La piel del cielo (41 page)

Read La piel del cielo Online

Authors: Elena Poniatowska

Tags: #Relato

En Byurakan, las cosas que antes lo embriagaban ya no tenían el menor sentido. Lorenzo, quien había descubierto las estrellas ráfaga, discutía apasionadamente, aclaraba puntos y su trabajo, antes controvertible, se consolidaba. Contento consigo mismo, cosa que le sucedía raras veces, ya no se sentía tan en desventaja frente a Ambartsumian, que seguía creciendo ante sus ojos. No sólo había descubierto la repartición espacial de las nubes galácticas, sino que trabajaba entre catorce y dieciséis horas diarias en la administración y atendía un mundo de problemas sin considerar que perdía el tiempo como Lorenzo, para quien la tarea administrativa era insoportable.

—Lo que más falla, Víctor, es el material humano. En Byurakan la gente será más o menos inteligente, pero nunca sabotea. En México, hasta un sindicato quisieron hacerme y yo les dije que si trabajaban veinte horas al día tendrían derecho a su cochino sindicato.

—Aquí también las cosas fallan, amigo Tena —sonreía bondadoso Ambartsumian—; hay que tener paciencia.

—Es precisamente lo que no tengo, los hombres y las mujeres me enfurecen, los abomino aunque luego me arrepienta.

—No sirve de nada arrepentirse —concluía Ambartsumian.

Qué lástima que no se diera en México ese tipo sobresaliente de hombres. Gracias a Víctor, su trabajo era conocido en la Unión Soviética y eso lo llenaba de humilde vanidad. ¡Ojalá y en México él pudiera hacer una centésima parte de lo que Víctor había logrado en Armenia! ¡Pinche país y más pinches los hombres que lo componen! La retórica, la demagogia y la falta de reciedumbre le hacía llegar a la conclusión de que México estaba irremisiblemente perdido. «Somos los condenados de la Tierra», le había dicho a Diego Beristáin citando el libro de Frantz Fanon. Alegaba que los más privilegiados se conformaban con ser senadores de mierda, rectores de universidades de quinta, presidentes de Naucalpan o, a lo más, lucir premios y famas de juegos florales.

Byurakan, verdadera torre de Babel, entretenía a europeos y norteamericanos llevándolos en manada a Erevan, a sitios arqueológicos del siglo
XV
antes de Cristo. El nivel medio de vida era alto y la mayoría de la población se dedicaba a la agricultura. Lorenzo no podía dejar de comparar. «Ya lo quisiéramos los mexicanos de aquí a medio siglo». Hervía de coraje contra la demagogia consoladora de México, el hambre, la falta de educación, y se deshacía en denuestos en contra del PRI y el mal gobierno.

Invitado por Ambartsumian, asistió a la colocación de la primera piedra del nuevo instituto para diseño y construcción de instrumental científico en Ashtarak, un pueblo cercano a Byurakan. Presentes desde los más notables de la región hasta los trabajadores y campesinos más humildes. A Lorenzo le resultó imposible distinguir a los campesinos de los notables, cosa que jamás le habría sucedido en México.

Pasaba horas con Jean Claude Pecker, Eury Schatzman y con Charles Fehrenbach, amigos franceses empeñados en el proyecto de colaboración en Baja California, tomando vino armenio que a él le parecía sublime y a ellos infecto. Fehrenbach había inventado un espectro comparador para medir las velocidades radiales. Allí sí, Lorenzo sentía su falta de francés. ¡Todo por culpa del maldito padre Laville! Les contó con una furia inaudita que el sacerdote le había acariciado los muslos diciéndole: «Estos jamoncitos de Westfalia», y por eso se cerró al francés. A él también le ganó la risa cuando vio la hilaridad que su relato provocaba. «¡Tú sí que eres azteca, Lorenzo!». Con o sin francés, publicarían artículos en conjunto y serían sus primeras letras en armenio y en ruso.

