La piel del cielo (35 page)

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Authors: Elena Poniatowska

Tags: #Relato

Fausta guardó silencio. ¿Por qué diablos se había subido al coche del director? ¿Por qué obedecía a impulsos que la fregaban? Ahora mismo estaría tranquila en su casa y no acompañando a un hombre incomprensible. ¡Mil veces Rivera Terrazas y su trato fácil y no esta mula que la escrutaba con la mirada! Sin embargo, sabía que su relación con Lorenzo de Tena era más importante que la de Terrazas. Hombre o mujer, ave o quimera, animal o cosa, planeta o cometa, nadie la intrigaba en esa forma, ni siquiera su padre, el amor de su vida.

Fausta sabía que podía abandonar todo en un instante sin medir las consecuencias como lo había hecho antes, pero ahora no se sentía tan contenta de sí misma.

—¿Quiere que nos detengamos a cenar?

Fausta tuvo ganas de responderle: «Por qué no se detiene usted a chingar a su madre», pero no lo hizo. «Qué cobarde soy», pensó.

Ni en Fortín, ni en Veracruz, ni en Jalapa, ni en Orizaba, ni en el restaurante junto al río, dejaron de verse como bichos raros. En el hotel Lorenzo pidió dos habitaciones y ceremoniosamente preguntó: «¿A qué hora quiere que cenemos? ¿A qué hora desea desayunar?». Se veía descontento. A Fausta le dio por irse a caminar mientras él permanecía sentado en el jardín, la mirada fija en el horizonte, y se presentó con media hora de retraso a comer. Él la miró furioso: «¿Por qué me hace eso?».

Al regreso, antes de entrar por la puerta del Observatorio, Fausta preguntó enojada.

—¿Para qué me invitó?

—¿Para qué aceptó?

Al bajarse, Fausta azotó la puerta del automóvil.

Lorenzo permaneció en la ciudad de México casi diez días y cuando regresó, Fausta inquirió:

—¿Cómo se encuentra desde nuestra fallida luna de miel?

Deliberadamente Lorenzo había dejado de venir a Tonantzintla por culpa de esta pinche vieja que lo hacía sufrir y ahora lo recibía, mañosa.

—Vamos a remediarlo, Fausta.

—¿Cómo?

—Tengo una solución cósmica. La colisión de dos planetas, la inmersión en el caos, el círculo de la verdadera sombra cónica.

Fausta pasó sus dedos sobre los labios de Lorenzo y le dijo:

—Estamos a diez milésimos de milímetro del fenómeno ondulatorio y no sé si lo que me espera es una luz blanquecina y difusa. Dele tiempo a mi materia.

Lorenzo tomó la mano sobre sus labios y la besó.

—Será como usted diga, Fausta.

Lorenzo siguió agobiándose de tareas cada vez más apremiantes. «¿Cuánto tiempo me queda?», preguntaba, y en la noche dormía con el lastre de todo lo que no había hecho. En Tonantzintla, de pronto, le decía a Fausta, sobre un café:

—¿No me ha visto en las noches cabalgando a horcajadas sobre un tonel en el espacio?

Cuando en sus paseos contemplaban el Popocatépetl, él la tomaba del brazo y le decía: «Mi enamoramiento, Fausta, es volcánico». Ella le apretaba la mano. «Usted vino a inducirme a la tentación». En otra caminata le informaba: «El doctor Fausto soy yo, Fausta, que vivo encerrado en mi laboratorio y sólo oigo el tañido de las campanas de este valle inamovible».

—Pero la que se llama Fausta soy yo, doctor.

—Ése es el misterio. ¿Por qué usted y no yo? Soy yo el que me harto de los hombres, soy yo quien anhela conocer lo sobrenatural. Usted está muy contenta dentro de su piel, yo soy un hombre abrumado por las dudas.

—Descanse, doctor, trabaja demasiado.

—Siempre he deseado salirme de mí mismo pero estoy encarcelado.

