—Me dijeron que usted anda por allí mentándome la madre…
—Sí, doctor —le respondió tragando saliva.
Amanda había leído en el periódico que el comunista Rivera Terrazas, su maestro, quien venía a la Universidad a darles clase durante quince días seguidos cada mes, estaba preso en Puebla. Sin más culpó a Lorenzo de Tena. ¿Qué hacía en México en vez de defenderlo?
—¡Ah! ¿Usted cree todo lo que dicen los periódicos?
Lorenzo tomó el teléfono, marcó el número de Tonantzintla, respondió Fausta y pidió hablar con Rivera Terrazas. «Luis, aquí hay una alumna tuya que dice que te arrestaron por mi culpa y soy un tal por cual… Te la voy a pasar».
Espantada, la muchacha tomó la bocina:
—Al contrario, Amanda, Tena siempre me ha protegido; no sólo eso, en 1959, cuando la huelga ferrocarrilera, me dio asilo en el Observatorio. Ahora mismo estoy aquí escondido. Si quiere usted venir el fin de semana con sus compañeros, bienvenida, hay un bungalow para recibirlos.
Amanda miró al director de reojo antes de dirigirse apenada a la puerta.
—A partir de mañana se viene usted a trabajar —la detuvo Lorenzo.
—¿Y la escuela? Todavía no acabo. ¿Y la doctora Pishmish?
—Quiero verla aquí en la tarde a partir de mañana.
¿Cómo se desenvolvería? Su fe en las científicas se limitaba a Cecilia Payne Gaposchkin. Las demás no podían compararse con los hombres: no había una Hale, una Shapley, una Hubble, una Hertzprung, y aunque Erro le había puesto el nombre de Annie Jump Cannon al pequeño tramo de carretera que subía al Observatorio para agradecerle su entusiasmo en el proyecto de Tonantzintla, sus aportaciones no llegaban al tobillo de las de Bok, Schwarzschild, Zwiky, Kuiper y Hoyle.
En cuanto a Amanda, sus conocimientos de física, matemáticas, electrónica y óptica al fin iban a servirle. Repetía: «Seré astrónoma», como una revelación.
Durante su estancia en Tonantzintla, le asombró ver los letreros: «Tena y Rivera comunistas». «Vinieron unos de fuera y los pintaron a plena luz del día», le informó Toñita mientras hacía la limpieza del bungalow. «Vamos a encalarlos», sugirió Amanda. «La señorita Fausta ya compró pintura». «¿Quién?» «Fausta Rosales; nos ayuda a todos».
Una parvada de muchachos guiados por Paris Pishmish traían mucha alegría a Tonantzintla. En la noche se agolpaban en torno al cuarenta pulgadas, cada uno tenía un campo específico de observación, y a la mañana siguiente cotejaban sus placas. A pesar de que Lorenzo les exigía mucho, buscaban al director, querían ganarse su confianza y sobre todo su aprobación. «Dicen que es un gran crítico literario y ha leído a todo Thomas Mann». A Rafael Costero, el director no lo cohibía y le hacía las preguntas que los demás se tragaban.
En contra de quienes alegaban que la ciencia es una actividad internacional imposible de aislar, Lorenzo promovía una ciencia que le sirviera a México. Buscaba que los mexicanos se graduaran y compitieran con las universidades más importantes de Europa y Estados Unidos, pero temía la fuga de cerebros, un riesgo que a pesar de todo estaba dispuesto a correr. «¡Oigan, regresen, tienen una obligación moral con México!», pero le era imposible negar que si México se aislaba de los demás, se hundiría. Alberto Barajas alegaba: «El talento está en todas partes. Mira a Chandrasekhar, de familia aristócrata hindú, viajó a Inglaterra y se quedó en Estados Unidos. Es imposible que los investigadores del tercer mundo dejen de recurrir al primero. ¿En dónde están nuestros laboratorios? Ningún científico nuestro podría ganarse el Nobel viviendo en el tercer mundo».