Lorenzo hacía reír a los investigadores y al personal de Byurakan con sus suaves gruñidos, exagerados ademanes y hasta gemidos. Se defendía valerosamente con unas cuantas palabras en armenio, y después de una minuciosa investigación en diccionarios y fotografías aclaraba situaciones. Exhausto, en la noche daba vueltas en la cama, tratando de explicarse con los hombres y pidiéndole al universo una explicación.

Al terminar las discusiones, en que repetían dos y hasta tres veces su argumento, Lorenzo se recogía en su cuarto. Despertaba a las cuatro de la mañana y resistía hasta las ocho, cuando abría el restaurante del Observatorio. ¡Qué divertido pedirle a los sirvientes, entre gestos y visajes que los hacían reír, huevos y café con leche! «A lo mejor erré la vocación y soy un mimo a todo dar». Aparte de su natural simpatía, su dominio de la escena lo convertía en un visitante de lo más popular. Los armenios hacían cola para que aceptara invitaciones para desayunar con ajo, vodka, y menudo a las seis de la mañana.

Perdido por completo el sentido del tiempo, tenía una rara impresión de flotar en el vacío. No sabía quién era, qué demonios hacía, de dónde venía, si era espectador de sí mismo o sujeto de una buena o mala broma, ni contento ni desgraciado, sólo neutro, como una fracción de meteoro que se mueve o estaciona de acuerdo con leyes que le son completamente ajenas. Sin periódico a su alcance, creía que en verdad no pasaba nada en el mundo, salvo Byurakan, sus científicos y su silencio. El trabajo seguía su camino como si lo hiciera dentro de la eternidad, pero para qué apurarse si el universo es infinito y el tiempo sólo tiene el sentido que uno quiere darle. Soñaba, flotaba, recordaba a Fausta como una estrella lejana con la que no podía comunicarse. También México hablaba una lengua extraña, no había código capaz de descifrarla. ¿Realmente existía México? ¿Cuándo había vivido en él? ¿De qué manera era mexicano? El suyo era un mensaje sin destino lanzado al infinito sólo para ver si alguien, ¿Fausta?, lo pudiera encontrar.

A lo mejor ni siquiera él existía. De todos modos, inventaba. Sueño o realidad resultaban a veces hermosos, otras una tortura. ¿Cómo lo vería a él Fausta? ¿Lo recordaría? ¿Para ella sólo era un venerable anciano? Hacía mucho que había querido abolir el reino de los sentimientos. Aborrecía la intuición, pero ahora vivía en una suerte de sonambulismo hipnótico que a veces lo hacía temer por su cordura. «Los astrónomos, ya se sabe, somos lunáticos», pero en Europa, los lunáticos eran los locos. Un poderoso baño de agua helada lo volvía a sus sentidos. El resto del día se la pasaba flotando en un mundo fantástico que le recordaba el sueño hecho realidad de Tycho Brahe.

De pronto, en la cama de cualquier hotel, despertaba angustiado. «¿Dónde estoy?». Le costaba trabajo recordarlo, mientras su frente se cubría de sudor frío. De México, según su reloj, lo separaban diez horas. Por lo tanto, a Fausta le faltaban diez para estar con él. ¡Qué desesperación no poder hacer coincidir las manecillas! «Dejé a Fausta hace mil años». Sentía que era la primera vez que estaba lejos, de verdad muy lejos. «¡Quiérame, Fausta!», había enviado un telegrama que quedó sin respuesta.

A una pregunta de Ambartsumian, Lorenzo respondió que amaba a Fausta caníbalmente. «Tengo la cabeza llena de estúpidos pajarracos —le informó—. Aquí tiendo a olvidar mucho de lo que lastima, rodeándome de un gran silencio, este magnífico y egoísta silencio con el que nos protegemos. De pronto irrumpe el agudo sonido de la realidad y aturde en forma brutal. ¿Cómo es posible que pueda uno vivir tan confortablemente solo, tan protegido, tan indiferente?».

Le apenaba ser incapaz de ocultar su estado de ánimo. Su estancia en Byurakan había llegado al límite. «Estamos ya, como burros de noria, repitiendo una y mil veces los mismos argumentos».