Sin embargo, al principio la ciencia le había dado una sensación de libertad, porque su trabajo dependía de él, finalmente era creativo y al que confrontaba era a sí mismo, no tenía que rendirle cuentas a nadie. El que lo llamaran «sabio loco» lo protegía y le creaba un espacio único. Podía entender a los demás, al político, al dentista, al administrador, pero ninguno de ellos comprendía lo que él hacía y eso lo aislaba en un mundo propio. El conocimiento científico no era mezquino y tenía la certeza de estar haciendo algo en beneficio de los demás, y como quiera era una sensación agradable, parecida a la de subirse en una nave sobre un mar enorme en que nada es previsible ni rutinario y los días no se parecen el uno al otro. Lo más gratificante era su relación con sus colegas a través del mundo que giraba en torno a un tema: la investigación los unía y por ella se comunicaban, pero al pasar de los años, Lorenzo había perdido mucha de su fantástica energía. «La ciencia es muy demandante, las cosas cambian muy rápido y se te puede ir un adelanto en tu campo científico porque quedas fuera de la jugada», le dijo alguna vez Graef, y había una angustia en su voz que entonces Lorenzo no comprendió y ahora vivía en carne propia.

27.

Lo que más lo desconcertaba es que Fausta lo proyectara a mundos desconocidos sobre los que no ejercía el menor control, como el de la computación. Cada vez que se aventuraba con Fausta fuera del perímetro en el que sus órdenes de director del Observatorio se cumplían al pie de la letra, Lorenzo giraba en el espacio sin saber qué hacer, como en aquella ocasión en que de pronto, en medio de la nada, un muchacho con el pelo demasiado largo vino hacia la mesa a sacarla a bailar y ella, sin una sola mirada, se levantó y lo siguió hasta el centro de la sala.

«Yo no soy un rebelde sin causa / ni tampoco un desenfrenado», el grito estridente del rocanrolero salía de la sinfonola y Lorenzo, estupefacto, la veía bailar de la mano de ese perfecto desconocido que la hacía girar levantándole el brazo en alto y enseñar su hermosa axila. Interrumpirlos, golpear al pelado, sacar a jalones a Fausta, patear la sinfonola, todas esas ideas cruzaron su mente en unos cuantos segundos. Sólo acertó a llevarse la Negra Modelo a la boca y mirar a la pareja.

Esa tarde se le había ocurrido invitar a Fausta a tomar café en el único restaurante cercano a Tonantzintla y ella aceptó contenta. Para su sorpresa pidió una cerveza. Diez minutos más tarde, cuando Lorenzo entraba en confianza, la joven bailaba con el greñudo del rock.

El hipiteca metía una y otra moneda en la sinfonola y Lorenzo pensó en dejarla plantada. ¿Se apenaría por su ausencia? No. ¿Sentiría miedo? No. Él era el de los temores. ¿Le preguntaría mañana por qué se había ido? No. Solo, frente a su cerveza, un sentimiento espantoso de abandono lo invadió. Soy un hombre incompleto, se dijo y pidió otra cerveza. A cada paso de baile, Fausta pisoteaba su orgullo y lo sumía en una realidad oscura: estoy obsesionado por ella. Lejos de darle satisfacción, esa certeza lo abrumó. Fausta, allá al centro, movía las caderas, echaba la cabeza atrás, largas piernas separadas, pechos balanceándose bajo la blusa azul, brazos tiernos enlazando al hombre, riéndole a la cara, cómplice. Era con el rockero sudoroso con quien hacía pareja, no con él. Lorenzo pidió su tercera Negra Modelo. Si se interpusiera entre ella y él, ¿podría reemplazarlo? No se veía a sí mismo, el señor director, zangoloteándose a medio salón, sería algo así como la disolución del cielo. Sintió urgencia de ir al baño y al regreso pensó en largarse, pero la inutilidad de su gesto lo retuvo, en el fondo no quería irse. En la mesa, frente a la enésima cerveza, llegó a la conclusión de que a lo largo de su vida se había ocupado más de su espíritu que de su cuerpo, y que de no seguir así, se desmoronaría. «La justificación de mi existencia es trabajar como lo hago», se dijo. La razón de su vida era la ciencia. Ser astrónomo bastaba para colmarlo. No podía darse el lujo de sentirse insatisfecho y, sin embargo, Fausta se lo hacía sentir, «pinche vieja de mierda que no había hecho nada en su vida».

