En el último té de la noche en el hotel Majestic, y en ausencia de Fausta, Norman preguntó a boca de jarro: «¿Por qué no te casas con ella? Es extraordinaria». «Vive dentro de mí, pienso en ella a todas horas, la verdad, no he tenido tiempo para mi vida personal, pero lo voy a encontrar, Norman, apenas tenga un respiro le propondré matrimonio». Norman lo interrumpió: «Lo que pasa es que eres mucho más conservador de lo que crees, Lorenzo. Estás marcado por tu pasado. Yo no tengo tus ideas fijas». «¿Conservador, yo?», se indignó Lorenzo, pero ya en la noche, la cabeza sobre la almohada, pensó que de no serlo habría llevado a Norman a ver a Juan, pero la sola idea hacía que su rostro ardiera de vergüenza. Además, tal y como había visto a su hermano en la última visita, ¿sería capaz de darle la respuesta a Norman?
Al día siguiente los tres fueron a la imprenta, aunque Norman los abandonó a las cuatro horas para ir a entrevistar a Alfonso Caso. Fausta no trabajó con el primor acostumbrado. En un momento dado, hasta dejó de corregir, el lápiz en el aire, y Lorenzo le preguntó: «¿En qué piensa, Fausta?». «En que Norman me dijo que muy pronto todo esto se haría electrónicamente».
Lorenzo volvió a la carga y Norman intentó serenarlo. «Es más estimulante vivir en México que en los países del primer mundo». «¿Entonces qué esperas para mudarte acá?» «Si me das trabajo me vengo, y más ahora que conozco a tu Fausta, no la de Gide, la tuya», rió Norman. «Me fascinaría no saber lo que va a pasar mañana, porque allá en Estados Unidos todo está planeado de antemano. Nunca he sentido la necesidad de salvar a mi país como tú al tuyo. Allá me pierdo en el anonimato, soy uno de tantos». «Así que tú también padeces el síndrome de la vedette», ironizó Lorenzo y continuó: «¡Qué bueno que te sumes a las filas de los charros, las coristas, el futbol, porque es lo único en que triunfa en mi país! Los mexicanos vibran cuando ganan un partido contra Jamaica o Bolivia. Sueñan con meter un gol y se identifican con el futbolista porque está a su alcance». «Bueno, pues mete un gol en la ciencia». «Lo voy a intentar». «Creo que el doctor De Tena ya lo logró», se presentó Fausta y entró al quite. «Ustedes no están solos, les vamos a ayudar», respondió Norman abrazando a Lorenzo. «Lo que está sucediendo —se sulfuró el mexicano— es que muchos de los que salen a hacer su maestría o doctorado fuera escogen tu país porque les ofrecen sueldos nunca vistos y una mejor calidad de vida, pero yo me voy a encargar de que regresen, así es que ayúdame pero exactamente como yo te lo ordene».
Norman regresó a Harvard y Lorenzo se sintió extrañamente vacío. Recordaba cómo en el aeropuerto, casi para despedirse, frente a la última cerveza, Fausta les cantó, ladeando la cabeza y con una gracia ante la cual era difícil no sucumbir:
South of the Border
down Mexico way
,that’s where I fell in love
when stars above
come out to play
.And now as I wander
,my thoughts ever stray
,South of the Border
down Mexico way
.
¿Dónde había aprendido inglés? ¿Cuándo? De veras, Fausta tenía reacciones termonucleares que le llegaban al fondo del alma, sus ondas de radio y su luz infrarroja penetraban más lejos de lo que él habría esperado jamás. No le importaría girar dentro de su órbita, volverse uno de los discos de gas de Orión para cuidarla. Así como muy joven le había impactado la definición de Heráclito sobre el universo: «Este universo, el mismo para todos, es una unidad en sí misma. No fue creado por ningún dios ni por ningún hombre, ha sido, es y será un fuego eterno que se enciende y apaga conforme a leyes», Fausta obedecía a leyes que lo intrigaban por inaccesibles.
