—¿Eres tú, Fausta? Ven acá.
—Tengo mucho sueño.
—Ven acá, encontraron a tu padre muerto, fue infarto.
—¡Mientes, bruja, no es cierto! —gritó Fausta.
—Es verdad, hija.
Era la primera vez que la llamaba así. Con tantos hijos, una se cansa.
Fausta supo que se había roto el único lazo de complicidad que tendría en la vida. Para hacerle tolerable la ausencia, siguió el diálogo ya imposible, consultaba con su padre en la mañana, como el
I Ching
. «¡Qué hueva, papá, no quiero ir a clases!» «Ve, Fausta, ve». Estaba más unida con él que antes. Ahora sí, era su cómplice. «¡No sabes qué oso, papá, me sacó a bailar la muchacha y le dije que no, qué oso, tuve miedo al qué dirán! ¡Haz de cuenta, mi mamá!».
Sólo una vez, en la cocina, Fausta le reclamó a su madre:
—Mi padre era extraordinario. ¿Para qué le destruiste la vida en vez de decirle:
«Ciao
, allí nos vemos»?
—Quizá más tarde sólo recuerde lo bueno, Fausta, pero ahora no puedo.
—¿No puedes o no quieres?
—Niña, yo no sabía lo que era un homosexual, creía que eran hombres que se vestían de mujer y ya.
—Mamá, tienes cincuenta y cinco años y hablas como retrasada mental.
Ningún sitio tan apropiado para el llanto como los tumultuosos corredores del metro. Los pocos que la notaban, desviaban la vista y empezó a pedirles perdón por existir. «Es mejor que no me vean», pensaba al atisbar a los vecinos; rogaba «que no digan, que no se fijen, no me vayan a hablar». Desarrolló un desprecio contra sí misma parecido al veneno de la atmósfera familiar. Los hermanos Rosales se habían ido para hacer esa cosa rara que llamaron «su» vida y ella quedó atrás, la única soltera y solitaria. En las recámaras ahora vacías sólo dormían Alfredo y ella, que escogió la que tenía llave. En realidad ninguno de los hijos tuvo su propia habitación, dormían en donde cayeran y eso les impidió desarrollar el sentido de la posesión.
La madre sabía que Fausta estudiaba teatro, pero cómo y con quién, no preguntó. ¿Por qué teatro? Quién sabe, quizá la desinhibiría, la haría menos huraña. «El teatro da mucho aplomo», le dijo Alcira, la mayor. Cristina veía a Fausta entrar y salir, comer apenas, hasta que la muchacha le anunció que ya no vendría porque iba a compartir el departamento de una amiga.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo vas a mantenerte?
—Yo sé cómo.
Fausta guardó con cuidado la corbata paterna de moño azul marino, la prótesis: dos dientes montados en una placa con garfios, y quiso que el sastre le achicara algunos trajes de su padre. «No se puede, señorita, es demasiada la diferencia».
El departamento de Marcela, su amiga, le pareció horrendo y más su afición a la música electrónica, que prendía a todo volumen apenas regresaba del periódico
Excélsior
, donde era reportera. Ubicado cerca de la calle de Vallarta, «me voy a pata al trabajo», presumía Marcela, la habitación de Fausta era una caja de resonancia, y aunque sudaba rock pesado, el letrero de luces cegadoras que se encendía frente a su ventana le resultó intolerable.
—Fausta, no aguantas nada, mira nomás qué cara tienes.
Cada vez que Fausta quería hablar en serio, Marcela le subía al volumen. Cuando abría el refrigerador, adentro se pudría algún jitomate, se ennegrecía medio aguacate. Alguna vez tiró la podredumbre a la basura y Marcela, injertada en pantera, le reclamó:
—¿Cómo te atreves? La que toma este tipo de decisiones soy yo.