«Es esa bruja la que me ha echado la sal, ya en ningún sitio me siento bien», pensó Lorenzo fastidiado. La vitalidad de Fausta lo envejecía, la rapidez de sus movimientos le daba el estoque final. Cuando salían a caminar por el campo de Tonantzintla, ella, como un cachorro, se le adelantaba, iba y venía, duplicaba su trayecto, pegaba una carrera frente a él para regresar con las mejillas enrojecidas, el cabello al aire, todo en ella sonreía, también su sexo que él aún no poseía.

Mientras paseaban, Fausta cortaba ramitas de romero para aplastarlas entre sus dedos y luego se las llevaba a la nariz, entusiasta: «Huela, doctor, ¡qué maravilla!». Le contaba de los campos de lavanda que atravesó en bicicleta en Francia. ¿Cuándo? Eso no lo decía. Hay mujeres que saben envolverse en un halo de misterio y Fausta era una de ellas. Caminaba mucho, iba con frecuencia a Cholula a pie y Lorenzo le hacía la broma: «¿Por qué no se entrena para ir a Puebla y luego al Distrito Federal?». Fausta respondía con inocencia. «Puebla no está lejos, camino doce kilómetros con facilidad, el regreso es el cansado». «Debe usted tener los pies curtidos». «¡Uy, sí! ¿Se los enseño?». Los ingredientes mágicos de su universo eran los que Lorenzo no comprendía.

Él la miraba y su inconsciencia lo entristecía: «Eres como tu especie, una imbécil moral». Quería desangrarla, vaciarla de sí misma, ocupar ese espacio dentro de ella. ¡Ah, cómo la odio! ¡Ah, cómo la amo! Su más mínimo poro, el más diminuto de sus vellos era objeto de irritación, de veneración. Si a alguien podía matar, era a ella.

Desde que comenzó a tratarla, su corazón y su cabeza eran un tormento. Fausta lo hería en lo más hondo. ¿Era eso el amor?

31.

En una reunión de rectores de universidades en el edificio Carolino, el de la Universidad de Puebla se dirigió a Lorenzo, que no abría la boca: «Es usted una autoridad, doctor, queremos escuchar su opinión sobre la educación superior».

—Tomaré la palabra en el momento en que el rector de la Universidad de Chilpancingo deje de mascar chicle.

Lo miraron asombrados y se disolvió la reunión. En el trayecto de regreso a Tonantzintla, Lorenzo se sintió mal. ¿Por qué humillar al joven rector? No medía el alcance de sus palabras, en otras ocasiones también había sembrado el desconcierto.

Fausta lo escuchó con la misma incredulidad manifiesta cuando Lorenzo le preguntó al encontrarla en el Observatorio:

—Fausta, ¿cuándo usted me vio, venía yo caminando por la derecha o por la izquierda?

—Por la derecha.

—¡Ah! Entonces ya comí.

Su ensimismamiento crecía, al igual que su rechazo a todo lo que no tuviera que ver directamente con la astronomía. Para lo único que encontraba tiempo, además de su investigación, era para los tres caballos. Salía a caminar con dos manzanas en las bolsas de su chamarra, una destinada al Tom Jones. Cuando el caballo reventaba una, Lorenzo le hincaba los dientes a la otra con el mismo sonido.

Los caballos habían llegado a Tonantzintla como un regalo de Domingo Taboada, benefactor del Observatorio. «Doctor, usted tiene muchísimo espacio y hasta puede darle techo a este noble animal».

—Va a destrozar mis frutales.

—Téngalo en los terrenos de abajo, donde no los hay.

Después del Tom Jones vino La Muñeca, blanca y dulce. Domingo Taboada se cuidó de informarle que estaba cargada, si no, el director no la recibe. El día en que nació su potrito, ante los ojos azorados de Fausta, sin más, enrolló las mangas de su camisa y metió las manos en las entrañas del animal. «Traiga usted agua», le gritó a Fausta paralizada. Cuando el potro estuvo de pie junto a su madre, Fausta preguntó:

—¿Dónde aprendió usted? Nunca me lo imaginé de partero.

—Es mi secreto —sonrió Lorenzo.

