A Socorro Guerra Lira jamás volvió a verla, aunque una enfermera le contó que una voz femenina había preguntado por él entre sollozos, pero colgó cuando pidió su nombre. Lorenzo enrojeció al oír lo del llanto.
—Eres un torito, muchacho —comentó el cirujano con simpatía—, tienes una fuerte pared muscular. Unos cuantos días de descanso y quedarás mejor que antes.
A Lorenzo le sorprendió que el recuerdo de Socorro y del árabe resurgiera vivo y palpitante de su memoria. También una tarde, tía Tana, sentada al borde de su cama, le desabotonó la camisa del pijama:
—Hace demasiado calor, Lencho, destápate.
Al contacto de esa mano, Lorenzo sintió el mismo retortijón del Eureka. Doña Cayetana debió percibirlo, porque no volvió a acariciarlo. Por la ventana de la buhardilla entraba todo el calor de México.
—Vas a levantarte muy pronto, no te muevas para que no te duela.
—¿Pasividad frente al sufrimiento, tía? ¡Eso nunca!
Al contrario, lo invadía el más estimulante de los impulsos.
—Tía, yo moldeo mi vida, yo me mando.
—Siempre las grandes palabras —rió Leticia.
Preso del deseo, Lorenzo no se reconocía. Se suponía que estaba metido en el lecho del dolor y las erecciones lo atormentaban. Tila cambiaba las sábanas cubiertas de grandes flores blancas sin decir palabra y Lorenzo sabía que la vergüenza los obligaba a ambos a guardar silencio. Lo que le sucedía era absolutamente real y todos, incluso él, fingían no darse cuenta. «En esta casa no hay cuerpos, nadie se debate contra la tiranía del sexo», pensó Lorenzo. La frustración tampoco tenía cuerpo. Sólo una vez Leticia —la única que según él se mantenía al margen de tantos dobleces, incorpórea por su edad— le contó:
—La tía Tana le dijo a Tila que hay que rezar mucho por ti. ¿Ves cómo sí te quiere?
—¿Y qué más dicen allá abajo?
—Dicen que eso te pasó por andar de coscolino, el padre Chávez Peón vino a acusarte.
En el horno inclemente de su buhardilla, Lorenzo era todo carne. Antes había sido puro espíritu. Ahora tenía que domesticar ese cuerpo ingobernable, esconder sus impulsos bajo las sábanas, que nadie los viera aunque seguro sospechaban.
—Dice tu padre que te verá cuando puedas bajar al comedor y que recuerdes que el sufrimiento purifica —le comunicó solemne tía Tana.
—Y si el sufrimiento es tan gran maestro, ¿por qué no sufre él y sube a verme?
—Habrase visto, muchacho impertinente, ¿tu padre en una buhardilla?
—Oye, Leti, ¿podrías hacerme un enorme favor y hablarle a Diego para que me traiga
El origen de las especies
?
Cuando subió Diego hablaron no sólo de Darwin, del infeliz de Abdul Haddad y de Socorro, sino del balazo. «Enséñame tu herida». Lorenzo presumió una cicatriz inmensa. «¡Qué suerte tienes, hermano, qué bárbaro! ¿Te duele?» «Sólo me pica, siento ganas de rascarme pero se abrirían los puntos». «¿Cuántos puntos?» «Trece y con hilo negro». Acelerado, Lorenzo le preguntó a su amigo si de veras la naturaleza humana era fuente de libertad. «No soy biólogo, Lencho, no sé». «Debes saber, Diego». «Te digo que no sé». «Bueno, pregúntale al doctor Beristáin de mi parte». «Sí, claro, ¿te dije que te mandaba un abrazo?» «Gracias, pero pregúntale lo de la naturaleza». «Hermano, veo que tu condición volcánica no ha cambiado, seguro ya te van a dar de alta, mira, papá te manda el
Facundo
de Sarmiento». «¿No podrías traerme
Los miserables
de Víctor Hugo?» «No me parece apta para convalecientes, pero allá tú».