Cuando Carlos Graef le informó que el gobierno pensaba crear un nuevo Consejo Nacional de Ciencia que sustituyera a su Academia Nacional de la Investigación Científica, hoy rebasada, y destinarle un presupuesto nunca visto, Lorenzo se sorprendió:
—¿Adivina quién va a ser el director y ya anda rodando en carroza con un sueldo que ni tú ni yo hemos visto ni en sueños?
—¿Quién? —preguntó Lorenzo.
—Fabio Argüelles Newman.
—¿El filósofo?
—Ese mismo, y te va a caer uno de estos días porque nos anda pastoreando a todos.
Una mañana, a las once, Lorenzo recibió la visita de Argüelles Newman. No lo reconoció con un traje azul de Armani que habría hecho palidecer de envidia a La Pipa Garciadiego. Peinado con gomina, ya no era el joven existencialista con quien había sostenido un larguísimo diálogo hacía seis años. Fabio tampoco parecía querer recordar ese encuentro. Explicó que había aceptado el nombramiento del señor presidente de la República porque quería impulsar la ciencia, y que ahora sí habría presupuesto para proyectos tan importantes como el de Tonantzintla. Lo invitaba a desayunar o a comer o a cenar en el momento en que quisiera y se ponía a sus órdenes. Aquí estaba el teléfono de su privado. Prendía cigarro tras cigarro y en un momento dado prendió el de Lorenzo con un encendedor de Hermès. Sacó una tarjeta y se la tendió. «Fabio Argüelles Newman, Ph. D.», y cuando hubo terminado su encendida perorata, Lorenzo se puso de pie:
—Es usted un miserable y no quiero volver a verlo en mi oficina.
Fabio se levantó, aterrado, y Lorenzo prosiguió:
—Usted iba a ser un buen astrofísico y todo lo ha canjeado por un plato de lentejas.
—Doctor, no me insulte. Voy a seguir haciendo mi investigación, mi puesto no es eterno, además, podré dedicarle los sábados y domingos a mi tesis.
—¿Ah, sí? Entonces ni siquiera ha terminado su doctorado pero se atreve a ponerle un Ph. D. a su apellido cuando aún no lo recibe. Ya me extrañaba que lo sacara en cuatro años. Podría yo denunciarlo ante el Consejo Universitario, pero como lo saben mis colegas y me lo recuerdan con mentadas de madre, yo tampoco tengo doctorado, aunque mi limitación obedece a razones circunstanciales y desde luego mucho más desinteresadas que las suyas.
—Doctor, lo mío no es traición ni motivo para que me insulte. Cuando termine el sexenio volveré a la investigación y mientras tanto voy a impulsar los proyectos científicos de muchos colegas que, a diferencia suya, están satisfechos con mi nombramiento.
—Bueno, no hay nada que decir, salga de aquí.
En ese momento, la actitud de Fabio fue de tal desvalimiento que tuvo que retenerse del dorso de la silla para no caerse. La misma expresión de inseguridad de la primera entrevista hizo que Lorenzo se apiadara:
—Si se va a desmayar, siéntese.
Fabio se desplomó en la silla y se secó el sudor de la frente, y Lorenzo se sintió súbitamente derrotado. Sí, la de Fabio era su derrota.
—Lo peor, doctor, es que usted va a tener que tratar conmigo para el presupuesto de los institutos que dirige.
—Bueno —se dulcificó Lorenzo—, no se preocupe demasiado. Soy un ogro, pero a veces se me olvida porque con la edad he perdido algo de mi formidable impulso.
En la Secretaría de Educación Pública, el maestro y el discípulo volvieron a verse.
—Doctor, vamos a reconfigurar el presupuesto de los organismos que usted dirige. Debe usted, además de partidas para instrumentos, pagar salarios decentes, incluyendo el suyo.
—¿Qué me quiere decir?
—Vivimos en otra época y ésta requiere un cambio de actitud.
—Estoy satisfecho con mi salario y ellos también.
—Han venido a quejarse conmigo y les doy la razón. Mire, vamos a comer aquí cerca y le explico antes de darle la nómina.
