—Doctor, usted que es astrológico, a lo mejor aumento la producción, por eso necesito un préstamo para transportarla porque mucha se me pudre —le dijo una mañana.
Lorenzo suspiró de alivio. Hacía más de cinco años que se estrellaba contra su terco: «Así me quedo», y ahora, por fin, rindiéndose ante la evidencia, los campesinos empezaban a ceder. Hasta entonces una aterradora fatalidad los volvía inamovibles. El volcán y su volcana los tenían atados. Lorenzo habría querido estrangular con sus propias manos al cura que pasaba cada quince días a decir misa. Era él quien podría influir, educar, informar al menos, pero nunca decía nada porque no sabía nada. Lo que Dios mande, la voluntad de Dios, Dios lo quiso así.
Un día que lo oyó preguntarle a una pobre mujer: «¿Qué me traes?», Lorenzo gritó fuera de sí: «¿Cómo que qué me traes? ¿Qué le va usted a dar, vividor desgraciado? Ni siquiera les ha dicho a sus parroquianos que le compren un foco rojo a su bicicleta para que no los maten como moscos en la carretera».
El curita no aprendió la lección. Desprotegía a su rebaño, abandonaba a la oveja perdida. No los previno contra los ríos de lodo que bajan del Popocatépetl llevándoselo todo a su paso. Al contrario, Lorenzo lo escuchó platicar tranquilamente: «Apenas el lodo encuentra su barranca, allí se queda y no pasa nada». Con razón repetían todos «así me quedo». Resistir era su única forma de sobrevivencia. El cura también insistía en una frase casi bíblica: «El día que verdaderamente pase algo, escucharán las campanas». Y ahora, después de cinco años, don Honorio canjeaba su inercia por un espíritu empresarial. Y a él le seguirían otros porque don Honorio Tecuatl, con su mandíbula fuerte y su frente estrecha, era cabeza de grupo.
Cuando Diego llamó a Tonantzintla para anunciarle la cita con el secretario de Hacienda, Lorenzo se entusiasmó y fue de inmediato a México. Por fin, el proyecto del laboratorio de óptica acariciado durante meses vería la luz. Su buen humor lo hizo pasar a ver a Leticia después de meses de ausencia. Al despedirse, su hermana le dijo: «Voy a prender una veladora para que nada vaya a fallar».
A las cinco en punto se presentó en la Secretaría de Hacienda y por primera vez no le repugnó hacer siete minutos de antesala. «El señor secretario está en una junta, pero ahora mismo lo recibe». Cuando pasó, el ceño fruncido del secretario le pareció un mal augurio:
—Mire usted, doctor De Tena, el señor presidente de la República considera que tenemos otras prioridades en este momento, pero más adelante examinaremos su petición para el laboratorio de óptica en Tonantzintla.
—¿Petición? Nunca he pedido nada.
—El señor licenciado don Diego Beristáin, a quien todos estimamos, nos hizo saber que usted buscaba fondos para un laboratorio.
—Diego Beristáin está muy equivocado. Me dijo que usted era quien tenía interés en el laboratorio, pero aquí termina el equívoco, buenas tardes, señor secretario —se dirigió a la puerta.
De inmediato llamó a Diego.
—¿Por qué me hiciste creer que Hacienda le entraría? Todo ha sido lamentable y te prohíbo que vuelvas a meter la nariz en mis asuntos.
Sin más, Lorenzo colgó el teléfono. Si esto sucedía con su mejor amigo, ¿qué podría esperar de los políticos mexicanos que no tenían la menor idea de lo que significa la ciencia? Lorenzo se había dado portazo tras portazo contra la autoridad. «No, doctor, no hay presupuesto, el presidente sale de gira». «Lo siento mucho, doctor, pero lo suyo no entra dentro de las prioridades de la instrucción pública, le hemos dedicado toda la partida a la creación de aulas». «Doctor, usted que es reconocido internacionalmente, ¿por qué no recurre a los institutos de ciencia de Holanda, Suecia, Noruega, Australia, que son mucho más solventes que nosotros?» «Doctor, dejémosle ese capítulo a los países ricos, vamos hacia la globalización, falta poco para que todos seamos uno, no tenemos por qué gastar en nuestra propia ciencia».
