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Authors: Elena Poniatowska

Tags: #Relato

La piel del cielo (30 page)

Volaba del Instituto Case en Cleveland al Observatorio McDonald en Texas para trabajar con Otto Struve. Ir a discutir con Fritz Zwicky e incluso visitarlo en su casa en Suiza era un placer, sobre todo ahora que Zwicky estudiaba las estrellas en la cabellera de Berenice. Volvía a MIT para asistir a un simposio sobre la composición de nebulosas gaseosas y de allí atravesaba el Atlántico a Monte Stromlo en Australia a seguir trabajando en las T-Tauri, T del Toro. Al ver los espectros de la galaxia de Andrómeda y la del Triángulo Hydrus, Lorenzo descubrió que los objetos antes considerados cúmulos estelares en esas galaxias no eran más que nebulosas de emisión semejantes a la de Orión. Hasta entonces se creía que las T-Tauri se daban en los bordes oscuros de las regiones de emisión, pero tanto en el cielo austral como en el de Tonantzintla y en el de diferentes regiones, brillaban un gran número de T-Tauri, variables tanto en su luminosidad como en sus características espectrales.

Las mismas T-Tauri que Lorenzo trabajó con William Wilson Morgan, el del atlas de espectros estelares, lo condujeron al descubrimiento de las que habría de llamar estrellas ráfaga.

A raíz del estudio sistemático en cúmulos galácticos de distintas edades, demostró que las ráfagas se daban en una población de estrellas jóvenes. Estableció su secuencia evolutiva y las describió más pequeñas y frías que el Sol. «Estas estrellas ráfaga repentinamente aumentan su brillo, producen explosiones gigantescas en cuestión de segundos o minutos, aumentando en algunos casos miles de veces su luminosidad para volver horas más tarde a su estado normal».

Lo admiraban por su descubrimiento de las novas y supernovas. Las estrellas azules en la dirección del Polo Sur Galáctico ya tenían las siglas de su apellido, así como otros objetos estelares, un cometa y galaxias de color azul y ultravioleta. Con más de setenta y cuatro trabajos publicados y el doctorado
Honoris Causa
del Case Institute of Technology de Cleveland, podía sentirse satisfecho. El Instituto Case afirmaba que sus descubrimientos habían dado renombre a su Universidad y a su país, y en los años futuros, estudiantes y astrónomos de muchas naciones se beneficiarían de ellos.

Desde el momento en que Walter Baade leyó el artículo sobre estrellas variables RR Lira en el
Astronomical Journal
, invitó a Lorenzo a Caltech. Baade, emigrado alemán y astrónomo observacional, había fijado la escala de distancia en el universo, pero el descubrimiento de dos tipos de estrellas RR Lira, Lorenzo advirtió que el universo se volvía dos veces mayor. Ciertamente el universo era más grande de lo que pensaba Shapley.

En Caltech, Lorenzo pensó mucho en Shapley, ahora superado. Así era la ciencia, una cadena en la que un científico venía a ser el eslabón del siguiente. Sólo los viejos astrónomos comentaban el debate entre Curtis y Shapley sobre la naturaleza de galaxias. Hubble y la expansión del universo eran el objeto de culto.

Dirigir Tacubaya no le impedía ocuparse de su propia investigación, y cuando el rector le ofreció la dirección del Observatorio de Tonantzintla y la del Instituto de Astronomía de la Universidad, se sintió abrumado. Carlos Graef lo felicitó. «¡Qué quieres, hermano, eres
El
astrónomo! Tú puedes con eso y más. Haces falta en la Universidad; en Tacubaya formas parte del inventario. En cuanto a Tonantzintla, sólo tú puedes sacarlo adelante».

Un domingo a mediodía, Diego le cayó a Lorenzo en Tonantzintla: «Si la montaña no viene a nosotros, hay que ir a la montaña. Invítame a comer, hermano, pero primero llévame a conocer tu famoso cuarenta pulgadas».