En una de ésas vio que Fausta le sonreía seductora desde la pista. Por esa sonrisa era bueno no haberse ido. El deseo subió como una ola dentro de él, anegándolo. Sin embargo, alcanzó a pensar que lo único que podía salvarlo era sublimarlo, volverse espíritu puro. El rigor de la observación le había dado también un conocimiento de los secretos resortes del alma de los demás. ¿Qué haría cuando Fausta regresara a la mesa, si es que regresaba? «No voy a cometer el error de parecer trágico». Una súbita oleada de deseo volvió a invadirlo y en ese mismo momento Lorenzo la sustituyó por una certeza, la de que Fausta nunca lo amaría, o lo amaría entre otros; peor tantito, entre otras, y esto le resultaba intolerable. La visión de su impulso destinado al fracaso lo encolerizó contra esa hembra inconsciente que se había acercado tanto. Expulsarla de su universo no sería difícil, al cabo sobraban las mujeres de paso y ésta también lo era, y peor aún, ni siquiera sabía adónde iba.

Cuando el rockero le dijo con una mueca: «Gracias por prestarme a su hija», todavía le respondió: «Se parece a mí, ¿verdad?», a lo que Fausta le puso la mano sobre el brazo. «¿Nos vamos?», preguntó él, y ella en respuesta le tomó la mano y sin soltársela salieron del restaurante. En el coche, en vez de hacerlo junto a la ventanilla, como era su costumbre, se sentó junto a él y el astrónomo se alteró. ¿Por qué le hacía esto? Estaba loca o era una cabrona. Se había hecho a la idea de que, para él, el amor era imposible y esa cuzca venía a repegársele, confundiéndolo con el pachuco con el que bailaba cinco minutos antes. ¡Pinches viejas, de veras, pinches viejas! ¿Por qué no la llevaba ahora mismo al primer motel, se la echaba, la corría al día siguiente y acababa de una vez por todas con esa friega?

Frente al parabrisas, la Iztaccíhuatl se le apareció bajo una leve neblina y la vio como si fuera la primera vez. Todos los demonios de su corazón, todas las vergüenzas de su espíritu cedieron ante esa imagen y con voz tranquila le advirtió a su acompañante: «No puedo cambiar las velocidades», y ella se recorrió de un salto.

La cimas perfectas del Popocatépetl y la Iztaccíhuatl recortándose sobre el azul negro profundo de la noche, lo hicieron recobrar su significación antigua, su lugar en el paisaje. Él era la pieza que faltaba dentro del rompecabezas, un poco de azul aquí, un poco de negro allá, y ya está, se completaba; en cambio la muchacha no tenía cabida, por su misma naturaleza nadie sabría dónde ponerla y eso era lo que ella buscaba: la diferencia. ¿No le había dicho que ella era una Luna que sale de día?

Detuvo el coche frente a la casa donde se alojaba y Fausta, insinuante, le preguntó haciéndole una reverencia:

—Señor director, ¿quiere pasar?

—No, voy a subir a observar.

—¿Puedo acompañarlo?

—Mañana, m’hija, mañana.

Al descender del automóvil se sintió mortalmente cansado. Sacó del botiquín un frasco de somníferos, tomó uno más que los prescritos y cayó en la cama, que le pareció triste y profunda.