Esa noche, Lorenzo regresó a casa de Leticia, quien con sólo ver la expresión en el rostro de su hermano supo que había fracasado. «Vente, hermano, un tequila te va a caer muy bien. Estos hijos de la chingada no te merecen, pero si me lo permites, voy a enseñarte a darles de chingadazos».
—Lo pensaré yendo a Tonantzintla.
Las horas en la carretera a Puebla no le pesaban porque el camino tenía grandeza. Al contrario, le permitían darle vuelta al asunto que más lo atraía, el de los objetos en el cielo. El incidente en Hacienda lo sacudió durante semanas, hasta que Diego lo llamó para decirle que después de este penoso asunto había presentado su renuncia.
Desde el momento en que dejaba atrás los últimos caseríos de Iztapalapa podía sumirse en sus reflexiones. Conducía el Ford al ritmo de sus pensamientos, muy despacio o pisando a fondo el acelerador, de modo que el coche, espoleado, daba un brinco. ¿Cuándo se llegaría a saber la distancia a las galaxias? Si aceleraba le imprimía una velocidad determinada, pero no iba siempre a la misma, a veces se detenía tras un camión. Si el universo se expandía, es decir, si a partir de la materia concentrada en un punto hacía miles de millones de años se expandía y en el universo no había líneas rectas sino curvas, ¿cómo calcular la distancia, atravesando qué espacios?
El viaje al Observatorio lo descansaba del ajetreo de citas, presiones y fracasos del Distrito Federal. Se daba cuerda dándole vueltas y vueltas a la densidad del universo. ¿Quién la descubriría? ¿Cuándo la descubrirían?
El campo que venía a tenderse junto a la ventanilla lo apaciguaba. Frente al parabrisas, en el camino de subida, se acercaban los pinos que atraen el agua: «Tengo que sembrar más árboles en Tonantzintla», y al llegar a Huejotzingo, oloroso a manzanas, había recuperado la serenidad perdida y respiraba tranquilo. A esta hora, en la carretera escaseaban los tráilers y los camiones cargueros. Muy pronto, según la Secretaría de Comunicaciones y Transportes, harían la autopista. ¡Qué bueno que tenemos ingenieros capaces, porque eso sí, nuestros caminos son de primera! Los volcanes enseñoreaban esta vía real, sí, vía real, debieron pensar los viajeros de Veracruz a México. Ciudad real, dijo Bernal Díaz del Castillo deslumbrado por Tenochtitlán.
Lorenzo atravesó Puebla de los Ángeles casi sin darse cuenta. Buscaba amorosamente con los ojos la colina de Tonantzintla. En el fondo, la gente no le llamaba la atención y sonreía al recordar la frase de Pablo Martínez del Río, que, interrogado sobre su vocación de arqueólogo, explicó que el hombre había dejado de interesarlo diez mil años antes de Cristo.
En la ciudad de México el ruido se le hacía insoportable, en Tonantzintla no oiría más que campanas y de vez en cuando los chillidos horripilantes de algún cerdo. El silencio era compacto. Ni siquiera los aviones pasaban, nada rasgaba el aire, el firmamento era propiedad del telescopio. Cerca de Acatepec, por poco y se lleva a un ciclista al borde de la carretera. ¡Qué bárbaro! ¿Por qué no los obligan a traer una luz? Tampoco los cargueros se preocupaban por sus faros y muchos se estacionaban a dormir, ¿o a coger?, al borde del camino. ¡México, qué país sin precauciones! La palabra precaución lo llevó a pensar en su hermano Juan, que en la ciudad lo buscaba con frecuencia.