Sólo una vez Lorenzo regresó al Eureka. A Socorrito nadie la había visto desde el balazo y Chávez Peón le reprochó: «Le hiciste fama de mancornadora, quién sabe si se case».
¡Maldita sea! Si Lorenzo bajara ahora mismo a la sala a decirle a los De Tena que a raíz del balazo se le había revelado que otra vida, infinitamente mejor, los esperaba afuera, seguro le responderían que el oprimido era él, el estúpido era él. ¿Cómo no iban a tener la mejor de las vidas si los De Tena se contaban entre lo más granado de la sociedad? La tatarabuela Asunción había sido dama de la emperatriz Carlota. Los De Tena, como los Escandón, los Rincón Gallardo, los Romero de Terreros, los Martínez del Río, cumplían cabalmente con el lema en su escudo y eran muy pocas las familias en México con su abolengo y el honor de un nombre sin tacha. Venían de España, hablaban del rey como su propiedad y de Maximiliano y Carlota como sus íntimos ¡No, ninguna posibilidad de que su discurso tuviera el menor eco! Al contrario, los efectos se harían sentir en Juan y en Leticia, ¡maldita sea!
Sus recuerdos eran una tregua porque la intensidad con la que pensaba en Fausta volvía fantasmagórica su propia existencia; Harvard, Tonantzintla, se deshacían en torno suyo.
—Tengo que trabajar. Es la única forma de salir de Fausta. El amor me hace perder tiempo.
«¿Ya es miércoles? ¡Qué barbaridad, cómo pasa el tiempo!». Fausta respondió al escucharlo:
—Todos los días, en ocasiones hasta dos veces, se lamenta usted por la pérdida del tiempo. Si nadie sabe realmente lo que es el tiempo, ¿de qué se preocupa? Haga de cuenta que es un aire muy delgadito que va pasando y no hay manera de asirlo, y deje de torturarse.
Con mucho cuidado, a lo largo de días solitarios, Lorenzo hizo a Fausta partícipe de su obsesión por el tiempo. Cuando le habló de
La vida es sueño
, lo sorprendió que le respondiera que el Siglo de Oro descansaba en Góngora, Velázquez y Calderón de la Barca, nacido treinta y ocho años después de Lope.
—¿Y por qué conoce usted a Calderón de la Barca, Fausta?
—Por el teatro. Me gustó mucho el nombre del criado: Clotaldo, el único que trata a Segismundo. Es un nombre feo y atractivo a la vez. Fíjese, doctor, de niña dibujaba yo, pero como no me gustaban mis engendros les ponía nombres feos, recuerdo uno: Jedaure. Pensaba que el día que me salieran bien los llamaría Rodrigo, Tomás, Andrés, Nicolás, Lucas, Cristóbal, Inés, pero nunca llegué a dibujarlos con destreza, por lo tanto no pasé de Jedaure.
—Ésa es la búsqueda de la perfección.
Fausta le repitió cómo Basilio, el rey de Polonia, encerró a Segismundo en una torre porque su mujer murió a la hora de darlo a luz y los profetas aseguraron que le robaría su poder.
—Mire, doctor, a Segismundo nadie lo conoce salvo Clotaldo. Cuando llega a su mayoría de edad, después de consultar a los hados, el rey le ordena al criado liberar al hijo y llevarlo a la Corte para probarlo. Clotaldo le da un bebedizo y Segismundo amanece en el palacio. Al despertar, agrede a Rosaura porque nunca ha visto a una mujer, injuria a la Corte y tira a uno de los cortesanos por el balcón. Segismundo es una bestia, imposible que sea rey y su padre lo devuelve a la prisión, haciéndole creer que todo ha sido un sueño. «Yo sueño que estoy aquí / destas prisiones cargado, / y soñé que en otro estado / más lisonjero me vi. / ¿Qué es la vida? Un frenesí / ¿Qué es la vida? Una ilusión, / una sombra, una ficción, / y el mayor bien es pequeño, / que toda la vida es sueño, / y los sueños, sueños son». Sin embargo el príncipe Segismundo se ha enamorado y finalmente lo único que recuerda es el amor por su prima Estrella. ¿No le parece chida esta historia, doctor?
