo nada. ¿Una piedra?», repetía.

En la ciudad vacía Diego pisó el acelerador y llegaron en un santiamén. En torno a la cama de don Joaquín rezaban doña Tana, Tila y dos mujeres más vestidas de negro. El parpadeo de la luz de las veladoras contra los muros hacía que el dormitorio pareciera una capilla.

—Ya no lo alcanzaste, tuvo un paro cardiaco —dijo Tana, descompuesta.

El rostro de su padre, la cabeza sobre la almohada, los párpados ya cerrados por las piadosas manos de Tila, tenía una nobleza que golpeó a Lorenzo. ¿Cómo era posible que jamás se la hubiera notado? Su perfil destacaba muy puro, su frente amplia, sus labios finos dibujaban una leve sonrisa en su rostro blanco dándole una espiritualidad insospechada.

«Pero si nunca hizo nada en su vida —pensó Lorenzo— ¿cómo es posible que tenga esa nobleza?». La tenía. Las gruesas manos de Tila arreglaron la sábana y alisaron los cabellos de don Joaquín para atrás con una confianza que hizo que Lorenzo la mirara fijamente. ¿Así que Tila quería a ese fifí, ese señorito entregado al ocio y a la irresponsabilidad? Jamás pensó que entre su padre y Tila existiera un lazo afectivo. Era tan indiferente que creyó que para él la criada no existía. Tila murmuró en voz baja:

—Habría que mandar traer al niño Santiago, quería mucho a su papacito.

Juan, impávido, se mantenía en la penumbra.

De un rincón de la pieza salió un sollozo. Era la tía Tana. A Lorenzo le asombró su llanto. De pronto dos revelaciones lo apabullaban, el de la nobleza en el rostro de su padre y el de Tana capaz de conmoverse. Tila, que seguía arreglando la cama, dijo, adivinando su pensamiento:

—Quería a su hermano como a un hijo, siempre lo protegió. No puede aceptar que se haya ido antes que ella… Es duro para ella, niño Lorenzo, es lo peor.

Verla así, vencida, le dio miedo. Se acercó y puso la mano sobre su hombro:

—Siempre has sido fuerte, tía, no nos falles ahora.

La tía Tana, la nuca doblada, los cabellos blancos, el rostro empapado por las lágrimas, sólo hizo una señal afirmativa con los hombros, ¿o los había levantado en señal de «ya qué me importa todo»?

Tila de nuevo se acercó:

—¿No va a venir Leticia? Están a punto de entrar los de la agencia funeraria y a partir de ese momento todo va a ir muy aprisa… Van a tener que salirse, voy a vestirlo…

Lorenzo iba de sorpresa en sorpresa, la dueña de su padre era Tila con su cara redonda extrañamente lisa y joven para su edad («Es que la piel morena aguanta más que la blanca», le dijo una vez Leticia cuando se lo comentó). La de las decisiones también. Tila, que no se había casado, ahora embalsamaría a su padre, lo lavaría y lo vestiría con su mejor traje, haría el nudo de su corbata. Recordó cómo don Joaquín, poniéndose tras de él frente al espejo, anudó la suya, hacía años, cuando vistió su primer smoking.

Cuando subieron cuatro urracas negras por la escalera, Tila se encerró con ellos. La tía Tana se fue a poner de negro y a la hora, ella, Lorenzo y Juan subieron al Ford de Diego Beristáin. A Lorenzo le asombró su compostura durante el funeral. Ni una sola muestra de abatimiento, tiesa, sonrió altiva bajo su mantilla de encaje sostenida alta por una peineta que le daba un porte de reina derrotada. «Parece un Velázquez», dijo Diego. «Más bien un Goya», corrigió Lorenzo.

Desfilaron los mismos de siempre y de pronto, en el cementerio a la vista de todos, con un vestido demasiado corto apareció Leticia, despeinada y ultrajante. Respiraba salud y su ángel los cubría a todos. Su pelo rojo rizado y alborotado le hacía un halo y toda su figura tenía efluvios de alcoba. Nadie atendió al pobre de Joaquín y Lorenzo oyó a la marquesa del Ciruelillo decir en voz alta: «Mira nada más, parece actriz de cine italiano». El conde de Olmos afocó sus prismáticos como en la ópera y le comunicó a Mimí Roura Reyes: «Tiene cabeza de ángel». Las piernas sin medias de Leticia, doradas por el sol, paradas sobre la tierra negra, al lado de los cuatro empleados que iban echando las paletadas en la fosa, eran dos imanes: nadie podía desprender la vista de esas torres de cedro, lo mismo sus brazos desnudos que emergían de la blusa corriente. Las profundidades lodosas estaban a ras de tierra y no allá abajo en el fondo de la fosa en la que trasminaba el agua. También los sepultureros, al recoger la tierra, levantaban los ojos hacia la mujer que resplandecía al sol, la piel acabada de bañar era tan lozana que daban ganas de hincarle los dientes. Era pura, radiante energía, con razón las partículas se aglomeraban en torno a ella. Ninguna ánima en pena en este sepelio, Lorenzo vio con enojo cómo todos se formaban para abrazar a Leticia y darle el pésame antes que a Cayetana. Absolutamente todos movían la cola y querían restregar su vientre contra el de Leticia.
Gloria in Excelsis Dei, Laetitia
. Hombres, mujeres y niños deseaban apretarse a esta criatura de delicias, los mayores de edad se autonombraban sus tíos, cubrían su rostro de besos diciéndole: «No llores, m’hijita linda, no llores, aquí estoy yo», y enjugaban sus lágrimas con sus labios (porque Leticia, sentimental y ruidosa, lagrimeaba copiosamente), de tal modo que a fin de cuentas la hermana menor de la familia De Tena, la hija de don Joaquín, le robó sus honras fúnebres; los jóvenes que nunca pensaron rezar inquirían presurosos: «¿Dónde van a ser los rosarios? ¿Cuándo la misa?», y se lo preguntaban precisamente a Leticia que no sabía ni jota de futuras ceremonias.