Fausta buscó su propio departamento. Con lo del teatro podía pagarlo. Atendía la escenografía y el vestuario, la iluminación y la taquilla, todo lo hacía bien. Era la primera en llegar, la última en irse. Un día que no se presentó la actriz, Fausta, que se sabía los papeles de memoria, la suplió y lo hizo mejor. Como en las películas de Hollywood, sus bonos subieron y habría podido desbancarla, pero ésa no era su tirada, quería ayudar, como su padre. Fausta no se imponía, a nadie le pesaba, la rodeaba un halo de misterio, y eso la gratificaba más que el reconocimiento público.
Al paso del tiempo, las confidencias a su padre cesaron, no eran indispensables si podía mirar durante horas los autorretratos de Rembrandt.
Cuando Fausta invitó a su madre al estreno de la obra de teatro, no la previno y al final la vio salir lívida y sintió lástima.
—Es que esto no puede ser —murmuró.
—Sí es, mamá —Fausta la tomó del brazo.
—No, no —sacudió su cabeza.
—No vayas a ponerte a llorar, si lo haces me muero.
—Como tu papá, como tu papá —masculló.
Súbitamente Fausta la vio vieja y encorvada, entonces le echó el brazo alrededor de los hombros cubiertos por un hermoso tapado de alpaca y acercó su cabeza a la de su madre.
—Es que no quieres ver las cosas como son, hace meses que son así.
—¿Meses?
—Quizá años, mamá.
—¿Vives con esa muchacha?
—Claro y me va muy bien.
Seguramente pensó que Fausta no sólo dormía, sino que se exhibía para vergüenza de la familia. Su hija besaba en el escenario a una mujer y se desvestía con ella; Fausta, su niña de trenzas negras, desnuda, sus senos pequeños al lado de los senos más grandes de la otra, su sexo, triángulo negro encima del triángulo más claro de la otra, la otra, la otra, la otra. Fausta tan callada, tan mustia, Fausta los ojos bajos pidiéndole un peso para sus
chamois
en la miscelánea.
—El mundo no es como tú crees, mamá, es de otro modo. Si quieres seguir viéndome tienes que asumir mi homosexualidad.
—Pero ¿qué no tienes conciencia? —gritó.
—Nunca lo he vivido como una culpa. Mi cuerpo es más sabio que yo, mi cuerpo me lleva a donde él quiere. Mis neuronas…
—Fausta, ¿qué va a decir la gente? —interrumpió su madre.
—No creo que alguien tenga que opinar sobre lo que yo siento. Es mi territorio, mi cuerpo es mi libertad, mi universidad autónoma y además me fascina…
Y de pronto le dijo algo que nunca pensó que podría decirle:
—No vayas a hacer conmigo lo que hiciste con mi padre.
Alfre, que las había acompañado, fingía absoluta indiferencia o a lo mejor ya estaba por encima del mal suscitado hacía años.
—Ve por el coche —le ordenó—, quiero irme a la casa.
A Fausta empezaron a atraerle las mujeres en la primaria. Aunque tuvo novio, nunca alcanzó con él momentos entrañables: en cambio la intimidad con Raquel la hacía entrar a otra dimensión, como si estuviera dándose a luz.
Niña sobrada, perra sobrada, yegua sobrada, desfogar su tremenda energía era asunto de vida o muerte. Flaca como un alambre, Fausta ganaba los concursos de atletismo de la escuela por su sola energía y su respuesta al reto, era la primera en correr riesgos. ¿Por qué los corría? Ahora es tu turno. Siempre estaba la muerte en la parte trasera de su cabeza porque temía a los adultos, temía constatar que no la querían. Vivía con el recuerdo de una infancia de miedos y decepciones. La había amado su familia, sí, pero no como ella quería, nadie le dio lo que ella quería, o si la amaron, no fue suficiente.
Sólo el juego la vaciaba hasta dejarla olvidada de sí misma. En ese momento podía verse como espectadora, y era un enorme descanso.