—Deme la nómina, voy a ver qué puedo hacer.
A las dos y media de la tarde, Lorenzo no quiso ir a comer con Fabio, que salió con un colega. Al regresar, a las cinco, encontró al director del Instituto de Astrofísica y del Observatorio de Tonantzintla, pluma en mano, exactamente en el mismo sitio y en la misma postura frente a la nómina, a su lado un cenicero colmado de colillas. No había terminado de ponerle salarios a la gente. Fabio se asomó a ver la lista.
—Doctor, ahora que ya no hay normatividad, aprovéchese.
—No, eso es corrupción.
—Doctor, por favor, haga lo que hace la Universidad Nacional, que ya tiene categorías, auménteles, pero no trescientos o cuatrocientos pesos sino tres mil o cuatro mil. Permítame que lo convenza de darles un aumento sustancial. Mire, su sueldo es una miseria. Le conseguí dinero no sólo para salarios, sino para el espectrógrafo, el laboratorio de electrónica; vea usted, tiene que aprender a gastarlo y éste es el momento, vamos a dejar atrás el presupuesto consolidado que se regulariza cada año…
—Usted no me convence, Fabio, y éstos son los únicos aumentos que, como director, estoy dispuesto a autorizar.
—Doctor, nadie se queja cuando le aumentan el sueldo y ésta es la forma en que puede evitarse problemas sindicales. Si no lo hace va a perder gente. ¿Cómo va a competir con los sueldos norteamericanos? Se le van a ir investigadores de primer nivel. Modernícese, doctor. ¿Se acuerda del espectrofotómetro que valía once mil dólares y que usted insistió en que se construyera en el laboratorio de electrónica de Tonantzintla sin saber hacerlo? Costó doce mil dólares. Usted siempre ha insistido en que nosotros mismos hagamos los instrumentos aunque nunca hayamos sido entrenados para ello. Sin embargo, lo obedecimos en los laboratorios de electrónica y de óptica, y obtuvimos algunos triunfos, logramos patentes en micromaquinaria y en celdas solares, transistores y capacitadores, condensadores de electricidad que a usted lo enorgullecieron porque interesaron a Texas Instruments, pero finalmente llegamos tarde. ¿Sabe por qué le obedecíamos, doctor? Por miedo. Allá en Tonantzintla todos, salvo Luis Rivera Terrazas, le tienen miedo…
Mareado por la filípica de Fabio, por toda respuesta Lorenzo se puso de pie. No permitió que Fabio lo acompañara, descendió la gran escalera circundada por los murales de Diego Rivera y salió a la calle. No había comido, pero no sentía hambre. Lo alimentaba su tristeza. «Estoy desfasado. No entiendo nada». Además de la divergencia de criterios, era urgente encontrar en México otro sitio para montar un nuevo observatorio e instalar un telescopio más potente. En el cuarenta pulgadas ya no se podía observar. Las construcciones del Observatorio servirían para laboratorios de óptica y electrónica. ¡Y claro, de enseñanza e investigación! Tonantzintla había quedado atrás, pero no así los boletines de Tonantzintla y Tacubaya, que lo habían hecho célebre en el mundo entero. ¡Al menos eso!