Fausta lo obligaba a regresar a su adolescencia. Inevitable también repensar en las mujeres, sobre quienes ni siquiera hacía juicios. Eran eso, mujeres, una sucesión de bolsas que fabricaban niños no deseados. Había que protegerlas, pobrecitas, tan previsibles. Adivinarlas como él lo hacía era quitarles todo misterio. Bolsas. Cargadas, se llenaban de leche y se vaciaban en sangre y en humores. Blandas. Hincadas en medio de las sábanas esperaban la salvación. Mientras que a él lo curtía el sol ennegreciendo su cuerpo, ellas se hinchaban para luego postrarse a los pies del hombre como un globo pinchado. Cogérselas, una eyaculación rápida y vámonos, no entramparse como Chava Zúñiga en las mieles de Rosita Berain. A ese asunto de las mujeres había que aplicarle la misma fórmula que a la muerte: lo que sea que suene, salir rápido de entre sus piernas, lavarlas fuera de uno, pobres criaturas, todavía no llegaba su tiempo sobre la Tierra.

Fausta rompía sus parámetros, el vencedor ya no era él sino esta vieja malcriada que lo revolcaba y le daba la certeza de algo que él quería esconder: la de ser un hombre débil. Fausta lo devolvía a memorias sepultadas en lo más hondo y Lorenzo repasaba sus relaciones con las «pinches viejas», la primera, la del cine Eureka del padre Chávez Peón cuando los domingos, en el momento en que se apagaba la luz, los muchachos corrían en una estampida que hacía retumbar el piso a sentarse al lado de las niñas. El padre Chávez Peón acostumbraba tapar el lente del proyector con su sombrero cuando los besos se prolongaban en la pantalla, y fila tras fila de butacas, gritaban los muchachillos: «Beso, beso, beso». Entonces Chávez Peón con su traje negro, su olor a rancio y su sombrero Tardan metido hasta las orejas, subía al escenario a hablar de la decencia. Cuando bajaba del presidio, la película se reanudaba hasta el próximo beso y cintas de episodios de treinta minutos duraban de las cuatro a las seis y media de la tarde.

A Lorenzo le dio por correr a sentarse al lado de una niña mayor que él, Socorro Guerra Lira. Su pelo negro que espejeaba, su olor a limón lo atraían y ella muy pronto le correspondió al dejar que le tomara la mano. Ya no veía más película que la de sus sensaciones, que se hacían más apremiantes a medida que ella se ablandaba. El deseo de besarla se hizo doloroso, Socorro fingía no darse cuenta, pero cuando Lorenzo la jaló hacia él, ella fue quien lo besó primero. A partir de esa función inolvidable, domingo tras domingo, Lorenzo se formó frente a la taquilla del Eureka y corrió al lugar que le guardaba Socorro para besarla a su antojo. No se reconocía y lo que sentía lo asustaba. ¿Hasta dónde podía llegar? Por lo visto él era el de los límites, porque Socorro le ponía la mano sobre la bragueta, lanzándolo a abismos inimaginables. Por primera vez en su vida sabía lo que era una eyaculación y tres horas más tarde regresaba a la casa de Lucerna, confuso y avergonzado.

Abdul Haddad lo desafió:

—¿Qué haces con mi novia?

Aunque Abdul era más alto, Lorenzo se le abalanzó y le dio un puñetazo. De mucho le habían servido las clases en el gimnasio de los Beristáin. Le salió una fuerza sobrehumana y su golpe fue definitivo. El alto echó a correr y al ver que Lorenzo se le venía encima de nuevo, sacó una pistolita y le disparó a la altura del vientre. Un gran silencio cayó sobre la pelea, los gritos de «dale, Lencho», «mátalo, Abdul», cesaron por encanto. Lorenzo todavía tuvo tiempo para pensar que ojalá estuviera allí Diego. Debió perder el conocimiento, porque lo recuperó en una blanca cama de hospital, un horrible dolor de cabeza y una basca que pretendía arquearlo. «Es la anestesia», le dijo Leticia, los ojos llorosos. En torno a la cama, ella y la tía Tana hacían guardia.

—Jovencito, ya no te vamos a dejar jugar a d’Artagnan.

La convalecencia transcurrió en la casa de Lucerna. Tía Tana, Tila y Leticia se turnaban al pie de su cama. «Gracias a Dios el balazo no tocó los intestinos y la herida entró en sedal; rozó el sacro iliaco, la operación fue sencilla».

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