En Tonantzintla, los muchachos desconocían la paciencia y ansiaban hacer un descubrimiento. Al mes querían encontrar otra galaxia y ponerle su nombre. Ninguna humildad, nada del lento y laborioso bregar de las abejas sobre las que Erro había escrito un tratado. Cuando Lorenzo les advertía que el más mínimo descubrimiento en un centésimo de milímetro de la bóveda nocturna sería ya un triunfo, se alteraban. Ardían en su propia ambición, el combustible de su juventud los volvía astros que se extinguen. Pedían tiempo de observación también en Tacubaya, aunque fuera tan difícil hacerlo con el telescopio refractor de cinco metros de distancia focal y treinta y ocho centímetros de diámetro. Revisaban sus placas y, finalmente frustrados, gritaban que ellos no serían astrónomos observacionales sino teóricos como la doctora Pishmish. «Sean lo que quieran, pero trabajen», respondía el director.
Al atardecer, guiados por Rafael Costero, algunos se atrevían a tocar a la puerta de su bungalow y les convidaba una taza de té. Entonces hablaban de su propio futuro y de política, de la ciencia en México y de política, de electromagnetismo y de política. Muchas noches Lorenzo terminó por invitarlos a cenar a El Vasco de Puebla para seguir conversando. Nunca se imaginó que los estudiantes querían saber más de él porque para él la vida personal era lo de menos ¿Era soltero o casado? ¿Tenía una amante oculta? ¿Por qué le gustaba tanto leer? ¿Qué libro les recomendaba? Lo temían y lo endiosaban. «Doctor, parece que tuvo una formación filosófica. ¿Le atrajo Nietzsche? ¿Kant? ¿Sartre? ¿Ortega y Gasset?». Alguna vez Lorenzo les habló de la
Paideia
de Jaeger, tal y como lo había hecho durante horas con Diego Beristáin.
Con los estudiantes recuperaba el entusiasmo de su adolescencia, pero lo atenazaba el paso del tiempo y el avance tan lento y difícil de la ciencia mexicana a la que ningún sexenio quería apoyar. Rafael Costero lo sorprendió preguntándole: «¿Por qué no invita a Fausta Rosales? ¡Es brillante!». «¿Brillante?» «Sí, tiene una mente privilegiada. No sabe cómo la disfrutamos. Se hizo amiga de Amanda y observaron juntas. Es tan acuciosa que Amanda va a darle crédito en su tesis de maestría». «¿Fausta observa?» «Sí, doctor, además su vida es alucinante».
Así que Fausta les había contado su vida, diablo de mujer. Con todos se veía, menos con él.
Curiosamente, los estudiantes le hacían pensar en Fausta. ¿De dónde venía? ¿Por qué no era más comunicativa? ¿Cómo acercársele? ¿Habría vendido su alma al diablo? Si a los muchachos les faltaba espíritu de aventura, pensó para sus adentros que a Fausta le sobraba.
«Mexicano sobresaliente, ojalá puedas enseñarme tu ciudad. Estaré en el hotel Majestic», escribió Norman Lewis. Llegaba de Harvard, deseoso de pasar sus vacaciones con él. ¡Qué bueno! Disertarían acerca de los objetos extremadamente débiles, que Norman conocía bien. Por fin, alguien con quien hablar de astronomía.
En el hall del hotel, Lorenzo lo abrazó con fuerza. «Te dije que te caería en México,
old chap
», le dijo Norman. «¡Se me ha hecho un siglo!». Al verlo, se dio cuenta de cuán solo había estado a pesar de Diego. Norman no había cambiado, conservaba sus notables manos de dedos largos y fuertes, su andar de gambusino acentuado por esa barba descuidada, y la graciosa cabeza de bucles dorados y ariscos. «Es como los antiguos buscadores de oro, filtra la arena universal para hallar las pepitas que han dejado otras civilizaciones en la infinidad del espacio», pensó Lorenzo. Con el rostro pálido de tanto mirar la Luna, una figura frágil a pesar de sus casi dos metros y sus ojos inquisitivos, Norman correspondió al abrazo de Lorenzo.