Cuando la abandonó su primera amante, la del beso en escena, sufrió el mayor choque de su vida. Hecha un guiñapo, somatizó su dolor y fue a dar al hospital, le quitaron las amígdalas y apareció su madre. Entonces ya no le dolió pensar en la soltería, al contrario, se refugió en ella. Hasta que otra muchacha le dijo: «Vente», y no sólo eso, dejó a un hombre por ella. Resarcida, Fausta se parapetó en los poemas de su nueva enamorada que, alta y espigada, le abrió la ventana al mar: «Mira». Al principio Fausta no podía ver nada, se lo impedían las lágrimas de autocompasión. Al año, Marta confesó que finalmente su preferencia eran los hombres. «Somos adultas, ya no se trata de analizar si eres buga o gay o bisexual, eres una persona que ama y punto. El amor te arrasa con quien sea, simplemente te enamoras y punto».
Cuando se separó de la amante que decía punto, como los viejos telegrafistas decían
stop
, Fausta se hundió en una agotadora rutina detrás del escenario, entre bambalinas, en los camerinos. Barría y recogía, lo que nadie quería hacer ella lo volvía parte de su tarea cotidiana, había que ponerse al servicio de los demás, guardar un perfil bajo, como dicen los gringos, no tirarle a lo grande. Todavía actuaba, pero rehuía la mirada de los otros, qué contradicción, sobre todo rechazaba cualquier posibilidad de éxito. «No, yo lo mío, quiero servir, no destacar». «Fausta, puedes llegar a hacer algo grande». «No se trata de mí sino de los demás. ¿Qué va a ser de ellos? Si ellos no triunfan, no quiero salir de la unidad del coro». El empresario alegaba: «Son mediocres, tú no lo eres, piensa en ti, te estoy escogiendo a ti». Airada, Fausta respondía: «No sin ellos». «Ah, pues entonces no hay trato, quédate con ellos. Si quieres ser la causa de tu desdicha, nadie lo va a impedir».
En un mundo ferozmente competitivo, Fausta se obligaba a pensar que los demás van primero, esos que la fastidiaban con sus convenciones casi tanto como las monjas. «Lo que tú haces tiene más que ver con la antropología social que con el teatro», le dijo un día Martín, el hermano mayor, el que físicamente se parecía a su padre. «Deberías dejar de matarte en esta lata de sardinas y viajar, conocer tu país, otra gente». «¿Cómo los dejo, Martín?» «Simplemente no regreses, te aseguro que van a sentirlo menos que tú». «¿Cómo lo sabes, hermano?» «Soy mayor que tú y conozco a la gente».
Con una mochila a la espalda, una bolsa de dormir, una lámpara Everlast, sus pantalones de mezclilla, su gorra de Chiconcuac y su morral, Fausta emprendió el camino de las vacaciones. Regresaría en septiembre, sin ojeras y seguramente menos flaca. En el autobús México-Puebla se le fueron abriendo las compuertas al paisaje de aire y tierra. El verde iba metiéndosele por los ojos, la nariz, los oídos. Ya para San Martín Texmelucan respiraba a pleno pulmón y le llegó un olor a manzanas en la estación donde se detuvo el autobús. Después de tres horas en Puebla, hermosa y grande, decidió buscar el pueblo de Salustia, la muchacha que trabajó durante años en su casa y se despidió diciéndole que siempre sería bienvenida en Tomatlán.