Al despedirse, doña Tana le dijo a su sobrina:

—A los rosarios, espero que asistas con otra falda y una blusa de manga larga…

—Sí, tía —la abrazó—; es que agarré lo primero que vi. Ni tiempo de ponerme medias…

—Sí, ya lo vimos todos. Pasas primero a la casa para revisarte.

—Claro, tía.

—Te prestaré una mantilla adecuada…

—Gracias, tía.

Ahora resultaba que el miembro más conspicuo de los orgullosos De Tena era la descastada, la caída, la que hacía su regalada gana. Lorenzo, incrédulo, veía a la tía Tana acinturar a Leticia a pesar de sus larguísimas ausencias. ¿Sospecharía algo Cayetana de Tena? Seguramente sí porque no preguntaba: «¿Cuándo se casa Leticia?». Jamás podría admitir que una De Tena había caído en desgracia. Por lo tanto, lo más inteligente era no darse por enterada. Sin embargo, la presencia de su sobrina hacía que su rostro se iluminara y la tía Tana tendía sus mejillas polveadas para que los labios hinchados y frutales de la muchacha se posaran en ellas y le devolvía sus besos a la velocidad del sonido. Lorenzo no tuvo más remedio que llegar a la conclusión de que la naturaleza vence cualquier prejuicio.

—¿Estás bien, Leticia? —le preguntó Lorenzo con severidad.

—Sí, hermano, sí.

—Pero ¿comes bien, tus hijos comen bien?

—Sí, comemos bien. Si vienes a la casa voy a darte albóndigas de caca con salsa de pipí, puré de cerilla y gelatina de mocos.

La misma Leticia de siempre. Ni en esta circunstancia podía cambiar. Lorenzo le dio la espalda.

Diego Beristáin corroboró la impresión general:

—¡Dios mío, cuánto
sex-appeal
tiene tu hermana! Créeme, la pasé muy bien, tanto que ahorita mismo me voy a casa de La Bandida. ¿Tú qué piensas hacer, Lorenzo?

Para su azoro, el joven De Tena respondió:

—Voy contigo. Combatir la muerte con la vida es una regla de salud mental. Tengo unas inmensas ganas de coger.

—¡Nunca habías usado esa palabra! ¡Vámonos! Pero qué manguito es tu hermana, con tu perdón, qué buena está, de a tiro buena, pocas veces he visto tanto ángel, y créeme, de mujeres yo sí sé…

—¡Ah, y yo no!

—Tú no, tú vives en otro mundo, Lorenzo.

9.

Cada dos o tres meses, Lorenzo visitaba a la tía Cayetana. También Leticia la acompañaba algunas tardes, claro, sin sus hijos, Juan se había esfumado. Santiago, el benjamín, era ahora economista. «Su futuro está en Wall Street», le dijeron los
brokers
a Emilia, quien les hacía llegar fotografías de un muchacho alto y delgado, al que le sentaba el oficio de banquero. «Welcome, welcome, Mister Buckley», lo saludaría Lorenzo cuando regresara a México.

Lorenzo se forzaba a ir a Lucerna, pero traspuesto el umbral, la casa lo reconocía y los muros se amoldaban a su cuerpo como un viejo abrigo. Entrar a la cocina, abrazar a Tila, «Niño Lenchito, ¿te sirvo algo antes de que te vayas?», subir a la recámara y ver a Cayetana sentada al solecito era un reflejo condicionado.

—Tía, ¡qué callada!

—Desde que ustedes se fueron no hay movimiento, recibo poco, por lo tanto no me invitan.

—¿Tus grandes comidas?

—Ya no, Lorenzo, ya no, sin tu padre y sin Manuel, no tengo ánimos. También yo morí con ellos.

—Tía, no digas eso. ¿Tu bridge?

—Eso sí, para que veas me distrae, pero es una vez a la semana con los amigos, igual de solos que yo.