—¿Qué?
Tanto a Lorenzo como a Fausta les dio por ponderar el monólogo de Segismundo y preguntarse por qué tenían menos libertad que el ave y el oso. Recitaban al unísono «y teniendo yo más alma, ¿tengo menos libertad?», «¿y yo con mejor instinto, tengo menos libertad?».
Regresar al pasado era una señal muy clara de envejecimiento y Lorenzo sintió miedo. «Estoy de acuerdo en que mi cuerpo envejezca pero no mi cerebro. Ése no debe abandonarme. Nadie puede ganarme».
Cada vez que venía del Distrito Federal, el corazón de Lorenzo se apretujaba pensando en que a lo mejor no encontraría a Fausta. Ya era parte del personal de Tonantzintla y aparecía en la nómina. ¿Qué edad podía tener Fausta? Daba la sensación de haber sobrevivido a muchas cosas, quizá demasiadas. ¿De cuántas sangres mezcladas estaba hecha? ¿Quién la había configurado así? El milagro de la renovación de sí mismo Lorenzo ya no lo esperaba y una mujer venida del infierno se lo había dado. Fausta se drogaba, fumaba marihuana, los jóvenes la sentían una de ellos porque compartía sus pastas, hablaba como ellos. «¿Qué onda, mi doc?», lo había abordado y Lorenzo tuvo ganas de decirle: «No me diga
mi doc
», pero se contuvo y quiso vengarse preguntándole a su vez: «¿Siempre con los mismos pantalones?». «Éstos son distintos, mire, mi doc, éste lleva bolsas en las nalgas, el otro las tenía laterales». A su vez, ella también le hacía preguntas.
—¿Por qué no se deja el pelo largo?
—¿Yo?
—Sí, como Einstein, largo y alborotado.
En otra ocasión se emocionó al oír rock:
—¿Conoce a Janis Joplin? ¿Ya la había oído? Se piró. Un ser humano formidable.
A los pocos meses de llegar a Tonantzintla, se presentó con los pelos parados en picos. Se había cortado sus hermosas trenzas negras. Sin dejar transparentar su disgusto, Lorenzo le preguntó:
—¿Cómo se le detienen así?
—Con gel, doctor, lo que usan los hombres. Mire, tóquemelos.
Fausta guió la mano de Lorenzo sobre su cráneo. Estaban totalmente tiesos, una tabla de clavos de fakir no habría sido más penetrante. Su mano rebotó y sin embargo ¡qué atractiva se veía Fausta con esas púas! Al cabo del tiempo se aburrió y se dejó crecer el pelo.
Para Lorenzo la droga, la marihuana, implicaban un mundo sórdido de hoyos funkies, discos, rock, médicos abortistas, asaltos en los supermercados, promiscuidad y en consecuencia, un final desolado. Él se acostaba con quien le daba la gana pero era hombre; ella por lo visto había ido mucho más lejos y sin embargo le daba la misma sensación de pureza que las T-Tauri.
Por lo pronto Fausta era el sarampión de Tonantzintla y al rato sería el de la Universidad de Puebla en vista del entusiasmo de Rivera Terrazas. A Luis le preocupaba mucho su universidad y solía darle noticias a Lorenzo. «Por lo menos se comienzan a discutir problemas económicos y políticos. Hasta hace poco las únicas actividades que podríamos llamar culturales, eran las misas de acción de gracias».
Lorenzo y Luis dedicaban horas a hablar de educación superior. Según Luis, al entrar al vestíbulo del Carolino, un pizarrón anunciaba: «Se invita a los alumnos de Derecho a la misa de acción de gracias con motivo de los exámenes». El arzobispo los visitaba con frecuencia y las peregrinaciones a la Basílica de Guadalupe contaban para el historial académico. «¿Dónde vivimos, Lencho?», se desesperaba Luis. Lo mismo sucedía en el Departamento de Física, que tenía un único libro de texto, pésimo, hermano, pésimo, el autor, un español, Lerena, sabe de física lo que yo de corte y confección. ¡Y pensar que cerca de setenta mil estudiantes de preparatoria lo compran!