Dio la vuelta a la izquierda y subió la pequeña pendiente bautizada con el nombre de Annie J. Cannon y tocó el claxon. Ya no encontraría a Luis Rivera Terrazas, que era otro que le hacía bien, y seguramente las hermanas Graciela y Guillermina González se habían retirado a Puebla. Como Guarneros tardaba en abrir, Lorenzo volvió a tocar, impaciente. «En este Observatorio hay puros locos, incluyéndome a mí». Maldito Guarneros. ¿Dónde estaría ese jardinero de mal agüero? Cuando se disponía a tocar por tercera vez, vio cómo descendía corriendo una muchacha de pantalones de mezclilla que se apresuró a meter la llave en el candado, quitar la cadena y abrir los batientes con una sonrisa. Lorenzo entró y desde el asiento, sus dos manos sobre el volante, gritó hecho un basilisco:
—Y usted, ¿quién es?
—Fausta, Fausta Rosales.
—¿Ah sí? ¿Y qué hace aquí, si es que puedo saberlo?
—Estoy ayudándole a Guarneros.
—¿En qué, si me hace usted el favor?
—En el jardín, es mucho trabajo para él. Le ofrecí mi ayuda y la aceptó.
—¿Cómo dice usted llamarse?
—Fausta, doctor.
—¿Fausta? —gritó rabioso—. ¡Ninguna mujer se llama Fausta!
—Así me puso mi padre —respondió la chica, ahora sí espantada.
—Ahora mismo voy a correr a Guarneros.
Descendió del automóvil, le quitó la cadena y el candado y le ordenó:
—Salga, no quiero verla aquí.
Erguida descendió el resto de la pendiente rumbo al pueblo sin volver la cabeza. Lorenzo, fuera de sí, arrancó el automóvil y lo estacionó frente a su bungalow. Hacía tiempo que no le subía hasta la garganta un coraje semejante. Recorrió todo el terreno, llamó: «¡Guarneros!», cinco o seis veces, le dio vuelta al cuarenta pulgadas, hecho un energúmeno. Volvió a gritar: «¡Guarneroooos!», pero el jardinero no apareció por ningún lado y por fin regresó a su bungalow a hacerse una taza de té, ver si había algo en el refrigerador y descolgar la gruesa chamarra de cuero que usaba para observar en la noche.
Hacía diez años que Guarneros era el único empleado que dormía en el Observatorio, porque Aristarco Samuel vivía en Cholula y en las noches de Luna de plano no venía. Solitario, opaco, Lorenzo algunas tardes convidaba a su acompañante nocturno a tomar té y oía su voz monocorde relatarle una catástrofe familiar tras otra: su madre paralítica, su mujer enferma, su hijo deficiente, su sueldo miserable, su salud cada día más deteriorada. Eran tantas sus desgracias que una noche Lorenzo se sorprendió siguiéndolo sigiloso: «Voy a hacerle un favor. Si pasa por el depósito de agua, lo empujo y se resuelven sus problemas». Cuando tuvo conciencia de ello, Lorenzo se aterró: «Es la soledad, me estoy volviendo loco, mañana a primera hora regreso a México». Se lo contó a Luis Rivera Terrazas, que rió de buena gana. «No te preocupes, Lencho, nunca lo habrías matado». Cuando ambos vieron a Guarneros entrar con su sombrero aguado y sus tijeras podadoras, se miraron a los ojos sonrientes. Guarneros no les devolvió la sonrisa. No tenía por qué ni para qué. «Doctor, se descompuso la bomba», emitió vengativo e impotente.
—Bueno, no se preocupe, acérquese, Guarneros, voy a dispararle un tequilita.
Lorenzo se enfrentaba ahora a un enigma tan inextricable como el de la edad del universo. ¿Qué diablos hacía esta estúpida muchacha con Guarneros? ¿Cómo se le había acercado? ¿A qué horas, de qué día, de qué semana le había dirigido la palabra? ¿Qué relación podían tener? Era de no creerse. Mañana a primera hora, cuando llegara el bueno del profesor Terrazas, le preguntaría qué diablos estaba pasando. Mientras él, Lorenzo, se sobaba el lomo en la ciudad, ellos aquí hacían de las suyas al grado de que era Guarneros quien ahora contrataba a trabajadores. ¡Y nada menos que a una descocada, y para colmo, llamada Fausta!
Al día siguiente, Luis intentó tranquilizarlo.