Al salir, Lorenzo se prometía visitarla con más frecuencia pero el ajetreo cotidiano lo impedía y además le tenía rencor porque lo había refundido en la Libre de Derecho. Sólo una vez lo miró a los ojos cuando Lorenzo le anunció:

—Tía, no quiero ser abogado, no aguanto la corrupción, las trácalas, las tareas que nos encomiendan son una degradación, tampoco tengo estómago para los desahucios.

Al abandonar la abogacía, Lorenzo no tuvo con quién compartir sus temores. Las calles, asfixiadas bajo la manta gris de su depresión, ya no lo distraían y cayó hasta el fondo del pozo. Caminaba ensimismado. Qué fácil es perderse en una ciudad que un día antes era como su casa.

Una mañana, a punto de toparse con Chava Zúñiga en Bucareli, buscó refugio en la primera miscelánea. No quería que nadie lo viera desde que Beristáin lo recibió con un: «¡Qué barbaridad, hermano, qué mal te ves, estás en los huesos!, ¿qué pasa contigo?». Anticipaba las exclamaciones de Zúñiga y su afición a la hipérbole: «¿Ya dejaste el despacho? Hermano, ¿dónde está tu
savoir-faire
? Te has vuelto siniestro, si no te adaptas no vas a llegar a ninguna parte».

El camino de la pandilla era ascendente. Zúñiga pasaba cada vez más tiempo con políticos que lo confirmaban en su creencia de que estar fuera del presupuesto es un error. Víctor Ortiz consiguió trabajo en la ONU, «Mi sueldo es en dólares, hermano»; también La Pipa había entrado al servicio diplomático. Desde luego, la carrera más brillante era la de Diego Beristáin, el mejor dotado.

«¿Cómo está Lorenzo? ¡Fatal, fatal, no sabes a qué grado! Es la peor de sus crisis. Todos le huyen». Leticia hizo el favor de repetirle a su hermano entre risas el comentario de la pandilla para luego aclarar: «Se dice el pecado pero no el pecador». «Ahora resulta que tú eres cómplice de mis amigos, pues quédate con ellos, Leticia». «¿Lo ves?, me prefieren. Antes les hacías falta en
Milenio
, ahora les pareces nefasto. La última vez que te vieron, de lo único que hablaste fue de los siete millones de perros que había que matar porque setecientos mexicanos habían muerto de rabia. Hasta diste cifras —doscientos mil perros producen 250 gramos de caca cada uno—. Como jamás saliste del fecalismo sobre el que tienes tantas precisiones pensaron que tenías rabia», rió Leticia.

Lorenzo gruñó para correrla. Leticia podía tomar su vida y pasársela a otro como una piedra. En su caso, nadie se haría cargo, no tenía los encantos de su hermana. Ni los de Emilia, la mayor. Las mujeres sí pueden adherirse al cuerpo masculino, pertenecer a, vivir la vida de otro. Él tenía que encontrar la suya y mientras los demás arrancaban briosos, se retraía, incrédulo, desesperado.

Leticia, en cambio, llegaba feliz como un río caudaloso, la sonrisa en los labios, hasta podía oírsele crecer el pelo, todo se movía en esa mujer, todo. Cada maternidad la abrillantaba. Con un niño en brazos y otro de la mano, caminaba sobre sus tacones con gracia de quinceañera. «Con razón se les antoja», pensó Lorenzo. Se dejaba a sí misma en todas partes como un regalo. Atendía a sus hijos entre risas y bromas, nunca mencionaba al galán en turno, «para no disgustarte, tú que eres tan enojón», y al despedirse de Lorenzo seguía enviando besitos desde la puerta. «Eres una inconsciente». «Para eso estás tú, para ser la conciencia de México», respondía ella con un mohín. «¿Adónde vas a ir a dar, Leticia?». «¿Y tú? Con tus cavilaciones, estás más cerca del infierno que yo».

«A lo mejor es ella quien tiene razón», pensaba Lorenzo espantado. Era una irresponsable y, sin embargo, ¡qué mujer más segura y más desprejuiciada! Como relámpago lo cimbró el recuerdo de Florencia. «¿Dónde vives, Leticia? No, no me digas, no quiero saberlo». «Vivo en una casa con jardín y los niños y yo nos tiramos en el pasto a buscar tréboles de cuatro hojas». «Además, tengo una magnolia de las que tanto te gustan y florea cada año». «Pues vaya, le haces honor a tu nombre con esa sonrisa». «Sí, ¿verdad? La única vez que he sido verdaderamente infeliz ha sido contigo». «¿Por qué, Leticia?» «Porque compartir tu vida es dejar de ser uno mismo. Pobre de la que se case contigo». «Nunca me voy a casar. No estoy hecho para tener familia». «Ya verás, Lorenzo, que la vida decide otra cosa. Pobre de tu mujer, nunca podrá bailar desnuda». «¿Y qué mujer quiere bailar desnuda?» «Yo, Lorenzo, y muchas como yo». Era diferente, un fenómeno de la naturaleza imposible de clasificar.

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