Ambos compartían una pasión que los unía con un lazo inextricable. No se preguntaban ¿cómo estás? sino ¿en qué estás trabajando? Confrontaban sus recientes descubrimientos y todo lo demás resultaba secundario.
«Quiero conocer tu arte, vamos a las pirámides mañana mismo». Teotihuacán lo dejó boquiabierto, era en verdad la ciudad en la que los hombres se convierten en dioses. Agotó a su amigo al pretender recorrer sus veinte kilómetros de extensión. Cuando Lorenzo lo llevó al convento de Acolman, dijo que prefería mil veces sus horas entre las pirámides del Sol y de la Luna.
A partir de Teotihuacán quiso ver los demás sitios arqueológicos, examinar los códices que registran fenómenos celestes, las mediciones, los ciclos de pueblos tan grandes como los antiguos mexicanos. «Vamos a Chichen-Itzá, a Uxmal, vamos a Mitla, al Tajín, a Monte Albán». «Por lo visto tus mediciones no son tan buenas como las de los mexicas, Norman, ¿no te has dado cuenta de la distancia entre un sitio y otro?». Norman ni lo escuchaba, maravillado. «La cuenta de los años del indígena es absolutamente extraordinaria. ¿Cómo es posible que en Harvard no habláramos de ello?».
Un guía de sombrero de paja le indicó que la Calzada de los Muertos se orientaba hacia las Pléyades. «Mire, antes se veían muy clarito, ahora se mudaron o a lo mejor se murieron porque en el cielo todo cambia». A Norman le sorprendió que un hombre cualquiera le diera su interpretación de solsticios y equinoccios y le informara que «los astros que desaparecen del firmamento se van, como nosotros, al mundo de los muertos».
A ratos, a Lorenzo le parecía que Norman deliraba: «¿No tendrían tus antepasados contactos con seres de otros mundos y de ellos adquirieron su sabiduría? ¿Cómo es posible que tuvieran por sí solos esa facilidad para el pensamiento abstracto y las matemáticas? Tuvo que haber algún encuentro, ¿no crees? La capacidad de los antiguos mexicanos no es de este mundo».
Norman preguntaba qué ruidos del espacio podrían haber escuchado y si les había llegado el peculiar sonido sibilante de la Vía Láctea. ¿Habrían mandado señales de radio las estrellas y galaxias?
En todo veía Norman a las estrellas, el primer petroglifo en un muro era un mapa del cielo, tres rayas representaban tres constelaciones, todo un planetario podía descubrirse grabado en una estela. Bastaba relacionarla con las latitudes y las longitudes para descubrir que tal figura aparecía allí ligada al solsticio de verano.
—Norman, voy a enseñarte algo más, no vas a quedarte sólo con el arte precortesiano.
Lo llevó a ver los murales de Diego Rivera en el patio de la Secretaría de Educación. Hizo un comentario: «Sabe su oficio pero es plano». Lorenzo le explicó con mucha paciencia que Rivera rescataba al indígena y repudiaba la Conquista. «No me interesa. Es panfletario». Entonces, con gran ilusión, lo condujo a San Ildefonso a ver los murales de Orozco. Esperaba el asombro de su amigo como si la obra fuera suya. Norman dejó caer con voz fría: «Es mucho peor que el otro, éste es grotesco».
—¿Cómo? —grito Lorenzo ofuscado.
—Es descriptivo, caricaturesco, estúpido, feo, feo, es simplista a morir. Nunca he visto nada tan malo. ¿Cómo es posible que se ofenda en esa forma a un pueblo que conoció el pensamiento abstracto?
Lorenzo no pudo contener su rabia:
—El abominable eres tú, que no entiende de la historia de este país.
—Son demasiado intencionadas sus figuras, el trazo es vulgar y tremendista.
This is absolutely gruesome —concluyó
.
—Ahora el que va a escuchar eres tú —Lorenzo echó espuma por la boca y lo jaló de la manga, obligándole a salir del patio de San Ildefonso. A medida que iba exponiéndole sus ideas se tranquilizó hasta tomarle familiarmente el brazo y guiarlo paso a paso al hotel Cortés.