Luis se estrujaba las manos: «¿Por qué no das una clase, hermano, una sola? Hazlo por mí». «Ya sabes que me choca, Luis. Ten piedad de mi investigación, cada vez le dedico menos tiempo». Luis insistía: «Debo conseguir profesores que por lo menos no confundan el peso y la masa. Imagínate, Lencho, entré a la clase de física y me di cuenta de que el maestro no conocía la diferencia entre grados centígrados y grados Kelvin».
Terrazas terminaba riéndose porque Lorenzo se burlaba de su guadalupanismo comunista y su lealtad al «Poema Pedagógico» de Makarenko. «En la Universidad otro maestro me ilustró acerca de lo que él llama “la raza mexicana”, aborto de la Virgen de Covadonga con la de Guadalupe».
—¡Hombre, le gana a Vasconcelos cuando habla de la raza cósmica, la quinta, superior a las otras cuatro: blanca, negra, amarilla y cobriza, sintetizadas en los mexicanos, tan buenos los pintos como los colorados! —reía Lorenzo.
Una madrugada, los muros de Tonantzintla amanecieron pintarrajeados: «Tena y Terrazas comunistas», «Antimexicanos», «Fuera los rojos», «Enemigos del pueblo», «Abajo el comunismo», «Traidores», «Tena y Terrazas putos». La campaña anticomunista llegaba hasta Tonantzintla. Cualquier persona con ideas nuevas amenazaba el tradicionalismo poblano; más que ningún otro estado, Puebla era conservador y a cualquier liberal lo tachaban de bolchevique vendido a Moscú.
En la Universidad Autónoma de Puebla, ciento veinte estudiantes se apretujaban en salones para sesenta. Cuando Terrazas les dijo a los maestros: «Compañeros, tienen la obligación de quedarse ocho horas en la Universidad», uno de ellos protestó: «De acuerdo, pero ¿quieres que me ponga bajo un árbol o me siente en una piedra?». ¿Cómo exigirle a un profesor de tiempo completo permanecer en la Universidad sin cubículo? Muchos estudiantes no contaban con espacio en su casa para hacer su tarea y faltaban salones.
«Fíjate, sólo podemos brindarle apoyo a cuarenta estudiantes porque hay diez mesas para cuatro, y eso que somos la universidad de mayor tradición de la República». Lorenzo prometía hablar con el Secretario de Educación Pública, pero él y Luis eran pesimistas por naturaleza. «¡Pobre país! ¡Pobre México! ¿Qué será de la juventud?».
Los problemas que padecía Rivera Terrazas en la Universidad de Puebla le recordaban a Lorenzo la fundación de los institutos en Ciudad Universitaria y años más tarde, la de la Academia de la Investigación Científica. El químico Alberto Sandoval Landázuri derrumbó muros personalmente para ampliar espacios en los pisos 11, 12 y 13 de la torre de Ciencias. «Sé exactamente cuáles son las necesidades de mi laboratorio, dónde quiero el taller de vidrio, dónde el almacén, dónde las máquinas de compresión de aire y de vacío». Exigió, marro en mano, la instalación de extinguidores de bióxido de carbono y regaderas de alta presión, no podía correr un solo riesgo. Como el arquitecto Cacho protestara, le contó que Fernando Walls había resbalado en un charco de diesel frente a la caldera con un garrafón de metanol que se incendió y sufrió graves quemaduras.
El director del Instituto de Química tenía fama de hosco y una voz extraordinariamente enérgica. Su forma directa de hablar le resultó agradable a Lorenzo. «Es el tipo de hombres con quienes me gusta tratar». Encaraban los problemas en la misma forma. Tomar té juntos a media tarde se volvió costumbre.
A diferencia de los hombres de ciencia que se quejaban de su salario, a Sandoval Landázuri seiscientos pesos mensuales le parecían un magnífico sueldo y ese total desinterés emocionaba a Lorenzo.