Como en los cuentos de hadas, Salustia misma le abrió la puerta. «Pero cómo va a dormir en el suelo, señorita, aunque sea le consigo un catre». Acoplarse a la vida de familia le resultó fácil. La vida entera giraba en torno al maíz, sembrarlo, cosecharlo, comerlo. Amanecer a las cuatro de la mañana era un aturdimiento. En lo oscuro, suspendida en el tiempo, Fausta se preguntaba ¿dónde estoy?, ¿quién soy? «Yo soy la creadora del mundo. Me adelanto al canto del gallo». En la noche, como no había televisión, después de encerrar los animales también la familia dormía. La repetición tranquila de los mismos actos le daba a Fausta un sentido de eternidad que nunca había tenido en la ciudad. A las cinco de la mañana, don Vicente sacaba su rebaño del corral; Pedro, el hijo de doce años se iba con las borregas al monte, acompañado por los ladridos del perro Duque. Con los animales la relación era de humano a humano, parecían adivinarse. «Amanecí como perro chiquito», decía Salustia temblando de frío. Tenían la misma mirada esperanzada. Los pájaros, sobre todo, fueron un descubrimiento. En la madrugada, los trinos del mundo recibían el nuevo día, unos graves, otros agudos, otros estridentes, cientos de miles de pájaros reunidos bajo ese pedazo de cielo cantando su particular felicidad. El piar era continuo, sin una fisura y se callaba mágicamente al salir el sol. ¿Ya no cantan? ¿Dónde se fueron? ¿Por qué callaron? ¿Tienen memoria? ¿Qué es lo que pasa en su cerebrito, en su cabeza de pájaros? Unos repetían exactamente la misma breve melodía, el canto de otros era lineal, un chiflido roto sólo para tomar aliento. ¿Tomarían aliento? Fausta se hacía cruces. Si se les enseñara otro canto, ¿lo aprenderían? Daban ganas de saber más de su pequeña y gallarda humanidad. Y de toda esa gente que nada pedía también daban ganas de saber más. «Es la calor la que los hace cantar», informaba Salustia. En la noche, de las ramas de los árboles subía ese enjambre de cantos agradecidos. Según Salustia, era su instinto. Según Fausta, viajaban en el tiempo, recordaban que habían cantado y por eso volvían a hacerlo con la puesta del Sol. «Son humanos —se felicitaba Fausta— y almacenan acontecimientos como el de su canto en un puntitito del tamaño de un alpiste». «¿Su cerebro es un puntito?», preguntaba Salustia. «Ha de ser del tamaño de sus ojos», concluía Fausta.
Los hombres salían al campo a sembrar, barbechar, aterrar la milpa, labrar con el arado según la época del año, mientras que Salustia y otras mujeres iban a lavar al río con su cubeta en la cabeza. Fausta las acompañó y vio cómo se ponían una penca de maguey bajo las rodillas y la doblaban hacia arriba para no mojarse. Después de tallar la ropa en la piedra, la asoleaban enjabonada. «Sólo así se despercude», le explicó Salustia. Una vez enjuagada la tendían exprimida en ramas de árbol, bardas de tecorral, puntas de maguey.
Salustia les decía a las sábanas:
—Séquense, ándiles, séquense.
Llamaba al Sol:
—¿Dónde andas? No seas flojo, vente a secar las sábanas.
¿Cómo había tolerado Salustia el contraste entre la vida del campo y la ciudad? La comparación le hacía a Fausta el efecto de una bofetada. ¿Qué relación entre la lavadora y la secadora de metal y las pencas de maguey bajo las rodillas? ¿Qué le había dado la familia Rosales a Salustia a cambio de los altos pinos?
Fausta se adaptó al grado de pensar: «¿Por qué no he vivido así siempre?».
A la una de la tarde, las mujeres llevaban el almuerzo al campo. Se atajaban del sol con su rebozo, el mismo con el que habían coqueteado al salir de misa, el mismo en el que cargaron al hijo. Era una hora bonita cuando hombres, mujeres y niños se sentaban en círculo a comer, incluso alguno se alejaba para recargarse sobre algún tronco a echarse una pestañita, la siesta del trabajador. A Fausta, verlos y pensar en ellos le producía un bienestar intangible como una abstracción, un teorema, una teoría.
Salustia, su madre y sus hermanas la trataban con deferencia: «¿No quiere usted un té, señorita? ¿De qué le hago su taco?». «No, Salustia, estoy muy bien, mejor que nunca». De aceptar habría sido la única. Ni los niños comían entre comidas. Trabajaban duro, al igual que los mayores, y su fascinación era acompañar al padre, que salía con su acocote y su cubeta a chupar el aguamiel, para luego vaciarlo a jicarazos en cubos de madera y ponerle su muñeca en espera de la fermentación. Los niños participaban en la hechura del pulque en sus diversas etapas. Esa muñeca los apasionaba porque era de caca. ¿Caca de la tuya o de la mía? De la que sea. De la señorita Fausta, si ella quiere. Más tarde, don Vicente curaría al pulque, con tuna, con apio, con guayaba.