—¿Cómo le vamos a poner? —acarició al animal empapado.

—El Arete.

¡Qué enigma ese doctor De Tena! Luis Rivera Terrazas era mucho más accesible.

—A ver si es usted tan charrita y monta al Tom Jones —desafió a Fausta.

—No sé montar, doctor, y en todo caso, montaría a La Muñeca, que es menos alta.

—Terrazas dice que usted todo lo puede, así que la estoy esperando.

Fausta resentía al director y él a su vez habría deseado abrirla en canal, exprimirla, sacar sus tripas al sol.

—Alguna vez he pensado, doctor, que los torturadores han de ser como usted.

—¿Por qué me dice eso? —se ofendió Lorenzo.

—Porque no busca sino confrontar a los que giran en torno suyo, en cambio yo soy de las que piensan que la gente es siempre mejor de lo que parece.

—¿Ah, sí? Pues aquí en Tonantzintla el objetivo es común, pero todos compiten para lograrlo.

Lorenzo le aseguró a Fausta que al igual que, en la leyenda del siglo
XVI
en la que se inspiró Marlowe para su
Fausto
, a él el diablo se le había aparecido en forma de perro y Fausta sonrió, pero dejó de hacerlo cuando lo vio apuntarle con su rifle a un perro negro que subía la cuesta y le pegó exactamente entre los ojos. El animal dio una vuelta en el aire y cayó. Ya le había contado Terrazas que Tena era un excelente tirador, pero el disparo la alarmó. «Nunca pensé que podría matar a un perro. Ese hombre me da miedo», le dijo a Rivera Terrazas. «¿Por qué?» «Odio a los que cazan». «Tena es un cazador nato. También en la carretera los machuca». «¡Qué horror!».

Alguna vez Lorenzo le preguntó a Fausta, los ojos infinitamente tristes:

—¿No podríamos irnos usted y yo a un país solitario y no preocuparnos ya de nada? —pero al instante arremetió contra ella—: Usted es Mefistófeles, ha venido a tentarme, a hacerme creer que tiene la solución a lo que busco, pero finalmente Mefistófeles es una caricatura, un pobre diablo.

—¿Y yo una pobre diabla?

—Quizá, no digo que no.

—Seré una pobre diabla, pero no mato animales indefensos.

—¿Ah sí? ¿Y la gata que ahorcó?

—Eso fue de niña y en estado de trance.

—¿Y qué tal su atracón de hostias?

—Eso fue voluntariamente.

A Fausta y a Lorenzo los unía una adolescencia que aún los angustiaba.

Al verla frente a su escritorio en la biblioteca, Lorenzo se acercaba con una sonrisa:

—¿Me dará el filtro del rejuvenecimiento?

Y salía tan abruptamente como había entrado.

A veces, Fausta se impacientaba:

—Usted, que yo sepa, doctor, no le ha dedicado tiempo a una mujer. No sabe lo que es amar como loco.

—Ah, ¿y usted sí?

—Tengo una intuición prodigiosa, sé que si yo lo obsesiono es porque usted no tiene vida afectiva.

¿Cuántos años habían transcurrido desde que Fausta se hizo cada vez más indispensable en Tonantzintla? Era una dicha verla subir al Observatorio sobre sus largas piernas elásticas. Daba unas zancadas de mujer joven y exponía su rostro al sol. Lorenzo percibió sus patas de gallo. «Yo creo que anda cerca de los cuarenta», confirmó Terrazas.

A veces Fausta desaparecía durante uno o dos meses. Viajaba. ¿Sola? ¿Adónde iba? A Grecia. ¿Cómo que a Grecia? ¿Con qué dinero? «Con mis ahorros. Cuando usted estuvo en Armenia me fui a Grecia. Me era indispensable ver Micenas».

Other books

Music of the Swamp by Lewis Nordan
The Secrets of Station X by Michael Smith
The Two Vampires by M. D. Bowden
Long Hair Styles by Limon, Vanessa
Murder on the QE2 by Jessica Fletcher
Going Away Shoes by Jill McCorkle