Al ver las palabras griegas grabadas en el edificio principal, Diego recordó, entre otros muchos pasajes, el diálogo del coro y las Oceánidas de Esquilo: «¿Qué has hecho para librar a los hombres del horror a la muerte?». Y contesta Prometeo: «Sembré en su corazón la ciega esperanza». En la versión de Esquilo que publicó Vasconcelos, decía: «Hice habitar entre ellos la ciega esperanza».

Conmovido por el entusiasmo de Diego, se enfrascaron en una discusión que los devolvía a la adolescencia. Volvieron a su tema eterno, el del tiempo que no tiene fin. «El tiempo seguirá después de nuestra muerte, Diego», sonrió Lorenzo. Le consolaba que la ciencia fuera una sucesión en el tiempo, que los experimentos se encadenaran y que allí donde uno se detiene, otro sigue adelante. Repetía: «La eternidad es una invención del hombre». Diego discurría acerca del gran estallido y toda la maravillosa exactitud del universo: «Ni un milímetro varía, Lencho, vamos a ir a la Luna, a Marte, vamos a ver toda esa leche que es la Vía Láctea». Lorenzo insistía en los millones de galaxias del universo en expansión. «Ya lo ves, ¿dónde está el límite?», sonreía Diego su sonrisa de niño. «El límite está en nosotros», concluía Lorenzo, mucho menos optimista que su amigo.

—¿Te acuerdas de la polémica que tuvimos en torno a la religión, Lencho? Decías que te chocaba hablar de ella porque uno siempre acaba diciendo simplezas. Al maestro Elorduy le parecía intolerable la imagen de un viejo barbón sentado en una nube con su hijo a la diestra. «¿Cómo quieren ustedes entender el cosmos sin una fuerza vital y ordenadora?», preguntabas. A ti, nadie te sacaba de tu fuerza ordenadora del universo que no podías explicar y repetías: «No creo en Dios, no creo en Dios, no creo en Dios», como un poseso.

—Soy un poco como el rey Arturo de la Mesa Redonda de Tennyson. Al retornar derrotado de la guerra que absorbió su vida, lo invade la decepción. La reina lo traicionó, su reino que alguna vez causó envidias es un desastre. Concluye que a Dios puede verlo en el milagro de las estrellas y en las manifestaciones de la naturaleza. «En cambio, no lo veo entre los hombres, ciegos de odios y pasiones, capaces de asesinato y del flagelo de la guerra, como si todo esto fuere obra de un dios menor incapaz de haber llevado su plan a una realidad superior». Entiendo a Tennyson. La perfección y el orden del cosmos conmueven, pero en la Tierra predomina el mal. El hombre es capaz de crímenes inconcebibles. En nuestra época presenciamos los diabólicos campos de concentración, el holocausto y el atroz exterminio de Hiroshima y Nagasaki.

La discusión se volvía áspera cuando hablaban del hambre. «Mira, Diego, la democracia en México es inexistente. Un analfabeto no puede votar ni elegir. ¿Qué va a saber lo que es un programa político? Necesita un mínimo nivel económico que defienda su decisión. ¿Qué defiende un pobre sin salario? Eso es lo que estamos viviendo todos los días». «Según tú, Lencho, ¿cuál es la solución si los mexicanos no tienen ni voz ni voto en las decisiones de gobierno?». Lorenzo insistía en la educación y se deshacía en críticas contra la Iglesia, ese gran estorbo para el desarrollo social de México. «Hijito, aguanta, porque tuyo será el reino de los cielos». La Iglesia Católica había capado a millones de mexicanos echándolos a la calle, inermes ante los acontecimientos, y eso Lorenzo no lo perdonaba. «No todos son así, Lencho». Por toda respuesta, su amigo le dijo que lo llevaría a Tepetzintla, en la sierra norte de Puebla, a tres horas de Zacatlán de las Manzanas. «En esa hondonada donde todos caminan descalzos, con su mecapal en la cabeza para acarrear leña, tengo un compadre que trabaja por una miseria en una parcela que no es suya y me dice “Comer es como tomar. En exceso hace daño. ” Sus niños son pequeñísimos y no van a crecer, sufren un alto grado de desnutrición, tienen diez años y parecen de seis. “Así como los ve de chiquitos, están tan hechos al hambre que muchos no quieren comer.” Cuando voy a visitarlos, Diego, se esconden. Si vieras su piel manchada y sus grandes ojeras, sentirías la misma rabia impotente que yo».