—La chamaca encontró un lugar donde vivir en el pueblo. Aquí a todos les cae bien. Es muy servicial y listísima. No sabes qué preguntas tan inteligentes me hace. Es hija de un médico que murió hace no sé cuántos años. Yo mismo le di permiso de entrar a la biblioteca y van varias veces que la encuentro sumida en el Semat.
—Pero ¿qué hace aquí? ¿Qué-ha-ce?
—Es ayudante del jardinero, anda con la escoba de varas para arriba y para abajo. Trabaja mucho más aprisa que Guarneros.
—¿Y dónde está el imbécil de Guarneros?
—Por allí anda, no te apures, al rato lo ves.
—¿Y la muchacha?
—Ésa sí quién sabe.
—¿Va a venir?
—¡No seas contradictorio, Lencho! ¿No dices que la corristes?
—Corriste —corrigió enojado Lorenzo—, corriste, no corristes. Sí, la corrí.
—Bueno, entonces no preguntes por ella.
—No, si no pregunto.
Nadie vio a Fausta ese día y Lorenzo tuvo la desagradable sensación de haberse excedido. «No es para tanto —sonreía Terrazas siempre ecuánime—, no hay que gastar la pólvora en infiernitos». También le encajaba el cuchillo en la llaga: «Lencho, tú eras un hombre cortés, ¿cómo es posible que hayas perdido los estribos en esa forma?».
Lorenzo esperó a que dieran las cinco de la tarde y le dijo a Luis:
—Si la ves en el pueblo, dile que puede venir.
Fausta regresó a sus tareas sin decir palabra. Lorenzo la vio caminar junto a Guarneros y a las seis de la tarde, desde su ventana, la miró batallar para colocarle un rehilete a la manguera; estuvo a punto de ir a decirle: «Así no», pero se contuvo. Cuando levantó la vista de nuevo, el rehilete echaba chorros de agua y ya no había muchacha. Así pasaron cuatro días. Fausta se mantenía lejos de su oficina y Lorenzo tuvo que volver al odioso Distrito Federal sin hablar con ella. No quería ser él quien la buscara, pero creyó que en cualquier momento se toparía con ella en alguno de los jardines o en la biblioteca a la que, según todos, era adicta. Fausta se cuidaba de entrar a los terrenos del director. «Es que te huele —rió Terrazas—, te tiene fichadísimo».
Fausta miró atenta los autorretratos de Rembrandt. A los diecisiete años, orgulloso, fanfarrón, las cejas pobladas, el mentón firme sobre un blanco cuello de encaje, las mejillas de durazno con un vello dorado, signo de juventud. 1606, 1629, 1630, 1632, 1634, 1652, el ceño definitivamente fruncido, 1659, la cabeza protegida por un yelmo de reflejos dorados, los distintos sombreros emplumados, el turbante, los suntuosos gorros coronando su frente, los ojos cada vez más hundidos, maldita sea, la vida caía a pique, el esbozo de sonrisa de 1662 resultó apenas una tregua, el tiempo lo devastaba, seguía su camino, el pelo encenizándose, la barba se hacía escasa, hasta llegar al último retrato en 1669, cuando apenas tenía sesenta y tres años y ya era un anciano. ¡Qué afrenta la edad! A lo largo de las postales que Fausta repasaba una y otra vez, Rembrandt rodaba al abismo, la mirada cada vez más desencantada, sus rasgos desbaratándose hasta precipitarse en la muerte, tres años más tarde, a los sesenta y seis años.
¿Cómo se hace un autorretrato? ¿En qué espejo mirarse? ¿En medio de qué soledad, de qué silencio pasan los años? También el padre de Fausta había ido entristeciéndose, la derrota impresa en todos los poros de su piel, los ojos empequeñecidos por el derrumbe y, sin embargo, la mirada bajo los párpados caídos y el abultamiento de las ojeras la requería fijamente, exigiéndole una respuesta, pero ¿cuál? De niña, también le había reclamado: «¿Estarás a la altura? Vas a viajar sola y el trayecto es largo. ¿Resistirás?».