—Mira, pinche Norman, el indio fue hecho pedazos, sus estructuras pisoteadas, sus dioses y sus templos destruidos, sus conocimientos científicos y religiosos que tanto admiras, borrados de la faz del mundo, primero por los españoles y luego por los mestizos. Dime si algo más trágico puede sucederle a un pueblo. Les robaron su risa, su ternura, su capacidad de goce, de compartir, de socorrer, su animalidad. Imagínate lo que debió ser para ellos perder a sus dioses del fuego, del agua y ver que eran reemplazados por un dios que no sólo no tenía poderes, sino que moría como una pobre cosa.
—Todos los pueblos colonizados perdieron momentáneamente su pasado.
—Cállate, gringo pendejo, no es lo mismo. En nuestro caso la herida fue mortal. Extraviamos el sentido mismo de la vida. No sabíamos quiénes éramos ni adónde íbamos. Pasamos de indígenas apaleados a mestizos acomplejados hasta que estalló la Revolución. Con ella quisimos nacer de nuevo a partir de los más golpeados, los indios. Diego Rivera invirtió los términos, encumbró a los indígenas y ridiculizó a los conquistadores, los de fuera y los de dentro. Ni los evangelizadores se salvaron, míralos, Norman, sifilíticos, degenerados, babeantes. Después, los afrancesados destrozaron con cuchillos la obra de los muralistas, el sexo de La Malinche, los «monotes» que la agredían con su fealdad morena.
Lorenzo no debió ser muy convincente, porque su amigo lo paró en seco: «I can’t stand this nonsense anymore. You were more intelligent in Harvard». «¡Y no me hables en inglés, estamos en mi país, cabrón!». En el patio del hotel Cortés pidieron dos tazas de té y Norman aseguró: «Oye, te ha sentado mal el regreso, estás hecho un azteca, por poco y me encajas un cuchillo de obsidiana en el pecho, ¿qué te pasa?». «Es que ustedes los gringos no comprenden a México». «Soy más inglés que gringo y no vine aquí a sacarte el corazón para ofrecérselo a los dioses, porque creo que ya tu corazón lo dejaste en el sofá-cama de Lisa». «Ah, ¿a eso viniste, a hablarme de esa bruja?» «Esa bruja es perfectamente capaz de arreglar sus asuntos sin mi intervención. Vine porque soy tu amigo y porque tanto hablaste de tu país que quise conocerlo, pero si sigues así, a partir de mañana viajo solo. Lo que tú quieres es romperme la cara. ¿Sabes lo que te sucede, Lorenzo? Estás cayendo en el sentimentalismo y si el sentimentalismo es una liberación, es también un relajamiento de las emociones. Me tonificabas más en Harvard, cuando le dabas otra forma a tu exaltación».
«
Your driving is ghastly
—comentó Norman cuando viajaron a Tonantzintla—. Algún día te vas a matar. ¿Por qué no aceptas al chofer de la Universidad? Te vas a ahorrar una cantidad enorme de tiempo». «No quiero crear dependencias», respondió Lorenzo en tono irritado. Llegar a importante no encajaba dentro de sus esquemas, aunque dar órdenes era inherente a su naturaleza. Le repelían las prebendas y la parafernalia en torno al puesto. Claro, había que ganar tiempo, tener tranquilidad de espíritu para tomar decisiones, pero algo no cuadraba. Los atributos del poder rugían voraces, ganaban terreno, entraban a la casa. El chofer del automóvil pasaba a ser el de la señora que alegaba: «I’m worth it», en su inglés del Helena Herly Hall. Norman entonces le contó que Pierre Curie, que había descubierto el polonio y el radio en un cobertizo de madera en la rue Lhommond en París con su esposa Marie Curie, fue propuesto para la Legión de Honor y Curie respondió a Paul Appel: «Por favor, tenga la bondad de dar las gracias al ministro y de informarle que no siento la menor necesidad de ser condecorado, pero que tengo la mayor urgencia de un laboratorio».