—¿Cuándo vienes a México, hermano?

—A la Universidad y a Tacubaya voy cuatro días a la semana, pero cada vez me siento más ajeno a la vida de la ciudad.

—No deberías aislarte tanto. El jueves de la semana que entra doy una cena, vente.

—La verdad, creo que mi comportamiento sería el del abominable hombre de las nieves.

—Mejor, porque tengo una reina de las nieves que presentarte. Mi mujer recibe muy bien y en la biblioteca te esperan varios volúmenes que no conoces.

Incluso en las reuniones de Diego, Lorenzo era un pez fuera del agua. Clara, su mujer, comentaba libros, conciertos, exposiciones, pero nadie se aventuraba a hablar de una teoría científica. Si acaso, discurrían acerca del peso del cerebro de Einstein. Con tres o cuatro copas encima, Lorenzo se lanzó a contarles su júbilo de adolescente al ver en el pizarrón las ecuaciones de Maxwell: «¿Cómo es posible que este tipo haya despertado una mañana y escrito las fórmulas de la energía eléctrica?». Se exaltó sin que nadie compartiera su emoción. Diego lo habría secundado, pero como perfecto anfitrión iba de un grupo a otro. Seguramente Maxwell debía tener el cerebro distinto a los demás y eso le permitió un gran descubrimiento. Al cabo de un rato sus oyentes lo abandonaban en busca de otro interlocutor. «¿Qué no les interesa comprender el universo?», se preguntaba extrañado.

Lorenzo se indignaba cuando oía hablar de la pureza del vasconcelismo. ¿Puro, Vasconcelos? ¿Dónde estaba «el maestro»? ¿Qué había hecho realmente por México? ¿Qué diablos les había dado a los mexicanos? Nada, nada, sólo los confundió. ¿Les enseñó a oponerse al gobierno? ¡Por favor, no nos chupemos el dedo! A sus seguidores los dejó como novias, vestidas y alborotadas.

El drama de la juventud mexicana era precisamente ése: que no tenía en quién creer. No había grandes viejos hacia quienes mirar. ¡Puros traidores!

«¿De qué sirvió repartir los cien clásicos en el campo? ¿Quién los leyó? Es dinero tirado por la ventana. Lo que necesitamos es “saber hacer”. Los campesinos mueren de hambre en medio de una riqueza impresionante que nadie sabe aprovechar. Para ellos es más importante aprender cómo renovar la tierra y conservar la fruta que recibir la
Iliada
y la
Odisea
. ¿Por qué no enseñamos a recoger los tejocotes tirados sobre la tierra y a utilizarlos? ¿Por qué son ricos otros países agrícolas con sus productos manufacturados? Acuérdate del dicho: “Den un pez a un hombre y le dará de comer hoy, enséñenle cómo pescar y comerá todos los días de su vida”».

«Cajeta, hacemos cajeta envinada en Celaya», reía Diego, profundamente feliz por los reconocimientos a su amigo de infancia. «Creo que estoy más contento que tú, hermano».

—Claro, tú no sabes la que me espera.

También el camino de Diego en las altas esferas era ascendente. Terminaría siendo secretario de Hacienda, y si el país lo merecía, presidente de la República.

—Por cierto, hermano, el señor secretario ve con muy buenos ojos tu proyecto de laboratorio de óptica y creo que es el momento de que lo visites y amarres el asunto.

—¡Claro, qué espléndido, puedo ir cuando quieras y esta vez trataré de ser lo más diplomático posible!

—Más te vale —lo abrazó Diego.