Sólo los viajes desconectaban a Lorenzo de la angustia que le causaba su país. Eran una consecuencia de su internacionalización. No sólo lo invitaban los observatorios de Kitt Peak, Monte Palomar y Monte Wilson en Estados Unidos, sino los de Tololo y Córdoba en el cono sur. Ahora conocía Monte Brukkaros en el suroeste de África y sobre todo Bloemfontein, la estación de Harvard en África que visitó con emoción porque por un pelo lo habría encabezado. El actual director exclamó al recibirlo: «So you are the great doctor Tena!». Los especialistas del Smithsonian Astrophysical Observatory, los de la American Astronomical Society y los de la Unión Astronómica Internacional se reunían periódicamente en congresos en las grandes capitales del mundo, y Lorenzo subía al avión exaltado, porque recordaba además la frase de una astrónoma muy atractiva: «Los viajes son para coger y emborracharse», y a Lorenzo le dio por beber bárbaramente. Era otro hombre. Habría aventado su cartera al primer río de pedírselo una muchacha. ¿El Sena, el Támesis, el Danubio? Tú escoge. Varias veces, en Londres, caminó por Picadilly y Downing Street a caza de algo que no encontraba y en realidad nunca supo qué era. «El corazón es un cazador solitario», escribió Carson McCullers y Lorenzo, bien armado y mejor dispuesto, disparaba al aire y las presas caían, llamándolo «azteca» y rogándole que por favor les sacara el corazón. Ahora se sentía como un pobre venadito bajado de la serranía. Parecía que todas las escopetas del mundo apuntaban hacia él. Andaba cojo y malherido, lleno de recuerdos, viejo y al mismo tiempo como recién nacido: el amor por Fausta lo volvía vulnerable. Cuántas cosas había aprendido y olvidado en estos últimos años. Acostumbrado a enamorar a Claudines y Colettes y decirles que las amaba desaforadamente, para todo efecto práctico Lorenzo era un soltero codiciable, director de dos institutos de ciencia en un país exótico que francesas, rusas, polacas, checas e italianas querían conocer. Nada les parecía tan romántico como hacer su vida con un astrónomo que las despertaría a la hora en que nace el Sol para hacer el amor, la Vía Láctea a la mitad del lecho.
El mexicano las entretenía contándoles la vida de Tycho Brahe, favorito del rey Federico II de Dinamarca en el siglo
XVI.
El astrónomo mandó construir en la isla de Hven, regalo del rey, un espléndido castillo gótico: Uraniborg. Desde sus torres, domos, azoteas y balcones estudió los astros. Cuatro años más tarde, el Observatorio resultó insuficiente y levantó otro al que llamó Stjàrneborg, castillo de las estrellas. Una infinidad de sextantes de cobre, círculos, semicírculos y cuarto de círculos, astrolabios, cuadrantes solares, relojes de sol completaban al mayor instrumento de todos: un cuadrante mural de madera montado sobre una pared, con el que estableció, como nunca, las posiciones exactas de los astros.
Aunque demasiado técnico, ellas fingían entenderlo, porque Lorenzo las embelesaba con su relato. ¡Amar a un astrónomo, ser dueña de una isla, vivir en el castillo de las estrellas, qué sueño inconmensurable! Cada vez que el mexicano amenazaba con terminar su relato, gritaban «¡Noooo!» a coro y Tycho Brahe adquirió la popularidad de Alain Delon. Que el número de observaciones de Tycho Brahe fuera enorme no importaba al lado de lo que podía darle a la amada: el Sol, la Luna, planetas, cometas. Brahe tuvo a un ferviente discípulo: Kepler, quien leyó y releyó la obra en catorce volúmenes, pero Tycho murió triste como todos los astrónomos, el 24 de octubre de 1601.
—¿Por qué mueren tristes los astrónomos? —preguntó Elma Parsamian, una linda astrónoma armenia.
—Porque no pueden ver.
El Observatorio de Byurakan en Armenia, convertido en una magnífica y rica institución, lo exaltaba sobre todas las cosas por la presencia de Víctor Ambartsumian. Cuando lo visitó por primera vez, en 1956, era poco menos que Tonantzintla y Ambartsumian había logrado crear uno de los observatorios más prósperos y activos del mundo. Los mexicanos no tenían nada parecido dentro o fuera de la astronomía. Y no sólo eso, como presidente de la Academia de Ciencias de Armenia, impulsaba una formidable cadena de instituciones científicas, técnicas y humanistas que correspondían con creces a lo que Lorenzo habría deseado, en el más optimista de los sueños, para México: metalurgia, biología, geodesia, física, astronomía, matemáticas, petroquímica, química, mecánica de suelos, óptica, electrónica, historia y filología, todo en una pequeña República hecha del trabajo de generaciones, de apenas tres millones de habitantes.