Chava Zúñiga, curioso, se sentaba al lado de su viejo amigo:

—El de la ciencia es un mundo ajeno, difícil y además, sin Dios. Nadie te sigue. Aunque la enseñanza se proclame laica en México, asustas a tus oyentes.

—Siempre dijiste que eras ateo y librepensador, y ahora me sales con eso, Chava.

—Las mujeres no toleran mi ateísmo, quieren que les hable de Dios.

—¿En la cama?

—Allí es donde… Mira, Lencho, indudablemente eres un ateo con vocación de cura de parroquia. Tus sermones que intentan ser el eco del Espíritu Santo, en realidad sólo son dolor de tripas y consecuencia de una mala cruda.

¡Qué frívolo podía ser Chava y qué acomodaticio! ¡Y también Diego! Al salir, Lorenzo se juraba a sí mismo no volver jamás, pero su amor por Diego lo hacía regresar, siempre con las mismas consecuencias.

—Lorenzo, ¿no piensas casarte?

—¡Vade retro, Satanás! Eres al único al que le permito semejante pregunta, Diego.

—Es una pregunta normal.

—Las preguntas personales nunca son normales. Su índole es otra.

—¿Y Alejandra Moreno, por qué no? Es listísima, se ve a leguas que le gustas, anda en tu mismo medio, el de la educación, a diferencia tuya siempre está de buen humor. Tú mismo me has dicho que te levanta el ánimo.

De vez en cuando Lorenzo pensaba en Alejandra. Sabía que si se lo pedía se casaría con él, pero la atractiva Alejandra era una militante y no sólo eso, feminista. Aparecía en los periódicos con su boinita vasca reivindicando los derechos de la mujer, pedía la despenalización del aborto, participaba en marchas en favor de los obreros, háganme el favor. Su vida con ella se volvería un horno en el que se fabrican consignas, una guarida de militantes de cualquier causa. ¡Oh, soledad, bendita soledad, amada soledad!

Chava Zúñiga insistía en el tema de su juventud:

—No te ves feliz, hermano. ¿Sabes por qué? Porque tus hábitos, tu idea del mundo, tu ética equivocada, tus hábitos, destruyen tu afán natural, tu apetito por las cosas de las cuales depende la felicidad. Si sigues con la misma cruel resolución en contra de ti mismo vas a destruirte.

—¿Ah, sí? ¿Y qué me aconsejas tú, que eres el hombre de la cabeza hueca?

—Tómate unas vacaciones de ti mismo. Tu constante preocupación es una forma de miedo.

A lo largo del tiempo, a Lorenzo le había resultado imposible sustraerse a la vida del campo. Allá en el pueblo tenía al menos diez compadres. «Mi chilpayate viene en camino y le pedimos, con todo respeto, que no nos vaya a desairar. Si es hombre, queremos ponerle como usted: Tena». «Pero si Tena es mi apellido». «Así queremos ponerle, Tena Toxqui». Las mujeres se embarazaban, daban a luz y otra vez aparecían empujando su vientre por delante. «La traigo cargada», decía orgulloso Lucas Toxqui.

Tanto niño lo confirmaba en su propósito. «Nunca voy a tener hijos». Se preguntaba angustiado: «¿Qué será de ellos?». El nacimiento de una niña, sobre todo, le infundía terror: «Este mundo no es para las mujeres. Quizá dentro de cincuenta años, sí, pero ahora no, su camino está trazado, hay que construirles otro que no sea sólo el de la reproducción». Un día que sorprendió a doña Martina los pechos al aire, amamantando a su hija, sintió pudor y coraje y preguntó:

—¿No acostumbra usted cubrirse, comadre?

Veía a los niños ir a la primaria construida por su iniciativa y también cavilaba: «¿Qué les espera? ¿Cuál será su futuro?». Y sin embargo, habían prosperado. Desde que don Honorio Tecuatl sembró delfinios y se le dieron altísimos, los llevaba a vender a Puebla:

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